Pasión de Nicodemo
Ha llegado hasta mi casa el eco de las multitudes que aclaman a Jesús, recién llegado a Jerusalén a lomos de un pollino. ¡Cuánto me hubiese gustado participar yo también de ese recibimiento alborozado! Pero quienes hoy lo aclaman son la misma chusma que mañana exigirá su muerte, manipulada por mis hermanos fariseos. Yo, Nicodemo, soy fariseo y sanedrita; y mi presencia en ese jolgorio hubiese sido interpretada como un desafío. He sido discípulo secreto del Galileo, he sido su visitante clandestino y su admirador de incógnito; alguien dirá, incluso, que he sido de los que por la noche ponen el candil debajo del celemín y de día se esconden, paralizados por el miedo. Pero soy un hombre ya viejo, sin fuerzas para repudiar la tibieza y el cálculo que han sido siempre mis consejeros, sin ánimos para volver a nacer de nuevo, como en cierta ocasión me propuso Jesús. Pero no se me escapa que –como Él también me dijo– «el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va». ¿Llegará mi alma a escuchar el soplo de ese viento alguna vez?
Lo reconoceré. Mi alma es cauta y temblorosa. He seguido siempre a Jesús de tapadillo y a distancia; sabía que por su boca salían palabras de vida eterna, pero nunca reuní el valor preciso para reunirme con él a la luz del sol. Reconozco que –tal vez por ser fariseo y miembro del Sanedrín– me he adaptado demasiado a los usos del mundo. Todo lo que sea salirse de las pautas establecidas me ha parecido siempre exageración y desafuero; todo lo que sea expresarse con entusiasmo, con ardor, con crudeza, con vehemencia –como hacen los discípulos de Jesús– me provoca disgusto, aversión, escándalo. El propio Jesús, con frecuencia, me parecía un poco energúmeno, en su desdén por los respetos humanos. Hubiese preferido que se hubiese expresado con algo más de morigeración, con algo más de reserva y prudencia, sin hacer uso de tantas afirmaciones o negaciones netas que obligaban a tomar partido; hubiese preferido que fuese algo más moderado en sus juicios, más brumoso en sus expresiones, que hubiese añadido a su discurso cierto sincretismo ambiguo al gusto de todos (incluidos los fariseos y los sanedritas). Si no hubiese sido tan radical, no habría tenido reparo alguno en mostrarme como el más entusiasta de sus discípulos.
Ahora ya es tarde para serlo. Pues en unos pocos días los sanedritas –de común acuerdo con mis hermanos fariseos– decretarán la detención de Jesús, coincidiendo con la Pascua, y su entrega al gobernador romano. Pero, una vez que hayan matado a Jesús, me he propuesto abandonar esta clandestinidad. Proclamarme discípulo de Jesús en vida me habría acarreado infinitas desgracias; pero, una vez que lo hayan matado, la mala conciencia de sus asesinos permitirá que ante su tumba se entonen los más encendidos panegíricos. Será entonces cuando derrame las lágrimas más copiosas y sentidas, será entonces cuando le dedique palabras enaltecidas por la mejor retórica funeraria. Y quien entonces me vea, pensará que el Galileo no tuvo más fiel discípulo que yo.
Por supuesto, no me mancharé las manos con la sangre de Jesús. Permaneceré encerrado en casa, alegando alguna indisposición, cuando el Sanedrín se reúna para juzgarlo, y derramaré hondos suspiros de contrariedad, para salvar mi conciencia. Habrá, desde luego, radicales que piensen que, al abstenerme de intervenir, estaré actuando en complicidad –siquiera pasiva– con los asesinos de Jesús; pues para el radical abstenerse, cuando hay un deber de oponerse, equivale a consentir. Pero, una vez que Jesús cuelgue del madero, cuando ya no corra riesgo, seré el primero en acudir al Gólgota. Y apaciguaré mis remordimientos colaborando muy activamente en su sepelio. No repararé en gastos y llevaré conmigo, a lomos de un criado, cien libras de mirra y áloe. Ayudaré a quitarle los clavos, a bajar su cuerpo dilacerado de la cruz y a depositarlo en el regazo de su dolorida madre. Formaré parte del cortejo que lo lleve a la gruta destinada para su sepultura. Cuando las mujeres hayan acabado de lavar su cadáver, les entregaré los perfumes, para que puedan embalsamarlo sin escatimar medios, como sus verdugos no escatimaron los salivazos y las bofetadas, mientras yo estaba escondidito en casa. Recitaré con voz compungida el salmo mortuorio, mientras depositan su cadáver en el sepulcro y cierran la abertura de la gruta con una gran piedra. Y me alejaré taciturno, sin volver la cabeza atrás.
Pero tal vez Jesús nazca de nuevo, para soplar sobre mí ese viento que nunca he llegado a escuchar. Y tal vez entonces pueda al fin renegar de mi tibieza.
Publicado en XLSemanal.