El mito sistémico del 15-M
Me ha enternecido la mirada retrospectiva rezumante de complacencia babosa que la propaganda sistémica ha dirigido sobre el llamado 15-M. Y es natural todo ese derramamiento de babas; pues pocas veces una operación de falsa bandera rinde unos resultados tan pingües con unos costes tan exiguos.
Ante el espectáculo de los indignados de la Puerta del Sol, el sistema enseguida se puso manos a la obra, para absorber ese caudal de energía desnortada en beneficio propio. Los jóvenes que participaron en aquellas algaradas y manifestaciones eran víctimas de una educación perversa que había dado la espalda a todas las realidades espirituales. Sus deseos, exaltados por la abundancia de bienes materiales y las consignas utópicas a la vez párvulas y miserables, se topaban con una realidad poco halagüeña: el bienestar que durante un tiempo actuó sobre sus conciencias como una morfina, impidiéndoles cultivar las virtudes que fomentan el bien-ser, se desleía como un azucarillo en el agua; la munición de ‘derechos’ y ‘libertades’ con que los habían dotado se revelaba un trampantojo, ante la falta de horizonte laboral. Y hubo que encauzar su vómito de indignación -que, siendo una generación formada en el materialismo, sólo podía ser un vómito de nihilismo- hacia los desaguaderos que convenían al sistema.
El sistema no estaba dispuesto a cambiar las condiciones ambientales que los habían moldeado, que tanto favorecían la hegemonía de su reinado plutocrático. Puesto que necesitaba incapacitarlos contra el esfuerzo común y fecundo, les suministró ideologías identitarias que imposibilitasen los compromisos solidarios y los enzarzasen entre sí, infundiéndoles una patética ilusión de ‘empoderamiento’. Puesto que no estaba dispuesto a otorgarles la propiedad que arraiga, que es la propiedad de la tierra que se habita y del trabajo que ennoblece, les brindó la propiedad que desarraiga, que es la propiedad solipsista sobre el cuerpo, convertido en un campo de exterminio de la vida gestante, en un supermercado penevulvar (así su propia identidad se convirtió en un objeto más de consumo) y, finalmente, en un objeto eutanásicamente desechable. Puesto que no estaba dispuesto a que sus espíritus asumieran una vocación de ascenso, les suministró vías expeditas para su descenso, mediante la itinerancia sexual y el suministro de los entretenimientos más plebeyos y narcisistas, al socaire de la revolución tecnológica.
Y, rematando la operación, el sistema santificó la rabia nihilista, el resentimiento purulento, la envidia biliosa, la sed de venganza de aquella generación que había moldeado a su gusto, convirtiéndolas en virtudes cívicas. Para ello, abrió una agencia de colocación para los cabecillas más venales de aquellas algaradas y los erigió en beneficiarios opíparos de sus migajas, permitiéndoles la apertura de chiringuitos partitocráticos. Nunca una operación de falsa bandera salió tan barata. Con razón la mitifican babosamente, en la celebración de su décimo aniversario.
Publicado en ABC.