El atrio, la plaza y el templo
Nada menos que cincuenta y seis personas, en su mayoría jóvenes, han dado comienzo también este año al catecumenado cristiano para adultos. Se trata de gente que no fueron bautizados, o que siendo bautizados no han tenido luego vida cristiana en su biografía personal. Estamos ante algo que empieza a ser frecuente. Que ese cristianismo sociológico de quien se hace cristiano por inercia, va dejando paso a un cristianismo que responde a la convicción de las familias realmente cristianas, o fruto de un encuentro personal con el Señor, a veces a través del testimonio cristiano de los creyentes.
Estábamos en el atrio de la catedral. No todavía en el templo catedralicio. Tampoco estábamos ya en la plaza. Era el atrio, como lugar intermedio de quien viniendo de la plaza quiere adentrarse en el templo. Toda una parábola de lo que es este rito del catecumenado de adultos. En la plaza está la vida que a diario se pasea, la prisa que nos gastamos en los vaivenes cotidianos, también están los ancianos que toman el sol serenamente sentados en sus años de sabiduría, o los niños que corretean de aquí para allá dando vivacidad a una esperanza que en ellos es cierta, o los piropos que se dejan escuchar en jóvenes enamorados de cualquier edad. En la plaza está la vida.
En el templo catedralicio está el Misterio con mayúsculas, porque Dios mismo ha querido poner la tienda de su encuentro en medio de las contiendas de nuestros desencuentros, y es allí en su casa donde el Señor es un vecino más sin ser un paisano cualquiera, donde escuchamos una Palabra que no engaña, donde recibimos un alimento eucarístico que no trafica con nuestra hambre, donde la paz que nos intercambiamos es un sincero gesto de reconciliación, donde la música sagrada, el arte de los retablos, las columnas y bóvedas, todo se concita para acogernos a todos los hijos de Dios para que aprendamos más y mejor a ser hermanos de quien Él nos ha querido confiar poniéndolos cerca o queriéndolos desde lejos.
Yo acababa de volver de África, donde he estado visitando a nuestros hermanos misioneros en la Misión diocesana que allí tenemos. Me sorprendió cómo en aquel lugar los cristianos me pedían que mantuviese a los misioneros trabajando sacerdotalmente con ellos y no los llevase a España, y que les ayudase para agrandar la capilla-parroquia o para hacer una nueva, debido a que ya no caben por el precioso modo de crecer de aquellas comunidades cristianas. Y les comenté a nuestro plantel de catecúmenos en la catedral cómo es hermoso ver que crece la Iglesia.
Pero no pude dejar de compartir con ellos el contrapunto de unos días antes. Por estar dirigiendo la Comisión de Cultura del Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas, hacía dos días que había tenido reunión en Bruselas. Allí un anciano obispo holandés me comentaba con tristeza que estaban vendiendo la catedral, porque ya prácticamente no iba nadie a rezar ni a celebrar, y les resultaba insostenible su mantenimiento. ¡Qué contraste entre unos y otros! Una Iglesia pujante y sencilla, pobre y auténtica, y otra Iglesia gastada, vacía, derrotada y en venta.
Les emplacé a nuestros catecúmenos para que fueran piedras vivas de una Iglesia acogedora, que sabe vivir debidamente el culto que glorifica a Dios, y que sabe, al mismo tiempo, ser brazos tendidos y puertas abiertas para que los hermanos sean bendecidos en sus vidas y curados en sus heridas. Es esperanzador que a pesar de las dificultades que en estos tiempos atravesamos los cristianos, Dios no deja de darnos signos para que nuestra esperanza no decaiga y, debidamente purificados por nuestras contradicciones, podamos cantar el himno de la alegría que sólo el Señor resucitado pone en nuestros labios y entrañas.
Publicado en Iglesia de Asturias.
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