La fiesta de la Iglesia, ayer, hoy y siempre
Este domingo ha sido una experiencia de Iglesia, un compartir el camino de grandes hombres que siguen guiando a la humanidad en esta constante peregrinación que es la historia
por José F. Vaquero
Toda gran celebración tiene su octava, no cabe en las 24 horas del día y rebosa, desborda, se continúa celebrando en las jornadas siguientes. Continuamos en la octava de este gran domingo, el domingo de los cuatro Papas, como muchos han bautizado a este Domingo de la Divina Misericordia en que el Papa Francisco ha reconocido solemnemente la santidad de Juan XXIII y Juan Pablo II. Hemos celebrado la fiesta de la Iglesia, ayer, hoy y en los tiempos venideros.
La ciudad de Roma ha sido, desde antiguo, cuna de la civilización, la cultura, la historia y la vida de la Iglesia. Sus calles respiran historia, una historia pasada que se refleja en el presente y empuja al futuro. No son piedras muertas, sino que contagian vida y esperanza, proyección. Como muchos peregrinos, este domingo pude vivir esta experiencia de Iglesia, participando en la solemne canonización de estos titanes del siglo XX. Y en la parte final de esta romería, el camino de los peregrinos hacia Roma, pude recorrer temporalmente este don de la Iglesia, ayer, hoy y para los tiempos venideros.
Entramos a la Ciudad Eterna por una de las calzadas romanas que construyó el imperio romano, la vía aurea o vía dorada, vía Aurelia. Roma quería llegar con facilidad a cualquier punto de su imperio, manteniendo la unidad, económica y política. Unidad, y vías de comunicación, que también aprovechó el naciente cristianismo de los primeros siglos.
En nuestro aproximarnos al Vaticano cruzamos la vía Gregorio VII. Hemos saltado mil años, y un humilde y reformador monje va recorriendo los caminos de la Curia Romana. En 1073 fue elegido Papa, y consagró sus fuerzas en la reforma moral de la Iglesia: reforma moral del clero, independencia del poder político y lucha contra la simonía. Papa santo que vivió en una época difícil y convulsa, poco después del cisma de oriente, la separación entre católicos y ortodoxos (Iglesia de Roma e Iglesia de Bizancio).
Nos acercamos a la plaza de San Pedro, pero la abundancia de peregrinos hace que debamos continuar esta peregrinación en el espacio y en el tiempo. Tras atravesar la colina Vaticana nos aproximamos al castillo de Sant´Angelo. Regresamos a la Roma imperial, cuando el emperador Adriano construyó un mausoleo, utilizado después como fortaleza inexpugnable de Roma.
Entre la multitud de peregrinos, buscamos acercarnos lo más posible a la plaza de San Pedro, y nos colocamos, casi sin darnos cuenta, en la calle de otro gran Papa, San Pio X, Pontífice de inicios del siglo XX. Promovió la renovación litúrgica, la comunión, frecuente, y denunció el peligro de considerar la revelación de Dios como una doctrina que el hombre crea según sus razones, gustos y conveniencias. Época difícil, en un contexto internacional de anticlericalismo y rechazo de la dimensión religiosa.
Los aplausos nos trasladan a inicios de este siglo, cuando un humilde trabajador de la viña del Señor, fue elegido como sucesor de Pedro. Benedicto XVI, Papa emérito, se dirige hacia las sillas que ocupan sus hermanos cardenales, para asistir junto con ellos a la ceremonia de canonización; las pantallas recogen este momento, y los fieles aplauden emocionados. Es la expresión de la admiración que desprende su integridad, su profundidad y su cercanía. El Papa de la palabra, que toca los deseos más íntimos del corazón humano, la profundidad del hombre y la grandeza de Aquel que, desde hace dos mil años, revela el hombre al propio hombre. La doctrina de la Iglesia es divina, pero también profundamente humana.
Comienza la ceremonia, y se acerca al altar Francisco, el Papa sencillo, cercano, espontáneo, que saborea la grandeza de Dios en la vida diaria. A cada paso nos va transmitiendo esta gran sencillez, en sus homilías diarias en casa Santa marta, en sus encuentros, más formales pero igual de espontáneos, en sus acciones, gestos y cariño ante cualquier persona que se le acerque, pobre, enfermo, necesitado. Y este domingo nos ha transmitido la sencilla descripción de los dos grandes protagonistas de esta experiencia de Iglesia.
Juan XXIII, el humilde párroco, el “pobre cura de pueblo”, o de aldea, de la aldea global en la que vivimos, cada vez más global y más intercomunicada. El Papa dócil al Espíritu Santo y sin miedo a la renovación, a la conversión, a los cambios. Un Romano Pontífice pensado como hombre de transición. Y sí, fue de transición, protagonizó una gran transición, un gran movimiento, al convocar el Concilio Vaticano II. Y esa transición la fue preparando, acercando el gobierno de la Iglesia a la realidad concreta, diaria, de los católicos de Roma, de Italia y del mundo.
Juan Pablo II, el Papa de la familia. ¿Qué late en el interior de la familia, sino el amor? Amor responsable, que conoce sus derechos, pero también sus deberes, amor bello, amor del que nos examinarán al atardecer de la vida. Amor a la vida, desde el primer instante de la concepción hasta su término natural, amor más allá de la debilidad y el deterioro, de la enfermedad que nos enseñó a sufrir y ofrecer. Sólo el amor vence el mal, y es capaz de darnos esperanza. No tengáis miedo, abrid las puertas al amor.
Este domingo ha sido una experiencia de Iglesia, un compartir el camino de grandes hombres que siguen guiando a la humanidad en esta constante peregrinación que es la historia. En toda familia presumen sanamente de sus antepasados e intentan imitar la talla que ellos han alcanzado. ¿Haremos lo mismo en la Iglesia, en la que además contamos con el Señor de la historia, Jesucristo, ayer, hoy y siempre?
La ciudad de Roma ha sido, desde antiguo, cuna de la civilización, la cultura, la historia y la vida de la Iglesia. Sus calles respiran historia, una historia pasada que se refleja en el presente y empuja al futuro. No son piedras muertas, sino que contagian vida y esperanza, proyección. Como muchos peregrinos, este domingo pude vivir esta experiencia de Iglesia, participando en la solemne canonización de estos titanes del siglo XX. Y en la parte final de esta romería, el camino de los peregrinos hacia Roma, pude recorrer temporalmente este don de la Iglesia, ayer, hoy y para los tiempos venideros.
Entramos a la Ciudad Eterna por una de las calzadas romanas que construyó el imperio romano, la vía aurea o vía dorada, vía Aurelia. Roma quería llegar con facilidad a cualquier punto de su imperio, manteniendo la unidad, económica y política. Unidad, y vías de comunicación, que también aprovechó el naciente cristianismo de los primeros siglos.
En nuestro aproximarnos al Vaticano cruzamos la vía Gregorio VII. Hemos saltado mil años, y un humilde y reformador monje va recorriendo los caminos de la Curia Romana. En 1073 fue elegido Papa, y consagró sus fuerzas en la reforma moral de la Iglesia: reforma moral del clero, independencia del poder político y lucha contra la simonía. Papa santo que vivió en una época difícil y convulsa, poco después del cisma de oriente, la separación entre católicos y ortodoxos (Iglesia de Roma e Iglesia de Bizancio).
Nos acercamos a la plaza de San Pedro, pero la abundancia de peregrinos hace que debamos continuar esta peregrinación en el espacio y en el tiempo. Tras atravesar la colina Vaticana nos aproximamos al castillo de Sant´Angelo. Regresamos a la Roma imperial, cuando el emperador Adriano construyó un mausoleo, utilizado después como fortaleza inexpugnable de Roma.
Entre la multitud de peregrinos, buscamos acercarnos lo más posible a la plaza de San Pedro, y nos colocamos, casi sin darnos cuenta, en la calle de otro gran Papa, San Pio X, Pontífice de inicios del siglo XX. Promovió la renovación litúrgica, la comunión, frecuente, y denunció el peligro de considerar la revelación de Dios como una doctrina que el hombre crea según sus razones, gustos y conveniencias. Época difícil, en un contexto internacional de anticlericalismo y rechazo de la dimensión religiosa.
Los aplausos nos trasladan a inicios de este siglo, cuando un humilde trabajador de la viña del Señor, fue elegido como sucesor de Pedro. Benedicto XVI, Papa emérito, se dirige hacia las sillas que ocupan sus hermanos cardenales, para asistir junto con ellos a la ceremonia de canonización; las pantallas recogen este momento, y los fieles aplauden emocionados. Es la expresión de la admiración que desprende su integridad, su profundidad y su cercanía. El Papa de la palabra, que toca los deseos más íntimos del corazón humano, la profundidad del hombre y la grandeza de Aquel que, desde hace dos mil años, revela el hombre al propio hombre. La doctrina de la Iglesia es divina, pero también profundamente humana.
Comienza la ceremonia, y se acerca al altar Francisco, el Papa sencillo, cercano, espontáneo, que saborea la grandeza de Dios en la vida diaria. A cada paso nos va transmitiendo esta gran sencillez, en sus homilías diarias en casa Santa marta, en sus encuentros, más formales pero igual de espontáneos, en sus acciones, gestos y cariño ante cualquier persona que se le acerque, pobre, enfermo, necesitado. Y este domingo nos ha transmitido la sencilla descripción de los dos grandes protagonistas de esta experiencia de Iglesia.
Juan XXIII, el humilde párroco, el “pobre cura de pueblo”, o de aldea, de la aldea global en la que vivimos, cada vez más global y más intercomunicada. El Papa dócil al Espíritu Santo y sin miedo a la renovación, a la conversión, a los cambios. Un Romano Pontífice pensado como hombre de transición. Y sí, fue de transición, protagonizó una gran transición, un gran movimiento, al convocar el Concilio Vaticano II. Y esa transición la fue preparando, acercando el gobierno de la Iglesia a la realidad concreta, diaria, de los católicos de Roma, de Italia y del mundo.
Juan Pablo II, el Papa de la familia. ¿Qué late en el interior de la familia, sino el amor? Amor responsable, que conoce sus derechos, pero también sus deberes, amor bello, amor del que nos examinarán al atardecer de la vida. Amor a la vida, desde el primer instante de la concepción hasta su término natural, amor más allá de la debilidad y el deterioro, de la enfermedad que nos enseñó a sufrir y ofrecer. Sólo el amor vence el mal, y es capaz de darnos esperanza. No tengáis miedo, abrid las puertas al amor.
Este domingo ha sido una experiencia de Iglesia, un compartir el camino de grandes hombres que siguen guiando a la humanidad en esta constante peregrinación que es la historia. En toda familia presumen sanamente de sus antepasados e intentan imitar la talla que ellos han alcanzado. ¿Haremos lo mismo en la Iglesia, en la que además contamos con el Señor de la historia, Jesucristo, ayer, hoy y siempre?
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