El cirio pascual y la vida del cristiano
Algo así debe ser la vida del cristiano: consumida y quemada en holocausto para Cristo, en su honor, servicio y alabanza.
Desde la noche de la Vigilia Pascual preside nuestras celebraciones, en un reinado que dura cuarenta días en la liturgia, el cirio pascual. Una presencia en el altar, en todas las iglesias católicas, que se convierte, en los días de Pascua, en magisterio mudo y simbólico de lo que es la vida nueva del cristiano resucitado.
El cirio pascual nos habla de una lección de trabajo. Cirio viene de cera. La cera es el resultado de un trabajo infatigable de miles de abejas para reunir esos kilos de cera del cirio. Idas, venidas. Aportaciones pequeñas, fruto de un enjambre en constante actividad. Una lección de trabajo que nos llama a gastar para Dios en nuestras actividades todas nuestras fuerzas, habilidades y talentos, sin robarle nada.
El cirio, indirectamente, nos enseña dulzura. Del panal de cera exprimido salió la miel que guardaban esas celdillas perfectísimas. Una dulzura que en la vida del cristiano resucitado se traduce en dulzura de caridad fraterna: sin odios ni amarguras, sin palabras desabridas, sin brusquedades, sin egoísmo ni pasiones. «La caridad es benigna, no es envidiosa. No se engríe, no es descortés, no se irrita, todo lo excusa, todo lo perdona, todo lo cree, todo lo espera» (1 Cor 13).
Una tercera lección para la meditación pascual desde la contemplación del cirio pascual es la pureza. El cirio es puro y limpio, como una columna de marfil. Así lo debe ser nuestra alma y nuestra vida. La cera virgen del cirio pascual nos recuerda la pureza y la limpieza del alma con la que debe estar adornada la vida del Hijo de Dios, del que es templo de la Santísima Trinidad, del que a diario comulga al Cordero inmaculado, Jesucristo Eucaristía.
El cirio nos habla de rectitud. Vertical y fiel a la plomada, marca la única dirección verdadera. Su actitud nos habla del cumplimiento del deber, de justicia, de fidelidad. Así, el camino hacia Dios debe ser recto y continuo, sin desviarnos por gustos, por afectos colaterales; sin desviarnos por respetos humanos, sin desfallecer, con constancia.
El cirio, con su presencia, nos habla de desprendimiento. En alto, desprendido del suelo, aspirando al cielo como los cipreses. Es la vida del resucitado, la vida de esperanza, de desprendimiento de los que no tenemos aquí nuestra ciudad y patria permanente, sino que vivimos como de pasada, en una noche, en una tienda de beduinos, que nos hace desinstalarnos de nosotros mismos. «Si habéis resucitado con Cristo buscad las cosa de arriba» (Col 3,1).
El cirio también habla de sufrimiento. Es semejante a un pino que sangra. Su piel, en la noche de Pascua ha sido rasgada por el punzón y, en él, se ha grabado una cruz: «Cristo, Alfa y Omega…» Ha sido taladrado por cinco llagas, con cinco clavos agudos, que llevan cera e incienso. El cirio es imagen de Cristo, espejo de lo que debe ser el cristiano fiel. El emblema del cristiano es la cruz. Hace falta seguir pidiendo luz para entender esta cruz y llegar, como San Pablo, a embriagarnos con ella, gloriándonos en Jesucristo crucificado (Gál 6, 14).
¡Cuántas lecciones da el cirio pascual!
Otra de ellas, y no menor, es la del amor. La vocación del cirio durante el tiempo pascual es arder. Ser una llana cálida, silenciosa, que corona esta figura blanca. Toda la cera del cirio es para alimentar esa llama. La vocación del cristiano resucitado es arder, Arder de amor, que es lo más noble, bello y grande. Amor a los hermanos y amor a nuestro Dios. Amar al Amor. Negarnos y perdernos en Él.
El cirio continúa hablándonos de redención y luz. Ilumina a todos los que le rodean. El cristiano está llamado a ser faro apostólico, a irradiar a los que viven en su entorno con criterios, con palabras, con vida evangélica, con el ejemplo, transpirando el buen olor de Cristo que hemos aspirado antes en la noche pascual. Muchos encontrarán, así, en nosotros, luz para el camino.
El cirio habla también de soledad. Está solo. Aislado en el presbiterio, alejado de las velas y luces. El cristiano resucitado también atraviesa soledades afectivas, la incomprensión, el abandono, la lejanía de los amigos. Todo ello son pruebas permitidas por el Señor. Pero este despojo trae la compañía presente de Dios. Se la da el salto de gigante: desde la máxima pobreza y vacío hasta la máxima riqueza y plenitud. Dios llenará el vacío si aguardamos con paciencia. El cirio es el Rey de la noche pascual. El Rey de la noche oscura, de las tinieblas y oscuridades. Sabemos que al final de la noche despunta y se levanta la aurora.
Por último la lección de holocausto. Como el incienso se quema totalmente en el incensario para subir a Dios, para perfumar de buen olor e irradiar ese aroma, así se quema el cirio totalmente para dar luz. La cera se va fundiendo poco a poco. Va subiendo por las fibras del pábilo hacia lo alto para quemarse. Pasan los días y el cirio irá menguando, gastándose en el servicio de Dios. Algo así debe ser la vida del cristiano: consumida y quemada en holocausto para Cristo, en su honor, servicio y alabanza.
Muchas lecciones que merecen ser contempladas y meditada. Son la perspectiva que abre el día del triunfo de Jesucristo.
El cirio pascual nos habla de una lección de trabajo. Cirio viene de cera. La cera es el resultado de un trabajo infatigable de miles de abejas para reunir esos kilos de cera del cirio. Idas, venidas. Aportaciones pequeñas, fruto de un enjambre en constante actividad. Una lección de trabajo que nos llama a gastar para Dios en nuestras actividades todas nuestras fuerzas, habilidades y talentos, sin robarle nada.
El cirio, indirectamente, nos enseña dulzura. Del panal de cera exprimido salió la miel que guardaban esas celdillas perfectísimas. Una dulzura que en la vida del cristiano resucitado se traduce en dulzura de caridad fraterna: sin odios ni amarguras, sin palabras desabridas, sin brusquedades, sin egoísmo ni pasiones. «La caridad es benigna, no es envidiosa. No se engríe, no es descortés, no se irrita, todo lo excusa, todo lo perdona, todo lo cree, todo lo espera» (1 Cor 13).
Una tercera lección para la meditación pascual desde la contemplación del cirio pascual es la pureza. El cirio es puro y limpio, como una columna de marfil. Así lo debe ser nuestra alma y nuestra vida. La cera virgen del cirio pascual nos recuerda la pureza y la limpieza del alma con la que debe estar adornada la vida del Hijo de Dios, del que es templo de la Santísima Trinidad, del que a diario comulga al Cordero inmaculado, Jesucristo Eucaristía.
El cirio nos habla de rectitud. Vertical y fiel a la plomada, marca la única dirección verdadera. Su actitud nos habla del cumplimiento del deber, de justicia, de fidelidad. Así, el camino hacia Dios debe ser recto y continuo, sin desviarnos por gustos, por afectos colaterales; sin desviarnos por respetos humanos, sin desfallecer, con constancia.
El cirio, con su presencia, nos habla de desprendimiento. En alto, desprendido del suelo, aspirando al cielo como los cipreses. Es la vida del resucitado, la vida de esperanza, de desprendimiento de los que no tenemos aquí nuestra ciudad y patria permanente, sino que vivimos como de pasada, en una noche, en una tienda de beduinos, que nos hace desinstalarnos de nosotros mismos. «Si habéis resucitado con Cristo buscad las cosa de arriba» (Col 3,1).
El cirio también habla de sufrimiento. Es semejante a un pino que sangra. Su piel, en la noche de Pascua ha sido rasgada por el punzón y, en él, se ha grabado una cruz: «Cristo, Alfa y Omega…» Ha sido taladrado por cinco llagas, con cinco clavos agudos, que llevan cera e incienso. El cirio es imagen de Cristo, espejo de lo que debe ser el cristiano fiel. El emblema del cristiano es la cruz. Hace falta seguir pidiendo luz para entender esta cruz y llegar, como San Pablo, a embriagarnos con ella, gloriándonos en Jesucristo crucificado (Gál 6, 14).
¡Cuántas lecciones da el cirio pascual!
Otra de ellas, y no menor, es la del amor. La vocación del cirio durante el tiempo pascual es arder. Ser una llana cálida, silenciosa, que corona esta figura blanca. Toda la cera del cirio es para alimentar esa llama. La vocación del cristiano resucitado es arder, Arder de amor, que es lo más noble, bello y grande. Amor a los hermanos y amor a nuestro Dios. Amar al Amor. Negarnos y perdernos en Él.
El cirio continúa hablándonos de redención y luz. Ilumina a todos los que le rodean. El cristiano está llamado a ser faro apostólico, a irradiar a los que viven en su entorno con criterios, con palabras, con vida evangélica, con el ejemplo, transpirando el buen olor de Cristo que hemos aspirado antes en la noche pascual. Muchos encontrarán, así, en nosotros, luz para el camino.
El cirio habla también de soledad. Está solo. Aislado en el presbiterio, alejado de las velas y luces. El cristiano resucitado también atraviesa soledades afectivas, la incomprensión, el abandono, la lejanía de los amigos. Todo ello son pruebas permitidas por el Señor. Pero este despojo trae la compañía presente de Dios. Se la da el salto de gigante: desde la máxima pobreza y vacío hasta la máxima riqueza y plenitud. Dios llenará el vacío si aguardamos con paciencia. El cirio es el Rey de la noche pascual. El Rey de la noche oscura, de las tinieblas y oscuridades. Sabemos que al final de la noche despunta y se levanta la aurora.
Por último la lección de holocausto. Como el incienso se quema totalmente en el incensario para subir a Dios, para perfumar de buen olor e irradiar ese aroma, así se quema el cirio totalmente para dar luz. La cera se va fundiendo poco a poco. Va subiendo por las fibras del pábilo hacia lo alto para quemarse. Pasan los días y el cirio irá menguando, gastándose en el servicio de Dios. Algo así debe ser la vida del cristiano: consumida y quemada en holocausto para Cristo, en su honor, servicio y alabanza.
Muchas lecciones que merecen ser contempladas y meditada. Son la perspectiva que abre el día del triunfo de Jesucristo.
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