Soy feliz, pero sufro
La Semana Santa va seguida de una semana igual de importante, o quizá más : la Octava de Pascua. Pero vivimos tan intensamente la primera, que nos olvidamos de la segunda.
por José F. Vaquero
Con estas palabras resumía una persona conocida su actitud antes la vida. Y añadía «o sufro pero soy feliz, como prefieras». Para unos la afirmación es evidente, obvia, de mi querido pueblo donde cuando cae agua del cielo dicen que llueve, Perogrullo. Imposible vivir sin que el sufrimiento nos toque, mucho o poco, con la fuerza del martillo o la incomodidad de los alfilerazos; pero por encima de ello se puede ser feliz. Para otros esta afirmación esconde una evidente mentira. ¿Cómo puedes ser feliz si la vida no te sonríe? Sólo les falta la coletilla de «no me tomes el pelo, que ya me queda bastante poco».
Unos y otros tienen su parte de razón; y ambos lo afirman como evidente, como algo que se conoce por sí mismo, sin necesidad de demostración. Está en juego, en unos y en otros, y en quienes escuchamos a ambos, nuestro concepto de felicidad y su encuadre en la vida concreta que tanto nos interesa. Digan lo que digan, me interesa «mi» vida y como la vivo y experimento.
Si la felicidad es un sentimiento inmediato (e inmanente, que ambas palabras están muy emparentadas), tenemos un serio problema: mañana cambia el sentimiento, o pasado, o dentro de tres meses, y se nos acaba ese bello sentir de nuestra vida. Llega un sufrimiento, asoma la enfermedad en este mal momento (aunque todos los momentos son malos para que la enfermedad toque a nuestra puerta), y la vida pasa a ser un túnel negro con un fondo oscuro, una noche con densa niebla en la que no podemos caminar. ¿Dónde está la felicidad? ¿Por qué podemos llegar a una afirmación tan misteriosa, soy feliz pero sufro?
Con esta paradoja felicidad – sufrimiento nos acercamos a la Semana Santa, semana de dolor, semana de pasión. Por religiosidad, por tradición o por folklore, muchas españoles participaremos en las hermosas y cuidadas procesiones de Semana Santa. Las escenas de la pasión bajan de los retablos, salen de las capillas, y procesionan por nuestras calles y plazas. Los acontecimientos de aquella primera Semana Santa se actualizan, se representan, «se teatralizan», podríamos decir; quieren ilustrarnos esa paradoja.
Sin desmerecer a los grandes imagineros de los pasos de Semana Santa, Gregorio Fernández, Juan de Juni o Juan de Mesa, creo que dejaron su obra incompletos, o nos dejaron a nosotros el trabajo de completarlos. Son casi totalmente expresiones de la segunda parte del título de este artículo: «… pero sufro». ¿Y qué hemos hecho con la primera parte, «soy feliz»? A lo mejor tienen que volver a venir un Juan de Juni, o un Juan de Mesa, para hacernos una imagen de Cristo saliendo del sepulcro, el encuentro con María Magdalena, la carrera de Juan y Pedro hacia el sepulcro.
La Semana Santa va seguida de una semana igual de importante, o quizá más : la Octava de Pascua. Pero vivimos tan intensamente la primera, que nos olvidamos de la segunda.
El Calvario es un «camino de paso hacia». Igual que las procesiones salen y recorren varias calles de pueblos y ciudades, nuestra vida camina, pasa por el calvario del sufrimiento, muchos años o pocos, para llegar a algún lugar, a una meta.
En esta semana todos, religiosos, profanos, cofrades o vacacioneros, miramos mucho al cielo. ¿Lloverá? ¿El clima permitirá las procesiones... o los días de playa? Sería bonito mirar «al cielo del cielo» a aquel estado más allá del cielo físico que podemos ver o imaginar. En nuestro corazón no deseamos llegar a un sitio bonito, bucólico, sentimental, pero que luego nos sabe a paisaje de cartón piedra; deseamos algo más.
Anhelamos llegar a un estado, una situación permanente de felicidad, de amor pleno, de satisfacción. Estar en Presencia del Amor, pero también estar en la presencia de los amores más pequeños, pero no menos importantes, que nos rodean en esta vida. Y a la vez, formar parte de esos amores que rodean alos que están a nuestro lado. Como recordaba la beata Teresa de Calcuta, «Anhelamos la alegría del cielo, donde está Dios. Está en nuestro poder estar ya ahora con Él en el cielo, ser felices con Él justo en este momento. Pero ser felices con él ahora quiere decir: ayudar como él ayuda, dar como Él da, servir como Él sirve, salvar como él salva. Estar veinticuatro horas a su lado, encontrarlo en sus disfraces más terribles. Porque Él ha dicho: Todo lo que hagáis al más pequeño, me lo hacéis a mí».
¿Cuántos santos anónimos, santos de andar por casa, tenemos al lado, poniéndonos inyecciones de felicidad con su sonrisa, su cariño, su atención, su amor? La inyección duele, aunque solo sea un pequeño pinchazo, pero sana y fortalece. Ese es el cielo de la Octava de Pascua, la semana posterior a la Semana Santa, más importante incluso que ésta.
Unos y otros tienen su parte de razón; y ambos lo afirman como evidente, como algo que se conoce por sí mismo, sin necesidad de demostración. Está en juego, en unos y en otros, y en quienes escuchamos a ambos, nuestro concepto de felicidad y su encuadre en la vida concreta que tanto nos interesa. Digan lo que digan, me interesa «mi» vida y como la vivo y experimento.
Si la felicidad es un sentimiento inmediato (e inmanente, que ambas palabras están muy emparentadas), tenemos un serio problema: mañana cambia el sentimiento, o pasado, o dentro de tres meses, y se nos acaba ese bello sentir de nuestra vida. Llega un sufrimiento, asoma la enfermedad en este mal momento (aunque todos los momentos son malos para que la enfermedad toque a nuestra puerta), y la vida pasa a ser un túnel negro con un fondo oscuro, una noche con densa niebla en la que no podemos caminar. ¿Dónde está la felicidad? ¿Por qué podemos llegar a una afirmación tan misteriosa, soy feliz pero sufro?
Con esta paradoja felicidad – sufrimiento nos acercamos a la Semana Santa, semana de dolor, semana de pasión. Por religiosidad, por tradición o por folklore, muchas españoles participaremos en las hermosas y cuidadas procesiones de Semana Santa. Las escenas de la pasión bajan de los retablos, salen de las capillas, y procesionan por nuestras calles y plazas. Los acontecimientos de aquella primera Semana Santa se actualizan, se representan, «se teatralizan», podríamos decir; quieren ilustrarnos esa paradoja.
Sin desmerecer a los grandes imagineros de los pasos de Semana Santa, Gregorio Fernández, Juan de Juni o Juan de Mesa, creo que dejaron su obra incompletos, o nos dejaron a nosotros el trabajo de completarlos. Son casi totalmente expresiones de la segunda parte del título de este artículo: «… pero sufro». ¿Y qué hemos hecho con la primera parte, «soy feliz»? A lo mejor tienen que volver a venir un Juan de Juni, o un Juan de Mesa, para hacernos una imagen de Cristo saliendo del sepulcro, el encuentro con María Magdalena, la carrera de Juan y Pedro hacia el sepulcro.
La Semana Santa va seguida de una semana igual de importante, o quizá más : la Octava de Pascua. Pero vivimos tan intensamente la primera, que nos olvidamos de la segunda.
El Calvario es un «camino de paso hacia». Igual que las procesiones salen y recorren varias calles de pueblos y ciudades, nuestra vida camina, pasa por el calvario del sufrimiento, muchos años o pocos, para llegar a algún lugar, a una meta.
En esta semana todos, religiosos, profanos, cofrades o vacacioneros, miramos mucho al cielo. ¿Lloverá? ¿El clima permitirá las procesiones... o los días de playa? Sería bonito mirar «al cielo del cielo» a aquel estado más allá del cielo físico que podemos ver o imaginar. En nuestro corazón no deseamos llegar a un sitio bonito, bucólico, sentimental, pero que luego nos sabe a paisaje de cartón piedra; deseamos algo más.
Anhelamos llegar a un estado, una situación permanente de felicidad, de amor pleno, de satisfacción. Estar en Presencia del Amor, pero también estar en la presencia de los amores más pequeños, pero no menos importantes, que nos rodean en esta vida. Y a la vez, formar parte de esos amores que rodean alos que están a nuestro lado. Como recordaba la beata Teresa de Calcuta, «Anhelamos la alegría del cielo, donde está Dios. Está en nuestro poder estar ya ahora con Él en el cielo, ser felices con Él justo en este momento. Pero ser felices con él ahora quiere decir: ayudar como él ayuda, dar como Él da, servir como Él sirve, salvar como él salva. Estar veinticuatro horas a su lado, encontrarlo en sus disfraces más terribles. Porque Él ha dicho: Todo lo que hagáis al más pequeño, me lo hacéis a mí».
¿Cuántos santos anónimos, santos de andar por casa, tenemos al lado, poniéndonos inyecciones de felicidad con su sonrisa, su cariño, su atención, su amor? La inyección duele, aunque solo sea un pequeño pinchazo, pero sana y fortalece. Ese es el cielo de la Octava de Pascua, la semana posterior a la Semana Santa, más importante incluso que ésta.
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