Un cristiano ante la Unción
por Pedro Trevijano
Siempre he creído que uno de los dones más grandes que Dios nos concede es el don de la fe. En efecto, creer que la vida tiene sentido, que ese sentido no es otro sino el amor, que nuestro deseo de ser siempre felices es realizable tras la muerte, si no rechazamos a Dios o a esa imagen de Dios que son los demás, me parece que es una de las cosas mejores, sino la mejor, que nos pueden pasar.
Este convencimiento mío se ha visto reforzado ante la enfermedad de un primo mío, profundamente religioso, que está en la recta final de su existencia. Es plenamente consciente de su situación y, como dice de sí mismo, creo que estoy totalmente preparado para cruzar la puerta de la muerte y encontrarme con Dios.
Hace unos días recibió la Unción de Enfermos, ese sacramento del que el Concilio de Trento nos dice que “nuestro clementísimo Redentor quiso que sus siervos estuvieran en cualquier tiempo provistos de saludables remedios contra todos los tiros de todos sus enemigos (Denzinger 907; DS. 1694) y el Concilio Vaticano II pidió que no fuese “sólo el sacramento de quienes se encuentran en los últimos momentos de su vida” (Sacrosanctum Concilium 71). Se la dio su párroco, por cierto muy bien, y yo aprendí bastante de cómo hay que darla, en presencia de todos sus hijos, de los que dos viven en el extranjero, y al final de ella el párroco pidió que dijese unas palabras a sus hijos. Su mensaje fue: “Quiero y rezo para que todos vosotros os salvéis. No os olvidéis que la vida es breve y pasa como un soplo”. Una vez terminada la ceremonia, y para expresar su alegría por la recepción del sacramento, quiso que todos brindásemos y bebiésemos cava.
En fechas anteriores, el deseo de mi primo era llegar al día de la Ascensión, porque ese día celebró su noventa y tres años cumpleaños. No puedo por menos de relacionar este día de la Ascensión con dos textos de los evangelios. En la Última Cena, Jesús dice a sus discípulos. “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros (Jn 14,2-3). Y en el Evangelio de Lucas se nos narra así la Ascensión: “Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo. Ellos se postraron ante Él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría” (Lc 24,51-52). El motivo de esta alegría, que a primera vista nos puede chocar, fue, como dice el Prefacio de la Ascensión: “Después de su resurrección, se apareció visiblemente a todos sus discípulos y, ante sus ojos, fue elevado al cielo para hacernos compartir su divinidad”.
Y es que hemos de tener en cuenta algo: lo que nos revela Dios, es porque nos interesa y conviene. En la narración del pecado original, la serpiente engaña a Eva con la promesa de que si comen del árbol prohibido “se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal” (Gén 3,4). Y es que el mal se nos presenta habitualmente con apariencia de bien y todos nosotros deseamos ser como Dios, pero como nos dicen estos textos Dios no desea otra cosa sino que compartamos su divinidad, su vida divina llena de amor, si bien el camino no es el de la serpiente, que desea nuestro mal, sino el que nos enseña Cristo, el del Amor, el Decálogo y las Bienaventuranzas. En Teología vemos la relación entre nuestra vida terrena y la celestial en esta afirmación: El Reino de Dios ya se ha iniciado en esta vida, pero todavía no ha llegado a su plenitud.
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