La temida luz de la verdad
La mentira lleva a la oscuridad, y la verdad en cambio a la luz. Pero la oscuridad es cómoda, cálida, o eso nos parece durante los primeros momentos.
por José F. Vaquero
¿Por qué vivimos tan preocupados por ocultar la verdad? ¿Por qué hay tanto miedo a que brille la luz de la verdad? Estas últimas semanas los medios de comunicación, que marcan (¿arbitrariamente?) la importancia de este o aquel acontecimiento, han dado una pequeña tregua los casos de corrupción política (caso Bárcenas, olvidado caso Faisán). Pero la corrupción sigue siendo noticia, protagonizada más por los sindicatos, la Generalidad Valenciana y el cierre de su canál público de televisión, la Junta de Andalucía y su supuesta enemiga la juez Alaya. Unos y otros tienen un denominador común: el engaño, la ocultación de ciertos datos que parecen ser verdad, o la afirmación, so capa de verdad, de ciertas informaciones que parecen ser faltas. ¿Hay algo de verdad en todos estos representantes de los ciudadanos, políticos o sindicatos?
Hemos conocido la anulación de famoso juicio contra un empresario abortista; me resisto a llamarle médico. Carlos Morín fue acusado ante la justicia por cometer abortos ilegales, engaños a la ley, facilitando incluso su realización, siempre que mediará la suficiente causa económica.Fue absuelto, al no poderse usar como prueba informaciones que habían grabado, de modo oculto (simulando una cliente), dos medios de comunicación extranjeros. Dramatizando un poco la descripción de los hechos llegamos a dos respuestas ante una misma pregunta.
“Doctor, le interpela la paciente, quiero abortar, pero estoy casi de siete meses”. Si quien pregunta es una pobre paciente, escuchará por respuesta: “Sin problema. Hablemos nada más de un pequeño detalle: el precio”. Pero si junto a la paciente hay una grabadora, o un inspector, escuchará: “Imposible, la ley no lo permite”. Exageración o no, llama la atención la enorme diferencia entre las dos respuestas. ¿Por qué hay tanto miedo a la verdad? Tema aparte, por supuesto, es la valoración moral del acto, olvidando el derecho más básico, la vida del inocente
Estoy terminando de leer un curioso libro, perteneciente al género de los llamados thriller. A la mitad del libro cada vez dudas más de dónde está la verdad, quiénes son los buenos y quiénes los malos, quién pertenece a cada bando y hasta quién persigue a quién. Según avanza la trama, cobra importancia una nave, centro de operaciones de los buenos (¿o los malos?). Su nombre: el Mendacium, el engaño. Su misión: ocultar ciertas verdades, informar desinformando, engañar con guante blanco, siempre al servicio del cliente que paga grandes sumas de dinero.
Muchas libros y películas tienen este hilo conductor: el grupo de timadores que tima al inocente rico, pero luego son timados por un amigo del rico inocente. Se trata de un mecanismo para mantener la atención en medio de la ficción, y conseguir el objetivo final: el entretenimiento del espectador. ¿Pero por qué sucede tanto, y con tanta frecuencia, en la vida diaria, cotidiana? ¿Mero entretenimiento? ¿Eterno juego? ¿O persecución de un fin muy concreto, demasiado pensado y medido? Para conseguir el fin, cualquier medio vale, defienden estos jugadores, aunque se ponga en riesgo el bienestar de la sociedad, la vida ajena, e incluso la vida del más inocente e indefenso de los inocentes.
Cuando hay ocultamiento, engaño, perpetuo juego malabarista al borde de la verdad, o juntando verdad y mentira, los cimientos básicos de la sociedad hacen agua. Choca la corriente de tantas mentiras, incluso contradictorias entre sí, y los apoyos del puente van cediendo. Hasta que un pequeño soplo, un comentario no calculado, derriba estruendosamente el puente, el hombre, la existencia humana. Olvidamos la sabiduría popular: “Se atrapa antes a un mentiroso que a un ciego”.
La mentira lleva a la oscuridad, y la verdad en cambio a la luz. Pero la oscuridad es cómoda, cálida, o eso nos parece durante los primeros momentos. Nos da la libertad de obrar sin tener que responder, es decir, sin responsabilidad. Y esa libertad, mejor libertinaje, conduce a la insaciable sed de continuar bebiendo del engaño y al miedo de acercarnos a la luz.
“La verdad os hará libres”, proclamó el Hombre Perfecto, pero esa libertad, ese testimonio de la verdad, le encadenó a un madero, antes de resucitar glorioso.
Hemos conocido la anulación de famoso juicio contra un empresario abortista; me resisto a llamarle médico. Carlos Morín fue acusado ante la justicia por cometer abortos ilegales, engaños a la ley, facilitando incluso su realización, siempre que mediará la suficiente causa económica.Fue absuelto, al no poderse usar como prueba informaciones que habían grabado, de modo oculto (simulando una cliente), dos medios de comunicación extranjeros. Dramatizando un poco la descripción de los hechos llegamos a dos respuestas ante una misma pregunta.
“Doctor, le interpela la paciente, quiero abortar, pero estoy casi de siete meses”. Si quien pregunta es una pobre paciente, escuchará por respuesta: “Sin problema. Hablemos nada más de un pequeño detalle: el precio”. Pero si junto a la paciente hay una grabadora, o un inspector, escuchará: “Imposible, la ley no lo permite”. Exageración o no, llama la atención la enorme diferencia entre las dos respuestas. ¿Por qué hay tanto miedo a la verdad? Tema aparte, por supuesto, es la valoración moral del acto, olvidando el derecho más básico, la vida del inocente
Estoy terminando de leer un curioso libro, perteneciente al género de los llamados thriller. A la mitad del libro cada vez dudas más de dónde está la verdad, quiénes son los buenos y quiénes los malos, quién pertenece a cada bando y hasta quién persigue a quién. Según avanza la trama, cobra importancia una nave, centro de operaciones de los buenos (¿o los malos?). Su nombre: el Mendacium, el engaño. Su misión: ocultar ciertas verdades, informar desinformando, engañar con guante blanco, siempre al servicio del cliente que paga grandes sumas de dinero.
Muchas libros y películas tienen este hilo conductor: el grupo de timadores que tima al inocente rico, pero luego son timados por un amigo del rico inocente. Se trata de un mecanismo para mantener la atención en medio de la ficción, y conseguir el objetivo final: el entretenimiento del espectador. ¿Pero por qué sucede tanto, y con tanta frecuencia, en la vida diaria, cotidiana? ¿Mero entretenimiento? ¿Eterno juego? ¿O persecución de un fin muy concreto, demasiado pensado y medido? Para conseguir el fin, cualquier medio vale, defienden estos jugadores, aunque se ponga en riesgo el bienestar de la sociedad, la vida ajena, e incluso la vida del más inocente e indefenso de los inocentes.
Cuando hay ocultamiento, engaño, perpetuo juego malabarista al borde de la verdad, o juntando verdad y mentira, los cimientos básicos de la sociedad hacen agua. Choca la corriente de tantas mentiras, incluso contradictorias entre sí, y los apoyos del puente van cediendo. Hasta que un pequeño soplo, un comentario no calculado, derriba estruendosamente el puente, el hombre, la existencia humana. Olvidamos la sabiduría popular: “Se atrapa antes a un mentiroso que a un ciego”.
La mentira lleva a la oscuridad, y la verdad en cambio a la luz. Pero la oscuridad es cómoda, cálida, o eso nos parece durante los primeros momentos. Nos da la libertad de obrar sin tener que responder, es decir, sin responsabilidad. Y esa libertad, mejor libertinaje, conduce a la insaciable sed de continuar bebiendo del engaño y al miedo de acercarnos a la luz.
“La verdad os hará libres”, proclamó el Hombre Perfecto, pero esa libertad, ese testimonio de la verdad, le encadenó a un madero, antes de resucitar glorioso.
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