Miércoles, 25 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

¿Queda esperanza y gente buena?


Anhelamos algo más, algo que nos impulse a invertir (y la inversión del corazón se llama generosidad), algo que nos empuje a vivir desde el corazón (y la vida del corazón se llama amor).

por José F. Vaquero

Opinión

Se acentúa cada vez más la crisis económica. Los impuestos siguen subiendo, por partida doble (gobiernos y autonomías). Los agujeros y desviaciones en las cuentas públicas siguen haciéndose públicos Las cajas y bancos (parece que Bankia también se ha subido al tren) continúan tocando fondo. Los más alarmistas ven el corralito a la vuelta de la esquina, y los más optimistas, aun negándolo, reconocen que la situación es delicada. Y más allá de lo estrictamente financiero, nadie sabe qué pasará con Grecia, ni con Europa después del cambio Sarkozy – Holland, ni con el último “comunicado” (papel mojado para muchos) de esa organización terrorista que no quiere morir. Lo que muchos presagian, con estos precedentes tan variopintos, es que nos movemos en un túnel negro con paredes cada vez más negras.

¿Dónde está la luz en esta situación, y por favor, que no sea la luz del tren que viene de frente? ¿Hay esperanza? ¿Hay algo de bien en este horizonte que nos rodea, en las personas que vemos al rededor? Y sobre todo, esos grupitos de gente buena, que todos confiamos en que la hay, ¿podrán hacer algo para aminorar un poco la tonalidad negro oscuro?

Hace tiempo los banqueros y economistas hablaron de que atravesamos una crisis de esperanza, que es necesaria la esperanza para que la economía se reactive. ¿Esperanza, o más bien optimismo alocado que lleve a los ricos a invertir sabiendo que ganarán un poco menos? Creo que esa no es la esperanza que quiere salir a flote en el corazón del hombre de hoy. Anhelamos algo más, algo que nos impulse a invertir (y la inversión del corazón se llama generosidad), algo que nos empuje a vivir desde el corazón (y la vida del corazón se llama amor), algo que dé sentido allí donde parece que hay ciega lucha de dinero y poder.

Hace varios años, Benedicto XVI ya previó esta crisis de esperanza. Hizo su particular llamado a la esperanza, a la virtud de la esperanza. Y dejó sus reflexiones plasmadas en su segunda encíclica, la Spe salvi. Spe salvi facti sumus. En esperanza fuimos creados. El sueño del progreso, la utopía del progreso cae y se desploma, y quizás estemos todavía sumidos en pleno desplome. Este pensador alemán, además de gran santo, recuerda los sueños humanistas del siglo XIX y XX. El sueño de la ciencia omnipotente, el dios del progreso, el crecimiento especulativo financiero. Y constatamos que en la actualidad lo que progresa y sigue creciendo son los impuestos, los precios, las crisis en todo su amplio arco disciplinar, la indignación, la pobreza... El dios progreso ha cambiado de vestiduras, y parece el ogro progreso, al que también se ajuntan muchos aprovechados.

¿Queda alguna salida? ¿Se puede esperar en algo, en alguien? El Papa invitaba, y sigue invitando, a dirigir la esperanza hacia una Persona. Un Dios que se ha hecho hombre y quiere que seamos plenamente hombre. Esperanza en el Reino del más allá, pero que debe repercutir y vivirse en el “más acá”. De otro modo, sería una utopía más, de las que ya estamos aburridos.

El mundo es una balanza de dos platillos, lo malo que vemos fácilmente, y los medios de comunicación se encarga de recordarlo, y lo bueno, que tiene que existir como mínimo para equilibrar la balanza y evitar la autodestrucción completa. Este bien, con frecuencia, toma la forma de un iceberg: se ve una puntita, ni el 10 por ciento, pero fue capaz de romper un gran trasatlántico como el titanic. Está, muchas veces sin aparecer, escondido, pero haciendo de contrapeso al mal que nos rodea, o del que nos rodeamos. El mal, por su misma naturaleza, destruye y genera destrucción, y si la sociedad sigue existiendo, si no se ha autodestruido, tiene que haber en ella muchas semillas de bien. En uno de aquellos libros que nos hacían leer en el colegio, el protagonista tenía un curioso don: donde metía los dedos hacía germinar plantas y flores. Y así cambió su frío entorno, incluso el cuartel cercano, con sus cañones, tanques y fusiles. Así es el hombre bueno, que difunde el bien, casi siempre de modo silencioso, pero constituye el eficaz contrapeso ante el mal que nos rodea, y que a veces parece que nos ahoga.
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