Buscando un mundo feliz
El problema de la felicidad es un problema de libertad, de opción libre, basada en la verdad, en los derechos y deberes intrínsecos al ser humano.
por José F. Vaquero
Estamos inmersos en la semana de los debates. Como hito en la actual campaña electoral, ese período que a muchos cada vez nos gusta menos, hemos presenciado por televisión dos grandes debates. Uno, entre los dos principales candidatos, y otro entre los cinco partidos con más representación. En uno y otro ha habido muchas palabras, quizás demasiadas, y los comentarios en las tertulias han crecido exponencialmente.
Más allá de quién ha ganado y quién ha perdido, prefiero preguntar: ¿de qué nos hemos enterado? Uno de los mensajes que hemos oído, y a todos nos interesa, es el crecimiento y la garantía del bienestar para el futuro. En palabras más cercanas, que seremos felices, porque la crisis se va a superar, la economía crecerá y el estado nos va a cuidar. He ahí los términos que nos interesan, la felicidad con sus presupuestos, unos necesarios y otros creados por el sistema.
Con este tema mi mente siempre vuela hacia el pasado, o el futuro: al libro de Aldous Huxley “Un mundo feliz”. El autor describe, en una mezcla de ciencia ficción y proyección de la sociedad de su época, la utopía de la sociedad perfecta, casi como un programa de ordenador que ejecuta paso a paso aquello para lo que alguien le ha diseñado. El punto flaco del sistema, el eslabón débil de la cadena, lo encontramos en que ese alguien no es perfecto, y nadie puede controlar perfectamente la libertad del otro, ni la suya propia.
“El secreto de la felicidad y la virtud: amar lo que uno tiene que hacer”, afirma el director de la fábrica genética y condicionadora de personas. Porque en este mundo feliz los seres humanos nacen en una especie de factoría química, que fusiona el material genético y lo cuida a lo largo de la cadena de montaje, primero como embrión y luego como niño y adolescente. ¿Es correcta la afirmación felicidad = hacer lo que tengo que hacer? Sí y no, dependiendo del lugar que ocupe la libertad en ese proceso, el conocimiento libre y la aceptación libre de unas obligaciones (deberes) y unos derechos. El problema de la felicidad es un problema de libertad, de opción libre, preservada de condicionamientos deterministas pero ayudada de la educación y la formación de la conciencia, amparada por la tradición.
A uno de los protagonistas, Bernard, de la obra se le atraganta, por fortuna, este tema de la libertad. No le basta con sentirse libre porque después del trabajo puede optar por ir a jugar al golf o al sensorama (al cine, diríamos hoy). Quiere ser libre. El mito de que todo el mundo es feliz no le convence, no toca su corazón. Había oído repetir estas mismas palabras ciento cincuenta veces cada noche durante doce años (“hoy día todo el mundo es feliz”). Pero él no se sentía feliz, no era libre. Una conversación ejemplifica su angustia interior.
− ¿Es que tú no deseas ser libre, Lenina?
− No sé qué quieres decir. Yo soy libre. Libre de divertirme cuanto quiera. Hoy día todo el mundo es feliz.
Bernard rió.
− Sí, hoy día todo el mundo es feliz. Eso es lo que ya les decimos a los niños a los cinco años. Pero ¿no te gustaría tener la libertad de ser feliz... de otra manera? A tu modo, por ejemplo; no a la manera de todos.
Después de varias frases parecidas, que muestran la conversación paralela en dos planos diferentes, Lenina concluye:
“No comprendo nada - dijo Lenina con decisión, determinada a conservar intacta su incomprensión -. Nada. - y prosiguió en otro tono -: Y lo que menos comprendo es por qué no tomas soma cuando se te ocurren esta clase de ideas. Si lo tomaras olvidarías todo eso. Y en lugar de sentirte desdichado serías feliz. Muy feliz - repitió.”
El soma (cuerpo en griego) es una especie de droga que cura de la angustia y da la felicidad
¿Ciencia ficción o premonición del futuro? Oyendo las ideas de Lenina, perfectamente fiel al sistema, y la rebelión de Bernard, el indignado que busca algo más, resuena la lucha entre el dios Progreso, de una parte, y “la verdad os hará libres” de otra. Todas las reducciones del hombre a piezas en el progreso perfecto terminan en totalitarismos; todas las liberaciones del valor del hombre, del respeto a su libertad sobre un fundamento de verdad, redundan en verdadera felicidad.
Más allá de quién ha ganado y quién ha perdido, prefiero preguntar: ¿de qué nos hemos enterado? Uno de los mensajes que hemos oído, y a todos nos interesa, es el crecimiento y la garantía del bienestar para el futuro. En palabras más cercanas, que seremos felices, porque la crisis se va a superar, la economía crecerá y el estado nos va a cuidar. He ahí los términos que nos interesan, la felicidad con sus presupuestos, unos necesarios y otros creados por el sistema.
Con este tema mi mente siempre vuela hacia el pasado, o el futuro: al libro de Aldous Huxley “Un mundo feliz”. El autor describe, en una mezcla de ciencia ficción y proyección de la sociedad de su época, la utopía de la sociedad perfecta, casi como un programa de ordenador que ejecuta paso a paso aquello para lo que alguien le ha diseñado. El punto flaco del sistema, el eslabón débil de la cadena, lo encontramos en que ese alguien no es perfecto, y nadie puede controlar perfectamente la libertad del otro, ni la suya propia.
“El secreto de la felicidad y la virtud: amar lo que uno tiene que hacer”, afirma el director de la fábrica genética y condicionadora de personas. Porque en este mundo feliz los seres humanos nacen en una especie de factoría química, que fusiona el material genético y lo cuida a lo largo de la cadena de montaje, primero como embrión y luego como niño y adolescente. ¿Es correcta la afirmación felicidad = hacer lo que tengo que hacer? Sí y no, dependiendo del lugar que ocupe la libertad en ese proceso, el conocimiento libre y la aceptación libre de unas obligaciones (deberes) y unos derechos. El problema de la felicidad es un problema de libertad, de opción libre, preservada de condicionamientos deterministas pero ayudada de la educación y la formación de la conciencia, amparada por la tradición.
A uno de los protagonistas, Bernard, de la obra se le atraganta, por fortuna, este tema de la libertad. No le basta con sentirse libre porque después del trabajo puede optar por ir a jugar al golf o al sensorama (al cine, diríamos hoy). Quiere ser libre. El mito de que todo el mundo es feliz no le convence, no toca su corazón. Había oído repetir estas mismas palabras ciento cincuenta veces cada noche durante doce años (“hoy día todo el mundo es feliz”). Pero él no se sentía feliz, no era libre. Una conversación ejemplifica su angustia interior.
− ¿Es que tú no deseas ser libre, Lenina?
− No sé qué quieres decir. Yo soy libre. Libre de divertirme cuanto quiera. Hoy día todo el mundo es feliz.
Bernard rió.
− Sí, hoy día todo el mundo es feliz. Eso es lo que ya les decimos a los niños a los cinco años. Pero ¿no te gustaría tener la libertad de ser feliz... de otra manera? A tu modo, por ejemplo; no a la manera de todos.
Después de varias frases parecidas, que muestran la conversación paralela en dos planos diferentes, Lenina concluye:
“No comprendo nada - dijo Lenina con decisión, determinada a conservar intacta su incomprensión -. Nada. - y prosiguió en otro tono -: Y lo que menos comprendo es por qué no tomas soma cuando se te ocurren esta clase de ideas. Si lo tomaras olvidarías todo eso. Y en lugar de sentirte desdichado serías feliz. Muy feliz - repitió.”
El soma (cuerpo en griego) es una especie de droga que cura de la angustia y da la felicidad
¿Ciencia ficción o premonición del futuro? Oyendo las ideas de Lenina, perfectamente fiel al sistema, y la rebelión de Bernard, el indignado que busca algo más, resuena la lucha entre el dios Progreso, de una parte, y “la verdad os hará libres” de otra. Todas las reducciones del hombre a piezas en el progreso perfecto terminan en totalitarismos; todas las liberaciones del valor del hombre, del respeto a su libertad sobre un fundamento de verdad, redundan en verdadera felicidad.
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