La cultura de la foto
Una imagen vale más que mil palabras, pero si saboreamos la experiencia que hay detrás; de lo contrario, es un producto virtual más, de usar y tirar.
por José F. Vaquero
Hace algunos años veíamos las oleadas de turistas japoneses, armados con su cámara fotográfica y su costumbre de fotografiar todo evento que encontraban, paisaje, curiosidad, monumento, estatua... Qué curiosos son, pensábamos, casi con cierta lástima o complejo de superioridad: llegan, se hacen la foto, y se van. Han pasado los años, y creo que esa costumbre se ha impregnado en demasía en nuestras vidas. Llegamos a un sitio, posamos para la foto (esperamos una larga cola si es necesario), suena el clic con nuestra cámara digital o nuestro móvil, y nos vamos a buscar lo siguiente. Está campeando a sus anchas la “cultura de la foto”. Y no está de más preguntarse: ¿qué me interesa, la fotografía del hecho o el buen sabor de la experiencia?
Si el Principito, ese sabio niño creado por Antoine de Saint´Exupery, nos visitase en estos días podría exclamar: qué raros son estos hombres: hacen largos viajes, luchan por conseguir grandes metas, simplemente para imprimir una imagen en un papel (o ni siquiera eso, verla en una pantalla), y ahí acaba todo. Qué pena, concluiría este sabio profesor de niños y grandes. Cuántas veces en estas semanas, añorando las pasadas vacaciones, o las minivacaciones de fines de semana, escuchamos como resumen y testigo del gran momento: mira qué fotografías. ¿No sería más fácil y barato, más sencillo, retocar algunos paisajes idílicos y atestiguar así que hemos tenido unas maravillosas vacaciones?
No estoy contra las fotografías, las imágenes que nos recuerdan maravillosas experiencias, pero el peligro está ahí: Llegamos, esperamos, la foto, y a lo siguiente. Sin percibir, saborear con gusto y tranquilidad la belleza del momento, la grandeza de la obra de arte, lo inefable de la experiencia. ¿Qué valores hay detrás de nuestras costumbres, de nuestra vida? ¿la foto? ¿El tener? ¿El hacer? ¿El ser?
He leído en estos días el ejemplo contrario de alguien que, probablemente, ni siquiera sepa usar una cámara fotográfica. Cámara digital seguro que no tiene, y móvil con cámara tampoco. Se trata de Teresita, que acaba de celebrar su 104 cumpleaños. Entró en un convento cisterciense a la edad de 19 años, un 16 de abril de 1927, coincidiendo con el nacimiento de Joseph, un niño alemán que, andando el tiempo, se convertiría en sacerdote, obispo, cardenal y Papa. En su anterior visita de Benedicto XVI a España, Sor Teresita salió de la clausura por segunda vez (la primera, por causas de fuerza mayor, fue durante la guerra civil española). A esta religiosa poco le importan las fotos, y mucho la experiencia. Su nombre, Teresita, creo que es algo más que la herencia de una jovencita que pidió su ingreso en el convento; es un signo de su sencillez, de la pequeñez y grandeza que le ha dado su entrega total a Dios y a los demás. ¿Cómo es posible que mujeres como está, carentes de lo que consideramos básico para vivir y encerradas años y años en un convento, viviendo con las mismas hermanas de comunidad, vivan tan satisfechas y llenas, tan exultantes, y hasta con buena salud y aspecto físico? ¿Será que damos demasiada importancia a cosas accesorias, y nos olvidamos de lo principal, del amor y la entrega sin límites?
El Papa la ha felicitado por su cumpleaños, y seguro que Teresita ha recibido esta carta con la emoció del niño pequeño que ha recibido un gran regalo. No necesita una fotografía de su anhelado encuentro con el Santo Padre, y si la tiene, es para revivir la experiencia de ese momento. Una imagen vale más que mil palabras, pero si saboreamos la experiencia que hay detrás; de lo contrario, es un producto virtual más, de usar y tirar.
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