Elsa Almeda frente al amor diabólico
por Eduardo Gómez
El hombre no puede tener una noción completa y primigenia del bien, primero porque el conocimiento del bien no depende intrínsecamente de su racionalidad, y segundo porque la conciencia humana no es autónoma, dado que su carácter estimativo de las cosas es posterior a la naturaleza de estas. De lo que se sigue que no siempre que se ama se hace el bien: ahí están para dar testimonio los amores que destruyen. Amores entendidos libérrimamente como adhesiones del instinto.
De esa jaez es el amor diabólico del que hablaba San Juan Crisóstomo, aquel “que obliga a odiar a alguien por amor a una persona “. El mismo San Juan Crisóstomo denunció que acabar con la vida del nasciturus “es aún peor que el asesinato, es evitar que nazcan hombres”. Aunando las dos afirmaciones del ilustre padre de la Iglesia, se puede inferir que los correligionarios del aborto acostumbran a validar los sacrificios humanos intrauterinos en honor al amor acanallado que experimentan hacia la autodeterminación de la mujer. Ese amor diabólico contra el que nos prevenía San Juan Crisóstomo es la alegoría de la historia de la modernidad en bloque: por amor a unos ideales o causas (en apariencia perfectos), se fulmina al que no accede a pasar por cofrade, o bien, si es menester, se le destruye sin concesiones en el seno materno.
Llamó poderosamente la atención la valentía con la que condenaba el aborto hace ya unos días una joven perteneciente al partido Vox llamada Elsa Almeda. En el fragor del debate televisivo se atrevió a decir sin miramientos que el aborto es un asesinato y que legalizarlo so capa de su seguridad era tan legítimo como legislar un espacio seguro para las violaciones en masa. Ni que decir tiene que fue objeto de los ataques mas torticeros y de las peores tergiversaciones en todos los espacios que dieron difusión al asunto, y todo porque soltó una verdad de esas que ya nadie se atreve a pronunciar en el bodrio parlamentario. La joven Elsa demostró entender mejor que cualquier politicastro que en el castigo de la mentira está escrito que ha de ser escandalizada atronadoramente por la verdad. Precisamente uno de los atributos de la verdad es su potencia castigadora, esa capacidad para ser oprobio de vilezas como el amor al aborto.
Si de algo han servido las defensas a ultranza del aborto ha sido para destapar toda la mugre ideológica que hay detrás. Para entender la defensa que la sociedad actual hace del aborto se ha de partir de los estándares de la modernidad: Estado, ley (positiva) e individuo. Con ese triunvirato ideológico el guión estaba cantado de antemano: el Estado proporciona al individuo las licencias jurídicas necesarias para que pueda desasirse de las ataduras que importunan a ambos.
En el paisaje político (en realidad círculo vicioso) Estado-ley-individuo, el amor diabólico brota en tres direcciones: amor a la ley (intenta borrar el delito para velar el crimen), amor al individuo (empodera a la mujer pretextando su condición de ciudadano de hecho sobre la del hijo que lleva en sus entrañas), y amor al Estado (por el patronazgo de los empoderamientos más siniestros). Ese triunvirato de amores ideológicos impele al más diabólico de todos: el hacer causa común del aborto. Todo eso va y lo desmonta en un programa de televisión una chica de dieciocho años recordando que matar es pecado y que legalizar el aborto es tan abominable como legalizar la violación.
El amor es bueno si está en buenas manos, pero cuando sale de la hipnosis jurídica de un Estado mesmerista se troca en un sentimiento hecho de magnetismo animal, que lleva a amar a la mujer que va a abortar a costa de la criatura que lleva dentro. Son los Estados regidos bajo el yugo del aborto los que instilan el amor diabólico bajo la consigna del feminismo uniformizante y la hipnosis de los “derechos reproductivos“. Así es el aborto: un amor diabólico inspirado por mesmeristas.
Leía estos días con atención los malogrados intentos de Robespierre por abolir la pena capital ante la asamblea revolucionaria, cuando aún no había perdido el oremus; su última prédica al respecto sería digna de ser reproducida en el bodrio parlamentario por alguien tan valiente como Elsa Almeda: ”Cada vez que por precepto de la ley matáis a un hombre, destruís una parte del carácter sagrado del hombre”. No fue Robespierre, sino la joven Elsa, la que tuvo redaños a enseñar que la verdad es revolucionaria cuando ya nadie se atreve a proclamarla. Allí estaba firme para tomar el lábaro de San Juan Crisóstomo y escandalizar a los adeptos al amor diabólico.
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