Recordar y enseñar
Se da un cambio importante en el interior de toda aquella gente, que desde los sucesos del Gólgota no acababan de despegar de sus miedos e inseguridades.
Han pasado los días de resurrección. Tras diversas manifestaciones a los discípulos, Jesús ha cumplido ese periplo último de transmitir a los suyos el encargo recibido del Padre, al que ha vuelto para prepararnos una morada y seguir acompañándonos de otro modo. Pero Él prometió el envío del Espíritu Santo. Con la fiesta de Pentecostés que celebramos en este domingo hemos llegado al final de todo el ciclo pascual. Tras las ascensión de Jesús, los discípulos volvieron a Jerusalén como se les había indicado. Allí esperarían el cumplimiento de la promesa del Espíritu. “Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés”. Allí, en la sala donde tuvo lugar la última Cena, solían reunirse regularmente, eran concordes, y oraban como incipiente comunidad cristiana con algunas mujeres y con María, la madre de Jesús.
La tradición cristiana siempre ha visto en esta escena el prototipo de la espera del Espíritu. Esperar porque quien lo ha prometido es fiel. Esperar orando, porque el Espíritu es imprevisible: se sabe que ha llegado, pero no por dónde llega ni a dónde nos lleva, y por eso es necesario saber aguardar y acoger. María, era una mujer que sabía de la fidelidad de Dios, de cómo Él hace posible lo que para nosotros es imposible; ella había aprendido a guardar en su corazón todo lo que Dios le manifestaba. Ella era, la que reunía en el Cenáculo a la primitiva iglesia.
Se da un cambio importante en el interior de toda aquella gente, que desde los sucesos del Gólgota no acababan de despegar de sus miedos e inseguridades. Tras la llegada del Espíritu esperado, a aquellos mismos hombres y mujeres se les comienza a ver y a escuchar: “se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería”. Era aquel momento como una ventana del mundo. A diferencia de la torre de Babel, con la que los hombres trataban de construir su propia maravilla para conquistar a ese Dios que no pudieron arrebatar comiendo la fruta prohibida del jardín del Edén, ahora en Jerusalén ocurría lo contrario: que las maravillas que se escuchaban eran las de Dios, y que lejos de ser víctimas de la confusión, aun hablando lenguas distintas, eran las justas y necesarias para entenderse y para hacerse entender.
Los discípulos de Jesús que formamos su Iglesia, en nuestro tiempo y en nuestro lugar, estamos llamados a continuar lo que Jesús comenzó. El Espíritu nos da su fuerza, su luz, su consejo, su sabiduría para que a través nuestro también puedan seguir escuchando hablar de las maravillas de Dios y asomarse a su proyecto de amor otros hombres, otras culturas, otras situaciones. El Espíritu recuerda y enseña en plenitud, lo que ya está dicho para siempre en Jesús. Así traduce desde nuestra vida, aquel viejo, nuevo y eterno anuncio de Buena Nueva. Esto fue y sigue siendo el milagro y el regalo de Pentecostés.
Comentario al Evangelio del domingo de Pentecostés (Juan 20,19-23).
La tradición cristiana siempre ha visto en esta escena el prototipo de la espera del Espíritu. Esperar porque quien lo ha prometido es fiel. Esperar orando, porque el Espíritu es imprevisible: se sabe que ha llegado, pero no por dónde llega ni a dónde nos lleva, y por eso es necesario saber aguardar y acoger. María, era una mujer que sabía de la fidelidad de Dios, de cómo Él hace posible lo que para nosotros es imposible; ella había aprendido a guardar en su corazón todo lo que Dios le manifestaba. Ella era, la que reunía en el Cenáculo a la primitiva iglesia.
Se da un cambio importante en el interior de toda aquella gente, que desde los sucesos del Gólgota no acababan de despegar de sus miedos e inseguridades. Tras la llegada del Espíritu esperado, a aquellos mismos hombres y mujeres se les comienza a ver y a escuchar: “se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería”. Era aquel momento como una ventana del mundo. A diferencia de la torre de Babel, con la que los hombres trataban de construir su propia maravilla para conquistar a ese Dios que no pudieron arrebatar comiendo la fruta prohibida del jardín del Edén, ahora en Jerusalén ocurría lo contrario: que las maravillas que se escuchaban eran las de Dios, y que lejos de ser víctimas de la confusión, aun hablando lenguas distintas, eran las justas y necesarias para entenderse y para hacerse entender.
Los discípulos de Jesús que formamos su Iglesia, en nuestro tiempo y en nuestro lugar, estamos llamados a continuar lo que Jesús comenzó. El Espíritu nos da su fuerza, su luz, su consejo, su sabiduría para que a través nuestro también puedan seguir escuchando hablar de las maravillas de Dios y asomarse a su proyecto de amor otros hombres, otras culturas, otras situaciones. El Espíritu recuerda y enseña en plenitud, lo que ya está dicho para siempre en Jesús. Así traduce desde nuestra vida, aquel viejo, nuevo y eterno anuncio de Buena Nueva. Esto fue y sigue siendo el milagro y el regalo de Pentecostés.
Comentario al Evangelio del domingo de Pentecostés (Juan 20,19-23).
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