Las capillas de la UCM
Estos acontecimientos en que respetables instituciones permiten impunemente que se conculquen acuerdos formales y vigentes con otras instituciones todavía más respetables, no hacen sino poner de manifiesto que, a la postre, este sistema sólo se rige por la fuerza.
El sacrílego asalto perpetrado contra la capilla de Somosaguas ha dado lugar a una circunspecta e insulsa condena por parte del Rectorado de la Universidad Complutense. Quizás con la pretensión de exculparse ante la Comunidad de Madrid, que ha solicitado la dimisión del Rector Berzosa, ese rectorado ha añadido que “no hay antecedentes de hechos similares a los ocurridos el pasado jueves". Estas palabras pueden dar la impresión de que las autoridades académicas de la UCM se han visto tan sorprendidas por el repugnante hecho como lo hubieran sido por una catástrofe natural.
Nada más falso. Desde hace mucho tiempo, la religión católica en general, y las capillas en particular, sufren un hostigamiento constante, sobre todo por parte de unas cuantas asociaciones supuestamente estudiantiles, que sufraga la Universidad. Sus ataques han sido tolerados, sin apenas reacción, por las autoridades académicas. Enormes carteles amenazantes o pequeños pasquines vejatorios permanecen, día tras día, en las paredes de las facultades y sólo son eliminados, tras largas deliberaciones y consultas, cuando algún profesor protesta por una blasfemia demasiado sangrante. Yo mismo me he visto en esas y he mandado a la Inspección de Servicios de la Universidad quejas por alguno de esos ataques, en los cuales incluso se habían producido forcejeos físicos, sin que esa entidad ni siquiera acusara recibo de las mismas.
Baste un ejemplo para hacerse una idea del ambiente: el mismo día, casi al mismo tiempo que se celebraba la misa “de reparación” en la capilla de Somosaguas (en la cual -dicho sea de paso- se concedía un perdón a los asaltantes no solicitado por los mismos), las asociaciones UHP y Luna Nueva entraban en la capilla de la Facultad de Historia, empapelaban el crucifijo y colocaban un inmenso cartel injuriante que tapaba toda la entrada. Ese mismo día -ignoro el orden de los acontecimientos- un grupo de personas debió quitar algún otro cartel contra las capillas y se produjo un altercado con los miembros de las citadas organizaciones que trataron de impedirlo. Sólo entonces, el Decanato, que hasta el momento no había movido ficha, firmó en una especie de bando donde se prometían expedientar a quienes ejercieran una violencia verbal o física, ajena al libre intercambio de ideas propio de la universidad. Podría pensarse que con ello se pretendía mantener el respeto hacia los católicos. Nada de tal: una serie de carteles ofensivos, donde se decía “capilla fuera”, “si no la cierran la cerramos”, “católicos fanáticos”, y otras lindezas de elevado nivel intelectual, siguieron ahí un día tras otro. Poco tiempo después, las asociaciones de marras convocaron una cacerolada contra la capilla, ante la cual el decanato permaneció impasible, como si se tratara de un acto estrictamente académico.
Que se sepa, las amenazas contenidas en el bando del Decanato no se han aplicado a ningún miembro de las sociedades estudiantiles de extrema izquierda, a pesar de que han estampado su firma en los carteles y en las convocatorias de tan vergonzosas algaradas. Y lo mismo cabe decir respecto del Rectorado, que no parece haber abierto expediente disciplinario alguno a los autores de lo de Somosaguas y les cede sus mejores locales en San Bernardo para que prosigan su campaña.
Inmensa es, pues, la responsabilidad de las autoridades académicas en el irrespirable ambiente que todo esto ha creado en la UCM. Desde luego, por omisión, pero probablemente por algo más. No se ha de olvidar que las asociaciones más virulentas en estos ataques a la verdadera religión residen en la Facultad de Políticas, feudo originario del actual Rector Berzosa; que él mismo es adalid del laicismo extremo, y que los actos de hostilidad han crecido exponencialmente desde que “rige” la universidad.
Entretanto, los jerarcas eclesiásticos andan desasosegados y no saben a quién acudir. Escudados en su turbio discurso sobre la libertad religiosa y sus esotéricas disquisiciones sobre la laicidad positiva, de la “Transición” a esta parte, han desautorizado sistemáticamente a todo grupo político que haya querido llamarse católico. Naturalmente, ahora resulta que no reciben sino apoyos individuales y esporádicos. A poco sentido común que les quede, deberían “repensar su actitud”, porque -no se olvide- las elecciones a Rector de la UCM vienen siendo una especie de barómetro para las generales, y es bien posible que este preludio, de la más rancia tradición anticlerical, se reproduzca, a lo grande, en breve plazo. Pero a lo mejor no lo hacen, porque quizás no se trate de una actitud, sino de una doctrina. De una doctrina que nada tiene que ver con la multisecular enseñanza del a Iglesia.
En todo caso, estos acontecimientos en que respetables instituciones permiten impunemente que se conculquen acuerdos formales y vigentes con otras instituciones todavía más respetables, no hacen sino poner de manifiesto que, a la postre, este sistema sólo se rige por la fuerza.
José Miguel Gambra es profesor titular de la Facultad de Filosofía de la UCM
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