¿Dónde radica la fuerza del hombre?
La grandeza del progreso, el poder infinito de la mente, el control perfecto de la realidad descrito en el libro 1984. Pero de vez en cuando la naturaleza nos da un toque de atención.
por José F. Vaquero
Desde el pasado viernes, vemos y oímos estremecidos las noticias que nos llegan de Japón. Después de dos minutos de un fortísimo terremoto y su posterior sunami, la tragedia cercó, y sigue cercando, a los japoneses. La posible catástrofe nuclear acecha las cercanías de cuatro de sus centrales nucleares. El cinturón de seguridad se va agrandando a media que pasan los días, y el caos parece cada vez más cercano. El hombre, tan fuerte, tan metódico, tan trabajador, se está chocando con su debilidad y limitación. Un país tan desarrollado, que controla tanto las fuerzas de la naturaleza, se ha visto desbordado. Y es que, nos guste o no, así de delicado es el hombre. Cabe preguntarse: ¿Dónde radica su fuerza, la fuerza de este ser humano, tan fuerte y a la vez tan débil?
En estos días me estoy acercando a Oceanía, haciendo un viaje al pasado. 1984, la famosa obra de George Orwell, se desarrolla en este continente, una de las tres potencias de la época. No se trata de ciencia ficción, un Matrix escrito hace varias décadas, ni una invención fantástica que ha dado nombre a ese “concurso” del chismorreo, Gran Hermano. La constante vigilancia a través de micrófonos y telepantallas ya había sido inventada por este genial autor. Se trata más bien de una reflexión sobre el poder. El poder por el poder, el pleno control de los hombres por parte del partido y el pleno desprecio del resto de la gente, los proles. El poder es el valor absoluto y único. El destino de ala sociedad es un totalitarismo total.
Si preguntáramos a O´Brian, astuto miembro de la dirección del partido, dónde radica la fuerza de la humanidad, su respuesta sería sencilla: en el mismo hombre, en su pensar (doble pensar, según los principios del partido). La mente controla la realidad, la realidad personal y la realidad circundante. Las cosas no tienen valor por sí mismas, no son. Hay que aprender a prescindir de la verdad, incluso de la verdad más básica (cuántas son dos más dos) para doblegar la realidad a la mente del partido (cinco, puede responder éste). Y si esto no es real, da lo mismo, porque la realidad la hace el partido.
El protagonista, Winston Smith, trabaja para el partido cambiando la historia. Él, y otros miembros del partido, hacen la historia, supervisados por el Gran Hermano, el omnipresente Gran Hermano. Su trabajo es reescribir ediciones antiguas del Times, ajustando hasta las noticias más pequeñas, a la realidad del partido, a sus previsiones. Si alguien se rebela se le vaporiza (se le hace desaparecer), también se hace desaparecer cualquier noticia, comentario o fotografía en la que pueda estar presente. A mitad del libro, y a mitad de un mitin enardecedor, de repente, cambia el enemigo de Oceanía. Ya no se hace la guerra a Eurasia sino a Asia Oriental. Hay que reescribir todos los periódicos, para reescribir quién es el eterno enemigo de Oceanía; un minuto antes era Eurosia; ahora Asia Oriental. Se reescriben los periódicos, se destruye cualquier resto del antiguo pasado, y parece que el sistema sigue funcionando perfectamente.
Ése es el hombre en el culmen del progreso. Control perfecto de la realidad, ciudades perfectas, hombres perfectos, situaciones perfectas. Y de vez en cuando la naturaleza nos da un toque de atención nos recuerda, con un bofetón en la cara: el hombre es limitado, débil, muchos factores se le escapan de su control. El Gran Hermano, 1984, pretenden superar esa limitación del hombre con la divinización del partido (habría que escribir el Partido pero un dios tan pequeñito, además de tirano, no merece la mayúscula). El individuo desaparece y prima la humanidad, el progreso.
La semana pasada iniciamos la cuaresma, y todavía queda mucha gente a la que le suena ese nombre: cuarenta días de preparación para conmemorar los actos centrales de la fe cristiana. Alguien, Jesucristo, estaba convencido de que la fuerza del hombre radica en confiar en Dios Padre, en entregarse a Él sin límites, en amar hasta el extremo. Detrás de él, muchos siguen teniendo esa convicción, y hasta un grado tal de ser capaces de entregar la vida, de modo cruento o incruento. Ese amor, sobre todo ese Amor, sí es el fundamento sólido donde radica el hmbre. Pueden llegar terremotos, peligros nucleares, circunstancias externas o internas que le doblegarán, y le harán sufrir, pero al final el amor triunfa y triunfará.
Esto no significa abandonarnos pasivamente, estoicamente, al devenir de la historia. Confiar no quiere decir cruzarse de brazos, continuar viviendo en las cuevas que habitaron nuestros primeros padres. Pero tampoco confiar ciegamente en el progreso humano, olvidando el último fundamento del hombre, ese Alguien perfecto, que es superior a él y nunca deja de amarle.
Comentarios
Otros artículos del autor
- ¿Redes sociales o redes vinculares?
- El misterio del bien y el mal, siempre presente
- Médicos humanos, para niños y mayores
- Buceando en el matrimonio, un iceberg con mucho fondo
- La fecundidad social del matrimonio
- Cuarenta años de la reproducción «in vitro» en España
- Una bola de nieve llamada Belén de la Cruz
- Hakuna, la Carta a Diogneto del siglo XXI
- El drama de los «likes»: ¿qué diría Juan Pablo II?
- Procesiones y profesiones