De la ciencia hacia Dios
Nos rodea la belleza, en la macronaturaleza y en la micronaturaleza, en el conocimiento de astros situados a miles de años luz, y en la descripción de micropartículas como los componentes del ADN, los neutrinos y los fotones.
por José F. Vaquero
En estos días estamos celebrando en Madrid la X semana anual de la ciencia, unos pocos días al año en los que recordamos el trabajo callado y sacrificado de muchos científicos e investigadores. Pero, ¿qué tiene que ver esto con la religión o el crecimiento integral del ser humano que se difunden desde estas líneas? Mucho más de lo que pensamos. Ciencia y religión no son eternos o acérrimos enemigos, ni corrientes de pensamiento irreconciliables entre sí; se trata de las dos alas para volar hacia la plenitud y la verdad, la plenitud de lo humano y lo divino.
Esta semana surge con el objetivo de fomentar la participación ciudadana en cuestiones relacionadas con la ciencia y la tecnología, conocer cómo estamos creciendo en ese campo. Pretende difundir el trabajo, muchas veces callado y olvidado, de la investigación y el estudio del mundo que nos rodea. Nuestro alrededor está lleno de maravillas, grandes creaciones en el mundo de la técnica, la investigación astronómica, el progreso de la medicina y las ciencias de la salud, el descubrimiento de las bellezas ocultas en la naturaleza física. Nos rodea la belleza, en la macronaturaleza y en la micronaturaleza, en el conocimiento de astros situados a miles de años luz o las profundidades del océano, y en la descripción de micropartículas como los componentes del ADN, los neutrinos y los fotones, mucho más pequeños que los protones, neutrones y electrones.
Nos circunda la belleza de la gran naturaleza, que fácilmente contemplamos admirados, y de nuestra pequeña naturaleza, la naturaleza humana, con su filigrana de células, tejidos, transmisores neuronales y configuraciones genéticas individuales e irrepetibles, filigrana de la que nos acordamos casi únicamente cuando falla y tenemos que visitar al médico. De esta admiración, históricamente, surgió la ciencia, como un conocimiento riguroso en base a la observación, y buscando sus causas ciertas. Pero al contemplar el ser humano, hombre y mujer, esa búsqueda no llega a un conocimiento pleno; falta algo, quedan demasiadas preguntas abiertas. Ha avanzado mucho la ciencia, también la ciencia humana, pero seguimos sin encontrar las causas últimas a muchos interrogantes, causas a realidades materiales, y sobre todo causas a realidades que sobrepasan el ámbito físico, palpable, sensible.
Precisamente ahí se encuadra el “camino humano hacia Dios”. ¿Por qué nos golpea el corazón conocer el sufrimiento de un niño inocente? ¿Por qué nos da pena ver a seres humanos padeciendo hambre, sed, frío? ¿Por qué siempre queremos más, buscamos más, y parece que nada nos satisface? ¿Por qué, en definitiva, queremos ser amados y sentimos a la vez la necesidad de amar? Ante estas preguntas la ciencia se queda pequeña, no puede responder. Sólo puede decir, con el bolígrafo de la honestidad, tan alto no llego.
El amor no se ve a través de un microscopio ni puede ser analizado científicamente como la reacción química que se produce en las centrales nucleares. Ni siquiera se puede explicar como acciones y reacciones de ciertas partes del cerebro ante determinados estímulos. En el amor hay un componente que sobrepasa toda explicación científica: la libertad que lo provoca, lo mantiene, lo despierta, y le empuja incluso hasta la entrega total de la propia vida por la persona amada.
Además de este camino humano hacia Dios hay un camino divino, que viene a satisfacer esta necesidad de amar y ser amado. San Agustín, ese buscador de la verdad penetrando en su corazón, se encontró que Alguien ya estaba recorriendo ese camino: Dios le buscaba, a través de su sed de amor. Y Dios estaba dentro de él mismo en su corazón. Ahí encontró su peso, la satisfacción de su búsqueda, el destino al que le empujaba el estudio de la ciencia, la ciencia humana y la ciencia del hombre. Y ahí el hombre de hoy podrá encontrar su razón de ser, en medio de un progreso científico que termina de satisfacer su corazón.
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