Un premio nóbel lleno de perplejidad
Muchos analistas consideran que, con estas investigaciones y descubrimientos científicos, comenzó un nuevo capítulo para la reproducción humana. Y tienen mucha razón.
por José F. Vaquero
Como todos los años, los sabios de Oslo empiezan a hacer público su fallo y sentencia premiando a los hombres más significativos de nuestro planeta. Se van conociendo los premios Nóbel de este 2010, y me ha sorprendido uno de ellos. Un medio de comunicación lo anunciaba como el “padre” de más de 4 millones de personas, nacidas en las últimas tres décadas gracias a su trabajo científico y médico. ¿Su nombre? Robert Edward. ¿Su campo? La medicina, léase la defensa científica de la vida (así se define, al menos, la medicina clásica). ¿Su mérito? El descubrimiento y estudio de la fecundación in vitro..
El número de “hijos” de este profesor de medicina es bastante inexacto; ¿será que la agencia de prensa olvidó de añadir un cero en la cifra? Este investigador británico, que tanto trabajó por la vida (ahí radica la razón de ser de un médico) puede considerarse como el padre de unos 40 ó 50 millones de personas. ¿Dónde está el error de cálculo? Muy sencillo: la fecundación in vitro no es un método cien por cien eficaz: provocamos la unión de un óvulo y un esperma, obtenemos un óvulo fecundado, y por tanto un niño, o niña, un ser humano. La realidad científica dista de esta simplicidad: Por cada niño producido por este método, tenemos una media de 10 óvulos fecundados (yo prefiero llamarle embriones, seres humanos, igual que a quien me cruzo por la calle no le llamo óvulo fecundado y desarrollado sino Pedro, Juan o María). Y los otros nueve, ¿dónde están?
Aquí encontramos un primer problema de esta práctica: más de 40 millones de personas se han quedado por el camino en la fabricación de esos 4 millones y pico de personas que “hemos producido. Más de 40 millones de embriones destruidos o arrumbados en congeladores, esperando su próxima destrucción para conseguir un medicamento. La cifra me asusta: el mismo número de habitantes que vivimos en España, españolito más, españolito menos.
Pero aquí no está la raíz del problema. Los números son números, datos que nos impresionan. La realidad es más profunda. Muchos analistas consideran que, con estas investigaciones y descubrimientos científicos, comenzó un nuevo capítulo para la reproducción humana. Y tienen mucha razón. La concepción básica de la reproducción humana, de las relaciones sexuales, de los fines intrínsecos del matrimonio sufrió un cambio importante. ¿Cambió a mejor o a peor?
Un análisis apresurado, y con frecuencia manipulado, relaciona en nosotros “cambio” o “progreso” con “evolución a mejor”. Un momento: la economía española ha cambiado mucho estos últimos años. ¿Y ha sido para mejor? El mercado laboral se ha transformado mucho. ¿Y ha sido para mejor? El peso del sector inmobiliario en la economía ha cambiado. ¿Y ha sido para mejor? Cambio o progreso no significa necesariamente mejora. El modo como nos acercamos hacia la reproducción humana, las relaciones de pareja, las familias, y el crecimiento personal que subyace detrás de estas realidades ha cambiado. Pero a juzgar por las rupturas de tantas familias, los conflictos personales y el aumento de la violencia en el ámbito familiar, parece que el cambio ha sido a peor.
Por ello, Monseñor Ignacio Carrasco de Paula, presidente de la Academia Pontificia para la Vida, ha expresado su perplejidad ante este premio Nobel de Medicina, otorgado al profesor británico Robert Edward: “sin Edwards no se daría el mercado de los ovocitos; sin Edwards no habría congeladores llenos de embriones en espera de ser transferidos a un útero o, más probablemente, de ser utilizados para la investigación o de morir abandonados y olvidados por todos”.
En la transformación de esta hermosa realidad humana, la posibilidad de dar vida, de crear vida, hemos perdido por el camino lo más grande que tenemos: el amor. Un niño nacido en un laboratorio no podrá decir: mis padres se amaron plenamente, en cuerpo y alma, el día que yo nací; u como fruto de ese amor empecé a existir. No niego que entre sus padres biológicos (si es que se conocieron) no haya podido haber amor. Pero el momento más sublime del ser humano, su inicio a la vida, fue simple y fríamente la consecuencia de un experimento científico, en un laboratorio, y llevándose por delante varias vidas humanas.
Si en el inicio de la vida se nos olvida el amor, ¿cómo lo podremos recuperar después?
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