¿Por qué he empezado a vivir?
¿La construcción, ad hoc, de un niño con unas determinadas características? ¿El fallo de un anticonceptivo? ¿Una relación que terminó como no se esperaba? Sin un amor desinteresado en el origen de la vida, la existencia pierde su razón de ser.
por José F. Vaquero
Anne, una niña de once años, se plantea esta trascendental pregunta: La causa: la obligación de sus padres para pasar por el quirófano, una vez más, y alargar un poquito la vida de su hermana Kate. Con el paso de los años ha llegado a conocer por qué y cómo dio comienzo su vida: la necesidad de curar (o al menos intentarlo) a su hermana Kate, aquejada de un galopante leucemia y grave insuficiencia renal. Aquí se resume la película de Nick Cassavetes, «La decisión de Anne».
En un excelente inicio, que marca el sentido del film, y de muchas vidas humanas, más allá de la gran pantalla, esta pre-adolescente se pregunta de dónde vienen los niños. No busca el motivo biológico (la fusión de un óvulo y un esperma), sino el motivo antropológico, existencia. ¿La construcción, ad hoc, de un niño con unas determinadas características, con un nivel de compatibilidad apto para curar a su hermana? ¿El fallo de un anticonceptivo? ¿Una relación que terminó como no se esperaba? La perspectiva de estas explicaciones es demoledora: somos lanzados a la existencia, como decía Heidegger y el resto de existencialistas, somos condenados a vivir, a pasar por este valle de lágrimas, simplemente por el resultado de unas «comiditas» en un laboratorio, o por una lamentable deficiencia. Una perspectiva demasiado estrecha para la grandeza del ser humano.
Es triste constatar que esta experiencia gana terreno. El momento fundante de la vida de un niño, su inicio de la existencia, está perdiendo su marco original, el marco del amor y la donación total, para convertirse en un trabajo técnico más. Hemos convertido uno de los momentos centrales de la vida humana en el fruto de un laboratorio, un resultado calculado y seleccionado eugenésicamente. Y no tengo miedo de usar esta palabra, que muchos relacionan con el nazismo. Además de la frialdad de este modo de generación humana, nos debe hacer pensar el elevado número de personas que se quedan «a medio camino»; ocho, diez, quince o más, por cada fecundación in Vitro.
Un hilo va atravesando toda la película: el proceso judicial para conseguir la emancipación de Anne, y por tanto, su capacidad para decidir si continúa alargando artificialmente la vida de su hermana o no. En realidad, hay un juicio más profundo, más antropológico: Anne acude a los tribunales como consecuencia de su crisis existencial. ¿Para qué vive? ¿Para seguir fastidiándose, de quirófano en quirófano, tratando inútilmente de alargar la vida de su hermana Kate? En su entorno piensan en ella sólo como «medicina para», como medio, como instrumento. No la aman a ella, aman su cuerpo como cantera de medicina. El ser humano, independientemente de su origen, anhela ser amado y amar, y sólo eso da sentido a su vida.
La decisión de Anne no es la de un yo orgulloso, prepotente, «dueño de mi cuerpo», y con derecho a hacer con él lo que le venga en gana. Su decisión es la de quien busca y desea percibir el amor del otro, el amor desinteresado, sin cálculos ni intereses. Ese amor, en cambio, lo había recibido de su hermana enferma, quien amaba más a Anne que a su cuerpo – medicamento.
En varios momentos, el director nos muestra la disyuntiva presente en nuestra sociedad: el bien de la persona concreta, o el bien utilitarista del mayor número de gente. En el primer caso importa el individuo concreto, Anne Fitzgerald, con su nombre y apellido. En el segundo, la gente, los Fitzgerald, ese ente abstruso que no significa nada. La sociedad democrática actual nos ha acostumbrado a priorizar las mayorías, las estadísticas. El bien de la familia, pero no el bien de cada uno de los miembros de la familia.
¿Por qué he empezado a vivir? Y más aún, ¿por qué sigo viviendo? Sólo desde la perspectiva de Alguien que nos ha amado desinteresadamente, de Alguien que nos sigue amando así, cada día tiene sentido. Pero conviene no olvidar que somos de carne y hueso; también necesitamos que ese Alguien se haga visible, palpable.
En un excelente inicio, que marca el sentido del film, y de muchas vidas humanas, más allá de la gran pantalla, esta pre-adolescente se pregunta de dónde vienen los niños. No busca el motivo biológico (la fusión de un óvulo y un esperma), sino el motivo antropológico, existencia. ¿La construcción, ad hoc, de un niño con unas determinadas características, con un nivel de compatibilidad apto para curar a su hermana? ¿El fallo de un anticonceptivo? ¿Una relación que terminó como no se esperaba? La perspectiva de estas explicaciones es demoledora: somos lanzados a la existencia, como decía Heidegger y el resto de existencialistas, somos condenados a vivir, a pasar por este valle de lágrimas, simplemente por el resultado de unas «comiditas» en un laboratorio, o por una lamentable deficiencia. Una perspectiva demasiado estrecha para la grandeza del ser humano.
Es triste constatar que esta experiencia gana terreno. El momento fundante de la vida de un niño, su inicio de la existencia, está perdiendo su marco original, el marco del amor y la donación total, para convertirse en un trabajo técnico más. Hemos convertido uno de los momentos centrales de la vida humana en el fruto de un laboratorio, un resultado calculado y seleccionado eugenésicamente. Y no tengo miedo de usar esta palabra, que muchos relacionan con el nazismo. Además de la frialdad de este modo de generación humana, nos debe hacer pensar el elevado número de personas que se quedan «a medio camino»; ocho, diez, quince o más, por cada fecundación in Vitro.
Un hilo va atravesando toda la película: el proceso judicial para conseguir la emancipación de Anne, y por tanto, su capacidad para decidir si continúa alargando artificialmente la vida de su hermana o no. En realidad, hay un juicio más profundo, más antropológico: Anne acude a los tribunales como consecuencia de su crisis existencial. ¿Para qué vive? ¿Para seguir fastidiándose, de quirófano en quirófano, tratando inútilmente de alargar la vida de su hermana Kate? En su entorno piensan en ella sólo como «medicina para», como medio, como instrumento. No la aman a ella, aman su cuerpo como cantera de medicina. El ser humano, independientemente de su origen, anhela ser amado y amar, y sólo eso da sentido a su vida.
La decisión de Anne no es la de un yo orgulloso, prepotente, «dueño de mi cuerpo», y con derecho a hacer con él lo que le venga en gana. Su decisión es la de quien busca y desea percibir el amor del otro, el amor desinteresado, sin cálculos ni intereses. Ese amor, en cambio, lo había recibido de su hermana enferma, quien amaba más a Anne que a su cuerpo – medicamento.
En varios momentos, el director nos muestra la disyuntiva presente en nuestra sociedad: el bien de la persona concreta, o el bien utilitarista del mayor número de gente. En el primer caso importa el individuo concreto, Anne Fitzgerald, con su nombre y apellido. En el segundo, la gente, los Fitzgerald, ese ente abstruso que no significa nada. La sociedad democrática actual nos ha acostumbrado a priorizar las mayorías, las estadísticas. El bien de la familia, pero no el bien de cada uno de los miembros de la familia.
¿Por qué he empezado a vivir? Y más aún, ¿por qué sigo viviendo? Sólo desde la perspectiva de Alguien que nos ha amado desinteresadamente, de Alguien que nos sigue amando así, cada día tiene sentido. Pero conviene no olvidar que somos de carne y hueso; también necesitamos que ese Alguien se haga visible, palpable.
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