Lunes, 25 de noviembre de 2024

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Cristo Rey (A) y pincelada martirial

por Victor in vínculis


La Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II afirma: el Señor es el fin de la historia humana, ¡el punto focal de los deseos de la historia y de la civilización!, el centro del género humano, la alegría de todos los corazones, la plenitud de sus aspiraciones (nº 45). Cristo es el Señor de la historia. En Él la historia del hombre, y puede decirse de toda la creación, encuentra su cumplimiento trascendente. Es lo que en la tradición se llama recapitulación... Es una concepción que encuentra su fundamento en la Carta a los Efesios, en donde se describe el eterno designio que Dios realizará en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra (Ef 1,10).
 
Y, por supuesto, Cristo es el Señor de la Vida eterna: a Él pertenece el juicio último, del que habla el Evangelio de hoy: Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria. Entonces dirá el Rey a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo (Mt 25, 31.34).

Alguien ha escrito que nada se parece más a Jesús que la inocencia sufriendo. Y ciertamente el Evangelio de Dios nos habla de ese juicio que tendremos todos por nuestras obras; en la confianza del Señor, pero con nuestros trabajos; con la gracia de los sacramentos, pero con nuestras obras; no como un servicio social, no solamente en la acción, sino en el amor que se pone en cada una de esas obras. Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; fui forastero y me hospedasteis; estuve sin techo y me recogisteis. El Señor no solo nos habla de unas acciones puntuales, como si se tratase de sumar una serie de puntos para alcanzar una bonificación. El Señor nos habla de una actitud del corazón. Y precisamente cuando se hace bien uno no se da cuenta de que lo está haciendo; y cuando se hace mal sucede lo mismo: Señor, si no he tenido ocasión de verte en nadie... Cada vez que no lo has hecho, conmigo tampoco lo hiciste.

El gran filósofo Jean Guitton recrea en el último capítulo de su obra póstuma Mi testamento filosófico, su propio juicio particular ante la Santísima Trinidad, María Santísima, Santa Teresa de Lisieux y el Papa Pablo VI. Allí le da a leer a Santa Teresa este texto de Ruysbroek el Admirable, que dice así:

«Cuando el hombre considera en el fondo de sí mismo con ojos quemados por el amor la inmensidad de Dios..., cuando el hombre después, mirándose a sí mismo, cuenta sus atentados contra el inmenso y fiel Señor... no conoce un desprecio suficientemente profundo para satisfacerse... Cae en un estupor extraño, el estupor de no poder menospreciarse con la suficiente profundidad... Se resigna entonces a la voluntad de Dios... y, en la abnegación íntima, encuentra la paz verdadera... la que nada turbará... Nuestros pecados mismos se han convertido para nosotros en fuente de humildad y de amor... Estar inmerso en la humildad es estar inmerso en Dios, ya que Dios es el fondo del abismo... La humildad obtiene las cosas que son demasiado altas para ser enseñadas; alcanza y posee lo que la palabra no alcanza».

El derecho pleno de juzgar definitivamente las obras de los hombres y las conciencias humanas, pertenece a Cristo en cuanto Redentor del mundo. Él, en efecto, adquirió este derecho mediante la cruz. Sin embargo, el Hijo no ha venido sobre todo para juzgar, sino para salvar... Este poder, por tanto, coincide con la misericordia que fluye en su Corazón desde el seno del Padre, del que procede el Hijo y se hace hombre (por nosotros los hombres y por nuestra salvación). Cristo crucificado y resucitado, Cristo que subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre. Cristo que es, por tanto, el Señor de la vida eterna, se eleva sobre el mundo y sobre la historia como un signo de amor infinito rodeado de gloria, pero deseoso de recibir de cada hombre una respuesta de amor para darles la vida eterna[1].

Cristo quiere reinar en nuestra sociedad. Pero antes tenemos que preguntarnos si personalmente Cristo reina en nuestros corazones, porque solo reinando unitariamente en cada corazón va a reinar en nuestras sociedades y va a ser el Señor de la historia. Lo es por derecho propio, pero nosotros tenemos que conseguir que esto se haga visible entre los hombres que viven sin Dios, que viven apartados de Él; que por nuestras malas obras, que por nuestro mal ejemplo no se terminan de convencer de que Cristo es el kyrios, el Señor de la historia.
 
En el año 1886 Don Bosco tenía setenta y un años. Desde hacía más de dos años, casi cada tarde se recogía en su habitación y Don Lemoyne (el mejor escritor entre los salesianos de aquel tiempo) le hacía preguntas sobre su juventud y su familia, y tomaba apuntes con lápiz y cuaderno[2]. Sirviéndose de aquellos apuntes y de otros documentos, Lemoyne había reunido decenas y decenas de capítulos, que servirían para la “Vida” de Don Bosco y la Historia Salesiana.

El capítulo sexto de aquel pequeño volumen comienza así:
Margarita -la mamá de San Juan Bosco- era una mujer de gran fe. Dios estaba en la cima de todos sus pensamientos, y, por tanto, también lo estaba siempre en sus labios... “Dios te ve” era la gran palabra con la que les recordaba a sus hijos que siempre se encontraban bajo la mirada del Dios grande que un día los habría de juzgar. Si les permitía ir a entretenerse por los prados vecinos, les decía: “Acordaos de que Dios os ve”. Si alguna vez los veía pensativos y temía que en su ánimo ocultasen pequeños rencores, les susurraba al oído: “Acordaos de que Dios os ve y ve también vuestros pensamientos”. En las hermosas noches estrelladas, salían fuera de casa, señalaba el cielo y les decía: “Dios es quien ha creado el mundo y ha colocado allí arriba las estrellas. Si el firmamento es tan hermoso, ¿cómo será el Paraíso?”.
 

Todos los años, los miembros de la Familia Salesiana celebran cada 25 de noviembre, el aniversario de la muerte de Mamá Margarita, la madre de Don Bosco. Quiero terminar recordando una anécdota. Porque llegamos a pensar que ya en ningún momento de nuestro vida vamos a desfallecer... Y podemos venirnos abajo y necesitar una mano que nos saque de las dificultades.

Cuenta San Juan Bosco que en tantos años que pasaron juntos él y su madre, en una ocasión ella le quiso dejar. Se acercó y le dijo:
-Escúchame, Juan.
-Diga, madre mía.
-No es posible que yo siga aquí. Me vuelvo a mi casa.
-¿Por qué, madre?
-¿Pero no ves lo que pasa? Tú no buscas sino traer chicos y más chicos. Y tus muchachos cada día me hacen una de las suyas. Y cada día, peor. La ropa blanca, lavada y tendida al sol... Uno de ellos cortó la cuerda y todo se desparramó en tierra. Entran en el huerto y me destrozan las berzas, los repollos, todo... Se pelean en la calle, destrozan las camisas, hacen pedazos los pantalones... Yo ya no sé cómo remendarlos. Se me llevan de la cocina, para sus juegos, peroles y cazuelas y yo me vuelvo loca buscándolos. Me voy a morir en paz.

San Juan Bosco dice:
Yo no apartaba los ojos de ella. La dejé desahogarse y cuando ella se hubo desahogado, tomándole ambas manos se las junté y, en silencio, le mostré el crucifijo pendiente en la pared...
Se hizo un silencio y Mamá Margarita dijo:
-Tienes razón, Juan. Él padeció más que nosotros... No seríamos impacientes si fuésemos más humildes.

Y contemplando a Cristo crucificado, deshizo su hatillo y continuó en su puesto de madre de la casa.

En este día le pedimos a Cristo que verdaderamente reine en nuestros corazones; que abandonemos tantas cosas que hacen que nuestra vida esté posesionada por otros pensamientos, por otros sentires distintos de la Verdad de Cristo. Que Él reine en nuestra vida y que nuestro corazón sea el trono donde Jesucristo disfrute reinando.
 
PINCELADA MARTIRIAL
9 de octubre de 1934

El Señor es mi pastor, nada me falta… En la oscuridad de la noche, nueve religiosos recorren un camino hacia otro calvario, hacia el cementerio de Turón… Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan… Sin cruces a cuestas, pero con muchas cruces íntimas, casi visibles, en cada corazón. Veinte fusileros les acompañan… Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos… Entraron como ovejas al matadero. Y allí, junto a las fosas preparadas de antemano, se ordenó ¡fuego!, y cayó sobre ellos una lluvia de metralla de fusil y escopeta. Murieron inmediatamente, pues no se oyó ni siquiera un quejido… Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida…  Los religiosos se dedicaban a la enseñanza y habían cometido el horrible delito de hablar a los niños de su padre, Dios; de contarles que hubo Alguien que murió por todos los hombres y por nuestra felicidad; de explicarles que el primer mandamiento es quererse los unos a los otros. ¡Tremendo delito!… Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida y habitaré en la casa del Señor por años sin término.
 

 
21 de noviembre de 1999
Fueron canonizados el 21 de noviembre de 1999 por San Juan Pablo II. Se les conoce como los mártires de Turón: siete hermanos de las Escuelas Cristianas y un padre pasionista, Inocencio Canoura, que había acudido para confesar a los alumnos de La Salle por ser primer viernes de mes y que aún, en el momento del arresto, permanecía con los religiosos.

Compañeros de prisión, que fueron testigos afirman que el Padre Inocencio pasó casi todo el día 8, víspera del martirio, escribiendo. Redactó, sereno, varias cuartillas.

Por la tarde le vieron recogerlas con cuidado y guardarlas dentro de una carpeta, en el pecho. Nadie -escribe el Padre Miguel González en una reciente biografía del santo- pudo leer, entonces ni después, aquel último escrito, aunque sí nos imaginamos sus contenidos y su hondura. Los asesinos de Inocencio mataron también lo que hubiera sido para nosotros una gozada, ante el relato testimonial, autobiográfico, de un martirio ya entre los dedos. Se las arrancaron bruscamente, tirándolas al suelo y enterrando luego juntos su cuerpo maltrecho y su cabeza rota, abierta con la culeta de uno de los fusiles, y aquellas pocas cuartillas arrugadas y manchadas con sangre. La voz impresa de aquel que hubiera podido ser su último sermón fue también ahogada por las descargas de la fusilería[3].

Pero nos quedará siempre la voz y el fulgor de aquella sangre, ahora sangre glorificada, santos para la Iglesia Universal, santos que murieron gritando ¡Viva Cristo Rey! Sangre que sigue siendo elocuente y evangelizadora, más allá de los límites de la vida y de la muerte, del tiempo y del espacio. A pesar de las tendencias políticas, de los miramientos y de las falsedades históricas...

... Dios tiene otras categorías para valorar los éxitos de la vida humana. De hecho, los ensalzó, desde el momento mismo de su sacrificio como señal clara de su triunfo definitivo. Lo proclamó así, ante un auditorio emocionado, el orador de la misa fúnebre celebrada en Bugedo cuando, en el lejano 26 de abril de 1935, afirmó: para los ojos profanos habían muerto. Pero los justos viven para siempre en paz[4].

Habían buscado por encima de todo que Cristo Rey estableciese ya su reinado en medio de la sociedad, en esa España maltrecha por la revolución de 1934, preludio de la fatídica Guerra Civil. Eran maestros auténticos de enseñanza cristiana y por ello murieron como mártires.
 

[1] San JUAN PABLO II, Audiencia General, 19 de Abril de 1999, números 6-8.
[2] TERESIO BOSCO, Familia Salesiana, familia de santos, págs. 19-21 (Madrid 1998).
[3] Miguel GONZÁLEZ, San Inocencio Canoura Arnau  pág. 94 (Madrid 1999).
[4] John JOHNSTON, Superior General de los Hnos. de las EE.CC., Ibídem pág. 155.
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