Viernes, 22 de noviembre de 2024

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Imposible, no amar a Dios

por Juan del Carmelo

          Esta es la conclusión determinante a la que llega toda persona, que ha atisbado lo que es el amor a Dios. No es necesario alcanzar la condición de místico, ni siquiera la de asceta esforzado para llegar a esta conclusión. Y supongo que más de uno se preguntará cual es la diferencia entre místico y asceta. Una simple definición, sería la de decir, que místico es el que ha llegado y asceta el que está en camino.

 

           Y además de simple, es mala la definición, porque tratándose del amor a Dios, nadie ha llegado y lo que es más importante nadie jamás podrá llegar a amar a Dios plenamente en todo su esplendor, por la sencilla razón de que siendo nosotros criaturas limitadas por nuestros cuatro costados, resulta totalmente imposible que lleguemos a dominar o poseer plenamente a un Ser, cual es Dios, infinitamente ilimitado. Lo creado no puede nunca dominar a su creador. Asegurar lo contrario, sería como asegurar que el cuadro de las Meninas de Velásquez, dominó o puede llegar a dominar al propio Velázquez que es su creador. En cuanto a la ascética, no es malo decir que el asceta es aquel que camina hacia la mística,  pero es más razonable pensar que el asceta es aquel que está en camino esforzándose por sus propios medios, esperando alcanzar entre otras maravillas, la de la oración contemplativa en la que el contemplativo, no se esfuerza en absoluto, sino que su oración es infusa, nace como lo que es un don divino, y es ahí donde encontramos la mística.

 

           Nuestra Santa Madre Santa Teresa, pone un ejemplo muy didáctico: El asceta saca agua del pozo con esfuerzo y una garrucha, al místico le fluye el agua sin esfuerzo de un pozo artesiano que Dios le ha regalado. Pero en ambos casos místicos o ascetas, ellos han vislumbrado ya la gloria en la Luz de Dios y saben perfectamente que para llegar a alcanzarla y poseerla solo hay un camino, que es el intensificar el amor a Dios.

 

          Lo que más cuesta en este camino, de la involucración en el amor a Dios, es el comienzo o principio. Podríamos poner el ejemplo de una antigua locomotora de vapor, que cuando arrancaba de la estación lo hacía lentamente dando una trabajosas y lentas pistonadas, que poco a poco iban aumentando en el tiempo e iban siendo más rápidas. Algo de esto pasa en la vida espiritual de una persona, comienza siempre lentamente, quizás porque algún amigo o amiga lo metió en danza en unos ejercicios espirituales o en unas reuniones de cualquier movimiento de carácter espiritual de los que existen, y luego empieza a tomarle gusto al asunto, es decir, comienza a vislumbrar la fuerza del amor a Dios, porque el Espíritu Santo ha vislumbrado la posibilidad de fomentar debidamente la santidad en esa alma, dada su buena predisposición. Pero esto solo ocurre en un escaso porcentaje de los asistentes, pues aunque todos ellos salen enfervorizados por un caliente fervorín, es necesaria la perseverancia para que el fervorín se convierta en fervor y se vaya haciendo mayor de edad.

 

           Y en la medida en que la locomotora del amor a Dios va cogiendo impulso, uno se da cuenta de que ya es imposible frenarla, máxime si estamos extasiados con la velocidad que vamos adquiriendo y nos damos cuenta de la necesidad de aumentar cada vez más, el combustible a la caldera. Embebidos en esta tarea, resulta cada vez más imposible no amar a Dios.

 

          En los primero momentos, en el inicio de la vida espiritual de una persona, esta lo que busca es el amar a Dios, pero no es consciente de que la fuente de todo amor está en Dios y todo el amor que existe en el universo, emana de Dios por lo que al final, uno se da cuenta de que lo importante es dejarse amar por Él. Nosotros solo podemos sentir y fomentar en nuestro ánimo, el deseo de amar y el mero hecho de sentir este deseo, es amar ya a Dios, pues como dice San Agustín ámalo y ya lo posees. Pensemos que el ser santos el ser santificados, no consiste en algo que tengamos que hacer, sino en dejarnos amar, en dejarnos que Él nos santifique.

 

          También en el inicio creemos que amar es algo que pertenece al reino de lo sensible y sin embargo, no es necesario, que en nuestro amor a Dios se encuentre el elemento emocional. El verdadero amor a Dios radica en el deseo de cumplimentar siempre la voluntad de Dios, no en las emociones. Se puede muy bien dar un alto grado de amor a Dios unido a una gran frialdad en nuestra parte emotiva. Lo más importante tal como escribe el polaco Slawomir Biela, es: “Que exista en ti, el deseo de buscar la voluntad de Dios. Entonces optarás por saltar, aunque experimentes mucho miedo, como cuando uno se cae repentinamente de una escalera. La caída no tiene porque ser grande, pero tú tendrás la impresión de que caes a un abismo, de que mueres. No obstante para tu sorpresa, aterrizarás sin hacerte ningún daño, y Dios te permitirá de nuevo distinguir rápidamente su voluntad. Estas difíciles pruebas de fe pueden ser las situaciones inesperadas que aparecen en nuestra vida. En esas oscuridades Dios espera que busques su voluntad. Desde luego que la aceptación gozosa de todo lo que nos pasa, sea esto bueno o malo, esto es  una prueba evidente de que amamos al Señor, en cuanto estamos aceptando su voluntad. Porque creer en Dios y amarlo, significa, amar lo que Él quiere, lo que el desea, eso es amar su voluntad”.

 

          San Alfonso María Ligorio, decía que: “Hay que amar a Dios como Él quiere ser amado y no como a nosotros se nos antoje. Dios quiere nuestra alma despojada de todo, para poderla unir consigo mismo y colmarla de su divino amor”. Porque amar es dejarse transformar. A este respecto, así nos dice  San Juan de la Cruz: “El amor por su propia naturaleza tiende a la unión, y cuando es Dios el que ama, la unión que produce su amor es unión transformante.” Y esa transformación que hemos de sufrir si amamos de verdad a Dios, es obrar en despojarse y desnudarse por Dios, de todo lo que no es Dios, y así el alma quedará luego  esclarecida y transformada en Dios.

 

          Para Santa Teresa de Jesús, la más cierta señal que hay, de que amamos Dios es el amor al prójimo: “Porque es tan grande (el amor) que Su Majestad nos tiene, que en pago del que tenemos al prójimo hará que crezca el que tenemos a Su Majestad por mil maneras”. Tenemos que pensar que si Dios es amor y vive en cada uno de nosotros, tenemos pues que amarnos con amor fraternal, porque el que ama, ama también todo lo que ama o ha creado su amado, ya que ello o ellos son reflejos de su amor.

 

           Tal como escribe Santa Teresa de Lisieux: “Todo es muy sencillo, nada más que amar, simplemente. Amar a Dios porque es Dios, sin querer comprarle a Él, sin exigirle nada a Él, sabiendo que el tiempo y nuestras vidas están en sus manos, confiando, porque el Buen Dios ha dado ya suficientes pruebas de que no quiere ningún mal para nosotros.

 

           Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

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