Lunes, 23 de diciembre de 2024

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Virtudes humanas

por Juan del Carmelo

Una virtud es una cualidad positiva de una persona, una disposición habitual y firme para ejecutar correctamente una serie de actos de carácter humano. En religión según el presbítero norteamericano, Leo J. Trese, la virtud se define como el hábito o cualidad permanente del alma que da inclinación, facilidad y prontitud para conocer y obrar el bien y evitar el mal.

 

Las virtudes pueden ser de dos clases diferentes: Pueden ser virtudes naturales o adquiridas por la persona mediante la creación de un hábito positivo, estas primeras son virtudes puramente humanas, como pueden ser por ejemplo: el agradecimiento, la comprensión, la resignación, la convivencia, la discreción, la fidelidad, la serenidad,…etc. Las otras clases de virtudes, las que podríamos llamar sobrenaturales, son las llamadas infusas o sobrenaturales, que son las que Dios infunde en las potencias del alma para disponerla a obrar sobrenaturalmente.

 

En el mundo de la filosofía antigua, Platón aseguraba que el ser humano disponía de tres herramientas para actuar: el intelecto, es decir la inteligencia, la voluntad, y la emoción, es decir a las tres potencias clásicas del alma humana: memoria inteligencia y voluntad, sustituía la memoria por lo que él entendía que era la emoción. Y a cada una de estas tres herramientas Platón les asignaba tres virtudes: Sabiduría, Valor y autocontrol, adjuntando a estas tres virtudes una cuarta que era la justicia. Por su parte Sócrates mantenía que la virtud nos permitirá tomar las mejores acciones y con ella podríamos distinguir entre el vicio, el mal y el bien, y señalaba que la virtud se podía alcanzar por medio de la educación fundamentada en nuestra moral y en nuestra vida cotidiana.

 

En la teología cristiana, tal como antes hemos señalado, las virtudes humanas pueden ser puramente naturales o humanas, o de carácter sobrenatural, es decir, virtudes sobrenaturales que se dividen a su vez, en dos clases: virtudes teologales,  y virtudes cardinales.  La diferencia básica entre ambas clases de virtudes, estriba en que con respecto a las naturales, estas han de ser adquiridas por nuestro propio esfuerzo. Así una persona que reiteradamente dice la verdad tendrá la virtud de la veracidad. En cuando a las sobrenaturales estas son infusas en el alma humana, sin esfuerzo por nuestra parte. También difieren en su forma de crecimiento en el alma humana, pues mientras que las naturales crecen y se afianzan en una persona por la sucesiva repetición de un mismo acto, el crecimiento de las virtudes sobrenaturales siempre es impulsado por el Señor.

 

Siendo las teologales, la base absoluta de todas las demás sobrenaturales: Fe, Esperanza y Caridad, es decir amor entendido en su sentido más amplio y partiendo del principal de los amores, que es el amor a Dios. Las virtudes teologales, se infunden en el alma, junto con la gracia santificante por medio de administración del sacramento del bautismo. Estas tres virtudes se llaman teologales, porque atañen a Dios directamente: Creemos en Dios, en Él esperamos y a Él amamos. Por el pecado mortal, se pierde la gracia santificante y la caridad o amor a Dios, pero puede no perderse la fe y la esperanza. Cuando en el  alma humana vuelve el amor a Dios y el arrepentimiento, es cuando puede llegar la absolución del pecado.

 

Por su parte las virtudes cardinales con cuatro: Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza. Y se llaman cardinales, pues esta denominación proviene del latín cardus  o gozne, ya que estas cuatro virtudes son los goznes donde se apoyan el resto de las virtudes. Las virtudes sobrenaturales de acuerdo con la idea de San Juan de la Cruz, todas ellas crecen y decrecen al unísono. Así por ejemplo a una fe más fuerte, le corresponderá siempre una esperanza o un amor más intenso. En este mismos sentido coincide San Francisco de Sales cuando escribe: “Quien ama una virtud por amor a la razón y honradez que en ella reluce, amará todas las virtudes, pues en todas hallará ese mismo motivo, y amará más o menos a cada una según que la razón aparezca en ellas más o menos resplandeciente”.

 

El Papa León XIII en la Encíclica divinum Illud munus del 9 de mayo de 1897, sobre el Espíritu Santo, nos dice que: “Necesitamos del nobilísimo cortejo de todas las virtudes que acompañan a la gracia y también para completar nuestra vida sobrenatural de los siete dones del Espíritu Santo. Estas virtudes y estos dones hacen el papel en nuestras almas de facultades sobrenaturales”. La necesidad de las virtudes para el avance en la vida espiritual, también lo pone de manifiesto San Francisco de Sales cuando escribe: “Porque así como para bajar al pecado hay tres grados: la tentación, la delectación, y el consentimiento; así también hay tres grados, para subir a la virtud; la inspiración, que es contraria a la tentación; la delectación en la inspiración, que es contraria a la delectación en la tentación; y el consentimiento a la inspiración que es contrario al consentimiento en la tentación”.

 

Así como en general, las virtudes humanas tal como antes hemos dicho, crecen y decrecen al unísono, ello no excluye el que estas admitan una jerarquía en cuanto a su valor. A este respecto escribe San Francisco de Sales: “Los cometas parecen ordinariamente más grandes que las estrellas, y ocupan mucho más lugar en nuestra vista; más no por eso deben compararse ni en grandeza ni en calidad a las estrellas: ellos parecen grandes solo por cuanto están cerca de nosotros, y en un sujeto más grosero en comparación de las estrellas. De la misma manera hay ciertas virtudes, las cuales por estar cerca de nosotros, sensibles, o mejor decir materiales, son en extremo estimadas y preferidas siempre del vulgo. Así prefieren algunos comúnmente la limosna temporal a la espiritual”, es indudable, que el valor de las virtudes puramente humanas está por debajo del valor de las virtudes teologales que gozan de carácter sobrenatural.

 

En la adquisición de las virtudes hay que tener presente que estas son un fruto de la oración, no son fruto de nuestra voluntad o de nuestro entusiasmo, siempre son fruto de nuestra oración, porque es la oración la que crea la virtud. No es la virtud la que crea la oración, ya que como asegura San Agustín: “…, el haber en ti algo bueno, es siempre efecto de la gracia de Dios y no mérito tuyo”.

 

El teólogo dominico Antonio Royo Marín, nos señala que para que la gracia santificante produzca efectos en el alma es necesaria la presencia de las virtudes humanas y así escribe: “La gracia santificante,  nos eleva al plano de lo divino, dándonos una participación física y formal de la misma naturaleza divina. Ella es el principio y fundamento de nuestra vida sobrenatural y la que nos hace verdaderamente hijos de Dios. Pero hay que advertir que la gracia santificante no es inmediatamente operativa por sí misma. Se nos da en el orden del ser, no en el de la operación. Diviniza la esencia misma de nuestra alma como el fuego transforma en sí al hierro incandescente, pero se limita únicamente a eso. La gracia no obra, no hace nada por si misma…. Juntamente con ella, con la gracia santificante, Dios infunde siempre en el alma, una serie de energías sobrenaturales llamadas en teología virtudes o hábitos operativos, capaces de producir los actos sobrenaturales correspondientes a esa vida divina. Tales son las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo a los que hay que añadir el influjo de la gracia actual que los pone sobrenaturalmente en movimiento”.

 

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

 

 

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