El drama de José María Díez-Alegría
Después de varios días de viaje, con cancelaciones de vuelo incluidas, colas, protestas y líos sin fin, al fin he podido montarme en un avión esta mañana para volver a Madrid, y en él he leído el único periódico que me han ofrecido, El País. No es santo de mi devoción por su vena anticlerical, pero hay que reconocer que su lectura puede ser interesante. En ese ejemplar venía un largo y elogioso artículo del sacerdote ex-jesuita y teólogo José María Díez-Alegría, recién fallecido: Una gran figura de un pasado ya muy pasado.
No es de extrañar que el País le dedique un artículo elogioso, sobre todo cuando lees lo que el autor escribe en el artículo, el cual comienza ya desde el principio con las imprecisiones y afirmaciones tendenciosas que caracterizan la línea editorial del diario cuando se trata de hablar de la Iglesia (concretamente de la jerarquía). En este caso se dice, por ejemplo, algo tan disparatado como que fue “obligado por los inquisidores del Vaticano a dejar la orden de Ignacio de Loyola por no aceptar silencios ni torturas”, pero bueno, qué vas a esperar de El País…
En el viaje iba con otros siete sacerdotes, la mayoría jovencísimos, algunos recién ordenados. Cuando les he hablado del artículo he comprobado que casi ninguno había oído hablar de Díez-Alegría, y por supuesto, ninguno habíamos leído nada suyo. Estoy seguro que si siguiera preguntando a los curas jóvenes de estas tierras madrileñas, harían falta pocos dedos para contar los que habían leído algo del difunto teólogo. Quizás más fácil alguien que haya leído sus últimas declaraciones recientes (a El País) en las que vaticinaba que en unos años los sacerdotes se casarían y poco después ordenarían a mujeres sacerdotes. Pues me parece que si alguna está esperando a dicha fecha para comprarse el alba y la casulla, mejor que espere sentadita, a poder ser dedicándose a mejores cosas.
Del padre, o ex-padre, o don, o camarada Díez-Alegría no voy a hablar nada negativo, sino más bien rezar por su alma, pues me parece que la mayoría de sus seguidores son de pocas oraciones, y si donde le han encargado Misas en sufragio por su alma es en la parroquia de San Carlos Borromeo de Vallecas, apaga y vámonos. Lo que si creo importante, y de ahí la razón del artículo, es una doble constatación:
Ya hace unos años me contó un clérigo cercano al difunto y al P. Llanos (en la foto, con la Pasionaria), cómo este último, en su ancianidad, sentía que su labor pastoral en el mundo de las izquierdas había sido infructuosa, pues había conseguido muchas cosas sociales, pero de conversiones, confesiones, vocaciones, vidas ejemplares, devociones, y otros frutos espirituales, prácticamente nada. El P. Llanos, que era muy inteligente, se había dado cuenta y eso le margaba mucho. Esto nunca lo reconocerán sus seguidores, ni él lo puso por escrito, pero este sacerdote que lo conocía bien sabía su drama interior. Díez-Alegría dejó la Compañía de Jesús por defender que el marxismo con un barniz cristiano iba a cambiar el mundo, la Iglesia, el barrio de Vallecas y todo lo que se le pusiese por delante, aunque él no se consideraba marxista. Y ni el marxismo ni los libros del ex-jesuita cambiaron el mundo, mucho menos la Iglesia, y por las parroquias de Vallecas por las que pasaron los clérigos de su estilo, ha habido un invierno del espíritu que solo ahora comienza a renacer con nuevos sacerdotes que no tienen nada que ver con lo que propugnaba Díez-Alegría.
Llueven condolencia por su alma, y muchas vienen de gente que no es de iglesia y que con ella quieren tener poco que ver. Para esos resultados no hacía falta tanto libro ni mucho menos dejar la Compañía de Jesús. Desde un punto diametralmente opuesto, otro Jesuita, el P. Tomás Morales (hoy camino a los altares) empezó su pastoral con trabajadores, en el llamado “Hogar del empleado”, por el que pasaron personajes como Juan Barranco (que siempre le guardó cariño al P. Morales) o Gregorio Peces-Barba (hoy anticlerical rabioso y furibundo). El P. Morales se dio cuenta de los límites de dicha pastoral social y siguió, como jesuita, trabajando con universitarios, otro modo distinto de influir eficazmente en la sociedad para cristianizarla.
Pues si todo aquello, que desde el punto de vista de la promoción humana sin duda tuvo su importancia, pero desde el punto de vista de la vida cristiana tuvo más bien poca, no es nada en comparación con lo que fue el grupo de teólogos progresistas entre los que él se incluyó, y que cristalizó en la llamada asociación de teólogos Juan XXIII. Esta es la segunda reflexión, por lo que el difunto teólogo tuvo que ver con ellos. Cada año se van muriendo unos cuantos de los representativos de dicho grupo, y los que les van siguiendo son ya completamente desconocidos para el común de los mortales. Fue una asociación del siglo XX, típica de la crisis postconciliar y ya en el siglo XXI no tiene nada que hacer, aparte de celebrar funerales por sus miembros más egregios. Serán recordados como un fruto de la crisis del postconcilio y no precisamente como teólogos que ayudase a resolverla.
Uno de los libros últimos de Díez-Alegría, de escaso renombre, fue “Tomarse en serio a Dios, reírse de uno mismo” (2005). Reírse de uno mismo es algo muy útil espiritualmente, como signo de humildad y despego del propio orgullo. Pero cuando miras para atrás y ves que has luchado por un ideal que ha dejado tan escasa huella, la risa se puede volver amarga. Al no ser que sea un santo, como Carlos de Foucauld, que aparentemente fue infructuoso durante su vida, pero que tras su muerte empezó a dar un fruto abundantísimo. Pero esto ocurrió con Carlos de Foucauld, no sé si se puede aplicar a Díaz-Alegría.