Domingo, 24 de noviembre de 2024

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Tolerancia cero

por Santiago Martín

En las últimas semanas he escrito varios artículos para defender a Benedicto XVI de los injustos ataques que estaba recibiendo por parte de la progresía mundial, tomando como excusa los espantosos delitos de pederastia cometidos por algunos sacerdotes. Quiero dedicar éste a defender a un Papa del futuro, cuyo nombre no conozco, y que gobernará la Iglesia dentro de treinta, cuarenta o quizá cien años. No quiero que ese Pontífice se vea sometido a la persecución mediática que hoy acosa al actual. Para ello considero imprescindible llevar hasta el final la norma de «tolerancia cero» que Benedicto XVI ha decretado para los casos de abusos a menores. Estoy completamente de acuerdo con esa norma, pero creo que debe aplicarse no sólo a esos pecados-delitos, sino a otros con los que la sociedad actual es más o menos complaciente. Si hace cuarenta años se hubiera puesto en marcha la ley de la «tolerancia cero» contra la pederastia, hoy no tendríamos que estar pidiendo perdón. Si hoy no aplicamos esa ley a esas otras causas, tendremos que arrepentirnos públicamente de haber sido condescendientes con ellas cuando la gente cambie su percepción acerca de las mismas. Me refiero, sobre todo, a dos: la familia y la vida, el cuarto y el quinto mandamiento.
 
La sociedad actual ha avanzado en los últimos años hacia el suicidio colectivo al equiparar la familia con uniones que no lo son y, sobre todo, al permitir la matanza masiva de inocentes a través del aborto, como acaba de recordar Benedicto XVI en Fátima. Entre los atentados a la vida hay que destacar también la violencia terrorista, así como la llamada «violencia revolucionaria» que, en muchos casos, no es más que un sinónimo justificativo de la anterior. La respuesta de la jerarquía de la Iglesia , especialmente de los Papas, ante esto, ha sido siempre clara y contundente: se han rechazado las equiparaciones entre familias y uniones de hecho o de personas del mismo sexo, se ha condenado el aborto, el terrorismo y, desde aquel documento vaticano –debido a Ratzinger–que rechazaba la teología de la liberación de influencia marxista, no cabe ninguna duda de que ese camino le está prohibido a los católicos. Por lo tanto, esa jerarquía eclesiástica está razonablemente protegida ante el juicio de la historia. Sin embargo, cabe sospechar que quizá dentro de unos años no se esté tan seguro de ello como ahora lo estamos y que, como he dicho, al Papa de turno se le pasen algunas facturas por lo que hoy se ha dejado de hacer.
 
Supongamos, por ejemplo, que se produce un cambio social con respecto a la valoración del aborto. Hoy eso nos puede parecer imposible, pero ya ha sucedido antes. En época del poeta Ovidio (muerto en el año 17), el aborto en Roma era tan normal que éste escribía: «Ahora corrompe su vientre la que quiere verse hermosa, y es rara, en esta época, la que quiere ser madre». Sin embargo, siglo y medio después, en la misma Roma, se decretaron severos castigos contra las mujeres que abortaban y contra los que las ayudaban. Este cambio no se debió a la influencia cristiana, pues la Iglesia seguía estando perseguida, sino al hecho de que la caída demográfica en el Imperio fue tan grande que provocó la llegada masiva de bárbaros y los gobernantes se dieron cuenta de que Roma estaba perdida si no se promovía la natalidad. Su esfuerzo, como sabemos, llegó demasiado tarde. Estoy seguro de que esto, más pronto o más tarde, volverá a pasar en Occidente. Cuando suceda, se aplaudirá la firmeza de la jerarquía católica al condenar el aborto, que llega incluso a la excomunión no sólo contra los que lo practican, sino también contra los que votan a su favor en los parlamentos. Pero temo que entonces se vea esto como insuficiente. Quizá se pregunten qué ha hecho la Iglesia contra los que, con su voto, estaban permitiendo que se aprobaran leyes abortistas y hasta se le acuse de una cierta hipocresía al no haber prohibido a los católicos votar a los partidos abortistas, mientras se castigaba a sus diputados, que no hacían otra cosa más que cumplir con lo que querían los que les habían votado. La «tolerancia cero» debería aplicarse también hacia los sacerdotes, religiosos y, sobre todo, religiosas –en Estados Unidos son muchas– que están abiertamente a favor del aborto. Deberían incluirse en ese grupo a los clérigos que apoyan el terrorismo e incluso a los que de alguna manera lo justifican al equipararlo con la policía. ¿No se deberían meter también en ese saco a los que votan a partidos que se niegan a condenar la violencia terrorista? ¿Y qué decir de los que siguen estando a favor de la teología de la liberación marxista, que acepta el uso de la violencia? ¿Qué nos dirán, dentro de unos años, si cambia en Bolivia, en Venezuela o en Nicaragua la valoración positiva que muchos allí hoy tienen de sus líderes, sobre el apoyo que éstos han encontrado en no pocos sacerdotes?
 
El sexto mandamiento es muy importante. Dicen que en épocas que no he conocido, todo giraba en torno a él y los curas no insistían en otra cosa. Luego se pasó al extremo contrario y, para muchos, nada de lo que concernía a él era malo. Ahora, esta sociedad amoral, libertina y hedonista nos ataca –usando las armas que nosotros les proporcionamos con nuestros pecados– porque no queremos ceder en la valoración de sus comportamientos sexuales. Pero se centran sólo en eso, porque es ahí donde más les molesta la luz que sigue saliendo de la Iglesia. Sin embargo, el sexto no sólo no es el único mandamiento, sino que no es ni siquiera el primero. Repito, el cuarto –familia– y el quinto –vida– están antes. No descuidemos aquel, pero no olvidemos éstos. Y el hecho de que hoy nadie nos diga nada por no exigir a los representantes de la Iglesia o a los propios laicos católicos una firmeza total en esos temas –al no condenar, por ejemplo, que se vote a partidos abortistas o terroristas– no significa que no nos lo vayan a decir dentro de unos años. Pensando en el Papa de entonces, pidamos ahora «tolerancia cero».
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