Compromiso de entrega a Dios
por Juan del Carmelo
El deseo del Señor, es el de que todos, absolutamente todos, mirando solo nuestra eterna felicidad, nos entregásemos a Él. Los que queremos caminar hacia Él, tenemos que tomas consciencia de que hemos de aceptar formalmente el compromiso de entregarnos al Señor. ¿Pero que es entregarse a Dios?, El abad Boyland, nos contesta este pregunta diciendo que el Señor: “Todo lo que pide es que pongamos nuestra fe y nuestra esperanza en Él, que le amemos con todo nuestro corazón, que renunciemos a nuestras propias fuerzas y a nuestros necios planes con humildad y abandono; Él hará el resto”. Más brevemente diremos, que lo que nos pide es absoluta confianza en Él, porque el sabe mejor que nosotros lo que necesitamos y cual es el camino que hemos de seguir, así como que también repudiemos los apegos a este mundo que nos impiden caminar hacia Él.
En el amor a Dios existen grados, muchos grados, pero estos los podemos englobar; en un solo grado común y otro heroico. El común consiste en guardar los mandamientos; el heroico a demás comprende la aceptación de un compromiso de entrega a Él, renunciando a lo mundano, sin dejar por ello de seguir viviendo en el mundo en el lugar que Dios nos haya colocado, cumpliendo con nuestras obligaciones, tomando la cruz de la pobreza voluntaria y seguirle, olvidándonos de nuestros sueños y planes de vida, en los que estructuramos nuestra vida sin contar con Él, y olvidarnos también nosotros de querer ser solo nosotros, los que determinemos el rumbo de nuestra vida.
El Señor desea que le sigamos, tal como así se lo expreso a cada uno de los apóstoles, que cuando oyeron de su boca la palabra, “sígueme”. Que fuerza de convicción y amor debió de tener esta palabra en la boca del Señor, cuando unos dejaron de inmediato sus redes y familias, y otros como San Mateo, su lucrativo negocio de recaudador. El Señor nos puede salir al paso cuando menos lo esperamos y decirnos “sígueme” y ofrecernos lo que el joven rico no aceptó: "Salido al camino, corrió a El uno, que, arrodillándose le preguntó: Maestro bueno, ¿que he de hacer para alcanzar la vida eterna? Jesús le dijo: ¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno si no solo Dios. Ya sabes los mandamientos: No matarás, no adulterarás, no robarás, no levantarás falsos testimonios, no defraudarás, honra a tu padre y a tu madre. El le dijo: Maestro, todo esto lo he guardado desde mi juventud. Jesús, poniendo en él los ojos, le amó y le dijo: Una sola cosa te falta: vete, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme. Ante estas palabras se anubló su semblante y se fue triste, porque tenía mucha hacienda” (Mc 10,17-22). El Señor le ofreció una invitación para que dejase libre su corazón de los apegos humanos y se entregara a Él. No pensemos que el joven rico se condenó por no seguir al Señor; lo que pasó es que no supo aprovechar su oportunidad de ser grande en el Reino de los cielos.
De una forma o de otra, a lo largo de la vida, el Señor nos ofrece una oportunidad de que contraigamos este compromiso y nos entreguemos a Él. Y no me refiero, a la entrega que hace una persona cuando es llamada al orden religioso, sino a esa llamada distinta y general que a todos nos hace para que alcancemos la santidad, a la llamada que hace a todos los que luchan ascéticamente y quieren avanzar en su vida espiritual. Pero la mayoría de los casos tal como escribe Jean Lafrance: “Muchos hombres la eluden (la mirada de Cristo) pues su vida está ahogada en la insignificancia y el parloteo; algunos presienten que esta confrontación con Cristo les llevaría muy lejos en el despojamiento y entonces prefieren vivir un cristianismo, sin historias”. Se olvidan estas personas, de que, la vida de Cristo, es esencialmente vida de entrega al Padre, una oblación, un ofrecimiento al Padre, lleno de amor, y si queremos imitar a Cristo tal como es el deseo del Señor, tenemos que entregarnos incondicionalmente a Él, poner en sus manos el timón de nuestras vidas. Aceptar el compromiso de entregarnos con pasión de enamorados al Amor que se nos ofrece.
Las riquezas y una cómoda vida aquí abajo, no predisponen a nadie para aceptar el compromiso de entregarse abrazando la cruz que se nos ofrece. Queremos santificarnos y salvarnos accediendo al cielo sin comprometernos nada más que lo imprescindible. Es la eterna tendencia que tenemos a jugar con dos barajas, a compaginar el servicio a Dios con el dinero. “Nadie puede servir a dos señores, pues o bien, aborreciendo al uno, amará al otro, o bien, adhiriéndose al uno, menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas” (Mt 6,24). El capuchino P. Larrañaga escribe que: “Jamás vi, en mi vida un hombre que, nadando en riqueza, salud y prestigio, se entregara incondicionalmente a la acción de Dios. Lo que observé innumerables veces fue lo contrario: hombres y mujeres regresando rendidos a la casa del Padre tras haber experimentado situaciones límite, de enfermedades graves, colapsos financieros, catástrofes y fracasos”.
El compromiso de entrega incondicional al Señor, solo puede ser aceptado por personas que tengan una absoluta confianza de en Señor, tal como escribe la carmelita Santa Teresa Benedicta de la Cruz, más conocida por su nombre en el mundo que era el de Edith Stein, filosofa hebrea convertida al catolicismo y asesinada en un campo de concentración nazi, durante la segunda guerra mundial, al decir ella que: “La confianza en Dios puede llegar a ser inamovible solo si se está dispuesto a aceptar todo lo que venga de la mano del Padre. Solo Él sabe lo que nos conviene. Y si alguna vez fuese más conveniente la necesidad y la privación que una renta segura y bien dotada, o el fracaso y la humillación mejor que el honor y la fama, hay que estar también dispuesto a ello. Solo así se puede vivir tranquilo en el presente y en el futuro”.
Por su parte Henry Nouwen, en relación a la pobreza que hemos de tener si aceptamos el compromiso de entregarnos al Señor, también escribe: “Es difícil decir lo que significa concretamente esta pobreza en la vida de cada uno de nosotros, porque esto debe de ser establecido en la vida individual de cada uno. Pero me atrevo a decir que cualquiera que practique la oración contemplativa de una forma disciplinada, más pronto o más tarde se confrontará con las palabras de Cristo al joven rico. Porque si hay algo cierto, es que todos somos jóvenes ricos diciendo: “Maestro, ¿qué debo hacer para poseer la vida eterna?”. Y todavía no está claro que estemos preparados para escuchar la respuesta del Señor y darle el sí, que Él desea de nosotros.
Nunca nos asustemos pensando en que Dios nos puede pedir demasiado. De la misma forma que no le permite al demonio que nos tiente con algo superior a nuestra fuerza, tampoco nunca nos va a pedir algo que no podemos dar. San Pedro ni ninguno de los apóstoles cuando dieron el sí, al Señor y aceptaron el compromiso de entrega, nunca llegaron a pesar que ese paso los haría mártires y sin embargo al final aceptaron por amor al Maestro el martirio que les estaba preparado. Si aceptamos un compromiso de entrega al Señor, quizás caminemos por caminos que no estaban en nuestros proyectos, pero si hemos perseverado en su amor, hay que estar seguros de que caminaremos gozosamente, pues será el Señor el que vivirá su vida a través de nosotros, para que se realice la obra de Dios en la tierra.
Desde luego que Dios lo pide “todo”, porque quiere recompensarnos con miles y millones de “todo”, pero nunca lo toma todo obligatoriamente. El Señor nos pide únicamente, una actitud de desprendimiento en nuestro corazón, una disposición a darlo todo, pero no necesariamente Él lo toma todo: nos deja la posesión sosegada de muchas cosas, siempre que puedan servir a sus designios y no sean malas en sí mismas…. Así pues escribe Jacques Philippe, la actitud adecuada es sencillamente la de estar dispuesto a entregar todo a Dios sin temor alguno y con una confianza total, dejarle actuar a su gusto. Y cuando lleguemos arriba, quedaremos sorprendidos por poseer lo que nunca habíamos imaginado.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.