El gozo del Señor es nuestra fortaleza
por Juan del Carmelo
El título de esta glosa son las palabras del profeta Nehemías. El remedio de nuestros problemas y de nuestras cruces, está en alabar a Dios y darle gracias. Él sabe bien lo que se hace y en la alabanza que le hagamos, Él encontrará el remedio de nuestros males, porque; “El gozo del Señor es nuestra fortaleza”. (Neh 8,10). Cabe preguntarse uno: ¿Acaso somos felices cuando nos quejamos?, desde luego que no, por lo tanto busquemos y pongamos pues nuestra felicidad en la alabanza, porque la alabanza nos hará fuertes y nos dará alegría, y esa alegría nos vendrá proporcionada por el goce en el amor al Señor.
Alabar al Señor, es ahora y eternamente será nuestra gloria, el día en que abandonemos este mundo, seremos santificados y consolidaremos nuestra autentica condición de hijos de Dios que adquirimos en nuestro bautismo, por supuesto esto solo le sucederá, al que en esta vida haya aceptado el amor que el Señor a todos nos ofrece. Todos nosotros, hemos sido creados en el amor y por el Amor, estamos hechos para adorar, alabar, amar y servir a Dios. Pero desgraciadamente, hemos olvidado a Dios y nos hemos apartado de Él en persecución de nuestras ansias carnales, en una absurda persecución de los bienes materiales que el Señor ha creado, sin darnos cuenta, de que pudiendo poseer Al que todo lo hizo, no anhelamos al Creador sino a los frutos de su creación.
El hombre ha sido creado para adorar y servir a Dios durante toda la eternidad. En el cielo los elegidos “no tendrán descanso ni de día ni de noche, repitiendo; Santo, Santo, Santo, Señor Dios Todopoderoso”. Así en el Apocalipsis, podemos leer: “Los cuatro Vivientes tienen cada uno seis alas, están llenos de ojos todo alrededor y por dentro, y repiten sin descanso día y noche: Santo, Santo, Santo, Señor, Dios Todopoderoso, "Aquel que era, que es y qué va a venir". Y cada vez que los Vivientes dan gloria, honor y acción de gracias al que está sentado en el trono y vive por los siglos de los siglos, los veinticuatro Ancianos se postran ante el que está sentado en el trono y adoran al que vive por los siglos de los siglos, y arrojan sus coronas delante del trono diciendo: Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado el universo; por tu voluntad, no existía y fue creado” (Ap 4,811).
La alabanza será la profesión final del hombre, su oficio para toda la eternidad, escribe el biblista dominico Vicente Borragán. ¿Que hemos de hacer entonces, durante los días de nuestro paso por la tierra? ¿Cuál ha de ser nuestra preocupación fundamental, sino la de aprender a alabar? ¿Cómo no vivir ya una alabanza permanente al Señor? Tenemos que estar preparados, para lo que vamos a hacer por toda la eternidad, esto no debe de cogernos por sorpresa o desprevenidos. La vida en la tierra tiene que ser como un ensayo general antes de la representación final… Alabar al Señor en la tierra es tener ya la eternidad en nuestras manos. Allí alabaremos sin fin.
Al tomar contacto con los libros de la Biblia, sigue escribiendo Borragan, llama la atención la variedad y riqueza de términos utilizados por los autores sagrados para expresar su admiración por Dios. Los verbos más usados son alaba, bendecir, y dar gracias, pero también aparecen cientos de veces los verbos cantar, tocar, engrandecer, aclamar, proclamar glorificar, gritar de alegría, exultar, ensalzar, celebrar, anunciar, publicar. El lenguaje de la alabanza, se expresa también en exclamaciones como estas: ¡Que grande eres! ¿Quién como Tú? ¡Qué admirable es tu nombre! El hecho es muy significativo, tratándose de una lengua como el hebreo, habitualmente muy pobre de palabras. Pero es tal la importancia que para el pueblo elegido de Dios tiene la necesidad de alabar a Dios, que no cesa en buscar verbos y frases que expresen su deseo de alabar a Dios
La alabanza no es otra cosa que la expresión de la admiración; por lo que el hombre necesariamente pasa; primeramente cuando se admira y después cuando convierte su admiración en ponderación del objeto de su admiración. Más tarde no puede permanecer callado y nace la alabanza. Así la contemplación de la grandeza de Dios, siempre mueve al hombre primeramente a la admiración y de esta a la alabanza. Porque el hombre ante la magnificencia y el esplendor de algo que contempla, nunca puede permanecer callado tiene que gritar y al gritar elogiosamente alabando al creador de la obra estamos reconociendo la grandeza de Dios. La alabanza al Señor, es el fruto del desborde, del gozo, y de la alegría del que ama al Señor, del que lo siente en su corazón, del que sabe que el amor trinitario mora en él, en el interior de su ser, en lo profundo de su alma. Y la persona que tiene un alma que siente esto, no necesita pedir nada al Señor, solo desea amar y alabar, porque sabe perfectamente y no duda ni en un solo momento de que Aquel a quien ama, siempre se ocupará de sus necesidades.
Cuando se ama algo se desea ponderar lo que se ama o se desea alcanzar. Así el que quiere comprar un determinado coche o la que quiere tener una determina casa, pondera las cualidades y excelencias del coche o de la casa en su caso. En nosotros, si en el interior de nuestro corazón ha germinado al amor a Dios, siempre sentiremos la necesidad de ponderar al Señor, y ello lo haremos alabándolo. Escribe San Francisco de Sales, que: “El deseo de alabar a Dios que la santa benevolencia excita en nosotros, es insaciable; el alma que de él, se siente influida querría poseer alabanzas infinitas para atribuírselas al Amado… El alma que ha experimentado gran complacencia en la infinita perfección de Dios, viendo que no le puede desear ningún acrecentamiento de bondad, porque la posee en grado muy superior a cuánto es deseable e imaginable, al menos desea que su nombre sea bendito, exaltado, alabado, honrado y alabado cada vez más.
Lo que terrenalmente entendemos por gloria, no es gloria ni es nada en comparación con la gloria que contemplaremos, si es que queremos aceptar el amor que el Señor nos ofrece, el día de mañana. En el Kempis, se puede leer: “La verdadera gloria y la exultación santa reside en gloriarse en Ti, no en uno mismo; gozarse en tu nombre, no en la propia virtud; no en deleitarse en criatura alguna, sino en Ti. “Alabado sea tu nombre, Señor," (Sal 112,1) no el mío, sean ensalzadas tus obras, no las mías; bendito sea tu nombre santo, y que nada se me atribuya a mí de las alabanzas de los hombres”.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.