Viernes, 22 de noviembre de 2024

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Vela y espejos

por Juan del Carmelo

Existe en Jerusalén algo muy curioso, que se encuentra en el museo conmemorativo del Holocausto. Hay allí hay en una gran sala, una vela encendida y por un hábil juego de espejos debidamente colocados, la luz de esta vela se multiplica tremendamente dando la impresión de que en aquella sala hay miles de velas encendidas. Este recuerdo me ha llevado a la meditación sobre principio de que el Señor es la Luz, luz esta, que nosotros como imitadores que debemos de ser de Él, hemos de reflejar su luz. Así el Señor nos dejó dicho: “Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Vuestra luz ha de brillar tan viva ante los hombres, que ellos puedan contemplar vuestras buenas obras y glorificar a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,1416).  

 

Todo el que obra mal, odia la luz y aparta la luz de su camino, a fin de que no se descubran sus obras. Pero el que vive según la verdad, tiende hacia la luz, para que se sepa que sus obras están hechas de acuerdo con la voluntad del Señor. El que no refleje la luz del Señor, pertenece pues o busca las tinieblas que es donde se halla el reino del maligno. Dios le ofrece a todos y cada uno de nosotros la Luz de su amor y nosotros llevamos en sí mismo la decisión sobre nuestra suerte eterna, según que aceptemos o no aceptemos esa luz de Amor y de Verdad que el Señor nos ofrece. Es Henry Nouwen el que escribe diciéndonos que: “Los demonios aman la oscuridad y el ocultamiento. Nuestros temores y luchas interiores que quedan aislados, desarrollan un gran poder sobre nosotros. Pero, cuando hablamos de ellos con un espíritu de confianza, entonces pueden ser vistos y encarados. Una vez que han sido traídos a la luz del amor mutuo, los demonios pierden su poder y nos abandonan rápidamente”.

 

En su última visita a Jerusalén, durante la fiesta de los Tabernáculos, según nos narran los evangelístas, el Señor tuvo una fecunda actividad. Se acercaba ya la fecha en que el Cordero había de ser inmolado en la cruz y había que aprovechar el tiempo completando la doctrina con las enseñanzas aún no desarrolladas o solamente enunciadas. Entre estas enseñanzas se encuentra el llamado discurso de la luz. A estos efectos el Señor manifestó: "Otra vez les habló Jesús, diciendo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de vida. Dijéronle, pues, los fariseos: Tú das testimonio de ti mismo, y tu testimonio no es verdadero. Respondió Jesús y dijo: Aunque yo dé testimonio de mi mismo, mi testimonio es verdadero, porque sé de dónde vengo y adónde voy, mientras que vosotros no sabéis de dónde vengo o adónde voy. Vosotros juzgáis según la carne; yo no juzgo a nadie; y si juzgo, mi juicio es verdadero, porque no estoy solo, sino yo y el Padre que me ha enviado. En nuestra Ley está escrito que el testimonio de dos es verdadero. Yo soy el que da testimonio de mí mismo, y el Padre, que me ha enviado, da testimonio de mí. Pero ellos le decían: ¿Dónde está tu padre? Respondió Jesús: Ni a mí me conocéis ni a mi Padre. Estas palabras las dijo Jesús en el Gazofilacio, enseñando en el templo, y nadie puso en Él las manos, porque aún no había llegado su hora” (Jn 8,12-20).

 

Para el oriental la luz es parte de su vida misma, ellos viven en la clara luz de un diáfano cielo que se refleja en todo el país, dándole a este una especial magia. Pero esta magia desaparece  en cuento el sol se pone y uno tiene la sensación de que la vida ha desaparecido. Al Mesías lo habían descrito los profetas como una luz que arrojaba las tinieblas y las sombras de muerte y alumbraba no solo a los israelitas sino a todas las gentes. Nada tiene de extraño que las fiestas de los Tabernáculos tuviesen su inicio con unas grandes iluminaciones.

 

El Señor, vino a iluminar al mundo con la nueva y última Revelación pública y todo el Antiguo Testamento cobra sentido y se enriquece  con la luz de la palabra del Señor recogida en las Sagradas Escrituras. Pero esta iluminación divina, no es igual ni actúa por igual en el corazón de todas las almas. Porque tal como escribe Fulton Sheen: “Dios no se muestra igualmente a todas las criaturas. Pero si nos muestra a cada cual como transformar todo en alegría. Esto no significa que Dios sea injusto, sino que aún a Él, le resulta imposible mostrarse a algunos corazones bajo ciertas circunstancias. La luz del sol, no tiene favoritos, pero no brilla también sobre un espejo polvoriento como sobre uno pulido”.

 

           La gloria de Dios se manifiesta en su luz, en esa luz que emana de Él y de aquellos que ya participan de su gloria. Es la llamada “luz tabórica”, que los tres apóstoles; Pedro, Santiago y Juan contemplaron en el Monte Thabor. Esta es la luz que no estamos preparados para contemplar, hasta que no alcancemos la perfecta purificación de nuestra alma. El profeta Daniel, describiendo el triunfo final de los elegidos, dice que: “brillaran con esplendor de cielo y que resplandecerán eternamente como las estrellas (Dn 12,3). Y el Señor también nos dice en el Evangelio que “los justos brillarán como el sol en el Reino del Padre” (Mt 13,43). Santa Teresa tuvo una visión sublime, en la que le mostró Nuestro Señor nada más que una de sus manos glorificadas. Y decía que la luz del sol es fea y apagada comparada con el resplandor de la mano glorificada de Nuestro Señor. Y añade que ese resplandor con ser intensísimo, no molesta, no daña la vista, sino que, al contrario, la llena de gozo y de deleite.

 

           Pueden ser varias las clases de luz en el mundo: la del sol, que ilumina nuestros sentidos; la de la razón, que ilumina la ciencia y la cultura; y la luz de la fe, que nos ilumina ante Cristo y las verdades eternas. Existe la luz del sol para los sentidos, y la luz de la razón, para que se pueda comprender la verdad universal; y por encima de ambas completándolas, - nos dice el obispo Sheen- se halla la luz de la fe, que ilumina la razón de manera más perceptible de lo que la razón ilumina los sentidos. Todas las formas de la luz, son reflejos de Dios, “que mora en la luz inaccesible”.

 

           Expresa un cartujo, que la adquisición de la luz divina en un alto grado es la penetración en el alma de una persona, de la luz del Verbo, que le hará gozar de una gran libertad. Permanece esta alma por encima de los juicios y opiniones del mundo; pues en la claridad donde Dios lo sitúa, la inanimidad de la luz con que percibe las cosas, da lugar a que le aparezcan estas con tal evidencia, que no le dejan lugar a vacilaciones.

 

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

 

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