Lunes, 23 de diciembre de 2024

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Abominable repugnancia del pecado

por Juan del Carmelo

No es posible para nosotros; ni ver la belleza de un alma en gracia, ni la fealdad de un alma en pecado. El Santo Cura de Ars, le decía a una de sus penitentes: “Hija mía, no pida Vd. a Dios el conocimiento total de su miseria. Yo se lo le pedí una vez, y lo alcance. Si Dios no me hubiese sostenido hubiera caído al instante en la desesperación. (…) Quede tan espantado al conocer mi miseria aquel día, que enseguida pedí la gracia de olvidarme de ella. Dios me escucho, pero me dejo la suficiente luz sobre mi nada, para que entienda que no soy capaz de cosa alguna”.

 

Un alma en gracia tiende a semejarse a Dios; pero un alma que no vive en gracia, está a merced del demonio porque el pecado huye de la semejanza a Dios y busca semejanza con el demonio que es su gran patrón. El amor tiende a la semejanza, un alma en gracia tiende a semejarse a su Creador. El odio antítesis del amor también tiende a semejar, pero a semejarse al demonio. Se comprende que un alma en pecado carezca de belleza, pero no simplemente que carezca de belleza, sino que como antítesis a la suma belleza del Bien supremo, reúna las revulsivas monstruosidades de repulsión, que deben de emanar del demonio.

 

Podríamos decir que hay dos clases de semejanzas; una la del amor que lleva hacia arriba, otra la del pecado que empuja al alma hacia abajo. No hay término medio, más que la tibieza, representada por aquellos que unas veces bajan y otras suben manteniéndose entre dos aguas: Son los tibios aquellos de quienes en el Apocalipsis, se dice: "Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca”. (Ap 3,1516).

 

Hay dos verdades la de Dios y la nuestra. Mantenerse uno en la verdad de Dios y olvidarse de nuestra propia verdad, es ser conscientes de la grandeza de Dios y de nuestra propia y miserable condición. Jean Lafrance escribe: “Todas tus miserias vienen del choque de tus puntos de vista personales, cortos y limitados, y la voluntad de Dios amplia y espaciosa. Quieres realizarte según un plan que has concebido en tu pequeño taller de perfeccionamiento y Dios tiene para Ti un designio de amor mucho mejor. Abandona tus pretensiones de querer construirte y deja hacer a Dios, aunque no comprendas su plan…. Al final de tu vida te maravillarás del proyecto de amor de Dios para contigo”.  Y estas verdades nuestras que no coinciden con la Verdad de Dios, es la que nos genera nuestras miserias o pecados.

 

Nosotros, en nuestra alma, tenemos en su interior una vasija de arcilla, cuyo tamaño va aumentando en la misma medida que aumenta nuestra nivel de vida espiritual, que es la que nos genera nuestro amor al Señor. El contenido de esta vasija son las divinas gracias que recibimos de Señor y que nos permiten mantenernos en el estado de gracia. Si pecamos mortalmente, la vasija se rompe y las gracias desaparecen en su totalidad, si pecamos venialmente la vasija se agrieta y por estas grietas también se nos escapan las gracias. Si una alma plena de las divinas gracias peca, echa a Dios, lo expulsa de su seno. Es siempre la criatura humana, la que toma la iniciativa de la ruptura de la unión establecida entre ella y el Creador. Dios no tiene ningún deseo de abandonar el alma en la que ha establecido su morada. Pero el alma se aparta de Dios, porque ha encontrado unos falsos señuelos, en los que cree que encontrará la ansiada felicidad que con tanto anhelo busca y para la que está hecha. El corazón vacío es ocupado por el demonio, porque como manifiesta el obispo Fulton Sheen: “El pecado en su plenitud es rechazar a Cristo”. Cuando el alma ha pecado y ha sido abandonada por Dios, sus gracias han desaparecido también. El placer que motivó el pecado ocupa ahora el corazón de ese hombre y ese placer se convierte en su nuevo dios, porque en él ha puesto su mirada. San Jerónimo decía: “Lo que alguien desea, si lo venera, es para él un dios.

 

El pecado puede ser mortal o venial; el primero mata, el segundo enferma al alma; el primero rompe la vasija, el segundo la agrieta. Que nadie piense que el pecado venial carece de importancia, la tiene y mucha. Tan nefasta es la actuación del pecado mortal como la del venial, lo que ocurre es que la actuación del primero es rápida y contundente y la del segundo es lenta, pero por acumulación de sus efectos, al final serán también mortales. San Agustín ponía el ejemplo de ser aplastados por el plomo o por la arena. El primero el pecado mortal es plomo y el segundo el pecado venial es arena, pero lo mismo le aplasta a uno, cinco toneladas de plomo que cinco toneladas de arena. El plomo es compacto, pero la arena por acumulación también pesa. Para el abad Baur, nuestra miseria se consuma con el pecado venial habitual. La ruina de las almas radica en el pecado venial frecuente, habitual; nos lo enseñan la experiencia y la historia de tantas almas. El pecado venial se ciñe como la hiedra a la delicada plantita de la vida en la gracia, para ir sofocándola lentamente.

 

La persona que quiere caminar para encontrar a Dios, tiene que comprometerse irremediablemente en la lucha contra el gran enemigo que mata su alma y le aparta de Dios; con el pecado. Ningún hombre está libre de pecar: Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no decimos la verdad” (1Jn 1,8). San Agustín manifestaba: “Aunque adelantes mucho en el camino de la virtud, mientras vivas en este mundo no te librarás del pecado”.

 

Realmente nadie está libre y lo que es peor, no se conoce a sí mismo y no ve sus propias faltas. Para Jean Lafrance: “El que se toma un poco en serio el sermón del monte o el consejo de Cristo de renunciar a sí mismo y llevar su cruz, descubre más pronto o más tarde su impotencia para amar al Padre con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas. Este descubrimiento es fruto del don de ciencia que no solo nos hace comprender la santidad de Dios, sino también la pobreza de la criatura que se recibe a si misma de Dios en cada momento”.

 

A este respecto el Venerable Libermann, decía: “No hay mayor miseria, que ser miserable y ni siquiera sospecharlo”. Es como cuando entramos en una habitación en penumbra, no acertamos a ver el polvo y los pequeños defectos del mobiliario, pero en la medida en que aumenta la luz en la habitación empezamos a ver defectos y polvo que antes nos pasaban desapercibidos.

 

Pero si alcanzamos a ser lo suficientemente humildes, Dios nos descubrirá, toda nuestra pecaminosidad y nos hará ver y comprender que somos mucho peor que otros que consideramos pecadores y a quienes despreciamos. Si somos capaces de avanzar en humildad llegaremos a descubrir la espantosa miseria que tenemos arraigada en nosotros y cada día que pase si perseveramos, veremos como poco a poco se abre ante nosotros la luz que ilumina nuestras faltas y defectos más arraigados y la absoluta convicción de que no somos nada de nada.

 

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

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