Viernes, 22 de noviembre de 2024

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Deseos de inmortalidad

por Juan del Carmelo

Para mejor comprender el deseo innato de inmortalidad, que tiene la persona, comenzaremos diciendo que hay que distinguir entre lo eterno y lo inmortal. Es eterno lo que no tiene mi comienzo ni fin, es decir, solo Dios es eterno; es inmortal lo que tiene comienzo pero no tiene fin, los ángeles son inmortales, nosotros somos inmortales en lo que respecta a nuestra alma y seremos inmortales en plenitud, después de la resurrección de la carne, porque tanto los ángeles como nosotros, todos hemos tenido un principio, hemos sido arrancados de la nada, por Dios que en nuestro creador.

 

El deseo de ser inmortales lo tenemos todos, es lógico que así sea, ya que hemos sido creados por Dios para la inmortalidad,  para vivir eternamente. Nadie quiere morir y miramos la muerte con un mal inevitable. Pero si algún día hemos morir, cosa que no creo que nadie dude de ello, si no hay más remedio que morir, al menos deseamos ser plenamente inmortales, después de la muerte. Nadie quiere volver a la Nada de donde fue un día extraído por Dios.

 

Todos, seamos creyentes o paganos, ansiamos la inmortalidad y consciente o inconscientemente siempre estamos dando pruebas de ello; queremos que nuestro nombre se recuerde, queremos entrar en la historia como una persona destacada en ella, aunque sea por razón de nuestra maldad, el hecho es que se nos recuerde, tenemos y sentimos la necesidad de que nuestra huella no se borre. Si no ¿cómo se explica esas personas que cogen un arma van a un colegio o una universidad matan a varios compañeros y profesores y después se suicidan? Y este deseo nos lleva a la admiración y a la envidia de personajes históricos. Aunque aquí hay que destacar, que desgraciadamente hay más admiración por los reyes, guerreros o artistas que por los santos, porque nuestras escalas de valores están totalmente materializadas y rara es la persona que siente más admiración por Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz, que por Napoleón o Julio César. Prueba de mi anterior afirmación no hay nada más que ver en las librerías los números de libros de biografías que hay de unos o de los otros.

 

Tememos a la muerte, porque no estamos hechos para ella, y sin embargo olvidamos que hay una parte de nuestro ser que nunca muere ni morirá, ella es el alma. Solo morimos más o menos, en la proporción en que durante nuestra vida, hayamos desarrollado nuestra vida espiritual. Menos miedo tiene a la muerte una persona cuanto mayor haya sido su nivel de vida espiritual cultivado. Cuando pensamos en la inmortalidad, la mente se nos va al destino del cuerpo, pero no al del alma que nunca muere. La muerte nos atemoriza. Solo en la medida, en que una persona se va espiritualizando y su alma va adquiriendo importancia en su ser, es entonces cuando se va reduciendo ese temor tremendo que se tiene a la muerte. No olvidemos que solo muere nuestro cuerpo, nuestra alma para bien o para mal, según el destino que le preparemos, nunca muere, es eternamente inmortal. Por ello la gran santa de Ávila escribía:

 

“¡Ay, qué larga es esta vida!,

           ¡qué duros estos destierros!,

           ¡esta cárcel estos hierros,

           en que el alma está metida!.

           Sólo esperar la salida me causa dolor tan fiero,

           que muero porque no muero”.

 

La Iglesia afirma la supervivencia y la existencia, después de la muerte, de un elemento espiritual, que está dotado de conciencia y voluntad, de manera que subsiste el mismo yo humano, carente mientras tanto del complemento de su cuerpo. Para designar este elemento, la Iglesia emplea la palabra alma, consagrada por el uso de la Sagrada Escritura y de la Tradición. En las concepciones más antiguas de los israelitas existía la persuasión de que un núcleo personal del hombre, seguía subsistiendo en una especie de domicilio común a todos los difuntos: mientras los cadáveres se depositan en los sepulcros, una especie de sombra de los que vivieron -los refaim- subsistían en la sheol. Los refaim poseen una cierta existencia, difícil de determinar, pero que, en cualquier caso implicaba la subsistencia de una dimensión del ser humano después de la muerte.

 

El alma es espiritual y es independiente de la materia; es absolutamente simple, porque carece de partes. Dios es un Ser absolutamente simple. Un ser absolutamente simple es necesariamente indestructible, porque lo absolutamente simple no se puede descomponer. La palabra descomposición, significa sencillamente desintegrar un algo en sus elementos simples, deshacer una cosa que es compuesta. Luego si llegamos a un elemento absolutamente simple, si llegamos a lo que podríamos denominar átomo absoluto, habríamos llegado a la indestructibilidad absoluta. Aquí solo cabe la aniquilación en virtud del poder infinito de Dios. Este es el  caso del alma humana que por el hecho mismo de ser espiritual es absolutamente simple, es como un átomo absoluto del todo indescomponible y por consiguiente, es intrínsecamente inmortal. Dado que no puede descomponerse lo que carece de partes, la muerte pues, puede afectar y afecta al elemento material del hombre, pero no al alma, la cual no puede desintegrarse en unas partes de las que carece.

 

          El miedo a la muerte está totalmente generalizado, pocos son lo que lo miran a la muerte como una liberación de las cadenas, que le impiden llegar a ver plenamente la luz de Dios. Pero en honor a la verdad, digamos que los hay. No somos plenamente conscientes de que una parte esencial de nuestro ser el alma, es inmortal y valga la redundancia, para dar más énfasis a esta realidad, es inmortal y lo será eternamente, para bien o para mal si es que resulta reprobada. Si sigo escribiendo, haciendo un cántico elogioso de la muerte, pocos son los que lo comprenderán, pero la realidad es tozuda y las cosas son así. Hay almas, que viven enamoradas del Señor y anhela fervientemente llegar cuanto antes a Él, para ellas, la muerte es su liberación, de las ataduras que la sujetan y le impiden ver esa Luz maravillosa que es la Luz de Dios, y que ellas apoyadas en un extraordinario grado de fe, con los ojos de su alma, en plena viva en este mundo, ya han vislumbrado esta Luz maravillosa. Es esta la luz, que solo una pequeña parte de ella, vieron San Pedro, San Juan y Santiago en la cumbre del monte Thabor, y que le hizo exclamar a San Pedro: Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, una para Moisés, y otra para Elías”. (Mt 17,4). Ni siquiera pensó en él mismo no en los otros dos discípulos.

 

          La inmortalidad que anhelan la mayoría de las personas, es la que se circunscribe a no salir jamás de este mundo, quedarse en él para siempre. Son los que se dicen, yo estoy aquí muy bien y más vale pájaro en mano que ciento volando. Si a uno se le ocurre decir que él es inmortal, nadie pensará que se refiere a su alma, todo el mundo pensará en el cuerpo y se echarán a reír, porque la idea extendida es la de que nadie es inmortal. Pero resulta que sí que somos inmortales porque nuestra alma es totalmente inmortal. Muere nuestro cuerpo y él será el que resucite, y lo hará cuando llegue la resurrección de la carne, será un cuerpo glorioso que irradiará la claridad y la belleza de un alma ya unida a Dios. Gozará adornado de las cuatro características de un cuerpo glorioso: claridad, impasibilidad, agilidad y sutileza. Exactamente, no será el mismo cuerpo del que ahora disfrutamos o sufrimos. Pero en relación al alma esta no cambiará, la situación de gloria que amando a Dios hayamos podido alcanzar en esta vida; esa situación irreversiblemente será siempre la misma para toda la eternidad. Lógicamente, esto solo será aplicable al cuerpo y al alma de la persona que haya elegido el amor a Dios y no de aquella otra que lo haya rechazado.

 

           No creo necesario decir, que el alma del reprobado no tendrá nunca visión de la Luz divina, por lo que en esto, se diferenciará con el alma del santificado. Aunque parezca mentira, desgraciadamente  muchos más de los que pensamos serán los reprobados, por no querer aceptar el amor al Señor. Muchos son en desgracia, los que piensan que se salvarán, basando su pensamiento, en una mala interpretación de lo que es y significa la misericordia de Dios, y olvidándose de que Dios al tiempo que es misericordioso también es justo y que la misericordia divina para que se genere necesita la previa existencia de un arrepentimiento. También existe la absurda idea, de que nadie se puede condenar, porque la condena de un alma es un fracaso de la Redención de Nuestro Señor. Si esto fuese así, ¿cómo se justifica entonces todo lo que el Señor nos manifiesta en los Evangelios?

 

A diferencia de nosotros que nos comportamos como si eternamente nos fuésemos a quedar aquí abajo, para el Señor, la vida presente es esencialmente transitoria, y solo tiene valor en cuanto sirve para conseguir la vida futura, que es a la que permanece y para la estamos creados. Y así nos encontramos en esta vida en la esperanza de alcanzar la otra, porque como podemos leer en las Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre:

 

Este mundo es el camino
para el otro, que es morada sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada sin errar.
Partimos cuando nascemos,
andamos mientras vivimos, y llegamos
al tiempo que fenescemos;
así que, cuando morimos, descansamos.

Este mundo bueno fue

si bien usáremos del como, debemos,
porque, según nuestra fe,
es para ganar aquél que atendemos.
Y aun el hijo de Dios, para subirnos al cielo,
descendió a nascer acá entre nos
y vivir en este suelo do murió.

 

El Espíritu Santo es el gran protagonista de nuestra esperanza:… El nos asegura, que si hay esperanza es porque hay realidad, que si hay huellas en la playa, es porque alguien ha pisado en ella. Si hay un deseo de inmortalidad, es que existe la inmortalidad. No puede haber un desajuste tan total entre nuestros deseos y su realización. La vida, en términos generales, perdura mientras un orden más elevado domina a uno más bajo, y cuando el alma vive de Cristo que es eterno, también vive eternamente. Somos inmortales en el orden natural, porque Dios nunca olvidó que Él nos creó; somos inmortales desde el punto de vista sobrenatural porque vivimos en el Cristo inmortal. La muerte es exactamente lo contrario de todo esto, y se puede definir como el dominio de un orden inferior a uno superior. La planta muere cuando el orden químico la domina... El animal muere cuando un orden inferior, ya sea químico o vegetal, lo domina…. El cuerpo humano muere de manera muy similar… Y, ¿cuándo muere el alma? El ama muere cuando esa dominado el cuerpo que es de orden inferior, y a esta muerte se la llama pecado.

 

San Agustín escribía: La vida de tu cuerpo es tu alma, como la vida de tu alma es tu Dios. Como muere el cuerpo cuando se separa el alma que es su principio vital, así muere el alma cuando pierde a Dios, que es su vida.

 

            Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

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