Lunes, 23 de diciembre de 2024

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Fuego devorador de Dios

por Juan del Carmelo

Más allá del desierto de Sinaí, en el Horeb la montaña de Dios, un día Moisés cuidando el rebaño de su suegro Jetró sacerdote de Madián, vio una zarza ardiendo y quiso acercarse para ver la maravilla de la zarza que ardía y no se consumía. El Éxodo nos dice que: Cuando vió Yahvéh que Moisés se acercaba para mirar, le llamó de en medio de la zarza, diciendo: “¡Moisés, Moisés!” El respondió: “Heme aquí”. Le dijo: “No te acerques aquí; quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada”. (Ex 3,4-6).

 

La conversión de Moisés, su entrega incondicional al Señor, empezó por su curiosidad y poco a poco, fue enamorándose del Señor. Esto es también lo que le puede pasar, al que lentamente comienza por el deseo de buscar al Señor y empieza a orar. Poco a poco empieza a ver el fuego de la zarza ardiendo, y si sigue adelante, termina abrazándose en el fuego transformante del amor de Dios, porque así como Moisés se quitó  sus sandalias para entregarse a Dios pisando su suelo, así también el que se convierte pisará el suelo de Dios y el Señor tomará posesión de él, de su ser como algo muy especialmente suyo. Ese día esta alma será abrasada en el fuego del amor de Dios, que es un fuego que enamora subyuga y lo vuelve a uno, lo cambia, y lo transforma en un loco enamorado del amor del Señor.

 

El que se acerca al fuego devorador de Dios, ya sabe a lo que se expone. El suyo es un fuego que consume, que transforma en Él, todo lo que toca. No se puede pretender acercarse a Dios sin dejarse devorar por este fuego. Por eso la oración es una aventura peligrosa tal como, nos dice Jean Lafrance. Esto es así, pero también es una realidad, que todo el que se acerca en su camino a ese “fuego devorador”, está ansioso de quemarse para siempre. El que ya ha sido devorado por este fuego, solo piensa en que llegue pronto el momento en que pueda ver la Luz que emana de este fuego maravilloso que es Dios.

 

Pero este fuego devorador de Dios no puede nada sin nosotros, Él necesita que le demos el consentimiento de sacrificar nuestra libertad; pero si nosotros le decimos “si” y le pedimos al mismo tiempo el poder del Espíritu, no nos lo puede negar, y de hecho a nadie se lo niega, porque el Señor está ansioso de que acudamos a Él. La única actitud ante Dios, es decirle “Heme aquí”, tal como le dijo Moisés. Es un acto de disponibilidad de humildad, de pobreza y de consentimiento. En la oración, hay que mantenerse pobre y desnudo, como Moisés ante la zarza ardiendo e incandescente. No digas nada, sino ofrece a este fuego devorador toda la superficie desnuda de tu ser. Dios es el que quiere devorarte. Formas un ser con Él, y te conviertes en participante de la naturaleza divina.

 

Es en el sacramento de la Eucaristía, donde más evidente se le aparece al alma enamorada este fuego de amor de Dios. A estos efectos nuestros hermanos los cristianos orientales oran mucho antes de recibir la sagrada comunión, con la oración de San Simeón Metafrasto, santo de la segunda mitad del siglo X, esta oración dice así: “Espero en Ti temblando. Comulgo con fuego. De mi mismo no soy más que paja, pero, oh milagro, me siento de pronto abrazado como en otro tiempo la zarza ardiendo de Moisés. Señor, todo tu cuerpo brilla como el fuego de tu divinidad, inefablemente unido a ella. Y Tú me concedes que el templo corruptible de mi carne se una a tu carne santa, que mi sangre se mezcle con la tuya. Desde ahora soy tu miembro transparente y luminoso. Tú me das tu carne en alimento, Tú que eres un fuego que consume a los indignos, no me quemes, sino más bien deslízate en mis miembros, en mis articulaciones, en mis riñones y en mi corazón. Consume las espinas de mis pecados, purifica mi alma, santifica mi corazón, fortifica mis piernas y mis huesos, ilumina mis cinco sentidos y establéceme todo entero en tu amor”.

 

Pidamos a Dios, que ya en esta vida nos cauterice de nuestras ofensas a Él, con ese fuego transformante que es su amor, porque la dicha que habremos alcanzado no tiene parangón alguno en este mundo. Y cuando hayamos buscado a Dios con amor en todos los ejercicios, hasta el fondo más íntimo de nuestra alma, y hayamos empezado a hallarlo entonces y solo entonces,  experimentaremos en nuestro ser, la irrupción de todas las gracias y dones divinos, unidos a una paz de alma y un dulce sosiego, que a su vez nos impulsará a querer conocerle más, y se aumentará en nosotros, la sed de Dios. Esa sed maravillosa de Él, que solo el Señor puede calmarnos.

 

San Juan de la Cruz, para los que se decidan a buscar a Dios, les da una serie de consejos, para hallarlo con éxito y escribe: Búscale en fe y en el amor. No quieras que te llene nada que no sea Dios. No desees gustos de Dios. No desees tampoco entender de Dios más de lo que debes entender… No te detengas en amar y gozarte en lo que de Dios entiendas o sientas. Ama y goza en lo que no puedes entender y sentir de Él. Eso es buscarle en fe.

 

           Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

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