Frustración humana
por Juan del Carmelo
Todos vivimos con proyectos para nosotros mismos, para nuestros hijos, para nuestros amigos y para todo aquel que nos rodea. Si la vida no se desarrolla, según nuestros esquemas, entonces aparece la decepción, la ira, la rebeldía, la tristeza, las acusaciones, y empezamos a buscar culpables, porque desde luego que quede bien claro, que nuestra soberbia nos hace ver, que nosotros no somos nunca culpables. La frustración es una consecuencia del fracaso. Se fracasa porque antes de tiempo la mente se apodera de un resultado que más tarde es negativo, y no responde al deseo que su mente anticipadamente transformó en una realidad inexistente. La consecuencia inmediata al fracaso es la del sufrimiento que este origina.
La vida de cualquier persona está llena de deseos, es un saco lleno de deseos. Pero cuando la vida de un hombre o de una mujer está llena de deseos concretos y específicos, es decir de deseos materiales y en esta persona los deseos espirituales son escasos o inexistentes, entonces esta persona, se encuentra en peligro constante, de desilusión, de amargura, enfado o indiferencia, pues la mayor parte de las veces no se cumplen sus deseos, y acaba por sentir que en algún sitio y de alguna manera, ha sido traicionado. No ve el problema de su frustración con frialdad, porque a todos nosotros, nuestra propia soberbia nos dice que somos perfectos y tenemos siempre el impulso, de echar la culpa a los demás, de no aceptar nuestra propias limitaciones, en otras palabras; no somos humildes nuestra soberbia no nos permite ver nuestras propias limitaciones. Por ello la frustración, el fracaso y la amargura que esto trae consigo, atosiga más a la persona cuanto más alejada está esta, del amor a Dios, porque su estructura mental más se apoya en la materia que en el espíritu, y no acierta a comprender lo que pasa porque le falta una dimensión esencial.
Este concepto de la frustración como fracaso, es completamente inaplicable a los deseos de orden espiritual. Nadie absolutamente, nadie ha fracasado ni fracasará, por ejemplo, en el deseo de llegar a Dios. Los deseos de orden espiritual siempre se convierten en realidades. El Señor está siempre ansioso de que vayamos hacia Él. Esta es la tremenda tragedia de Dios con nosotros, que Él está deseando volcar su amor sobre los hombres y estos, a los que Él les ha dotado del libre albedrío, emplean esta libertad en darle la espalda. Se podría pensar, si ello fuera posible, que es Dios el que está frustrado por nuestras conductas hacia Él.
El papa Benedicto XVII, cuando era el cardenal Ratzinger, escribió un libro en el que se preguntaba: “¿Es Jesús un fracasado? Ciertamente no fue un triunfador en el sentido de César, o Alejandro Magno. Visto con los ojos de este mundo es, desde luego fue un fracasado: murió casi abandonado, fue condenado por su predicación. A su propuesta, su pueblo no respondió con un “sí” masivo sino con la cruz. Dado este final, hemos de reconocer que el éxito no es uno de los nombres de Dios y que no es cristiano codiciar el éxito público y el protagonismo, el amor a Dios siempre se desarrolla en la humildad y en la intimidad con Él; los caminos de Dios son otros: su éxito tiene lugar a través de la cruz y siempre se encuentra bajo ese signo…. Lo que nos llena de esperanza, es la Iglesia de los que sufren”.
En el cristiano que de verdad ama a Dios, y a Él se le ha entregado plenamente, no se puede dar ni la frustración ni el fracaso, porque tiene en su mano el éxito, que para él supone aceptar su cruz como el Señor la aceptó y seguirle con todo el ardor de un loco enamorado. Manifestaba el Señor: "Decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame. Porque quién quisiere salvar su vida, la perderá; pero quién perdiere su vida por amor de mí, la salvará. Pues ¿qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si él se pierde y se condena? Porque quien se avergonzare de mí y de mis palabras, de él se avergonzará el Hijo del hombre cuando venga en su gloria y en la del Padre y de los santos ángeles”. (Lc 8,23-26). Al final, el que nunca puede sentirse frustrado ni fracasado es el hombre que no desea nada, porque es el hombre que lo tiene todo, ya que no hay nada que desee. Nuestro Señor expresó esta verdad que está recogida en el Evangelio de San Mateo: “No es digno de Mí el que no toma su cruz y me sigue. El que encuentre su vida la perderá; y el que pierda su vida por mí la encontrará”. (Mt 10, 38-39).
Si nos paramos despacio a mirar y a considerar desde el ángulo terrenal lo que es el cristianismo, nos damos cuenta de que, en síntesis es un fracaso triunfante. Fracasa Nuestro Señor, saliendo de este mundo en la forma más humillante que podía haberlo hecho, es decir, crucificado junto con dos malhechores y a los tres días retorna triunfante, regalando a la humanidad la Redención y la rotura de las cadenas, que el maligno se las había ingeniado para ponérnoslas, juntando a una manzana, la malsana ambición de nuestros primeros padres. Escribe el obispo Fulton Sheen: “Solo el cristianismo puede hacer frente a la derrota cuando llega, ya que él nació en la derrota; en esa derrota del Viernes Santo que estremeció al mundo”.
En el orden personal humano, cuando se alcanza una determinada edad, nuestros corazones pueden verse invadidos por una profunda sensación de cansancio que haga que parezca imposible seguir adelante. Todo parece reducirse a un enorme fracaso. Todos nuestros esfuerzos parecen haber quedado en nada. Los sueños se han desvanecido, las esperanzas se han visto frustradas, las aspiraciones hechas pedazos. La depresión se adueña de nosotros y nada parece ya tener importancia. El Señor que padeció todo esto igual que nosotros, nos invita a confiar en que tanto su fracaso como el nuestro forman parte del camino de la cruz.
Tarde o temprano el ser humano, si Dios no lo llama antes de su senectud, se enfrenta a esta situación. Sus sueños y proyectos se han esfumado, su vanidad y su orgullo han sido laminados por los golpes de la vida y ve que ya no le resta tiempo, ni tiene fuerzas para seguir batallando por esos sueños y deseos que un día le impulsaron a luchar. Si su vida de intimidad con su Creador es escasa o inexistente la frustración será aún mayor, y posiblemente esta persona se convierta en un ser amargado. Y esto no tiene porqué ser así, porque no hay que olvidarse de que el desengaño o la frustración es el sino de los que viven totalmente para sus sentidos. Todo pesimista es un hedonista frustrado.
Por el contrario, si resulta que en una persona, cosa que muy raramente ocurre, los sueños y proyectos se han materializado aunque nunca esto nunca ocurre en su totalidad, me atrevería a decir que la situación puede ser aún peor. El hombre no puede ser feliz, si se siente saciado. Nuestro interés en la vida, radica en que hay puertas no abiertas todavía, velos no levantados aún, notas que nos faltan tocar. Básicamente el hombre no está creado para ser feliz en este mundo, con los atractivos que este le pueda ofrecer, y si estos los obtiene, cosa rara de que ocurra, ellos no le saciarán y siempre querrá más de ellos. Su sed de felicidad jamás se le saciará, pisando este mundo.
En el mundo anglosajón, y como fruto de esa teoría protestante de que Dios ya premia en esta vida al que triunfa en ella y le vuelve la espalda al que fracasa, se ha ensalzado la figura del llamado triunfador, y existe entre los jóvenes la ambición de ser triunfadores, todo ello referido lógicamente al orden terrenal, marginándose toda otra consideración de orden espiritual. Para constatar esta realidad, no hay nada más que ver una película de las muchas en las que se toca este tema del fracaso humano. Quizás como consecuencia de lo anterior, existe en esta sociedad en la que vivimos, un ancho muro, que separa a los que han triunfado, de los que han fracasado, al rico Epulón y al mendigo Lázaro. Se piensa que por un lado está la vida, por otro lado la muerte. Y es necesaria la vida a cualquier precio incluso a costa de la verdad de la justicia y de la compasión. Vale más eliminar al contrincante, hacer ver que es malo, infundir sospechas sobre su moral y su vida privada, humillarlo, para ganar; sobre todo ganar a cualquier precio, porque lo importante es ganar ya que si se gana la memoria de los ilícitos e indebidos medios que se hayan utilizados quedará borrada por el resplandor del dinero que se haya obtenido con el triunfo. Y con esta filosofía de vida así nos marcha la vida.
Con respecto a nuestros propios fracasos, para nosotros es importante apoyarnos en la Cruz de Cristo que nuestro único camino y que cuando contemplemos nuestros defectos y fracasos, no caigamos en el descorazonamiento, ya que este es, desde un punto de vista espiritual el resultado de un amor propio herido, y por lo tanto una forma de orgullo. Todos debemos aceptar el fracaso; no todos debemos de lamentarnos por ello. Es interesante establecer el contraste entre la correcta actitud del cristiano y la del pagano. Con respecto a los fracasos de los demás, no podemos tomarlos estos como un alivio para nuestros propios fracasos y no queramos compensar nuestras propias frustraciones y fracasos, alegrándonos de los ajenos y esparciendo a los cuatro vientos noticias negativas, muchas veces tergiversadas y siempre magnificadas de las desgracias ajenas.
El fracaso humano y la subsiguiente frustración, tiene que ser siempre inexistente para aquel que sabe y cree firmemente que todo lo que le pasa es permitido o querido por Dios para su bien y su mayor gloria aunque él no lo comprenda consiste en haber fracasado y ha de darle gracias a Dios y glorificarle porque glorificando a Dios es como uno se hace hijo de Dios y uno mismo se auto glorifica en cuanto es partícipe de la gloria de Dios.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.