Lunes, 23 de diciembre de 2024

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Amar la voluntad de Dios

por Juan del Carmelo

Hay que partir de una realidad incontestable, nos guste o no nos guste, tanto a creyentes como a  no creyentes y es la de que en este mundo y en todo lo creado siempre se realiza la voluntad de Dios. Y esta se realiza siempre, tal como aseguran los autores norteamericanos de libros espirituales Nemeck y María Teresa Coombs, independientemente de cualquiera que sea nuestra actitud frente a ella. Él, como Ser omnisciente absoluto tiene la facultad de imponer su voluntad conduciéndonos por nuestro bien, hacia su amor, sin mermar por ello nuestro libre albedrío. “La voluntad de Dios se lleva a cabo en nosotros con la misma facilidad por su parte, tanto si le decimos sí como no”.

 

De acuerdo con lo anterior, inicialmente dos son las actitudes que podemos adoptar: Una la de aceptar plenamente su voluntad con total alegría, en la confianza que aunque no lo entendamos, ésa es la solución que más nos conviene. La otra es la de pedirle a Dios que modifique su voluntad. A la vista del resultado, si Dios no ha aceptado nuestra petición de modificación, caben tres posturas: La primera la más perfecta, que coincide con la anteriormente expuesta y que es la de aceptar plenamente y con alegría el cumplimiento de la divina voluntad. La segunda que es la más extendida, y que consiste en aceptar, refunfuñando. Es ésta la que se conoce con el nombre de resignación cristiana. La tercera la menos inteligente, y dan ganas de escribir; la más estúpida, que consiste en rebelarse.

 

Aceptar la voluntad de Dios, es fácil cuando ella coincide con nuestros deseos, pero si no coincide entonces estamos ante harina de otro costal. En este segundo supuesto, no caigamos en el error de creer que la voluntad de Dios se puede negociar, aceptemos siempre con alegría la divina voluntad sobre nosotros y tengamos siempre la seguridad, de que lo que Él quiere, es siempre mejor que lo que nosotros creemos que es lo mejor. El planteamiento de una negociación con Dios, es una práctica muy extendida: Señor si alcanzo esto, haré por Ti aquello. Es este un tema delicado ya que en determinados casos y mediando un ingenuo planteamiento de buena fe, puede no ser reprobable esta actitud, pero es el caso, que la mayoría de las veces hay personas que se creen que Dios es un tratante, al que se le puede dominar con las promesas de cumplimiento, de determinados sacrificios. No, a Dios no se le puede comprar. Para Dios es mucho más importante las demostraciones de amor, que el número de  horas empleados en soportar cilicios, sin que ello no quiera decir que el empleo del los cilicios o de sacrificio por amor a Dios, sea esta una mala práctica sino todo lo contrario. En el salmo 50 puede leerse:

 

“Los sacrificios no te satisfacen:

si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.

Mi sacrificio es un espíritu quebrantado;

un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias. (Sal 50,1819).

 

Amar la voluntad de Dios sea ésta cual sea, es el único camino que nos llevará a Dios. Nuestro Señor a su paso por esta tierra, dio sobradas muestras de la tremenda importancia que tiene aceptar debidamente la divina voluntad. Ya desde niño, remarca la importancia, que para Él tiene la voluntad de su Padre celestial, en el episodio de la pérdida de Él en Jerusalén. "Cuando sus padres le vieron, quedaron sorprendidos, y le dijo su madre: Hijo, ¿por qué has obrado así con nosotros? Mira que tu padre y yo, apenados andábamos buscándote. Y El les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre?”. (Mt 10,29). Cuando después del encuentro con la samaritana, los discípulos encontraron al Señor y le instaron a comer, este les respondió: “…, mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado, y dar cumplimiento a su obra” (Jn 4,34). Según nos relata San Mateo, en el Monte de las bienaventuranzas, entre otra muchas afirmaciones dijo: “No todo el que dice: ¡Señor, Señor! entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo”. (Mt 7,21). También San Mateo nos da medida de la voluntad del Padre poniendo en boca de Nuestro Señor, las siguientes palabras: "¿No se venden dos pajaritos por un as?. Sin embargo ni uno de ellos cae en tierra sin la voluntad de vuestro Padre” (Mt 10,29).  Otra vez hablando con sus discípulos a orillas del lago, les dijo: “…, porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envío” (Jn 6,38). Cuando le visitan sus familiares y le anuncian a Él su presencia, Él responde: “¿Quién es mi madre y quienes son mis hermanos?. Y extendiendo su mano sobre sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ese es mi hermano, y mi hermana y mi madre” (Mt 12,48-50). Pero la total muestra de la entrega de su voluntad a la del Padre, la da en el Huerto de Getsemaní, cuando a la vista de los terribles sufrimientos que le esperaban, sudando sangre por el dolor, puesto de rodillas dijo: “Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,41-42).

 

Si nosotros queremos buscar a Dios, y seguir su camino, hemos de imitar siempre al Redentor, y estas son las directrices que Él nos marca con respecto al cumplimiento de la divina voluntad. La perfección que Él postula para todos nosotros, pasa inevitablemente por el cumplimiento de la divina voluntad. En el proceso de santificación de un alma, cuando éste proceso alcanza su culminación, es precisamente cuando el alma llega a identificarse plenamente con la divina voluntad. Según el Santo cura de Ars: “Dios, está tan unido a los santos que parece hacer más la voluntad de estos que la propia”. Lo que realmente ocurre, es que cuando un alma llega a la unión con Cristo, la voluntad del alma está ya tan totalmente identificada con la de Dios, que es imposible encontrar diferencia alguna entre las dos voluntades.

 

Santa Teresa de Jesús, que como todo o toda gran alma santificada disponía de una especial clarividencia para conocer y comprender las cosas de Dios, tenía una especial preocupación por el cumplimiento de la divina voluntad, y a tal respecto escribía en su libro principal: “Y creedme que no está el negocio en tener hábito de religión o no, sino en procurar ejercitar las virtudes y rendir nuestra voluntad a la de Dios en todo, y que el concierto de nuestra vida sea lo que Su Majestad ordenare en ella, y no queramos nosotras que se haga nuestra voluntad, sino la suya”.

 

Sólo haciendo en cada momento, lo que Dios quiere que hagamos, e interrogándonos continuamente acerca de cuál es la divina voluntad con respecto a nosotros, llegaremos a desear amarle más cada día, signo inequívoco de progreso espiritual. Y así alcanzaremos la santidad, porque ella sólo consiste en hacer lo que Dios quiere que hagamos, y estar en lugar en que Dios quiere que estemos. Hagamos la voluntad de Dios, escribe el abad Lehodey, y Él hará la nuestra; hagamos todo lo que Él quiere, que Él hará todo lo que nosotros queramos. Modificando a San Agustín podríamos decir: Señor, aumenta más mi deseo de amarte, y pídeme lo que quieras.

 

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

 

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