Lunes, 23 de diciembre de 2024

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La cruz de cada uno

por Juan del Carmelo

Todos tenemos nuestra cruz y la forma de llevarla y soportarla es el signo que nos marca, nuestro grado de amor al Señor.

 

Nadie está exento de soportar su cruz y si alguno cree que no la tiene, habrá que aplicarle las palabras del Santo Cura de Ars, que decía: “La mayor cruz es no tener cruz”. Fulton Sheen, también aseguraba que: “Carecer de cruz le haría a uno sospechoso de carecer de la marca indeleble de pertenecer al rebaño de Cristo”. De la cruz nadie se libra, y si alguno asegura que él no la tiene, que esté seguro que la tendrá y si ve que no le llega más vale que comience a preocuparse.

 

Todos pensamos que la cruz de los demás es más pequeña y llevadera que la propia. Esto me recuerda la historia, de un empresario con muchas posibilidades económicas, que todo el mundo pensaba que no soportaba cruz alguna, ya que no tenía problema alguno y se pegaba una gran vida, hasta el extremo, de que sus empleados le llamaban: “el inmortal”, porque era imposible que pasase a mejor vida. Pues bien él también tenía su cruz aunque nadie se la veía. Dios nos da a cada uno la cruz que más nos conviene, y que Él estima que podemos llevar para alcanzar una auténtica mejor vida, en una real inmortalidad. La cruz es un regalo divino que no sabemos apreciar, porque ella nos identifica con el Señor, y nos permite que el día de mañana si hemos sufrido con Cristo, con Él resucitaremos para la vida eterna.  Y vuelvo a repetir: ¡Ah! de aquel, que carezca de cruz.

 

El Catecismo de la Iglesia católica, en su parágrafo 2015 nos dice: "El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf. 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas: El que asciende no cesa nunca de ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin. Jamás el que asciende deja de desear lo que ya conoce (S. Gregorio de Nisa, hom. in Cant 8)”.

 

Si de verdad queremos pertenecer al rebaño del Maestro, hemos de poner en práctica lo que nos dijo: “…, si alguno quiere venir en pos de mi, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”. (Mt 16, 24). A nadie le prometió el Señor, un camino de rosas para alcanzar la vida eterna, pero también Él nos dijo que: Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallareis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,29-30). La cruz aceptada es dulce de llevar, la cruz no aceptada es dura y amarga de llevar.

 

El Señor no le ofrece a nadie una vida de placeres y después la vida eterna. Nos ofrece sacrificio y sufrimiento, pero un sacrificio y un sufrimiento que puede llegar a ser gozoso ya en esta vida. Porque como escribe el teólogo dominico Garrigou-Lagrange: “Bien llevada la cruz es una bendición grande de Dios, un signo de predestinación, pues nos conforma con Cristo profundísimamente, como se lee en la epístola a los romanos. “Si pues somos hijos de Dios, también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con Él, para ser con Él glorificados” (Rm 8,17). En la Cruz se encuentra la perfección de la virtud, el culmen de la santidad. De aquí que la cruz nos sea más necesaria de lo que ordinariamente pensamos. De ahí que San Pablo diga; “Todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones” (2Tm 3,12)”. Y San Agustín por su parte, también aseguraba que: “Si, pues no sufrieres ninguna persecución por Jesucristo, ve si, tal vez, no has comenzado aún a vivir piadosamente en Cristo. Cuando empieces a vivir piadosamente en Cristo, entonces comenzará el prensarte. Prepárate para ser estrujado; pero no te seques, no sea que nada salga de la prensa”.

 

Debe de ser tal importancia y lo es la cruz para nosotros, que el Cardenal Ratzinger aseguraba que: “Una entrega de la Iglesia al mundo que supusiera alejarla de la cruz, no conduciría a su renovación, sino a su fin”. El mundo ni nadie nos van a redimir del peso de nuestra cruz, solo el amor a Dios, puede hacer transformarnos ese peso en algo dulce, cuando uno quiere llegar a Dios por amor, y por amor a Él, se adquiere al deseo unir nuestras penas a las suyas. Santa Teresa aseguraba que: “…, el que arrastra la cruz de mala gana siente su peso, por pequeño que sea; pero que quien la abraza voluntariamente, no siente su pesadez, aunque fuera muy grande”.

 

El precio de la amistad con Cristo, nos dice el Kempis, es beber su cáliz: “Bebe ávidamente el cáliz del Señor si quieres de veras ser su amigo y deseas tener parte  con Él en la gloria”. “Y en cuanto a ti, estate pronto a sufrir tribulaciones y tenlas por suavísimos consuelos, porque no pueden compararse los sufrimientos de esta vida con la gloria futura, ni pueden merecerla, aún cuando tu solo pudieras tolerar todos los padecimientos juntos”. Y sigue  escribiendo Tomás Hemerken de Kempis: “Cuando llegues al punto en que la aflicción te es dulce y te complaces en saborearla por Cristo, bien puedes entonces considerarte dichoso, porque has hallado en verdad el paraíso en la tierra”.

 

Cuando el Señor invita a sus discípulos y a todos nosotros también nos invita a llevar la cruz siguiéndole a Él, no preconiza una defensa del sufrimiento. El sufrimiento que nos ofrece la cruz es necesario, porque sufrimiento, amor y purificación tienen siempre un misterioso nexo de unión. En revelaciones a Santa Rosa de Lima el Señor le manifestó a la santa, lo que está luego escribió: “El divino Salvador con su inmensa majestad dijo: Que todos sepan que la tribulación va seguida de la gracia; que todos se convenzan que sin el peso de la aflicción no se puede llegar a la cima de la gracia; que todos comprendan que la medida de los carismas aumenta en proporción con el incremento de las fatigas. Guárdense los hombres de pecar y equivocarse: esta es la única escala del paraíso, y sin la cruz no se encuentra el camino de subir al cielo”.

 

Nuestra cruz es la escala de que disponemos para ascender al cielo, cada pena, cada contrariedad, cada sufrimiento, es un escalón de la divina escala y cuanto más dura sea la pena, o el sufrimiento, mayor será el tamaño del escalón. Por ello si hay algo que el demonio odie, es la cruz que nos permite tener esta divina escala. Y cuanto más nos abracemos a nuestra cruz, más segura será nuestra santificación. El demonio muy bien sabe que Cristo le venció en la cruz, y fue también en la cruz donde Él nos redimió de las cadenas que nos tenían sujeto al demonio, por ello el demonio odia la cruz, porque ella nos aparta de él, y nos elevan a la intimidad con el Señor.

 

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

 

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