Viernes, 22 de noviembre de 2024

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Soberbia y humildad

por Juan del Carmelo

Antes, ya hemos publicado una glosa titulada “Humildad y soberbia”, en la que nos ocupábamos de la virtud por excelencia que es la humildad. Hoy le toca el turno al vicio también por excelencia que es la soberbia, fruto de la cual es el orgullo.

 

En la década de los años 60, la casa Seat puso en el mercado un pequeño coche utilitario que era el modelo 600 y que rápidamente se impuso, entre otras razones por su falta de pretensiones y su humilde modestia, y también porque fue el primero fabricado en España con posterioridad al año 36. Por otro lado, con anterioridad, en el año 1939, San Josemaría Escrivá  publicó en Valencia la primera edición de su conocido libro “Camino”, que en su punto 600 hacía referencia a la soberbia diciendo: ¿Tú…, soberbia?  ¿De qué? El parangón cuando apareció el modelo 600 de la Seat, no se hizo esperar. Por supuesto que San Josemaría se refería al ser humano y no al modelo de coche que todavía no había aparecido.

 

La soberbia nos invade y nos domina, y lo peor que esta tiene es que no somos conscientes de ser soberbios. Llegamos a un restaurante, y nos encrespamos con el “maître”, si no nos da la mesa que nos gusta, montamos un número, para que los demás vean lo fuerte que pisamos, aunque sea por una tontería acerca de la calidad de algún plato, o la temperatura del vino. En la carretera o en la ciudad si nos multan por el tráfico, enseguida aunque estimemos que es justa la sanción, ponemos cara de pocos amigos y si se tercia, discutimos con el agente, o hacemos valer nuestra condición de Vip, para tratar de amedrantar al agente. Si hemos de soportar una cola, enseguida buscamos la posibilidad de evitarla en función de nuestra condición Vip. En un aeropuerto, en una estación, no podemos mezclarnos con la “chusma”, y enseguida preguntamos donde está la sala Vip. En el trabajo en la oficina, pobre de nuestros subordinados, si cometen el error de no hacernos la “pelota”. Y otras muchas más circunstancias significativas en nuestra conducta diaria. Y frente a esto cabe preguntarse tal como la hace San Pablo: “… ¿qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué gloriarte como si no lo hubieses recibido?” (1Cor 4,7). Dios nos hizo de la nada, de la nada absoluta, hecho que nos conviene recordar de vez en cuando. Valemos mucho como obra de Dios, pero procedemos de la nada, y no tiene sentido enorgullecernos de nuestra suficiencia, que no nos pertenece.

 

 Son muchas las definiciones que existen sobre la soberbia, pero empleando distintos giros y palabras y todas ellas nos viene a decir lo mismo. Así, la RAE define la soberbia como: Altivez y apetito desordenado de ser preferido a otros. Para San Agustín, la soberbia es: “El amor de la propia excelencia. La soberbia, nos dice San Agustín, ejecuta las mismas obras que la caridad, con la diferencia de que esta las hace para agradar a Dios y aquella para agradar a los demás, a fin de agradarse a sí misma. La caridad da de comer al hambriento y otro tanto también lo hace la soberbia, con la diferencia de que aquella lo hace por agradar a Dios y esta para agradar a los hombres”.

 

 El obispo Fulton Sheen escribe: “La soberbia es un intento de convencer a otro de que somos, lo que nunca fuimos”. Y para él, el orgullo que es una consecuencia de la soberbia, es: “La admiración desmesurada por uno mismo. Es un afecto excesivo en contra de la razón correcta por la cual el hombre se estima y desea ser estimado por otros por encima de lo que en realidad es”. Para el obispo Sheen, el orgullo tiene siete frutos maléficos: “El alarde o la auto glorificación a través de las propias palabras; el amor a la publicidad que es el engreimiento por lo que otras personas dicen de uno; La hipocresía que es la pretensión de ser lo que no se es; la testadurez que es el rechazo a creer que la opinión del otro es mejor que la propia; el desacuerdo o rechazo a abandonar la voluntad propia; y la desobediencia, o el rechazo a someter al propio ego a una ley superior”. Y continúa el obispo Sheen diciendo que: “El último estadio del orgullo, es darse sus propias leyes, ser su propio juez, su propia moral, su propio bien”.

 

En este sentido y también en relación al orgullo la monja norteamericana Madre Angélica Allison nos dice que: “El orgullo es la auto estimación excesiva que nos dispensamos desde que despertamos hasta que nos acostamos”. Y que: “Si claudicamos sistemáticamente ante el orgullo, acabaremos por creer que Dios es algo superfluo en nuestra existencia”.

 

En los libros poéticos y sapienciales de las Sagradas escrituras y concretamente en el Eclesiástico, podemos leer: “…, el origen de todo pecado es la soberbia, y el comienzo de la soberbia del hombre es apartarse de Dios” (Ecl 10,15). El mal es un árbol, cuyas ramas son los pecados u ofensas a Dios. A mayores ofensas mayores son las ramas. Todas las ramas nacen de un tronco único que es la soberbia, sea esta de los ángeles o de los hombres. La soberbia hecha sus raíces y se alimenta en el yo, en el deseos conscientes –caso de satanás- o inconscientes, de ser como Dios, de ser uno mismo superior a todo, lo cual genera el odio hacia lo que es superior, en este caso el odio de satanás a Dios. La soberbia genera odio, la humildad genera amor”. Para San Juan: “Todo lo que hay en el mundo, es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida no viene del Padre sino que procede del mundo Y el mundo pasa, y también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre (1Jn 2,16-17). Y esta misma afirmación de San Juan en su primera epístola la tenemos también recogida en el parágrafo 2.514 del Catecismo de la Iglesia católica. El orgullo es el origen del primer desequilibrio en el hombre, el origen de todos los desequilibrios que hay en nosotros. Es el orgullo y no la carne y la sangre la que nos desequilibra; ella, es decir los pecados de la carne, no son más que una consecuencia del orgullo. El primer pecado es un pecado de orgullo.

 

Escribía San Francisco de Sales, el dulce obispo de Ginebra: “No hay palabras para expresar la fuerza y la astucia de este demonio de la soberbia, ni el ingenio y la variedad de artimañas. Es una verdadera serpiente que ha nacido con nosotros, y quiere enredar en sus anillos y enconar con su veneno todas nuestras pasiones, las más santas y las más indiferentes, nuestros más secretos pensamientos y nuestras más rectas intenciones. Se alimenta con frecuencia de nuestras mismas virtudes, y trata de aprovecharse hasta de los dones más exquisitos de Dios. Si alguna vez parece adormecerse, es para introducirse con mayor comodidad en nuestras almas llenas de ilusiones; si se muestra, si se deja herir, es para triunfar con los mismos golpes que le asestamos”. Escribe también la madre Angélica: “La soberbia es un adversario muy sofisticado y su táctica más poderosa consiste en persuadirnos de que nuestro sentido del pecado y de la corrección es una regla perfectamente aceptable. La soberbia nos confunde realmente hasta el punto de no saber diferenciar entre el bien y el mal”. Y el Santo cura de Ars en uno de sus sermones decía: “Pero lo más triste y lamentable es que este pecado sume el alma en tan espesas tinieblas, que nadie se cree culpable del mismo. Nos damos perfecta cuenta de las vanas alabanzas de los demás, conocemos muy bien cuando se atribuyen elogios que jamás merecieron; más nosotros creemos ser siempre merecedores de los que se nos tributan”.

 

Frente a este vicio y pecado padre y raíz de todos los demás, solo cabe oponerle la virtud madre y raíz de todas las demás virtudes: la humildad. ¡Pero ojo!, seamos siempre conscientes de que el más claro indicio de tener el orgullo arraigado, es creerse ser suficientemente humilde. Que Nuestra Madre bendita nos ilumine y nos ayude.

 

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

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