Moneda de la vida espiritual
por Juan del Carmelo
Todos sabemos cual es la moneda de la vida material, es el dinero por el cual, casi todo el mundo se mueve desaforadamente y lo adora como a un dios.
El dinero…, el deseo de adquirir el dinero es la palanca que mueve la casi total mayoría de las actuaciones humanas. Al dinero se le estima como el medio capaz de remediar todos los males, salvo la muerte, aunque si se piensa que al menos es capaz de retrasarla. El dinero, nos creemos que nos remedia, ese afán que tenemos de lograr seguridad frente a la vida. Olvidándonos que esa seguridad que deseamos solo puede dárnosla la confianza en el Señor. Luchamos innoblemente, mentimos y hasta matamos por dinero, porque para muchos se ha convertido en un dios que remedia todos los males. Pero no obstante los males continúan, incluso para las personas que disponen de dinero abundante. Y sin embargo se piensa que este dios, es el único instrumento que facilita la felicidad humana. Hasta cínicamente se afirma: “El dinero no hace la felicidad, pero ayuda a ella”. Los que esto dicen, se olvida de que en este mundo solo hay una caricatura de felicidad, que en el mejor de los casos si se consigue, dura bien poco. La auténtica felicidad aquí abajo y la eterna solo está en la confianza que nace del amor a Dios.
Pero mientras que el dinero es la moneda en la que se asienta la vida material, de la mayoría de los seres humanos, existe otra moneda que está contraposición con el dios dinero. La vida espiritual del ser humana, conserva un cierto parangón con la vida material del mismo. También la vida espiritual tiene su moneda, cuyo dinero se llama “gracia divina”. Ella es la que nos permite circular avanzar y desarrollar nuestra vida espiritual, sin ella el hombre está perdido. Ya nos lo dijo el Señor a su paso por este mundo: “Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada”. (Jn 15,5). La gracia es la savia que la vid le proporciona a los sarmientos que somos nosotros, si no recibimos la gracia nuestra vida espiritual fenecerá. Continua el Señor diciendo: “El que no permanece en mí es echado fuera, como el sarmiento, y se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que quisiereis y se os dará. En esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos”. (Jn 15, 6-8). Es decir, si nuestra vida espiritual, gracias a las divinas gracias que recibamos fructifica y da frutos, estaremos glorificando al Padre, estaremos ya realizando aquello para lo hemos sido creados, para obtener una eterna felicidad formando parte del la gloria de Dios.
Nuestra natural tendencia a no ver nada más que con los ojos de la cara, sin tener en cuenta esos otros ojos que tiene nuestra alma, esta tendencia, nos impide muchas veces ver y comprender debidamente algunas parábolas del Señor. Ya Él, se daba cuenta de este problema y así exclamó: "El que tenga oídos, que oiga”. Acercándosele los discípulos, le dijeron: ¿Porque les hablas en parábolas? Y les respondió diciendo: A vosotros os ha sido dado a conocer los misterios del reino de los cielos; pero a esos, no”. (Mt 13,911). Y a esos no, a causa de la dureza de sus corazones y así continúa diciendo: “Porque el corazón de este pueblo se ha endurecido, y con los oídos oyen pesadamente, y han cerrado sus ojos; Para que no vean con los ojos, y no oigan con los oídos, y con el corazón entiendan, y se conviertan, y yo los sane”. (Mt 13,15). Y termina el Señor alabando al que cree, al que no tiene su corazón endurecido porque la divina gracia le ha formado en una sana vida interior, ya que esta persona, no ha cerrado ni sus oídos, ni sus ojos y permite que Dios le sane. Dice el Señor: “¡Pero dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Pues en verdad os digo que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron”. (Mt 13,1617).
La gracia divina como decimos es la moneda de la vida espiritual, con esta moneda podremos comprar el entendimiento de las parábolas evangélicas, sin la gracia divina que alimenta y sostiene nuestra vida interior o espiritual, la moneda de la materia, es decir, la obsesión por el dinero no nos permitirá entender muchos puntos evangélicos. Es típico el caso de la parábola de los talentos. (Mt 25,14-30) Ciertamente los talentos o el talento era la denominación de una moneda existente, en época del Señor, y que Él utilizo para esta parábola que lleva este nombre. No considero necesario recordar el contenido de esta parábola suficientemente conocida de todos, pero al final de ella hay una frase de nuestro Señor, que a más de uno lo deja perplejo. Dice el Señor: “Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez, porque al que tiene se le dará y abundara; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitara, y a ese siervo inútil echadle a las tinieblas exteriores; allí habrá llanto y crujir de dientes”. (Mt 25,28-30). Si pensamos que el Señor se está refiriendo al dinero, que es lo que nos pide nuestro cuerpo, pensaremos que el Señor es injusto, por aquello de desposeer al pobre para dárselo al rico. Pero es el caso de que el Señor si se refería a moneda, pero la moneda espiritual a la gracia divina.
Existe un gran paralelismo entre esta parábola de los talentos y la parábola de las minas (Lc 19,11-27). En esta parábola termina el Señor con un párrafo similar, al decir que: “Y dijo a los presentes: “Quitadle la mina y dádsela al que tiene las diez minas” Dijéronle: “Señor, tiene ya diez minas” “Os digo que a todo el que tiene, se le dará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará”. (Lc 19,24-26). Este párrafo como el anterior se refieren ambos a dos temas muy concretos, cuales son el de la distribución y el del crecimiento de la gracia en el alma humana. Del que cada uno de ellos merece una glosa especial
Aquí escuetamente recordaremos lo que decía San Agustín: Dios está ansioso de darnos sus divinas gracias, pero solo se la da al que se la pide. Es este el principio básico del que hemos de partir, somos nosotros los que hemos de ir a buscar la gracia, Dios, salvo casos muy excepcionales y concretos por razones que desconocemos, solo se la da al que se la pide. Como en el caso del dinero que si lo queremos tenemos que trabajarlo; la moneda del espíritu la divina gracia hemos de trabajarla también. Si queremos acumular un capital de gracia, para ser rentistas en el cielo tal como llamaba el Santo Cura de Ars a los santos, hemos de luchar para la formación de ese capital espiritual.
Dios siempre tiene dispuesto un sinfín de gracias para donar a cada una de las almas y raramente ninguna llega a recibir todas las gracias que Dios les había destinado. Pocas, son las que habiéndolas perdido consiguen después reparar su pérdida. A la mayor parte de las almas, dice el P. Lallemant, les falta el valor para vencerse, y fidelidad para aprovechar los dones de Dios. El desperdicio de las gracias que podríamos obtener y que no hemos aprovechado es incalculable. Debemos pedir muy a menudo a Dios que nos haga reparar antes de morir todas las gracias que hemos desperdiciado y que nos ayude a conseguir el grado de perfección y de méritos al que Él, nos quería llevar.
En el cielo se podrá ver con claridad que, así como nunca se ven dos hombres perfectamente iguales en dones de naturaleza, tampoco encontraremos dos seres idénticos en los sobrenaturales, es decir, en el número de gracias aprovechadas por cada alma. “Porque cada uno de los bienaventurados –según escribe San Francisco de Sales- tiene su particularidad, según el grado de gloria que por medio de la gracia divina, haya adquirido en la tierra, cada uno recibe una gracia singular, diversa de las demás. (…). Pero hay que cuidarse mucho de pretender indagar por qué la Suprema sabiduría concede una gracia a uno más bien que a otro, ni porque ha prodigado sus favores en este sentido y no en aquél”.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.