El tren y el caballo

Estaba una noche en vela cerca de la cama del hospital, donde yacía mi padre. Hacía un año que había sido ordenado sacerdote. En las diversas oraciones que mi corazón elevaba al Señor, tuve una oportunidad para recordar cómo siendo niño había deseado que los Reyes Magos me trajeran un tren eléctrico elemental que había visto en un escaparate de juguetes. En la carta que escribí a sus majestades de Oriente expresé con letra de un chaval de siete años mi ilusión. 

Cuando llegó la mañana de la fiesta del día de Reyes, mi sorpresa fue mayúscula: el tren no había llegado como regalo. En su lugar apareció un caballo de cartón muy parecido al usado por los fotrográfos al minuto de los parques de aquellos años donde se montaban las gentes para inmortalizar su paso por la vida de la localidad.

En la ignorancia de la infancia, creí que el caballo tenía sed del largo viaje, lo arrimé a una orza llena de aceitunas curándose para ser comestibles. Y mi error fue tremendo: el cartón de la cabeza equina se deshizo por el efecto acuoso mezclado con la sosa que curaba las aceitunas.

Total, que en menos de un día perdí el tren y el caballo acartonado. 

Pasó el tiempo. Mi padre apareció un día con un gran paquete: llevaba el tren más moderno que el deseado. Y con un caballo de goma más pequeño que el anterior.

Aquel día aprendí que los Reyes Magos son muy sabios. Cuando el regalo no es posible tenerlo, llega cuando menos se piensa aunque ya no tengas edad para jugar como en la infancia. 

Mi padre salió del hospital  y vivió algún tiempo más, por voluntad de Dios. 

Tomás de la Torre Lendínez