I Domingo Adviento
por Al partir el pan
Isaías 63, 16b-17. 19b; 1 Corintios 1,3-9; Marcos 13, 33-37
«Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer»n
«Dios me ama tal como soy sin yo merecerlo. Me ama en medio de mi pobreza. Se me olvida ese amor de hijo. Creo tantas veces que Dios sólo me ama cuando soy bueno, cuando soy fecundo»
«Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer»n
«Dios me ama tal como soy sin yo merecerlo. Me ama en medio de mi pobreza. Se me olvida ese amor de hijo. Creo tantas veces que Dios sólo me ama cuando soy bueno, cuando soy fecundo»
No tengo muy claro si es la vanidad ese pecado que me pierde y me hace caer en la falta de misericordia. Me siento importante y de repente miro desde arriba, menosprecio y juzgo a otros. Llego a pensar que valgo sólo por lo que produzco, por lo que se ve de mis obras, por lo que el mundo aprecia en mis actos. Surge la vanidad en el alma, al creerme mejor que otros. Ese sentimiento insano penetra mi corazón y me hace vulnerable. Sí, cuanta más vanidad siento, más vulnerable soy, más dependo del aprecio de los demás, más condeno y juzgo. Y me vuelvo estirado. Distante. Algo prepotente. Presumido. Pretencioso. Busco la caricia que me haga sentirme bien. Mendigo el reconocimiento de todo el mundo y siempre. Necesito el elogio y la alabanza para poder sonreír. Que me sigan miles, millones. Pretendo siempre gustar, caer bien y ser apreciado. Siempre y en todo. Y como no es posible y no suele suceder, me turbo y sufro. Es esa debilidad del alma que se abaja buscando la aprobación de toda creatura. ¡Qué pobre me veo entonces huyendo de la crítica y buscando siempre la aceptación del mundo, no la de Dios! No sé si es una tentación. O es que mi alma está enferma porque en algún rincón oculto tiene una herida de amor profunda que no soy capaz de reconocer. Alguna crítica no olvidada. Algún desprecio grabado. Mi autoestima permanece herida. El amor a mí mismo sufre. No me acepto, no me quiero, no me gusto y espero que los demás me acepten y me quieran. Se me olvida ese amor profundo de Dios grabado un día en mi alma. Y vivo como si Dios no me amara lo suficiente. Decía el P. Kentenich: «Dios es un buen padre de todos los hombres, un padre que con el más grande amor se preocupa de cada uno de sus hijos, de cada pequeñez en sus vidas, y todo lo dispone y conduce para el bien de cada uno»[1]. Ese amor incondicional de Dios, que me ama en todos mis fracasos y caídas, es el único amor capaz de sanar mis heridas. Es un bálsamo que me da aliento y paz cuando más lo necesito. Dios me ama tal como soy sin yo merecerlo. Me ama en medio de mi pobreza. Se me olvida ese amor de hijo. Creo tantas veces que Dios sólo me ama cuando soy bueno, cuando soy fecundo, cuando soy útil. Y si no soy bueno, no me ama, me aparta a un lado, se desentiende de mí, me olvida. Quiero tomar conciencia de mi valor de hijo. Recordar su amor imposible. Descubrir a Dios como Padre y saberme amado por Él en toda circunstancia, lo merezca o no: «Allí donde se ha despertado el amor filial, ¡cuánta impotencia se llega a sentir! Cada grado de amor filial profundiza la conciencia de nuestra debilidad. Sólo cuando el niño es pequeño, puede ser grande»[2]. Experimento mi debilidad como hijo y me abro al poder de mi Padre. Sólo si descubro mi fragilidad y la entrego, puede Dios acercarse a mí. Sólo si confío. Me gusta tocar mi fragilidad, mi debilidad. Solo no puedo hacer nada. El amor del niño que se sabe amado es heroico. Porque no se detiene ante los peligros. Confía plenamente en ese Dios Padre que lo quiere y sale a buscarlo en medio de la tormenta. Así es el amor de Dios, aunque yo me olvide. Le gusta verme impotente y débil para poder tender sus brazos hacia mí inclinando su rostro. Le gusta saber que lo necesito y clamo por su presencia. Que lo busco cuando siento que sin Él nada puedo. Es la experiencia de la filialidad la que necesito para aprender a vivir. Dios me ama cuando me reconozco pequeño. Dios me ama no porque sea poderoso, ni porque lo merezca. Dios me ama cuando dejo de lado mi vanidad y me siento humillado. Es por eso que se encarnó en la piel de un niño. Se puso a mi altura. Rebajó su poder y se volvió vulnerable, frágil, indefenso. Para despertar en mí la misma conciencia de debilidad. Me hago niño para descubrir el poder de Dios. Me vuelvo niño para poder tocar su amor misericordioso. Dios me quiere con locura y no me deja nunca. Me ama porque me ha creado como soy, me ha elegido, me ha soñado. Me ha imaginado con mis dones y defectos. Con mis capacidades e incapacidades. Me ama porque quiere sacar de mí la mejor versión de mí mismo, esa que aún no conozco. Y no quiere que sufra al verme incapaz de hacer todo lo que deseo. Yo con frecuencia caigo en la vanidad y busco el aplauso. Necesito que me reconozcan, que me halaguen. Y me vuelvo duro e importante. Poderoso y fuerte. Como si no necesitara el amor gratuito de nadie para sobrevivir. Siento que todo se lo puedo exigir a la vida, alguien me lo debe. Me creo con derechos. No quiero la gratuidad de nadie, tampoco la de Dios. No deseo que me den algo sin yo merecerlo. Me vuelvo exigente conmigo mismo, con los demás, con Jesús. Ya no confío en que Dios me ayude si yo no hago nada, si no pongo de mi parte. No creo en su poder cuando experimento que no puedo. Creo más bien en lo que toco, en lo que puedo lograr. Me vuelvo vanidoso cuando me van bien las cosas. Me siento fuerte y entonces Dios no puede mostrarme su amor de Padre, no le dejo. Ve que no necesito su presencia y cercanía, y se entristece. Ve que no soy niño. Porque me he vuelto hombre rígido y seguro de mí mismo. No dudo de mis pasos. No temo. No confío en nadie. Quisiera aprender a ser más niño. Para poder entrar por la puerta pequeña de su alma. Quisiera volver a la edad aquella. Recuperar la inocencia perdida. Volver a mirar con ojos puros. Quisiera reconocer que no puedo hacerlo todo solo. Que necesito su amor, su abrazo, su cuidado, para poder seguir el camino. Sé que sin ese amor paternal de Dios no camino. Sin el amor maternal de María no logro avanzar. El Adviento es una vuelta lenta y pausada a mis años de niño. Cuando las sorpresas me asombraban. Y el tiempo era un presente eterno. Y no había preocupaciones. Ni miedos, ni prisas. Me gusta volver a ser niño dejando de lado mi madurez vanidosa. Me gusta volver a sonreír por nada. Y soñar con cosas imposibles, de esas que creen los niños. Cuando no hay muerte ni dolor. Cuando no hay nostalgia ni pérdida. Me gusta la mirada de los niños. Quiero volver a ser niño. Miro a Jesús.
No sé muy bien cómo digerir las alabanzas que recibo. Llegado al punto de escuchar un elogio no sé si hago bien alegrándome por dentro o sería mejor dejarlo pasar como las aguas del río, sin prestarle atención. Me repito a mí mismo que sólo soy un siervo de Dios, que hago lo que debo, nada más, sólo eso. Pero me engaño. Por dentro agradezco el halago, y me sienta bien el elogio. No quiero revestirme de falsa humildad. A veces me siento como queriendo esconder lo que me dicen, pero sin dejar de escuchar atentamente. Sé que la caricia me hace bien. Aunque al mismo tiempo me ablanda por dentro. Y caigo en la tentación de mendigar elogios siempre con la sonrisa en el rostro. Cuando me alaban me siento útil para el reino de Dios. Un instrumento apto en las manos de María. Pero cuando callan y no me dicen nada. Cuando me juzgan y critican. Cuando hablan mal de mí o simplemente no hablan. Entonces me turbo y me duele muy dentro el alma. ¿Cómo puedo prescindir de esa ayuda para caminar? Caigo en la vanidad de los elogios y las alabanzas. De los agradecimientos y menciones. Todo es vanidad. Porque vivo comparándome con otros. Buscando ser el mejor en lo que hago. Espero recibir lo mismo que reciben los mejores, nunca menos. Quiero más amor, más cuidado, más atención, más cariño. Siento que es vanidad que me preocupe tanto el qué dirán. El qué pensarán de mí si hago o si no hago. Si voy o si no voy. Si digo o callo. Vivo pensando en responder a las expectativas creadas en medio de un mundo tan vasto donde no abarco. No cumplo. No llego. Son en realidad las mismas expectativas que yo mismo he creado con mis palabras y gestos. Con los precedentes. Y entonces esperan algo que yo les puedo dar. Buscan oír lo que he dicho que no quería decir. Y me veo corriendo con los dientes apretados dispuesto a contentar tantas demandas, tantas exigencias. Quiero que todos sean felices por mi causa. Quiero ser luz, causa de alegría y esperanza. Y me vuelvo vulnerable al halago. Mendigo el abrazo amigo como algo tan necesario para darme. Espero la palabra amable que me haga sonreír. Y el consuelo del aprecio que levante mi ánimo. Es tan fácil admirar y adular a otros. Ensalzar y reconocer desde abajo al que yo mismo he subido a un pedestal. Porque me hace bien tener modelos a los que seguir. Ver reflejada en la carne humana esa santidad que anhelo. Y encumbro a otros hombres pensando que no cometerán errores como hago yo y no caerán. Su fidelidad será mi fuerza. Pero la fama es efímera. Y la carne humana débil. Y se me olvida en mi vanidad que todos fallan, yo el primero. Y dudo de mí al ver caer a otros. Y temo caer yo mismo. Me olvido de la realidad del hombre que es débil y frágil. Hoy resulta tan fácil buscar modelos que no me ayudan a vivir. Modelos con valores diferentes a los que me hacen bien: «Quizás hoy hay modelos mucho más variados, y muchos desaparecen rápido. Tanto que ni siquiera da tiempo a memorizar sus nombres antes de que las estrellas más rutilantes de los firmamentos mediáticos se apaguen. Pero están ahí. Jóvenes y adultos los admiran y los aplauden. Se conocen sus historias y sus acciones, sus gustos y sus vicios, sus amores y sus flaquezas. Ese mirar –y admirar–a otros es humano. Es cierto que no todo es lo mismo. Quizás la grandeza de una época reside en saber admirar a quien merezca la pena»[3]. La grandeza del hombre es saber a quién admirar. Elegir bien el camino a seguir. Admirar y seguir las huellas de quien merezca la pena. ¿A quién admiro? ¿A quién sigo? ¿Quién muestra en su carne los valores que yo sueño? Quiero seguir al que tenga valores eternos reflejados en su carne humana y en sus pasos. Admiro a muchas personas, es verdad. Pero no sigo a muchas. Admiro sin temer su caída. Porque todo es posible. Todos podemos fallar. Y al mismo tiempo me asusta que me admiren. Porque genera la admiración una expectativa dentro de mi alma que me tensa. Pongo sobre mí la autoexigencia de no defraudar a nadie, de no ser piedra de escándalo. Con los dientes apretados lucho y corro por los caminos de la vida intentando no fallar y llegar a todo. Lo hago con un gesto de rigidez impuesto, en medio de mi cansancio. Sufro el miedo a defraudar. La expectativa que tantos tienen y que puede que no obtengan lo esperado. ¿Qué carga pongo yo sobre los hombros de aquellos a los que admiro? ¿Qué carga han puesto algunos sobre mis hombros? Tal vez exijo una perfección inalcanzable, una santidad intachable. O me la exigen. Porque tienen expectativas sobre mi vida. Es todo tan fútil. Vanidad de vanidades. Los años vuelan. El tiempo se escapa entre los dedos. Temo exigir a otros y exigirme a mí mismo más de lo posible. No puedo dejar de mirar a lo alto del cielo. No puedo dejar de mirar a Jesús hecho niño que me recuerda que soy barro. Sé que por mi piel puedo llegar a las estrellas. Necesito aprender a poner siempre en Dios mi confianza. Ser como Jesús en medio de la paz de una noche santa. La fragilidad humana es sólo el peldaño que me conduce a lo alto. O el peldaño por el que baja Dios descalzo para encontrarse conmigo. No me quedo en el dedo que señala la luna. Miro más alto del dedo, miro lo que señala. Creo en el poder de un Dios infinito reflejado en rasgos humanos caducos, en medio de una cueva. Y me admiro de que Dios puede hacer desde la pequeñez de mi vida obras tan grandes. Me conmueve tanto poder tocando mis miembros cansados. Puede hacer que mi voz obre milagros. Puede sanar con mis manos tan torpes heridas hondas. Puede levantar con mis pocas fuerzas al caído en medio del camino. Y puede hacer que mi sonrisa torpe dé aliento a los que viven sin esperanza, son tantos. Y yo temo dejarle actuar a Dios. Me asusta tanta cercanía en mi carne. Se me olvida que es Él el que está detrás de todo lo que sueño y espero. Sigo a muchos. Admiro a muchos. Pero sigo mirando en lo alto su poder de Padre que me busca y abraza. Y lanza lazos humanos para que suba alto, muy alto, a su regazo. Y no me quede en el dedo, en la vida, que lo señala a Él ante mis ojos.
Me gusta mirar este tiempo de Adviento como un tiempo de esperanza. Pero tengo que reconocer que muy a menudo no sé bien qué es lo que espero. ¿Qué expectativas tengo? A veces creo que espero mucho de la vida. Quizás mucho más de lo que pueda darme. Como decía Francisco de Quevedo: «Quien espera en esta vida que todo esté a su gusto, se llevará muchos disgustos». Espero que mis planes sean los de Dios. Quiero que todo esté a mi gusto, como yo lo espero. Quiero que mi vida sea una vida fecunda, próspera, lograda. Espero tener éxito y triunfar en todas las facetas de mi vida. Espero no perder nada de lo que poseo y me da alegría, aquello que tanto amo. Espero tener más que ahora, aunque ya sea bastante. Ser más feliz que en este momento. Espero que llueva, que salga el sol. Siempre a mi antojo. Espero tener salud y amigos. Y dinero para disfrutar con ellos. Espero seguir como estoy, nunca peor, eso no. O mejorar mucho más allá de lo que ahora vivo. Tal vez he bajado mis expectativas a medida que han pasado los años y me he llevado muchos disgustos. O la edad me ha hecho más sensato, más realista o más pesimista. Sé que las cosas no están siempre a mi gusto. Por eso he sufrido. Y he llorado. Y he tocado el fracaso en mi carne humana, en un mar de lágrimas. De forma concreta, tosca y dura. Y la esperanza se ha vuelto más débil, o ha muerto. Tal vez es que, como me dice el P. Kentenich: «La vida interior se está extinguiendo»[4]. Y al vivir en la superficie de mi vida, de mis cosas, las expectativas son menores. O no pretendo alturas que no poseo. Y dejo de esperar tanto. No le exijo tanto a mis días. O a lo mejor sí y cuando las personas me defraudan y no están a la altura esperada. Sufro, lloro, desconfío. Resulta que no son tan buenos como parecían. No son tan responsables y me fallan. Me hicieron creer que eran de una manera y son de otra. ¡Cuánto me cuesta aceptar la debilidad de los demás! ¡Qué difícil besar la realidad tal como es, aceptándola! ¿Podrá ser mejor? ¿Podrá empeorar lo que ahora vivo? ¿Qué es lo que espero de mi vida? Me gustaría tener una mirada más de Dios para mirar las cosas. Y creer más allá de lo imposible con los ojos alzados hacia Jesús. Pensar en el efecto multiplicador de la gracia en mis manos. En el poder de Dios para hacer posible lo que no es posible. Multiplicar ese pan que alimenta a tantos. No hablo de milagros extraordinarios. Sino de los caminos imposibles que Dios me hace seguir cuando me dejo conducir en sus manos. En lo cotidiano, en lo ordinario. Caminos interiores donde veo su mano. Y me veo más dócil. Más providente. Quiero tener una fe más práctica pensando que es Dios quien conduce mi vida necesitando mi sí. Decía el P. Kentenich: «Hablando humanamente, allí donde está operando una fe providencialista, jamás salen las cuentas. Observen que la fe en la Divina Providencia supone siempre oscuridad. Exige siempre saltos mortales: saltos mortales para la razón, porque jamás salen las cuentas. Saltos mortales para la voluntad, porque la razón no tiene seguridades intelectuales, terrenales, humanas»[5]. Me gusta pensar en el Adviento como el mayor salto mortal en la historia de los hombres. No salen las cuentas. Un niño pequeño en una cueva que trae la paz y es el rey. Hoy escucho: «Bajaste, y los montes se derritieron con tu presencia». Dios se hace niño impotente en medio de los hombres. Rompe los cálculos humanos. Baja, desciende, se hace débil, se hace creatura. Necesita el abrazo de una madre y la fuerza de un padre. Un cuidado infinito. No salen las cuentas. No es un cálculo lógico lo que se esconde en esa cueva de Belén. No está todo previsto y calculado en el corazón de José y de María. No hay tantas certezas. Hay muchas dudas y muchos miedos como en mí tantas veces.
Pienso que el Adviento tiene mucho de esperanza providente y mucho de nostalgia de infinito. Y hacen falta ojos de niño para seguir el camino que lleva de la noche a la luz. Del frío al calor de un fuego. Hace falta la fe en un Dios bueno que me quiere y conduce mi historia. Y quiere lo mejor para mí. Quiere que salga de mí la mejor versión de mí mismo. Espero en esa llegada que altere mis planes y me exija saltos de fe fuera de tantos cálculos. Saltos audaces y valientes que rompen todos los esquemas. Me gusta pensar en ese Dios oculto en los cielos que desciende en mi carne para cambiar los corazones. «Señor, Tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y Tú el alfarero: somos todos obra de tu mano». Espero en ese Dios alfarero, porque confío en que sus manos harán conmigo una obra de arte. Y por eso sigo caminando porque creo que Dios tiene algo bueno para mi vida. Lo mejor está por venir, por eso espero. No quiero dejar de confiar en su amor inmenso. Él baja a mí en medio de mis cruces y dolores. Viene a mí cuando me siento perdido en mi noche. Donde no hay estrellas, donde parece no haber esperanza. Viene a mí para abrazar mi cuerpo herido. Espero, quiero, deseo que venga de nuevo a mí en este Adviento. Necesito un milagro de Navidad para mi vida. ¿Qué es lo que espero? ¿Qué necesito? Hay tanto dolor, tanta injusticia que hiere mi alma. Lo quiero todo. Quiero el amor infinito. La paz eterna. Sé que cuando llega esta época navideña surgen las dudas de los regalos. ¿Qué necesito realmente? ¿Me falta algo? Lo pienso bien. No necesito nada. En realidad estoy lleno de cosas. Lleno de bienes. Lleno de necesidades satisfechas. Lleno de cosas superfluas. ¿Tengo necesidades reales? Hay necesidades creadas por el consumismo. Me encuentro lleno en mi ansia de tener. Pero vacío en mi deseo de amar de forma plena y para siempre. Veo un vacío hondo dentro de mí que me produce nostalgia de lo eterno. Tengo en mi interior la esperanza de una vida más plena, más feliz, más lograda. Es el deseo que sigue estando anclado en el alma. Quiero vivir más de lo que hoy vivo. Y que no mueran aquellos a los que quiero. Que no mueran nunca y menos prematuramente. Aunque sé que a Dios se lo puedo pedir todo. Pero no le puedo pedir nunca explicaciones. Tal vez por eso quiero aprender a confiar más en Dios y menos en mis fuerzas. Quiero aprender a caminar con más hondura, aunque no sea más lejos, dejando mi superficie. Quiero vivir con una mirada más providente y no calculando a ver si tengo fuerzas suficientes para llegar a la meta. Mis cálculos humanos me pesan muy dentro y me hacen tan frágil. Es como si para dar un paso tuviera que tener mil certezas en el alma para no dudar. Y las cosas que me sacan de mi esquema me ponen inseguro y me dan miedo. Me agobio y no pienso que es Dios actuando en mí cuando me sacan del molde. Y creo que soy yo el que actúa con mi fuerza mientras Dios me contempla maravillado. ¡Qué poca hondura tiene mi mar! Me hace falta adentrarme en mi interior buscando las huellas de Dios en mi historia. La esperanza es la que me llama a comenzar este Adviento poniendo mi confianza en ese Jesús que me sale al encuentro, hecho niño indefenso. Jesús viene a nacer en mi alma para cambiarme por dentro. Eso espero, lo necesito. Tengo expectativas. Pero no vivo amargado ni defraudado cuando me asusta que Dios no haga realidad todos mis planes. Detrás de cada derrota vuelvo a confiar. Subo el umbral de mi tolerancia frente a las frustraciones. Soy tan pequeño. Y veo que puedo ser más tolerante con los que están más cerca. Mejorar mi ánimo cuando las cosas no suceden como esperaba. Superar mis disgustos con entereza. No espero ya que todo esté a mi gusto. Que todo me resulte. No es lo que espero en este Adviento. Espero más bien vivir anclado en Dios para no vivir continuamente con miedos. Espero más silencio y menos ruidos. Espero menos guerras y más paz. Menos divisiones y más unidad. Espero más abrazos y menos distancias. Espero más verdades y menos mentiras. Espero el cielo en la tierra y el corazón roto por un amor que todo lo desborda. Espero acercarme al que está más lejos. Y escuchar al que nunca llamo. Espero recorrer la distancia eterna que me separa del que me hizo daño. Espero cuidar al enfermo y visitar al preso. Espero dar de comer al indigente y hospedar al peregrino. Espero escuchar al que me habla y animar al que me escucha. Espero hacer felices a los que me rodean, regalando mi tiempo. Espero dar la vida por los grandes ideales y no ser mezquino en mi entrega. Espero vencer mi pereza, y dejar de lado mis miedos. Espero ayudar al que sufre y sostener al caído. Sé que no es tan fácil todo lo que espero. Pero me dice Dios que siga esperando, que crea, que confíe. Y me pongo en marcha al comenzar el Adviento. Si Él va conmigo creo que puedo. Si Él me alegra en medio de mis penas, todo es posible. Por eso pongo todo en las manos de Dios que conduce mi barca.
Comienza el Adviento y yo quiero estar atento al paso de Dios por mi vida. Quiero vigilar y no estar ensimismado. Hoy escucho: «Mirad, vigilad: pues no sabéis cuando es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje y dejo su casa, y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara. Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad!». Sé que Dios da a cada uno su tarea. ¿Cuál es mi tarea? ¿Qué misión me ha confiado? Muchas veces veo muchas tareas y me siento pequeño ante ese desafío inmenso. Me desborda lo que esperan de mí. Todo lo que no hago. Veo las personas que me ha confiado Dios. Me ha puesto para que vigile. Para que esté atento a los peligros. Quiero estar en vela, quiero vigilar. Pero a veces vivo ensimismado. El otro día una persona me hablaba de ese peligro del ensimismamiento. Sucede cuando sólo pienso en mí, en lo que me está pasando en el alma. Vivo agobiado por todo lo que me sucede. Sufro en medio de mis miedos. Entonces dejo de mirar más allá mi preocupación inmediata. No veo a nadie más que a mí mismo. No veo a Dios actuando en medio de mi desierto. Estoy yo solo ensimismado, preocupado, angustiado. Pero no veo a Dios sujetando mis pasos. Me gusta cuando Jesús me dice que vigile, que esté atento, porque viene a verme. Me gusta pensar que viene. Es verdad que no sé el momento en el que vendrá a mí. No sé cuándo me va a abrazar por la espalda sin que yo lo espere. No sé cuándo me va a decir que actúe o permanezca quieto. No alcanzo a ver su presencia en medio de mis noches y mis miedos. No distingo su rostro. No escucho su voz dentro de mí porque no callo. Quiero mirar y descubrir a Jesús en medio de mis días y oscuridades. En medio de mis tinieblas y mis fríos. Yo también espero un encuentro profundo con Él que cambie mi vida. Sueño con ver su rostro y tocar sus llagas. Quiero convertirme de una vez por todas. Me gustaría ver a Jesús que nace para darle un sentido a mi vida, yo de rodillas en esa cueva fría. Me alegra pensar en la posibilidad de verlo cuando estoy agobiado con tantos trabajos y preocupaciones. Quisiera vivir infinitamente despreocupado. Cuando me superan los compromisos y no doy abasto. Cuando vivo ensimismado, preocupado y agobiado. Y entonces me faltan las fuerzas para caminar yo solo. Y quiero que Jesús venga a mí y me diga que está conmigo, que me necesita, que ha nacido para darle sentido a mi vida. Anhelo tocarlo, como María tocaba a Jesús niño en su regazo. O como S. José lo miraba conmovido. O como lo contemplaban esos magos y pastores que lo dejaron todo por ver a Jesús. Quiero ver su rostro en medio de una cueva, en medio de mi noche, en esa noche de Belén, esa noche fría de invierno. Pero creo que me duermo con frecuencia preocupado del mundo que me inquieta. Me faltan las fuerzas para vigilar siempre y estar atento a lo que pueda ocurrir. Será culpa de mi pecado. Culpa de mis faltas e imperfecciones. No soy perfecto. Me canso de tanto esforzarme y vigilar. Me cansa estar siempre atento. Necesito la fuerza de Dios para seguir de pie. Decía el P. Kentenich: «Cuando esa tarea de vigilancia descansa sólo en la virtud, no podremos liberarnos del cansancio, similar a aquel que sufre el vigía en su torre cuando se fatiga de tanto mantener la atención sobre el horizonte y evitar toda distracción. Para cumplir la labor de velar, y estar atentos, hace falta el auxilio del Espíritu Santo»[6]. Veo tantas imperfecciones en mi alma. Tanto pecado. Tantos buenos propósitos incumplidos. Veo que no hago lo que deseo hacer. No hago el bien que sueño y no evito el mal que temo. No vigilo. No estoy atento para ver dónde soy tentado en la vida y me dejo llevar. No amo con hondura a los que me aman. No me doy con generosidad cuando me lo piden. Necesito que venga su Espíritu.
Me pongo en el centro de todo, ensimismado. Es verdad, a veces vivo sólo para mí. Tal vez el voluntarismo de una vigilancia esforzada me cansa por dentro. Quiero entonces mirar a lo alto. Sin la fuerza del Espíritu no puedo vigilar nada. No puedo permanecer en la atalaya en vela para ver los peligros. Y no puedo velar toda la noche para esperar el paso misericordioso de Jesús por mi vida. Me quedo dormido. Me canso de tanta espera. Y digo con San Antonio: «Te hemos seguido a ti. Nosotros criaturas hemos seguido al Creador, nosotros hijos al padre, nosotros niños a la madre, nosotros hambrientos al pan, nosotros sedientos a la fuente, nosotros enfermos al médico, nosotros cansados al sostén, nosotros desterrados al paraíso». He seguido a Jesús, eso es verdad. Lo he seguido y me canso de dar pasos sobre sus huellas. De tanto subir las cumbres. Quiero descansar sin dejar de vigilar. Comenta Fray Pablo de Venecia, uno de los testigos en el proceso de canonización de Santo Domingo: «El maestro Domingo le decía a él y a otros que estaban con él: ‘Caminad, pensemos en nuestro Salvador’. Dondequiera que se encontraba Domingo hablaba siempre de Dios o con Dios; nunca airado, agitado o turbado, ni por la fatiga del camino, ni por otra causa sino siempre alegre en las tribulaciones y paciente en las adversidades». Miro a santo Domingo. Quiero vivir como él. Él descansó en Dios y fue fiel en el camino. Quiero pensar siempre en Jesús. Él quiere que descanse en sus manos. No quiere que me rompa. Me abraza, sale a mi encuentro en este Adviento para que sea luz y alegría para muchos. Decía el Papa francisco: «La imagen más honda y misteriosa de cómo trata el Señor nuestro cansancio pastoral es aquella del que ‘habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo’ (Jn 13,1). La escena del lavatorio de los pies». A veces pongo el acento en exceso en mi fuerza de voluntad, en la fuerza de mis propósitos. Y me agoto. Me digo a mí mismo que voy a mejorar a fuerza de golpes. Que voy a seguir subiendo por las montañas más altas. Y pienso que voy a tocar la cumbre. Pero no puedo. Me faltan las fuerzas. Me rompo. Miro a mi alrededor buscando ayuda. Me siento tan débil. Es el cansancio sano del que lo da todo por amor a todos. Es el amor que quiero vivir. Pero a veces tengo el cansancio enfermo de mi baja autoestima. Que me hace desconfiar de mis fuerzas. Me canso de mí mismo y no acepto mi debilidad y mi torpeza. ¿Cómo puede Dios enamorarse de mí? Él me ama. Hoy me levanto de nuevo para volver a vigilar porque ha venido Jesús a despertarme. ¿Qué tengo que hacer? Necesito la fuerza de Dios para no acabar claudicando. Necesito su mano para no tropezar de nuevo. Vigilo, con los ojos abiertos, con el corazón tranquilo. Algo puede suceder si dejo que Jesús venga a mí. «Ven, Señor Jesús». Le grito. Quiero que salga a mi encuentro, pero a veces me impaciento. No sé si valgo yo para esa vigilia tranquila. Para esa vela paciente. No soy nada paciente. Desde pequeño me lo decían. Lo quiero todo ya, ahora mismo, ayer mismo. Me falta paciencia para vigilar atento, para velar hasta que Jesús pase, me entra el sueño. Es verdad que lo busco y lo quiero. Deseo su presencia en mí cada día. Sueño con esperar pacientemente su venida. El Adviento es una oportunidad que Dios me da para crecer en la paciencia. Cuatro semanas. Cuatro domingos. Tanto tiempo para velar a su lado. Un camino corto esperando que nazca un niño muy dentro del alma. Quiero aprender a confiar cada semana. Decido vivir el Adviento como un camino pausado buscando a Jesús que nace en medio de mi vida.
No sé muy bien cómo digerir las alabanzas que recibo. Llegado al punto de escuchar un elogio no sé si hago bien alegrándome por dentro o sería mejor dejarlo pasar como las aguas del río, sin prestarle atención. Me repito a mí mismo que sólo soy un siervo de Dios, que hago lo que debo, nada más, sólo eso. Pero me engaño. Por dentro agradezco el halago, y me sienta bien el elogio. No quiero revestirme de falsa humildad. A veces me siento como queriendo esconder lo que me dicen, pero sin dejar de escuchar atentamente. Sé que la caricia me hace bien. Aunque al mismo tiempo me ablanda por dentro. Y caigo en la tentación de mendigar elogios siempre con la sonrisa en el rostro. Cuando me alaban me siento útil para el reino de Dios. Un instrumento apto en las manos de María. Pero cuando callan y no me dicen nada. Cuando me juzgan y critican. Cuando hablan mal de mí o simplemente no hablan. Entonces me turbo y me duele muy dentro el alma. ¿Cómo puedo prescindir de esa ayuda para caminar? Caigo en la vanidad de los elogios y las alabanzas. De los agradecimientos y menciones. Todo es vanidad. Porque vivo comparándome con otros. Buscando ser el mejor en lo que hago. Espero recibir lo mismo que reciben los mejores, nunca menos. Quiero más amor, más cuidado, más atención, más cariño. Siento que es vanidad que me preocupe tanto el qué dirán. El qué pensarán de mí si hago o si no hago. Si voy o si no voy. Si digo o callo. Vivo pensando en responder a las expectativas creadas en medio de un mundo tan vasto donde no abarco. No cumplo. No llego. Son en realidad las mismas expectativas que yo mismo he creado con mis palabras y gestos. Con los precedentes. Y entonces esperan algo que yo les puedo dar. Buscan oír lo que he dicho que no quería decir. Y me veo corriendo con los dientes apretados dispuesto a contentar tantas demandas, tantas exigencias. Quiero que todos sean felices por mi causa. Quiero ser luz, causa de alegría y esperanza. Y me vuelvo vulnerable al halago. Mendigo el abrazo amigo como algo tan necesario para darme. Espero la palabra amable que me haga sonreír. Y el consuelo del aprecio que levante mi ánimo. Es tan fácil admirar y adular a otros. Ensalzar y reconocer desde abajo al que yo mismo he subido a un pedestal. Porque me hace bien tener modelos a los que seguir. Ver reflejada en la carne humana esa santidad que anhelo. Y encumbro a otros hombres pensando que no cometerán errores como hago yo y no caerán. Su fidelidad será mi fuerza. Pero la fama es efímera. Y la carne humana débil. Y se me olvida en mi vanidad que todos fallan, yo el primero. Y dudo de mí al ver caer a otros. Y temo caer yo mismo. Me olvido de la realidad del hombre que es débil y frágil. Hoy resulta tan fácil buscar modelos que no me ayudan a vivir. Modelos con valores diferentes a los que me hacen bien: «Quizás hoy hay modelos mucho más variados, y muchos desaparecen rápido. Tanto que ni siquiera da tiempo a memorizar sus nombres antes de que las estrellas más rutilantes de los firmamentos mediáticos se apaguen. Pero están ahí. Jóvenes y adultos los admiran y los aplauden. Se conocen sus historias y sus acciones, sus gustos y sus vicios, sus amores y sus flaquezas. Ese mirar –y admirar–a otros es humano. Es cierto que no todo es lo mismo. Quizás la grandeza de una época reside en saber admirar a quien merezca la pena»[3]. La grandeza del hombre es saber a quién admirar. Elegir bien el camino a seguir. Admirar y seguir las huellas de quien merezca la pena. ¿A quién admiro? ¿A quién sigo? ¿Quién muestra en su carne los valores que yo sueño? Quiero seguir al que tenga valores eternos reflejados en su carne humana y en sus pasos. Admiro a muchas personas, es verdad. Pero no sigo a muchas. Admiro sin temer su caída. Porque todo es posible. Todos podemos fallar. Y al mismo tiempo me asusta que me admiren. Porque genera la admiración una expectativa dentro de mi alma que me tensa. Pongo sobre mí la autoexigencia de no defraudar a nadie, de no ser piedra de escándalo. Con los dientes apretados lucho y corro por los caminos de la vida intentando no fallar y llegar a todo. Lo hago con un gesto de rigidez impuesto, en medio de mi cansancio. Sufro el miedo a defraudar. La expectativa que tantos tienen y que puede que no obtengan lo esperado. ¿Qué carga pongo yo sobre los hombros de aquellos a los que admiro? ¿Qué carga han puesto algunos sobre mis hombros? Tal vez exijo una perfección inalcanzable, una santidad intachable. O me la exigen. Porque tienen expectativas sobre mi vida. Es todo tan fútil. Vanidad de vanidades. Los años vuelan. El tiempo se escapa entre los dedos. Temo exigir a otros y exigirme a mí mismo más de lo posible. No puedo dejar de mirar a lo alto del cielo. No puedo dejar de mirar a Jesús hecho niño que me recuerda que soy barro. Sé que por mi piel puedo llegar a las estrellas. Necesito aprender a poner siempre en Dios mi confianza. Ser como Jesús en medio de la paz de una noche santa. La fragilidad humana es sólo el peldaño que me conduce a lo alto. O el peldaño por el que baja Dios descalzo para encontrarse conmigo. No me quedo en el dedo que señala la luna. Miro más alto del dedo, miro lo que señala. Creo en el poder de un Dios infinito reflejado en rasgos humanos caducos, en medio de una cueva. Y me admiro de que Dios puede hacer desde la pequeñez de mi vida obras tan grandes. Me conmueve tanto poder tocando mis miembros cansados. Puede hacer que mi voz obre milagros. Puede sanar con mis manos tan torpes heridas hondas. Puede levantar con mis pocas fuerzas al caído en medio del camino. Y puede hacer que mi sonrisa torpe dé aliento a los que viven sin esperanza, son tantos. Y yo temo dejarle actuar a Dios. Me asusta tanta cercanía en mi carne. Se me olvida que es Él el que está detrás de todo lo que sueño y espero. Sigo a muchos. Admiro a muchos. Pero sigo mirando en lo alto su poder de Padre que me busca y abraza. Y lanza lazos humanos para que suba alto, muy alto, a su regazo. Y no me quede en el dedo, en la vida, que lo señala a Él ante mis ojos.
Me gusta mirar este tiempo de Adviento como un tiempo de esperanza. Pero tengo que reconocer que muy a menudo no sé bien qué es lo que espero. ¿Qué expectativas tengo? A veces creo que espero mucho de la vida. Quizás mucho más de lo que pueda darme. Como decía Francisco de Quevedo: «Quien espera en esta vida que todo esté a su gusto, se llevará muchos disgustos». Espero que mis planes sean los de Dios. Quiero que todo esté a mi gusto, como yo lo espero. Quiero que mi vida sea una vida fecunda, próspera, lograda. Espero tener éxito y triunfar en todas las facetas de mi vida. Espero no perder nada de lo que poseo y me da alegría, aquello que tanto amo. Espero tener más que ahora, aunque ya sea bastante. Ser más feliz que en este momento. Espero que llueva, que salga el sol. Siempre a mi antojo. Espero tener salud y amigos. Y dinero para disfrutar con ellos. Espero seguir como estoy, nunca peor, eso no. O mejorar mucho más allá de lo que ahora vivo. Tal vez he bajado mis expectativas a medida que han pasado los años y me he llevado muchos disgustos. O la edad me ha hecho más sensato, más realista o más pesimista. Sé que las cosas no están siempre a mi gusto. Por eso he sufrido. Y he llorado. Y he tocado el fracaso en mi carne humana, en un mar de lágrimas. De forma concreta, tosca y dura. Y la esperanza se ha vuelto más débil, o ha muerto. Tal vez es que, como me dice el P. Kentenich: «La vida interior se está extinguiendo»[4]. Y al vivir en la superficie de mi vida, de mis cosas, las expectativas son menores. O no pretendo alturas que no poseo. Y dejo de esperar tanto. No le exijo tanto a mis días. O a lo mejor sí y cuando las personas me defraudan y no están a la altura esperada. Sufro, lloro, desconfío. Resulta que no son tan buenos como parecían. No son tan responsables y me fallan. Me hicieron creer que eran de una manera y son de otra. ¡Cuánto me cuesta aceptar la debilidad de los demás! ¡Qué difícil besar la realidad tal como es, aceptándola! ¿Podrá ser mejor? ¿Podrá empeorar lo que ahora vivo? ¿Qué es lo que espero de mi vida? Me gustaría tener una mirada más de Dios para mirar las cosas. Y creer más allá de lo imposible con los ojos alzados hacia Jesús. Pensar en el efecto multiplicador de la gracia en mis manos. En el poder de Dios para hacer posible lo que no es posible. Multiplicar ese pan que alimenta a tantos. No hablo de milagros extraordinarios. Sino de los caminos imposibles que Dios me hace seguir cuando me dejo conducir en sus manos. En lo cotidiano, en lo ordinario. Caminos interiores donde veo su mano. Y me veo más dócil. Más providente. Quiero tener una fe más práctica pensando que es Dios quien conduce mi vida necesitando mi sí. Decía el P. Kentenich: «Hablando humanamente, allí donde está operando una fe providencialista, jamás salen las cuentas. Observen que la fe en la Divina Providencia supone siempre oscuridad. Exige siempre saltos mortales: saltos mortales para la razón, porque jamás salen las cuentas. Saltos mortales para la voluntad, porque la razón no tiene seguridades intelectuales, terrenales, humanas»[5]. Me gusta pensar en el Adviento como el mayor salto mortal en la historia de los hombres. No salen las cuentas. Un niño pequeño en una cueva que trae la paz y es el rey. Hoy escucho: «Bajaste, y los montes se derritieron con tu presencia». Dios se hace niño impotente en medio de los hombres. Rompe los cálculos humanos. Baja, desciende, se hace débil, se hace creatura. Necesita el abrazo de una madre y la fuerza de un padre. Un cuidado infinito. No salen las cuentas. No es un cálculo lógico lo que se esconde en esa cueva de Belén. No está todo previsto y calculado en el corazón de José y de María. No hay tantas certezas. Hay muchas dudas y muchos miedos como en mí tantas veces.
Pienso que el Adviento tiene mucho de esperanza providente y mucho de nostalgia de infinito. Y hacen falta ojos de niño para seguir el camino que lleva de la noche a la luz. Del frío al calor de un fuego. Hace falta la fe en un Dios bueno que me quiere y conduce mi historia. Y quiere lo mejor para mí. Quiere que salga de mí la mejor versión de mí mismo. Espero en esa llegada que altere mis planes y me exija saltos de fe fuera de tantos cálculos. Saltos audaces y valientes que rompen todos los esquemas. Me gusta pensar en ese Dios oculto en los cielos que desciende en mi carne para cambiar los corazones. «Señor, Tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y Tú el alfarero: somos todos obra de tu mano». Espero en ese Dios alfarero, porque confío en que sus manos harán conmigo una obra de arte. Y por eso sigo caminando porque creo que Dios tiene algo bueno para mi vida. Lo mejor está por venir, por eso espero. No quiero dejar de confiar en su amor inmenso. Él baja a mí en medio de mis cruces y dolores. Viene a mí cuando me siento perdido en mi noche. Donde no hay estrellas, donde parece no haber esperanza. Viene a mí para abrazar mi cuerpo herido. Espero, quiero, deseo que venga de nuevo a mí en este Adviento. Necesito un milagro de Navidad para mi vida. ¿Qué es lo que espero? ¿Qué necesito? Hay tanto dolor, tanta injusticia que hiere mi alma. Lo quiero todo. Quiero el amor infinito. La paz eterna. Sé que cuando llega esta época navideña surgen las dudas de los regalos. ¿Qué necesito realmente? ¿Me falta algo? Lo pienso bien. No necesito nada. En realidad estoy lleno de cosas. Lleno de bienes. Lleno de necesidades satisfechas. Lleno de cosas superfluas. ¿Tengo necesidades reales? Hay necesidades creadas por el consumismo. Me encuentro lleno en mi ansia de tener. Pero vacío en mi deseo de amar de forma plena y para siempre. Veo un vacío hondo dentro de mí que me produce nostalgia de lo eterno. Tengo en mi interior la esperanza de una vida más plena, más feliz, más lograda. Es el deseo que sigue estando anclado en el alma. Quiero vivir más de lo que hoy vivo. Y que no mueran aquellos a los que quiero. Que no mueran nunca y menos prematuramente. Aunque sé que a Dios se lo puedo pedir todo. Pero no le puedo pedir nunca explicaciones. Tal vez por eso quiero aprender a confiar más en Dios y menos en mis fuerzas. Quiero aprender a caminar con más hondura, aunque no sea más lejos, dejando mi superficie. Quiero vivir con una mirada más providente y no calculando a ver si tengo fuerzas suficientes para llegar a la meta. Mis cálculos humanos me pesan muy dentro y me hacen tan frágil. Es como si para dar un paso tuviera que tener mil certezas en el alma para no dudar. Y las cosas que me sacan de mi esquema me ponen inseguro y me dan miedo. Me agobio y no pienso que es Dios actuando en mí cuando me sacan del molde. Y creo que soy yo el que actúa con mi fuerza mientras Dios me contempla maravillado. ¡Qué poca hondura tiene mi mar! Me hace falta adentrarme en mi interior buscando las huellas de Dios en mi historia. La esperanza es la que me llama a comenzar este Adviento poniendo mi confianza en ese Jesús que me sale al encuentro, hecho niño indefenso. Jesús viene a nacer en mi alma para cambiarme por dentro. Eso espero, lo necesito. Tengo expectativas. Pero no vivo amargado ni defraudado cuando me asusta que Dios no haga realidad todos mis planes. Detrás de cada derrota vuelvo a confiar. Subo el umbral de mi tolerancia frente a las frustraciones. Soy tan pequeño. Y veo que puedo ser más tolerante con los que están más cerca. Mejorar mi ánimo cuando las cosas no suceden como esperaba. Superar mis disgustos con entereza. No espero ya que todo esté a mi gusto. Que todo me resulte. No es lo que espero en este Adviento. Espero más bien vivir anclado en Dios para no vivir continuamente con miedos. Espero más silencio y menos ruidos. Espero menos guerras y más paz. Menos divisiones y más unidad. Espero más abrazos y menos distancias. Espero más verdades y menos mentiras. Espero el cielo en la tierra y el corazón roto por un amor que todo lo desborda. Espero acercarme al que está más lejos. Y escuchar al que nunca llamo. Espero recorrer la distancia eterna que me separa del que me hizo daño. Espero cuidar al enfermo y visitar al preso. Espero dar de comer al indigente y hospedar al peregrino. Espero escuchar al que me habla y animar al que me escucha. Espero hacer felices a los que me rodean, regalando mi tiempo. Espero dar la vida por los grandes ideales y no ser mezquino en mi entrega. Espero vencer mi pereza, y dejar de lado mis miedos. Espero ayudar al que sufre y sostener al caído. Sé que no es tan fácil todo lo que espero. Pero me dice Dios que siga esperando, que crea, que confíe. Y me pongo en marcha al comenzar el Adviento. Si Él va conmigo creo que puedo. Si Él me alegra en medio de mis penas, todo es posible. Por eso pongo todo en las manos de Dios que conduce mi barca.
Comienza el Adviento y yo quiero estar atento al paso de Dios por mi vida. Quiero vigilar y no estar ensimismado. Hoy escucho: «Mirad, vigilad: pues no sabéis cuando es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje y dejo su casa, y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara. Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad!». Sé que Dios da a cada uno su tarea. ¿Cuál es mi tarea? ¿Qué misión me ha confiado? Muchas veces veo muchas tareas y me siento pequeño ante ese desafío inmenso. Me desborda lo que esperan de mí. Todo lo que no hago. Veo las personas que me ha confiado Dios. Me ha puesto para que vigile. Para que esté atento a los peligros. Quiero estar en vela, quiero vigilar. Pero a veces vivo ensimismado. El otro día una persona me hablaba de ese peligro del ensimismamiento. Sucede cuando sólo pienso en mí, en lo que me está pasando en el alma. Vivo agobiado por todo lo que me sucede. Sufro en medio de mis miedos. Entonces dejo de mirar más allá mi preocupación inmediata. No veo a nadie más que a mí mismo. No veo a Dios actuando en medio de mi desierto. Estoy yo solo ensimismado, preocupado, angustiado. Pero no veo a Dios sujetando mis pasos. Me gusta cuando Jesús me dice que vigile, que esté atento, porque viene a verme. Me gusta pensar que viene. Es verdad que no sé el momento en el que vendrá a mí. No sé cuándo me va a abrazar por la espalda sin que yo lo espere. No sé cuándo me va a decir que actúe o permanezca quieto. No alcanzo a ver su presencia en medio de mis noches y mis miedos. No distingo su rostro. No escucho su voz dentro de mí porque no callo. Quiero mirar y descubrir a Jesús en medio de mis días y oscuridades. En medio de mis tinieblas y mis fríos. Yo también espero un encuentro profundo con Él que cambie mi vida. Sueño con ver su rostro y tocar sus llagas. Quiero convertirme de una vez por todas. Me gustaría ver a Jesús que nace para darle un sentido a mi vida, yo de rodillas en esa cueva fría. Me alegra pensar en la posibilidad de verlo cuando estoy agobiado con tantos trabajos y preocupaciones. Quisiera vivir infinitamente despreocupado. Cuando me superan los compromisos y no doy abasto. Cuando vivo ensimismado, preocupado y agobiado. Y entonces me faltan las fuerzas para caminar yo solo. Y quiero que Jesús venga a mí y me diga que está conmigo, que me necesita, que ha nacido para darle sentido a mi vida. Anhelo tocarlo, como María tocaba a Jesús niño en su regazo. O como S. José lo miraba conmovido. O como lo contemplaban esos magos y pastores que lo dejaron todo por ver a Jesús. Quiero ver su rostro en medio de una cueva, en medio de mi noche, en esa noche de Belén, esa noche fría de invierno. Pero creo que me duermo con frecuencia preocupado del mundo que me inquieta. Me faltan las fuerzas para vigilar siempre y estar atento a lo que pueda ocurrir. Será culpa de mi pecado. Culpa de mis faltas e imperfecciones. No soy perfecto. Me canso de tanto esforzarme y vigilar. Me cansa estar siempre atento. Necesito la fuerza de Dios para seguir de pie. Decía el P. Kentenich: «Cuando esa tarea de vigilancia descansa sólo en la virtud, no podremos liberarnos del cansancio, similar a aquel que sufre el vigía en su torre cuando se fatiga de tanto mantener la atención sobre el horizonte y evitar toda distracción. Para cumplir la labor de velar, y estar atentos, hace falta el auxilio del Espíritu Santo»[6]. Veo tantas imperfecciones en mi alma. Tanto pecado. Tantos buenos propósitos incumplidos. Veo que no hago lo que deseo hacer. No hago el bien que sueño y no evito el mal que temo. No vigilo. No estoy atento para ver dónde soy tentado en la vida y me dejo llevar. No amo con hondura a los que me aman. No me doy con generosidad cuando me lo piden. Necesito que venga su Espíritu.
Me pongo en el centro de todo, ensimismado. Es verdad, a veces vivo sólo para mí. Tal vez el voluntarismo de una vigilancia esforzada me cansa por dentro. Quiero entonces mirar a lo alto. Sin la fuerza del Espíritu no puedo vigilar nada. No puedo permanecer en la atalaya en vela para ver los peligros. Y no puedo velar toda la noche para esperar el paso misericordioso de Jesús por mi vida. Me quedo dormido. Me canso de tanta espera. Y digo con San Antonio: «Te hemos seguido a ti. Nosotros criaturas hemos seguido al Creador, nosotros hijos al padre, nosotros niños a la madre, nosotros hambrientos al pan, nosotros sedientos a la fuente, nosotros enfermos al médico, nosotros cansados al sostén, nosotros desterrados al paraíso». He seguido a Jesús, eso es verdad. Lo he seguido y me canso de dar pasos sobre sus huellas. De tanto subir las cumbres. Quiero descansar sin dejar de vigilar. Comenta Fray Pablo de Venecia, uno de los testigos en el proceso de canonización de Santo Domingo: «El maestro Domingo le decía a él y a otros que estaban con él: ‘Caminad, pensemos en nuestro Salvador’. Dondequiera que se encontraba Domingo hablaba siempre de Dios o con Dios; nunca airado, agitado o turbado, ni por la fatiga del camino, ni por otra causa sino siempre alegre en las tribulaciones y paciente en las adversidades». Miro a santo Domingo. Quiero vivir como él. Él descansó en Dios y fue fiel en el camino. Quiero pensar siempre en Jesús. Él quiere que descanse en sus manos. No quiere que me rompa. Me abraza, sale a mi encuentro en este Adviento para que sea luz y alegría para muchos. Decía el Papa francisco: «La imagen más honda y misteriosa de cómo trata el Señor nuestro cansancio pastoral es aquella del que ‘habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo’ (Jn 13,1). La escena del lavatorio de los pies». A veces pongo el acento en exceso en mi fuerza de voluntad, en la fuerza de mis propósitos. Y me agoto. Me digo a mí mismo que voy a mejorar a fuerza de golpes. Que voy a seguir subiendo por las montañas más altas. Y pienso que voy a tocar la cumbre. Pero no puedo. Me faltan las fuerzas. Me rompo. Miro a mi alrededor buscando ayuda. Me siento tan débil. Es el cansancio sano del que lo da todo por amor a todos. Es el amor que quiero vivir. Pero a veces tengo el cansancio enfermo de mi baja autoestima. Que me hace desconfiar de mis fuerzas. Me canso de mí mismo y no acepto mi debilidad y mi torpeza. ¿Cómo puede Dios enamorarse de mí? Él me ama. Hoy me levanto de nuevo para volver a vigilar porque ha venido Jesús a despertarme. ¿Qué tengo que hacer? Necesito la fuerza de Dios para no acabar claudicando. Necesito su mano para no tropezar de nuevo. Vigilo, con los ojos abiertos, con el corazón tranquilo. Algo puede suceder si dejo que Jesús venga a mí. «Ven, Señor Jesús». Le grito. Quiero que salga a mi encuentro, pero a veces me impaciento. No sé si valgo yo para esa vigilia tranquila. Para esa vela paciente. No soy nada paciente. Desde pequeño me lo decían. Lo quiero todo ya, ahora mismo, ayer mismo. Me falta paciencia para vigilar atento, para velar hasta que Jesús pase, me entra el sueño. Es verdad que lo busco y lo quiero. Deseo su presencia en mí cada día. Sueño con esperar pacientemente su venida. El Adviento es una oportunidad que Dios me da para crecer en la paciencia. Cuatro semanas. Cuatro domingos. Tanto tiempo para velar a su lado. Un camino corto esperando que nazca un niño muy dentro del alma. Quiero aprender a confiar cada semana. Decido vivir el Adviento como un camino pausado buscando a Jesús que nace en medio de mi vida.
[1] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[2] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández
[3] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[4] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[5] Conferencia 1962, J. Kentenich, Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[6] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
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