IV Domingo tiempo ordinario
por Al partir el pan
Deuteronomio 18, 15-20; 1 Corintios 79 32-35; Marcos 1,21-28
«¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen»
«Me levanto y digo que sí a Dios. Sí a mi vida como es. Sí a los miedos. Sí a la realidad sin maquillajes. Sí al perdón y a pedir perdón. Sí a agradecer por lo que la vida pone entre mis manos»
«¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen»
«Me levanto y digo que sí a Dios. Sí a mi vida como es. Sí a los miedos. Sí a la realidad sin maquillajes. Sí al perdón y a pedir perdón. Sí a agradecer por lo que la vida pone entre mis manos»
Me levanto por la mañana y puedo ver de repente que no todo tiene luz en mi vida. Hay también sombras y oscuridades. Hay vacíos y soledades. Tiembla el corazón ante la falta de claridad. No todo es luz. El Papa Francisco en su visita a Chile comentaba: «En los momentos en los que la polvareda de las persecuciones, tribulaciones, dudas, etc., es levantada por acontecimientos culturales e históricos, no es fácil atinar con el camino a seguir. Existen varias tentaciones propias de este tiempo: discutir ideas, no darle la debida atención al asunto, fijarse demasiado en los perseguidores... y creo que la peor de todas las tentaciones es quedarse rumiando la desolación. Sí, quedarse rumiando la desolación». Me da miedo que esta tentación de rumiar la desolación se apodere del alma. Rumiar, imaginar, pensar, temer, creer. Y el corazón se llena de dudas y miedos. Y si todo no es tan bonito como yo pensaba. Y si la fuerza y pasión de los primeros momentos del amor ha dejado paso a la duda y la debilidad. Y si el fuego de la primera llamada languidece con las circunstancias hostiles, negativas, duras, con los fracasos. El corazón tiembla en medio de la tormenta. Me gustaría no rumiar la desolación. No pensar demasiado en mis fracasos. No lamentarme tanto y darle muchas vueltas a las cosas. Porque los males se agrandan, igual que las ofensas y las heridas adquieren una nueva profundidad. ¿Cómo voy a poder seguir adelante después de lo ocurrido? Jesús no quiere que rumie mi desolación. No quiere que la desilusión eche por tierra todos mis sueños. No quiere que deje de soñar con cumbres altas y me quede estancado. Comentaba el Papa en Chile: «En medio de nuestros pecados, límites, miserias; en medio de nuestras múltiples caídas, Jesucristo nos vio, se acercó, nos dio su mano y nos trató con misericordia. Cada uno de nosotros podría hacer memoria, repasando todas las veces que el Señor lo vio, lo miró, se acercó y lo trató con misericordia. No estamos aquí porque seamos mejores que otros. No somos superhéroes que, desde la altura, bajan a encontrarse con los ‘mortales’. Más bien somos enviados con la conciencia de ser hombres y mujeres perdonados. Y esa es la fuente de nuestra alegría». Yo soy tan pecador como los que me persiguen y hacen daño. Soy tan débil como aquellos a los que condeno. Soy tan frágil como los que me han decepcionado y no perdono. Me levanto lleno de confianza. Porque he experimentado la misericordia de Dios en su mirada. Necesito su perdón una y mil veces para poder yo perdonar a otros. No me jacto de no haber caído nunca. No me creo mejor que otros. Me gustaría sentirme así siempre. Pequeño y alzado. Caído y levantado. Pobre y rico. Pero no me quedo rumiando mis penas. Lamentando mis fracasos. Echando en cara a Dios que se ha olvidado de mi suerte. Por eso me hace tanto bien perdonar y volver a levantarme. Me gustan las palabras del Papa Francisco: «Quien no perdona no tiene paz en el alma ni comunión con Dios. La pena es un veneno que intoxica y mata. Guardar el dolor en el corazón es un gesto autodestructivo». No me perdono a mí mismo y por eso no me siento perdonado por Dios. No creo en su misericordia. Y también por eso no perdono a otros. No cae de mis ojos la venda de la tristeza. Dejo de tener paz. Y rumio la pena. Sueño con tener un corazón firme, valiente, alegre. Un corazón que se mantenga como el junco en medio de los vientos. Con raíces profundas. Decía el P. Kentenich: «Si queremos formarnos como personas de carácter firme, debemos aprender a decir ‘Sí’ a nuestras cruces diarias, y estar preparados también para soportar alguna vez cruces más dolorosas»[1]. Cruces pesadas que me hagan pensar que no hay salida. Y me hagan pensar que puedo romperme. Sé que sí hay sol por la mañana. Aunque ahora sea de noche. Quiero entregarle a Dios mi pena, mi desolación, mi miedo, mi angustia, mi tristeza, mi fracaso. En esos momentos dudo de todo y pienso que nada ha sido verdad. Que nada de lo vivido ha sido cierto. La tentación de la desolación. Puedo llegar a desconfiar de mí mismo. Del poder de Dios. De la verdad de todos los que me aman, a los que amo. Puedo dudar de su llamada, de esa voz que escuché un día junto a mi lago. Por eso decido hoy no quedarme rumiando mi desolación ni mi pena. Me levanto de nuevo y digo que sí a Dios. Sí a mi vida como es hoy. Sí a los miedos en medio de la oscuridad. Sí a la realidad ya sin maquillajes. Sí al perdón y a pedir perdón. Sí a agradecer por tantas cosas que la vida pone entre mis manos. Me levanto confiado. No dudo más.
Quiero aprender a vivir en positivo. En color y no en blanco y negro. Apreciando los grises y descubriendo lo bueno que la vida me regala. Escribía Oscar Wilde: «Todos vivimos en el fango, pero algunos miramos las estrellas». No siento que viva en el fango. Pero corro el peligro de dejar de mirar las estrellas. Me fijo sólo en el negro o en el blanco. Lo perfecto o lo que está mal. Y no veo las sutilezas, los matices. No acabo de comprender que en mi corazón habita el mal con el bien, la cizaña con el trigo. No todo está mal. No todo está bien. No en todo soy maduro. Ni en todo inmaduro. No todo en mí es pecado, ni todo virtud. Esa mirada positiva sobre la vida me ayuda. Acepto la realidad con sus grises. Pero siempre acogiendo la luz de Dios. Por eso quiero aprender a mirar más las estrellas. Me gusta hacerlo, es verdad. Me gusta mirar el cielo lleno de luz en medio de la noche. Y pensar que mi vida, en comparación con el firmamento, es tan pequeña, tan insignificante. Y tan valiosa al mismo tiempo. Y pienso entonces en el valor infinito de toda mi entrega invisible. Y veo que si miro las estrellas ayudo a muchos a mirar más lejos, más alto, más dentro. Me gustaría ser profeta de Dios en medio de los hombres que viven en tinieblas. O han perdido el rumbo. O están tan heridos que ya no ven la luz en medio de la noche. Y escucho hoy: «Suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca, y les dirá lo que yo le mande». Jesús era profeta. Los santos son profetas. Todo el que recibe una palabra de Dios para entregar a los suyos es profeta. Yo soy profeta. El profeta denuncia y alerta. El profeta mira más allá del problema del momento. Tiene una mirada con más altura. Mira las estrellas. Y hace con su fuerza que muchos levanten la mirada de sus problemas. Tengo la tentación de pensar que mi vida con sus dificultades es la más dura. Y veo que lo que a mí me pasa no le pasa a nadie. Como si la mala suerte o algún destino fatal me hubiera caído a mí por desgracia. Y cuando caigo en mi debilidad, encuentro que el fango de mis pasos es el más negro. Y no confío en que todo pueda ir mejor. Me gustaría tener una mirada de profeta. Tener palabras de profeta que levanten el espíritu cuando esté muy bajo. Quiero tener palabras para los que necesitan soñar. Y tener silencios para los que buscan descansar. Quiero ser paciente con el inquieto. Y animar con pasión al que duerme la vida. Pretendo alimentar la esperanza que tengo entre mis manos. Y le pido a Dios que no deje de sembrar palabras dentro de mi alma. Deseo, sí, abrazar un amor más grande que no merezco. Y sé que el deseo es la fuerza que mueve siempre mis pasos. Me levanta cada mañana. Y me hace sonreír en medio de los truenos. Aunque haya caído una vez más. He perdido la cuenta. O me haya dolido de nuevo la herida de siempre. Y no vea la utilidad de tantas cosas que hago. En eso momentos vuelvo a mirar el cielo, miro las estrellas. Y sé que mi vida hoy es antesala del paraíso. Como me recuerda el P. Kentenich: «La inquietud de nuestro corazón y todos los sueños de nuestra vida son, por último, sueños del paraíso. El hoy y el mañana han de ser considerados sólo como transiciones»[2]. Me gusta pensar que estoy de paso por esta tierra que piso. Es tan fugaz el éxito que sueño. Es tan pasajero el fracaso que temo. Lo que me quita hoy la paz mañana es parte de mi olvido. Anhelo ser ese profeta que anuncia un mundo nuevo. O simplemente muestra las huellas de Jesús sobre la arena y las estrellas. Él es el camino, la verdad y la vida. Y todo lo demás importa poco. Aunque a mí me importe tanto todo lo humano. Pero sé también que Dios puede utilizar todo lo mío para dar vida. Y no son precisamente mis talentos y dones lo que más le sirven. Porque en ellos se oculta su poder y no se ve la gracia. Y ven más mi gloria. Mientras que en mis heridas y fracasos es su Espíritu el que ilumina todo. Eso me alegra. Esa luz me muestra un camino nuevo. Desde mis llagas abiertas. Tantas veces no comprendo cómo hará Dios que mi vida sea fecunda. No lo comprendo. No sé bien cómo ser más fecundo. Porque me empeño en dejar mi huella. No la de Jesús. Sólo la mía. En la JMJ de Cracovia les decía el Papa Francisco a los jóvenes: «Hoy Jesús, que es el camino, te llama a ti, a ti y a ti, a dejar tu huella en la historia». Mi corazón joven quiere dejar huella. Mi nombre grabado para el recuerdo. Quiero dejar una huella clara que muchos identifiquen. Vanidad, todo es vanidad. Quiero dejar mi nombre escrito junto al de Jesús. Eso me basta. Hoy me siento llamado a ser profeta. Me gustaría denunciar la falta de amor en este mundo. De paz, de interioridad, de solidaridad, de silencio. De verdad y de humildad. Me gustaría denunciar que hay tantos vínculos rotos. Y tantos hombres incapaces de tender puentes. Quiero denunciar que no hay constructores de paz. Que no hay silencio suficiente para que mi corazón escuche a Dios. Quiero denunciar que son muchos los que acusan. Y pocos los que construyen. Me gustaría denunciar que hay tantas injusticias que nadie repara. Y que el mal en el mundo comienza en mi propio corazón. Quiero anunciar que Jesús trae un mundo nuevo. Cuando digo que sí y acepto que mi vida sólo vale cuando sirvo. Cuando me entrego. Cuando amo. Y si no sirvo bien, mi vida deja de servir. Me gustaría anunciar un mundo nuevo que comienza cuando pierdo el miedo a lo que viene. Y dejo de asegurarme un futuro que no me pertenece. Y dejo de almacenar reteniendo la vida, por miedo a perderlo todo. Quiero anunciar un mundo nuevo que nace de mi sonrisa que calma las ansias. Y de la ternura de mis manos y palabras. Me gustaría proponer un cambio de perspectiva. Tomando distancia de mis miedos y agobios. Y dejándolo todo en las manos de un Dios que me quiere con locura. Eso es lo que anuncia hoy mi voz. Y proclaman mis palabras. Quiero empezar de nuevo abriendo brecha en el mundo que necesita, porque tiene sed, el agua que viene de las estrellas.
El evangelio de hoy me habla de los inicios de la vida pública de Jesús. Los domingos anteriores Marcos y Juan cuentan cómo eligió a los apóstoles. Los llamó por sus nombres. Quiso compartir la vida con ellos. Antes de comenzar formó una comunidad. Hoy Marcos me habla del lugar donde todo comienza: Cafarnaúm. La ciudad más cercana a su casa. Cruce de caminos, a orillas del lago de Tiberíades. Allí vivía Pedro. Es el lugar en el que Jesús hizo más milagros. Allí comenzó Jesús su vida de predicación. Hoy sólo quedan ruinas. No supieron escuchar sus palabras. No supieron interpretar sus signos. Hoy no queda piedra sobre piedra. Jesús, el peregrino, el caminante, el que no tenía un lugar en el reclinar su cabeza, sí tenía un lugar donde volver cada día en esos primeros tiempos de predicación. Tuvo una casa. Predicaba los sábados en la misma sinagoga: «En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaúm, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad». Cuando Jesús habla y enseña lo hace con una autoridad que hasta los malos espíritus le obedecen: «¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen». Hoy no nos cuenta Marcos lo que decía Jesús. No importa tanto. Sólo importa cómo lo decía. Su forma de hablar. Predicaba con autoridad. ¿Con qué autoridad? ¿Qué significa hablar con autoridad? Me llama la atención esa afirmación. Jesús era el hijo de un carpintero. Había vivido en Nazaret, un lugar pequeño y escondido. Humanamente no tenía títulos que le confiriesen autoridad. Me gusta esa manera de describir su predicación. Pienso que significa que lo que dice lo vive. Que sus palabras van avaladas por sus obras. Es verdad que los hechos en la vida de Jesús tienen más fuerza aun que sus palabras. La coherencia de vida. La verdad. Habla de lo que vive y vive según habla. Así predicaba Jesús. ¿Cómo son mis palabras? ¿Cómo está de unido mi actuar y mi hablar? En Jesús no había mentira, ni afán de poder. No es fácil el juego de la autoridad. Jesús habla con un poder que viene de Dios. Sus actos y sus palabras son coherentes. Tiene autoridad ante el pueblo porque ven su vida y escuchan sus palabras y creen en la verdad de lo que dice y vive. Yo tantas veces creo tener autoridad. Por mi cargo, o mi tarea. Me la han dado. La he conseguido. Pienso que los títulos me dan autoridad. Como si un nombre, o un estudio, o un reconocimiento, fueran el fundamento suficiente de mi autoridad. ¡Cuánta pobreza en mi mirada! La autoridad no me la dan los títulos. Tampoco los logros. Ni los merecimientos. La autoridad viene de la coherencia de mi vida. Pero no la tengo. Muchas veces mi autoridad no viene de Dios. Quiero imponer mi autoridad. Quiero que me obedezcan. Que piensen como yo pienso. ¡Es tan fácil caer en esta tentación de abusar de mi autoridad! Pretendo imponer mi autoridad y que me sigan y respeten. Pero al querer imponerla la pierdo. Quiero que me obedezcan por mi cargo, a la fuerza. Una autoridad de la que a menudo carezco. Y reacciono mal cuando no me siguen. Me duele que no me escuchen y respeten. A veces la autoridad se gana con dificultad y se puede perder fácilmente. Un tropiezo, un acto fallido, un descuido. La autoridad moral es la que más deseo. Y sólo tiene lugar cuando mis actos y mis palabras son coherentes. Cuando mi vida avala mis palabras. Cuando lo que vivo se corresponde con las decisiones que he tomado. Y también sé que a veces puedo usar mal mi autoridad y abusar de ella. Decía Jean Vanier: «El ejercicio de la autoridad, volverse padre, es una de las realidades más difíciles. Utilizar la autoridad para que el otro se levante. El peligro es usarla para controlar y poseer. Una madre puede querer controlar a sus hijos porque se siente vacía por dentro. Cuando ya no siente el amor afectivo y efectivo de su marido. Jesús no nos va a obligar a hacer cosas que no queremos hacer». Quiero una autoridad que sea servicio a la vida ajena que se me confía. Una autoridad que no me lleve a querer controlar a los demás e imponer mis puntos de vista. Una autoridad que dé vida a muchos. Una autoridad como la de Jesús, que es una autoridad que no se impone nunca con la fuerza.
Jesús no pretende que haga lo que yo no quiero hacer. Su autoridad surge del amor y me atrae. Pienso en la autoridad del Papa Francisco. Sus palabras se corresponden con sus obras. Hay amor en ellas. Pero a veces parece que para algunos el papa deja de tener autoridad cuando no dice exactamente lo que ellos esperan. Buscan confirmar su postura y su pensamiento para así reconocer su autoridad. Me puede pasar a mí lo mismo. Respeto la autoridad del que piensa como yo. La autoridad del que está de acuerdo con mis puntos de vista. Y rechazo al que no está de acuerdo conmigo. Jesús tiene la autoridad de un profeta. Enseña y su palabra tiene fuerza. Su palabra cambia la realidad que toca. Es una palabra creadora. Tiene una autoridad que nace del amor. ¡Qué importante saber utilizar bien la autoridad que Dios me da! Decía el P. Kentenich: «Quien domine a los hombres por el temor, ejercerá su autoridad sobre ellos sólo mientras empuñe el látigo. En la educación todo depende de la captación de ese instinto de amar que hay en el ser humano; y la manera más rápida de captarlo es cuando la persona se sabe amada. He ahí la maravillosa pedagogía de Don Bosco: - Dios me ama. El hombre debe experimentarse amado por Dios para que se despierte su instinto de amar»[3]. Es la autoridad de Dios. Así despierta Dios vida en mi corazón. Me ama y mi amor brota del alma. Es la respuesta del alma. Ejerzo bien mi autoridad cuando amo. Cuando me entrego, cuando pongo mi corazón como prenda. Es la autoridad del que lo da todo por amor. Por eso no quiero ejercer mi autoridad provocando miedo en los que me siguen. Como ese padre déspota que exige la sumisión absoluta de sus hijos. El P. Kentenich habla del miedo a la autoridad: «¿Conocen personas que temen el trato con autoridades o superiores? Por ejemplo, alguien ha tenido una relación cordial y fluida con otro; pero de pronto este último se convierte en su rector y al enfrentarlo en su nueva investidura siente que la angustia le oprime el corazón y le hace temblar las rodillas. El miedo a la autoridad es real. Existen muchos católicos que no sienten ante Dios un temor filial y respetuoso, sino un miedo de pánico del que jamás se librarán»[4]. La autoridad que se mantiene por miedo no es la autoridad que desea Dios para mí. El poder de Jesús fue el servicio y la entrega. Nunca el miedo. Como leía el otro día sobre Jesús: «Su amor apasionado a la vida, su acogida entrañable a cada enfermo o enferma, su fuerza para regenerar a la persona desde sus raíces, su capacidad de contagiar su fe en la bondad de Dios»[5]. Esos rasgos suyos hacían creíble su autoridad. Quiero parecerme a Él. Mi capacidad para acoger. Mi poder para sanar desde las raíces. Ese poder me viene de Dios. Mi fe en el amor de Dios se contagia. Es por eso que no deseo despertar miedo ni tener miedo ante la autoridad. No quiero evitar el trato con el que tiene un cargo que le da autoridad sobre mí. Y tampoco quiero tener miedo a Dios. Dios me quiere. Dios me abraza. Me sostiene en mi fragilidad. No es un Dios juez, exigente y duro, que me mantiene a raya bajo la amenaza del castigo. No quiero a ese Dios frío y lejano. Pero sé que a veces me vuelvo temeroso de Él cuando temo su juicio. Esquivo su mirada y me escondo en mi pecado. No me acerco a Él cuando he caído. Como temiendo su juicio sin misericordia. Esa no es la autoridad que Dios quiere que yo ejerza. No es la autoridad que tiene sobre mí. Dios me ama. Por eso no quiero despertar miedo en los que buscan ser amados. No deseo que otros me escondan su fragilidad pretendiendo así buscar mi aceptación. Puede ser que sea yo el que se protege y se muestra perfecto e infalible ante los demás. Un padre sin fisuras. Un modelo de paternidad. Como si no tuviera grietas ni heridas. Como si yo no fuera vulnerable. Mi perfección y mi infalibilidad asustan y alejan al que se acerca. Crean una distancia insalvable. No ejerzo mi autoridad cuando temen mi juicio, cuando no se atreven a mostrarme los fallos por miedo a mi rechazo. ¿Quién desea aparecer en su verdad desnuda ante quien aparentemente no comete errores y es tan exigente? Dios me ama y me enseña a mí cómo tengo que amar. Poniendo mi vida y mi corazón, como prenda. Mostrando mi fragilidad sin miedo al rechazo. De mi generosidad constante es de dónde surge la vida. De mi servicio desinteresado que no pide nada a cambio. La autoridad está llamada a despertar vida. Y a cuidar la vida que se le confía.
Siempre me da vueltas el tema de los milagros. Hoy escucho cómo Jesús hace uno. ¿Cuántos milagros hizo Jesús en esos tres años de vida pública? Las fuentes me dicen que son treintaiocho los milagros recogidos en los Evangelios. Habría más, seguro. Pero no me parecen muchos teniendo en cuenta cuántos enfermos pudo encontrar Jesús, cuántos heridos a su alrededor, cuántas muertes. ¡Cuánta gente necesitada de su fuerza y su poder habría en Tierra Santa en su tiempo! Fueron pocos milagros. Pudo hacer muchos más. ¿Por qué no curó a todos? Pienso en todo el dolor que hay hoy a mi alrededor. ¿Por qué no salva a todos? Pido milagros justos. Cosas que son buenas. Pienso que ser curado por Jesús es sinónimo de ser amado por Él. Elegido. Llamado. Mirado. Cuidado. Rescatado. Y pienso que no ser curado es lo contrario. No me sé amado de forma especial. Ni predilecto. Ni escogido. Pertenezco al grupo inmenso de los que no son sanados por Él. Al grupo de los invisibles. No al grupo de los elegidos. Lo reconozco. A mí también me gustaría ver milagros, ser objeto de un milagro, ser sanado en mis heridas. Rezo pidiendo milagros y los espero. Y cuando no suceden. Entonces me siento menos amado, menos elegido, menos tomado en cuenta. Como si Jesús al pasar no se hubiera fijado en mí. Me frustra ver cómo se aleja de mi vida. Mira a otros más que a mí. No a mí. Pienso en tantas personas a las que Jesús cura. Pero a mí no. A los míos no. Y he rezado tanto. Los evangelistas cuentan que la gente perseguía a Jesús para tocarlo. Llamaban su atención. Tenían fe en que sólo con tocarlo bastaría para quedar sanos. No necesitarían su palabra. Ni siquiera su atención. No tenían que ser mirados. Sólo tocarlo bastaba. Pero muchos no fueron curados. Me impresiona esa fe. No sé si la tengo. Quiero que Jesús me hable, me mire, me toque. Y quiero esos milagros extraordinarios que tanto me llaman la atención. Esos que me sorprenden y despiertan mi asombro. Igual que las conversiones espectaculares. Esas que emocionan mi alma. Lo cotidiano me parece menos atractivo, casi aburrido. María en el Santuario no realiza milagros tan espectaculares. Sus milagros son milagros de gracia. Milagros que suceden en el silencio del corazón. Ocultos a los ojos curiosos de los hombres. Dios cambia mi alma y empiezo a vivir de forma diferente. Dios cambia mi mirada y comienzo a ver lo que antes no veía. Es un milagro inmenso que a veces no valoro. No doy gracias por los milagros cotidianos. Tal vez me creo con derecho a ellos y los doy por evidentes. Mi salud. El amor que recibo. Una vida estable. Una fecundidad que me sorprende. Todo me parece lógico. Me parece poco. No doy gracias por lo cotidiano. Por todo aquello a lo que me creo con derecho. Pero no es así. A diario suceden milagros a mi alrededor. Tal vez me falta fe para verlos. Me he acostumbrado a la vida. Y me decepciona ver que Dios no hace los milagros que le pido. Había creído en un Dios hacedor de milagros sorprendentes. Y cuando me toca a mí, no sucede lo que le pido, lo que espero, lo que sueño. Me gustaría aprender a ver a Dios actuando a mi alrededor. Como esa presencia invisible que todo lo cambia sin que el mundo se dé cuenta. Decía el P. Kentenich: «Cuando la fe en la Divina Providencia ha calado hasta la médula, cuando se ha convertido en una segunda naturaleza, uno se ve rodeado en todas partes (incluso en las cosas más simples) por mensajeros y mensajes de Dios»[6]. Quiero esa fe que cree en un Dios providente que me conduce con su amor. Una mirada pura capaz de ver milagros sencillos, escondidos. Quiero descubrir a ese Dios que se abaja a lo más íntimo de mi alma. Me sostiene y me muestra el camino a seguir. Y yo debo aprender a ver milagros por todas partes. No de esos espectaculares que nadie puede refutar. Sino esos otros que pasan desapercibidos. Ocultos. Silenciosos. Me gustan esos milagros que no pido porque me creo con derecho a ellos. Pero me engaño. Son gracia. Son un don. Un regalo que recibo sin merecerlo. Quiero tener más fe para ver a Dios abrazando mi espalda, sosteniendo mis pasos, conduciendo mi vida. Le pido a Dios el milagro de verlo en mi vida, en mi lago, en mis hábitos, en mi carne. Le pido el milagro de aprender a vivir. El milagro de enfrentar los miedos con una confianza que no es mía. Le pido el milagro de saber asombrarme de los regalos que me hace cada día. El milagro de saber interpretar su voluntad y cumplirla. Y decir como me enseña S. Francisco de Sales: «Nada pedir. Nada rehusar». Pido demasiado. Quiero hacer mis planes. Y que Dios respete con su magia el curso de mi vida. Que no me cambie nada. Que no altere mis sueños. Pienso en ese Dios hacedor de milagros. Y no aprecio esos milagros ocultos y sencillos. Le pido a Dios que me cuide. Y que no llegue nunca a pensar que por no recibir exactamente lo que le pido significa que ya no me ama y ya no soy su elegido. Quiero una fe más madura, más pura. Para no alejarme de Él al sentir su impotencia. Al pensar que no me da gracia tras gracia porque ha dejado de darme su amor. Quiero agradecerle con fe sencilla por lo que tengo. Por lo que me ha dado. Sin querer más. Es un salto de fe.
Jesús, hace milagros al mismo tiempo que habla del amor de Dios. Y de esta forma plasma ese amor en sus manos sanando, abrazando, acogiendo, acariciando: «Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: - ¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: - El Santo de Dios». Me imagino la escena. Jesús estaba hablando en medio de la sinagoga. Jesús hablando y un hombre se pone a gritar contra Él. En realidad, ese hombre molesta. Molesta a Jesús. Molesta a los queescuchan. Surge el deseo de echarlo y seguir aprendiendo de Jesús. En la vida hay personas que me molestan. Llegan con sus gritos. Me atacan. Ante la agresión respondo a veces con agresión. A la ira con ira. Y me alejo del que parece odiarme. No miro más allá de sus palabras de ira. No veo al que está escondido detrás de su enfado. Me quedo en las palabras. En el tono de su voz. En sus gestos de amenaza. Jesús no es así, mira el corazón: «Jesús lo increpó: - Cállate y sal de él. El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió». ¡Cuántas veces en mi vida la rabia, el resentimiento, la ira, me ofuscan y no me dejan ser quien soy! ¡Cuántas veces me incomodan las personas que han perdido la mirada reposada, que reclaman, que gritan! Jesús no es como yo. Él tiene la misión de sacar lo más verdadero de cada hombre. De darles su dignidad. De levantarlos. Hoy sucede esto. Jesús con su palabra libera al endemoniado de sus esclavitudes. Rompe sus cadenas. Su autoridad lo salva. Es el poder del amor que gesta en ese hombre una nueva vida. Me gusta este milagro del alma. No es un milagro físico. Jesús acoge a ese hombre que grita. No mira para otro lado. Ni se va. No lo echa. Él ve más allá de las palabras llenas de ira. Ve que está atado por dentro, que es esclavo. Que está encadenado. Ve su oscuridad, su rabia, su falta de libertad. Ve su herida más profunda y su grito del alma más allá de sus palabras hirientes. Jesús pasó por el mundo haciendo el bien, curando y sobre todo liberando a los oprimidos. Desatando esclavitudes. Quitando angustias, miedos y mentiras. Ese hombre no era él cuando grita. Jesús ve siempre el corazón, ve la profundidad, ve la necesidad. Su autoridad lo salva. Es Dios que toca a todos, que ama a todos, que perdona, que mira dentro el corazón y no juzga por apariencias. Con infinita ternura y misericordia trata a este hombre. Jesús ama como sólo puede amar Dios. Esa es su autoridad. Da la paz cuando hay angustia. Ese hombre estaba fuera de sí y de repente recuperó su centro. Los ojos de Jesús, su palabra, calmaron su tempestad y lo liberaron de las cadenas. Tantas veces le pido a Jesús milagros externos, que se cumpla mi voluntad. Me olvido de pedirle que libere mi corazón, que desate mi rabia, que calme mi herida, que me deje sacar lo mejor de mí, que me devuelva mi dignidad de hijo de Dios. Es el mayor milagro. Jesús es quien me salva, quien me libera y me enseña la vida que merece la pena. La vida de la entrega desde lo que soy. ¿Cuál es mi cadena, mi rabia, mi rencor, mi oscuridad? ¿Por qué a veces salto con ira y palabras hirientes ante la menor frustración? ¿Qué sombras de mi alma hoy quiero pedirle a Jesús que toque? Me gustaría ser más libre. Tener menos rabia, menos odio. Me gustaría tener los ojos de Jesús. Mirar más allá de los que tienen rabia. Mirar dentro del alma su verdad. Ser capaz de mirar con misericordia y admiración al hombre con el que me encuentre. Su sed. Su dignidad. Su nombre. Su herida. A veces su muro me impide ver y no soy capaz de mirar más allá de esa muralla. Jesús me enseña a tocar heridos. A eso quiero dedicar mi vida. Él me toca también a mí con infinito amor. A veces estoy atado por dentro y no me doy cuenta. No soy libre. Estoy encadenado por recuerdos, experiencias negativas, prejuicios, etiquetas que pongo o me ponen. Jesús baja hasta mi alma para tocarme justo ahí, donde más me duele. No pasa de largo buscando hombres perfectos. Le importo yo, con mi pequeña y gran vida, con mi corazón herido. Ahí, en lo más hondo de mí, es donde Él quiere soplar una vida nueva desatando lo que me ata y me impide caminar y de alguna forma ser feliz. Dios me quiere libre y feliz. Ese hombre endemoniado fue liberado. Jesús vio su necesidad. Ahora es libre. Puede elegir seguir a Jesús o no. Jesús vio su verdad, su sed. ¿Fue capaz este hombre después de ser sanado de ver la verdad de Jesús y seguirlo? Creo que sí, pero en cualquier caso, Jesús le dio la libertad para decidir qué pasos dar. Lo liberó al amarlo. Así quiero liberar yo.
Quiero aprender a vivir en positivo. En color y no en blanco y negro. Apreciando los grises y descubriendo lo bueno que la vida me regala. Escribía Oscar Wilde: «Todos vivimos en el fango, pero algunos miramos las estrellas». No siento que viva en el fango. Pero corro el peligro de dejar de mirar las estrellas. Me fijo sólo en el negro o en el blanco. Lo perfecto o lo que está mal. Y no veo las sutilezas, los matices. No acabo de comprender que en mi corazón habita el mal con el bien, la cizaña con el trigo. No todo está mal. No todo está bien. No en todo soy maduro. Ni en todo inmaduro. No todo en mí es pecado, ni todo virtud. Esa mirada positiva sobre la vida me ayuda. Acepto la realidad con sus grises. Pero siempre acogiendo la luz de Dios. Por eso quiero aprender a mirar más las estrellas. Me gusta hacerlo, es verdad. Me gusta mirar el cielo lleno de luz en medio de la noche. Y pensar que mi vida, en comparación con el firmamento, es tan pequeña, tan insignificante. Y tan valiosa al mismo tiempo. Y pienso entonces en el valor infinito de toda mi entrega invisible. Y veo que si miro las estrellas ayudo a muchos a mirar más lejos, más alto, más dentro. Me gustaría ser profeta de Dios en medio de los hombres que viven en tinieblas. O han perdido el rumbo. O están tan heridos que ya no ven la luz en medio de la noche. Y escucho hoy: «Suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca, y les dirá lo que yo le mande». Jesús era profeta. Los santos son profetas. Todo el que recibe una palabra de Dios para entregar a los suyos es profeta. Yo soy profeta. El profeta denuncia y alerta. El profeta mira más allá del problema del momento. Tiene una mirada con más altura. Mira las estrellas. Y hace con su fuerza que muchos levanten la mirada de sus problemas. Tengo la tentación de pensar que mi vida con sus dificultades es la más dura. Y veo que lo que a mí me pasa no le pasa a nadie. Como si la mala suerte o algún destino fatal me hubiera caído a mí por desgracia. Y cuando caigo en mi debilidad, encuentro que el fango de mis pasos es el más negro. Y no confío en que todo pueda ir mejor. Me gustaría tener una mirada de profeta. Tener palabras de profeta que levanten el espíritu cuando esté muy bajo. Quiero tener palabras para los que necesitan soñar. Y tener silencios para los que buscan descansar. Quiero ser paciente con el inquieto. Y animar con pasión al que duerme la vida. Pretendo alimentar la esperanza que tengo entre mis manos. Y le pido a Dios que no deje de sembrar palabras dentro de mi alma. Deseo, sí, abrazar un amor más grande que no merezco. Y sé que el deseo es la fuerza que mueve siempre mis pasos. Me levanta cada mañana. Y me hace sonreír en medio de los truenos. Aunque haya caído una vez más. He perdido la cuenta. O me haya dolido de nuevo la herida de siempre. Y no vea la utilidad de tantas cosas que hago. En eso momentos vuelvo a mirar el cielo, miro las estrellas. Y sé que mi vida hoy es antesala del paraíso. Como me recuerda el P. Kentenich: «La inquietud de nuestro corazón y todos los sueños de nuestra vida son, por último, sueños del paraíso. El hoy y el mañana han de ser considerados sólo como transiciones»[2]. Me gusta pensar que estoy de paso por esta tierra que piso. Es tan fugaz el éxito que sueño. Es tan pasajero el fracaso que temo. Lo que me quita hoy la paz mañana es parte de mi olvido. Anhelo ser ese profeta que anuncia un mundo nuevo. O simplemente muestra las huellas de Jesús sobre la arena y las estrellas. Él es el camino, la verdad y la vida. Y todo lo demás importa poco. Aunque a mí me importe tanto todo lo humano. Pero sé también que Dios puede utilizar todo lo mío para dar vida. Y no son precisamente mis talentos y dones lo que más le sirven. Porque en ellos se oculta su poder y no se ve la gracia. Y ven más mi gloria. Mientras que en mis heridas y fracasos es su Espíritu el que ilumina todo. Eso me alegra. Esa luz me muestra un camino nuevo. Desde mis llagas abiertas. Tantas veces no comprendo cómo hará Dios que mi vida sea fecunda. No lo comprendo. No sé bien cómo ser más fecundo. Porque me empeño en dejar mi huella. No la de Jesús. Sólo la mía. En la JMJ de Cracovia les decía el Papa Francisco a los jóvenes: «Hoy Jesús, que es el camino, te llama a ti, a ti y a ti, a dejar tu huella en la historia». Mi corazón joven quiere dejar huella. Mi nombre grabado para el recuerdo. Quiero dejar una huella clara que muchos identifiquen. Vanidad, todo es vanidad. Quiero dejar mi nombre escrito junto al de Jesús. Eso me basta. Hoy me siento llamado a ser profeta. Me gustaría denunciar la falta de amor en este mundo. De paz, de interioridad, de solidaridad, de silencio. De verdad y de humildad. Me gustaría denunciar que hay tantos vínculos rotos. Y tantos hombres incapaces de tender puentes. Quiero denunciar que no hay constructores de paz. Que no hay silencio suficiente para que mi corazón escuche a Dios. Quiero denunciar que son muchos los que acusan. Y pocos los que construyen. Me gustaría denunciar que hay tantas injusticias que nadie repara. Y que el mal en el mundo comienza en mi propio corazón. Quiero anunciar que Jesús trae un mundo nuevo. Cuando digo que sí y acepto que mi vida sólo vale cuando sirvo. Cuando me entrego. Cuando amo. Y si no sirvo bien, mi vida deja de servir. Me gustaría anunciar un mundo nuevo que comienza cuando pierdo el miedo a lo que viene. Y dejo de asegurarme un futuro que no me pertenece. Y dejo de almacenar reteniendo la vida, por miedo a perderlo todo. Quiero anunciar un mundo nuevo que nace de mi sonrisa que calma las ansias. Y de la ternura de mis manos y palabras. Me gustaría proponer un cambio de perspectiva. Tomando distancia de mis miedos y agobios. Y dejándolo todo en las manos de un Dios que me quiere con locura. Eso es lo que anuncia hoy mi voz. Y proclaman mis palabras. Quiero empezar de nuevo abriendo brecha en el mundo que necesita, porque tiene sed, el agua que viene de las estrellas.
El evangelio de hoy me habla de los inicios de la vida pública de Jesús. Los domingos anteriores Marcos y Juan cuentan cómo eligió a los apóstoles. Los llamó por sus nombres. Quiso compartir la vida con ellos. Antes de comenzar formó una comunidad. Hoy Marcos me habla del lugar donde todo comienza: Cafarnaúm. La ciudad más cercana a su casa. Cruce de caminos, a orillas del lago de Tiberíades. Allí vivía Pedro. Es el lugar en el que Jesús hizo más milagros. Allí comenzó Jesús su vida de predicación. Hoy sólo quedan ruinas. No supieron escuchar sus palabras. No supieron interpretar sus signos. Hoy no queda piedra sobre piedra. Jesús, el peregrino, el caminante, el que no tenía un lugar en el reclinar su cabeza, sí tenía un lugar donde volver cada día en esos primeros tiempos de predicación. Tuvo una casa. Predicaba los sábados en la misma sinagoga: «En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaúm, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad». Cuando Jesús habla y enseña lo hace con una autoridad que hasta los malos espíritus le obedecen: «¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen». Hoy no nos cuenta Marcos lo que decía Jesús. No importa tanto. Sólo importa cómo lo decía. Su forma de hablar. Predicaba con autoridad. ¿Con qué autoridad? ¿Qué significa hablar con autoridad? Me llama la atención esa afirmación. Jesús era el hijo de un carpintero. Había vivido en Nazaret, un lugar pequeño y escondido. Humanamente no tenía títulos que le confiriesen autoridad. Me gusta esa manera de describir su predicación. Pienso que significa que lo que dice lo vive. Que sus palabras van avaladas por sus obras. Es verdad que los hechos en la vida de Jesús tienen más fuerza aun que sus palabras. La coherencia de vida. La verdad. Habla de lo que vive y vive según habla. Así predicaba Jesús. ¿Cómo son mis palabras? ¿Cómo está de unido mi actuar y mi hablar? En Jesús no había mentira, ni afán de poder. No es fácil el juego de la autoridad. Jesús habla con un poder que viene de Dios. Sus actos y sus palabras son coherentes. Tiene autoridad ante el pueblo porque ven su vida y escuchan sus palabras y creen en la verdad de lo que dice y vive. Yo tantas veces creo tener autoridad. Por mi cargo, o mi tarea. Me la han dado. La he conseguido. Pienso que los títulos me dan autoridad. Como si un nombre, o un estudio, o un reconocimiento, fueran el fundamento suficiente de mi autoridad. ¡Cuánta pobreza en mi mirada! La autoridad no me la dan los títulos. Tampoco los logros. Ni los merecimientos. La autoridad viene de la coherencia de mi vida. Pero no la tengo. Muchas veces mi autoridad no viene de Dios. Quiero imponer mi autoridad. Quiero que me obedezcan. Que piensen como yo pienso. ¡Es tan fácil caer en esta tentación de abusar de mi autoridad! Pretendo imponer mi autoridad y que me sigan y respeten. Pero al querer imponerla la pierdo. Quiero que me obedezcan por mi cargo, a la fuerza. Una autoridad de la que a menudo carezco. Y reacciono mal cuando no me siguen. Me duele que no me escuchen y respeten. A veces la autoridad se gana con dificultad y se puede perder fácilmente. Un tropiezo, un acto fallido, un descuido. La autoridad moral es la que más deseo. Y sólo tiene lugar cuando mis actos y mis palabras son coherentes. Cuando mi vida avala mis palabras. Cuando lo que vivo se corresponde con las decisiones que he tomado. Y también sé que a veces puedo usar mal mi autoridad y abusar de ella. Decía Jean Vanier: «El ejercicio de la autoridad, volverse padre, es una de las realidades más difíciles. Utilizar la autoridad para que el otro se levante. El peligro es usarla para controlar y poseer. Una madre puede querer controlar a sus hijos porque se siente vacía por dentro. Cuando ya no siente el amor afectivo y efectivo de su marido. Jesús no nos va a obligar a hacer cosas que no queremos hacer». Quiero una autoridad que sea servicio a la vida ajena que se me confía. Una autoridad que no me lleve a querer controlar a los demás e imponer mis puntos de vista. Una autoridad que dé vida a muchos. Una autoridad como la de Jesús, que es una autoridad que no se impone nunca con la fuerza.
Jesús no pretende que haga lo que yo no quiero hacer. Su autoridad surge del amor y me atrae. Pienso en la autoridad del Papa Francisco. Sus palabras se corresponden con sus obras. Hay amor en ellas. Pero a veces parece que para algunos el papa deja de tener autoridad cuando no dice exactamente lo que ellos esperan. Buscan confirmar su postura y su pensamiento para así reconocer su autoridad. Me puede pasar a mí lo mismo. Respeto la autoridad del que piensa como yo. La autoridad del que está de acuerdo con mis puntos de vista. Y rechazo al que no está de acuerdo conmigo. Jesús tiene la autoridad de un profeta. Enseña y su palabra tiene fuerza. Su palabra cambia la realidad que toca. Es una palabra creadora. Tiene una autoridad que nace del amor. ¡Qué importante saber utilizar bien la autoridad que Dios me da! Decía el P. Kentenich: «Quien domine a los hombres por el temor, ejercerá su autoridad sobre ellos sólo mientras empuñe el látigo. En la educación todo depende de la captación de ese instinto de amar que hay en el ser humano; y la manera más rápida de captarlo es cuando la persona se sabe amada. He ahí la maravillosa pedagogía de Don Bosco: - Dios me ama. El hombre debe experimentarse amado por Dios para que se despierte su instinto de amar»[3]. Es la autoridad de Dios. Así despierta Dios vida en mi corazón. Me ama y mi amor brota del alma. Es la respuesta del alma. Ejerzo bien mi autoridad cuando amo. Cuando me entrego, cuando pongo mi corazón como prenda. Es la autoridad del que lo da todo por amor. Por eso no quiero ejercer mi autoridad provocando miedo en los que me siguen. Como ese padre déspota que exige la sumisión absoluta de sus hijos. El P. Kentenich habla del miedo a la autoridad: «¿Conocen personas que temen el trato con autoridades o superiores? Por ejemplo, alguien ha tenido una relación cordial y fluida con otro; pero de pronto este último se convierte en su rector y al enfrentarlo en su nueva investidura siente que la angustia le oprime el corazón y le hace temblar las rodillas. El miedo a la autoridad es real. Existen muchos católicos que no sienten ante Dios un temor filial y respetuoso, sino un miedo de pánico del que jamás se librarán»[4]. La autoridad que se mantiene por miedo no es la autoridad que desea Dios para mí. El poder de Jesús fue el servicio y la entrega. Nunca el miedo. Como leía el otro día sobre Jesús: «Su amor apasionado a la vida, su acogida entrañable a cada enfermo o enferma, su fuerza para regenerar a la persona desde sus raíces, su capacidad de contagiar su fe en la bondad de Dios»[5]. Esos rasgos suyos hacían creíble su autoridad. Quiero parecerme a Él. Mi capacidad para acoger. Mi poder para sanar desde las raíces. Ese poder me viene de Dios. Mi fe en el amor de Dios se contagia. Es por eso que no deseo despertar miedo ni tener miedo ante la autoridad. No quiero evitar el trato con el que tiene un cargo que le da autoridad sobre mí. Y tampoco quiero tener miedo a Dios. Dios me quiere. Dios me abraza. Me sostiene en mi fragilidad. No es un Dios juez, exigente y duro, que me mantiene a raya bajo la amenaza del castigo. No quiero a ese Dios frío y lejano. Pero sé que a veces me vuelvo temeroso de Él cuando temo su juicio. Esquivo su mirada y me escondo en mi pecado. No me acerco a Él cuando he caído. Como temiendo su juicio sin misericordia. Esa no es la autoridad que Dios quiere que yo ejerza. No es la autoridad que tiene sobre mí. Dios me ama. Por eso no quiero despertar miedo en los que buscan ser amados. No deseo que otros me escondan su fragilidad pretendiendo así buscar mi aceptación. Puede ser que sea yo el que se protege y se muestra perfecto e infalible ante los demás. Un padre sin fisuras. Un modelo de paternidad. Como si no tuviera grietas ni heridas. Como si yo no fuera vulnerable. Mi perfección y mi infalibilidad asustan y alejan al que se acerca. Crean una distancia insalvable. No ejerzo mi autoridad cuando temen mi juicio, cuando no se atreven a mostrarme los fallos por miedo a mi rechazo. ¿Quién desea aparecer en su verdad desnuda ante quien aparentemente no comete errores y es tan exigente? Dios me ama y me enseña a mí cómo tengo que amar. Poniendo mi vida y mi corazón, como prenda. Mostrando mi fragilidad sin miedo al rechazo. De mi generosidad constante es de dónde surge la vida. De mi servicio desinteresado que no pide nada a cambio. La autoridad está llamada a despertar vida. Y a cuidar la vida que se le confía.
Siempre me da vueltas el tema de los milagros. Hoy escucho cómo Jesús hace uno. ¿Cuántos milagros hizo Jesús en esos tres años de vida pública? Las fuentes me dicen que son treintaiocho los milagros recogidos en los Evangelios. Habría más, seguro. Pero no me parecen muchos teniendo en cuenta cuántos enfermos pudo encontrar Jesús, cuántos heridos a su alrededor, cuántas muertes. ¡Cuánta gente necesitada de su fuerza y su poder habría en Tierra Santa en su tiempo! Fueron pocos milagros. Pudo hacer muchos más. ¿Por qué no curó a todos? Pienso en todo el dolor que hay hoy a mi alrededor. ¿Por qué no salva a todos? Pido milagros justos. Cosas que son buenas. Pienso que ser curado por Jesús es sinónimo de ser amado por Él. Elegido. Llamado. Mirado. Cuidado. Rescatado. Y pienso que no ser curado es lo contrario. No me sé amado de forma especial. Ni predilecto. Ni escogido. Pertenezco al grupo inmenso de los que no son sanados por Él. Al grupo de los invisibles. No al grupo de los elegidos. Lo reconozco. A mí también me gustaría ver milagros, ser objeto de un milagro, ser sanado en mis heridas. Rezo pidiendo milagros y los espero. Y cuando no suceden. Entonces me siento menos amado, menos elegido, menos tomado en cuenta. Como si Jesús al pasar no se hubiera fijado en mí. Me frustra ver cómo se aleja de mi vida. Mira a otros más que a mí. No a mí. Pienso en tantas personas a las que Jesús cura. Pero a mí no. A los míos no. Y he rezado tanto. Los evangelistas cuentan que la gente perseguía a Jesús para tocarlo. Llamaban su atención. Tenían fe en que sólo con tocarlo bastaría para quedar sanos. No necesitarían su palabra. Ni siquiera su atención. No tenían que ser mirados. Sólo tocarlo bastaba. Pero muchos no fueron curados. Me impresiona esa fe. No sé si la tengo. Quiero que Jesús me hable, me mire, me toque. Y quiero esos milagros extraordinarios que tanto me llaman la atención. Esos que me sorprenden y despiertan mi asombro. Igual que las conversiones espectaculares. Esas que emocionan mi alma. Lo cotidiano me parece menos atractivo, casi aburrido. María en el Santuario no realiza milagros tan espectaculares. Sus milagros son milagros de gracia. Milagros que suceden en el silencio del corazón. Ocultos a los ojos curiosos de los hombres. Dios cambia mi alma y empiezo a vivir de forma diferente. Dios cambia mi mirada y comienzo a ver lo que antes no veía. Es un milagro inmenso que a veces no valoro. No doy gracias por los milagros cotidianos. Tal vez me creo con derecho a ellos y los doy por evidentes. Mi salud. El amor que recibo. Una vida estable. Una fecundidad que me sorprende. Todo me parece lógico. Me parece poco. No doy gracias por lo cotidiano. Por todo aquello a lo que me creo con derecho. Pero no es así. A diario suceden milagros a mi alrededor. Tal vez me falta fe para verlos. Me he acostumbrado a la vida. Y me decepciona ver que Dios no hace los milagros que le pido. Había creído en un Dios hacedor de milagros sorprendentes. Y cuando me toca a mí, no sucede lo que le pido, lo que espero, lo que sueño. Me gustaría aprender a ver a Dios actuando a mi alrededor. Como esa presencia invisible que todo lo cambia sin que el mundo se dé cuenta. Decía el P. Kentenich: «Cuando la fe en la Divina Providencia ha calado hasta la médula, cuando se ha convertido en una segunda naturaleza, uno se ve rodeado en todas partes (incluso en las cosas más simples) por mensajeros y mensajes de Dios»[6]. Quiero esa fe que cree en un Dios providente que me conduce con su amor. Una mirada pura capaz de ver milagros sencillos, escondidos. Quiero descubrir a ese Dios que se abaja a lo más íntimo de mi alma. Me sostiene y me muestra el camino a seguir. Y yo debo aprender a ver milagros por todas partes. No de esos espectaculares que nadie puede refutar. Sino esos otros que pasan desapercibidos. Ocultos. Silenciosos. Me gustan esos milagros que no pido porque me creo con derecho a ellos. Pero me engaño. Son gracia. Son un don. Un regalo que recibo sin merecerlo. Quiero tener más fe para ver a Dios abrazando mi espalda, sosteniendo mis pasos, conduciendo mi vida. Le pido a Dios el milagro de verlo en mi vida, en mi lago, en mis hábitos, en mi carne. Le pido el milagro de aprender a vivir. El milagro de enfrentar los miedos con una confianza que no es mía. Le pido el milagro de saber asombrarme de los regalos que me hace cada día. El milagro de saber interpretar su voluntad y cumplirla. Y decir como me enseña S. Francisco de Sales: «Nada pedir. Nada rehusar». Pido demasiado. Quiero hacer mis planes. Y que Dios respete con su magia el curso de mi vida. Que no me cambie nada. Que no altere mis sueños. Pienso en ese Dios hacedor de milagros. Y no aprecio esos milagros ocultos y sencillos. Le pido a Dios que me cuide. Y que no llegue nunca a pensar que por no recibir exactamente lo que le pido significa que ya no me ama y ya no soy su elegido. Quiero una fe más madura, más pura. Para no alejarme de Él al sentir su impotencia. Al pensar que no me da gracia tras gracia porque ha dejado de darme su amor. Quiero agradecerle con fe sencilla por lo que tengo. Por lo que me ha dado. Sin querer más. Es un salto de fe.
Jesús, hace milagros al mismo tiempo que habla del amor de Dios. Y de esta forma plasma ese amor en sus manos sanando, abrazando, acogiendo, acariciando: «Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: - ¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: - El Santo de Dios». Me imagino la escena. Jesús estaba hablando en medio de la sinagoga. Jesús hablando y un hombre se pone a gritar contra Él. En realidad, ese hombre molesta. Molesta a Jesús. Molesta a los queescuchan. Surge el deseo de echarlo y seguir aprendiendo de Jesús. En la vida hay personas que me molestan. Llegan con sus gritos. Me atacan. Ante la agresión respondo a veces con agresión. A la ira con ira. Y me alejo del que parece odiarme. No miro más allá de sus palabras de ira. No veo al que está escondido detrás de su enfado. Me quedo en las palabras. En el tono de su voz. En sus gestos de amenaza. Jesús no es así, mira el corazón: «Jesús lo increpó: - Cállate y sal de él. El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió». ¡Cuántas veces en mi vida la rabia, el resentimiento, la ira, me ofuscan y no me dejan ser quien soy! ¡Cuántas veces me incomodan las personas que han perdido la mirada reposada, que reclaman, que gritan! Jesús no es como yo. Él tiene la misión de sacar lo más verdadero de cada hombre. De darles su dignidad. De levantarlos. Hoy sucede esto. Jesús con su palabra libera al endemoniado de sus esclavitudes. Rompe sus cadenas. Su autoridad lo salva. Es el poder del amor que gesta en ese hombre una nueva vida. Me gusta este milagro del alma. No es un milagro físico. Jesús acoge a ese hombre que grita. No mira para otro lado. Ni se va. No lo echa. Él ve más allá de las palabras llenas de ira. Ve que está atado por dentro, que es esclavo. Que está encadenado. Ve su oscuridad, su rabia, su falta de libertad. Ve su herida más profunda y su grito del alma más allá de sus palabras hirientes. Jesús pasó por el mundo haciendo el bien, curando y sobre todo liberando a los oprimidos. Desatando esclavitudes. Quitando angustias, miedos y mentiras. Ese hombre no era él cuando grita. Jesús ve siempre el corazón, ve la profundidad, ve la necesidad. Su autoridad lo salva. Es Dios que toca a todos, que ama a todos, que perdona, que mira dentro el corazón y no juzga por apariencias. Con infinita ternura y misericordia trata a este hombre. Jesús ama como sólo puede amar Dios. Esa es su autoridad. Da la paz cuando hay angustia. Ese hombre estaba fuera de sí y de repente recuperó su centro. Los ojos de Jesús, su palabra, calmaron su tempestad y lo liberaron de las cadenas. Tantas veces le pido a Jesús milagros externos, que se cumpla mi voluntad. Me olvido de pedirle que libere mi corazón, que desate mi rabia, que calme mi herida, que me deje sacar lo mejor de mí, que me devuelva mi dignidad de hijo de Dios. Es el mayor milagro. Jesús es quien me salva, quien me libera y me enseña la vida que merece la pena. La vida de la entrega desde lo que soy. ¿Cuál es mi cadena, mi rabia, mi rencor, mi oscuridad? ¿Por qué a veces salto con ira y palabras hirientes ante la menor frustración? ¿Qué sombras de mi alma hoy quiero pedirle a Jesús que toque? Me gustaría ser más libre. Tener menos rabia, menos odio. Me gustaría tener los ojos de Jesús. Mirar más allá de los que tienen rabia. Mirar dentro del alma su verdad. Ser capaz de mirar con misericordia y admiración al hombre con el que me encuentre. Su sed. Su dignidad. Su nombre. Su herida. A veces su muro me impide ver y no soy capaz de mirar más allá de esa muralla. Jesús me enseña a tocar heridos. A eso quiero dedicar mi vida. Él me toca también a mí con infinito amor. A veces estoy atado por dentro y no me doy cuenta. No soy libre. Estoy encadenado por recuerdos, experiencias negativas, prejuicios, etiquetas que pongo o me ponen. Jesús baja hasta mi alma para tocarme justo ahí, donde más me duele. No pasa de largo buscando hombres perfectos. Le importo yo, con mi pequeña y gran vida, con mi corazón herido. Ahí, en lo más hondo de mí, es donde Él quiere soplar una vida nueva desatando lo que me ata y me impide caminar y de alguna forma ser feliz. Dios me quiere libre y feliz. Ese hombre endemoniado fue liberado. Jesús vio su necesidad. Ahora es libre. Puede elegir seguir a Jesús o no. Jesús vio su verdad, su sed. ¿Fue capaz este hombre después de ser sanado de ver la verdad de Jesús y seguirlo? Creo que sí, pero en cualquier caso, Jesús le dio la libertad para decidir qué pasos dar. Lo liberó al amarlo. Así quiero liberar yo.
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