IV Domingo de Cuaresma, Domingo Laetare
por Al partir el pan
2 Crónicas 36, 14-16. 19-23; Efesios 2, 4-10; Juan 3, 14-21
«El que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios»
«Al luchar por vencer en la tormenta y en el fracaso, por salir de las desgracias, veo cómo mis alas se hacen más fuertes. Y puedo volar más alto. Me hago fuerte, con más resistencia al desánimo»
«El que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios»
«Al luchar por vencer en la tormenta y en el fracaso, por salir de las desgracias, veo cómo mis alas se hacen más fuertes. Y puedo volar más alto. Me hago fuerte, con más resistencia al desánimo»
Me cuesta aceptar el mal. No entiendo la maldad que veo y toco. No comprendo las injusticias que me hieren. Me rebelo ante la muerte de un niño inocente. Ante las calamidades provocadas por la naturaleza indómita. Busco a Dios como juez culpable de todo lo que pasa. Porque Él lo ha creado todo. Culpo su poder, su omnipotencia. Me dicen para calmarme: «Está en su plan», «Dios lo ha querido así», «tendrá algún sentido en su corazón». Pero yo sigo sin comprenderlo. Y aún más me rebelo con estas explicaciones, porque no lo entiendo. Tampoco logran consolarme los que no han sufrido mis mismos males. Yo sólo conozco mi dolor: «Porque al que sufre, los consuelos de un consolador dichoso no le resultan de gran ayuda, y su mal no es para nosotros lo que es para él»[1]. No saben lo que yo sufro. Y no acepto un consuelo de quien no padece mi mal. También me dicen que Dios me lo ha mandado y que habrá algún sentido escondido detrás del sinsentido. Que viene de su mano y es bondadoso. Y me quiere con locura aunque no lo note en mi desgarro. Sé que el bien está unido a su amor. ¡Cuántas veces le agradezco por todo lo bueno que me ocurre! ¿Pero el mal? No lo entiendo. El mal parece que sólo lo permite. Pero me niego a querer a un Dios que tolera impávido la injusticia, la desigualdad, la muerte, la enfermedad. Un Dios que lo tolera todo sin hacer nada por solucionarlo. Eso se llama omisión. Es como un padre que abandona a su hijo en medio de una injusticia permitiendo su dolor. O lo deja ahogarse sin tenderle una mano salvadora. ¿Cómo no voy a condenar a ese padre injusto, cómplice del mal? Lo condeno. Condeno a Dios por su pasividad. No lo puedo amar. Me parece un Dios débil, pusilánime. No sé muy bien cómo explicar entonces el sentido del mal a quien me pregunta. Yo mismo me turbo y me duele muy dentro. En la película La Cabaña escucho una afirmación sobre Dios que me da algo de luz: «Puede hacer un bien enorme a partir de tragedias, pero eso no significa que Él orqueste esas tragedias». Sí, Dios puede sacar un bien inmenso de un mal que Él no ha querido. Él no lo ha orquestado. Él no quiere que yo sufra. Eso me da paz. El otro día leía: «Los cristianos saben que Dios no desea el mal. Y si ese mal existe, Dios es su primera víctima. El mal existe porque no se recibe su amor. Un amor ignorado, rechazado y combatido. Cuando más monstruoso es el mal más evidente se hace que Dios es, en nosotros, la primera víctima»[2]. Dios mismo es víctima del mal. Dios participa de mi mal. Herido por mi mal. No lo entiendo, pero sé que Dios está ahí, en medio de mi cruz. Su amor se hace presente en mi dolor. No me gusta el sacrificio, ni renunciar, ni sufrir. Me dicen que en el mal Dios me educa para hacerme fuerte. Pero me hace daño esa forma de educar. Yo no educo así, al menos. No me gusta castigar con dureza para que aprendan. No hago daño para que mi hijo comprenda cuánto lo amo. No lo dejo solo en su desgracia para que se haga fuerte sin mi ayuda. Dios no es así. Él me sostiene en mi dolor, sólo eso. Sólo quiere que sea feliz. Pero también sé que ese sufrimiento del que huyo es el lugar en el que aprendo a vivir. Porque cuando sufro, me curto, me hago más fuerte. En las duras batallas me hago resistente al desánimo. Más resiliente para no caer en la depresión. Cuando mi vida no es fácil me esfuerzo y crezco y me hago más hombre. Dejo de ser un niño dependiente y frágil. Me recuerda a ese gusano que lucha por salir del capullo y al final lo consigue. Ese esfuerzo imposible fortalece sus alas y así la mariposa en la que se ha convertido puede volar. Si yo le ayudara a salir evitando su esfuerzo, sus alas no le permitirían volar. Eso lo entiendo. Al luchar por vencer en la tormenta, por salir de las desgracias, por vencer en el abandono y en el fracaso, veo cómo mis alas se hacen más fuertes. Mis músculos, mi alma. Y puedo volar más alto, llegar más lejos. Me hago fuerte, con más resistencia al desánimo. Salir adelante en medio del temporal me da más capacidad para tolerar la frustración. Puede hacerlo el dolor, el sufrimiento. Las dificultades que me abruman me acaban haciendo más fuerte. La comodidad y la vida fácil me debilitan. Lo he visto tantas veces. Sé que me cuesta la cruz.
Se acerca la Pascua. Y ya se eleva la cruz de Jesús en el horizonte. Es verdad que no entiendo que Jesús tuviera que morir de esa forma tan cruel para salvarme. Era innecesario morir en la cruz, abandonado, solo, fracasado, sufriendo. ¿De qué sirvieron tantos milagros y tanto amor derramado por los hombres? ¿Qué sentido tiene ahora tanto dolor absurdo en esa hora oscura del Calvario? No entiendo el actuar de Dios. No le veo sentido al mal que tanto me abruma. Miro a Jesús que sufre solo en la cruz, víctima del odio de los hombres. Participa del dolor injusto. No permanece ajeno a mi dolor. A veces quisiera mirar a Jesús sin cruz. Parece más humano. Me gusta verlo predicando, o haciendo milagros. Caminando por la orilla del lago. O perdido en el silencio del monte en oración. Pero siempre Jesús está en la cruz. Allí descansan sus brazos y su cuerpo herido. Es su trono sagrado aunque a mí me cuesta ver tanto dolor. En su cruz está el descanso y allí se encuentra su camino de salvación. Es la cruz que beso cada viernes santo. La beso con devoción y con dolor. Allí está su amor crucificado y el mío. En esa cruz fría, de madera. Beso en ella mi propia cruz. Esa cruz que a mí tanto me pesa. En esa cruz está mi camino de santidad. Es mi cruz bendita. Es la cruz que tengo que amar en esta vida. Es esa cruz de la que a veces reniego. Maurice Zundel escribe: «Eso significa la cruz, el mal puede tener proporciones divinas. El mal es finalmente el sufrimiento de Dios: en el mal, Dios es el que sufre y por eso el mal es tan terrible. Pero si Dios es el que sufre, en medio del mal se encuentra entonces el amor que no cesará jamás de acompañarnos y de compartir nuestra suerte, y que será herido antes, dentro y por nosotros, como en el Gólgota»[3]. En la cruz de Jesús está el amor de Dios. Igual que en mi cruz está Jesús amándome. En mi sufrimiento. Detesto el mal que conozco, mi cruz pesada. Y a menudo sufro anticipadamente males posibles que tal vez nunca lleguen a suceder. Miro a Jesús con su cruz en mi propia cruz. Lo miro en esta Cuaresma. Lo miro camino del Calvario. Beso su angustia y su soledad. Beso mis propias heridas en las suyas. Veo su cruz elevada en lo alto. Él no se baja de su cruz. Y tampoco se aleja de la mía. Ya no temo. La serpiente elevada en el desierto me quita todos los males, miedos y venenos: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna». Era la serpiente que elevaba Moisés en el desierto para salvar a su pueblo. Al mirarla los israelitas picados por la serpiente sanaban. Yo he sido picado por el pecado, raíz de mi propia muerte. Estoy herido por dentro. He tocado la amargura de mi debilidad. He sentido la muerte abriéndose paso por mi carne. No quiero morir, quiero vivir. Por eso miro la cruz. No la evito. En ese madero está mi salvación. Creo en la misericordia de Dios. Creo en la esperanza después de la caída. En la vida después de la muerte. Miro a Jesús en la cruz. Permanezco al pie de su cruz. Decía Jean Vanier: «El sufrimiento de Jesús es sentirse abandonado. La burla. La desnudez. ¿Quién estaba al pie de la cruz? María su madre. Juan. María de Magdala. Es importante hacer todo lo posible para que la gente sufra menos. El más grande sufrimiento es estar solo y que nadie se interese por mí. Necesito que alguien esté a mi lado. Esa es María al pie de la cruz». La cruz es sinónimo de abandono, de muerte, de desolación, de derrota, de pérdida, de soledad. La cruz no es atractiva. Nadie quiere quedarse acompañando al crucificado. Es algo infame. Es una muerte terrible. El crucificado se queda solo en su muerte. En la derrota siempre me quedo solo. Jesús tuvo la compañía sólo de algunos. Hay personas que en su cruz no encuentran a nadie que los acompañe. Han fracasado, han sido heridos. Están solos. Yo quiero aprender a permanecer al pie de la cruz del que sufre. Deseo que también otros estén al pie de mi cruz. Sosteniendo mi dolor. Igual que Jesús y María están al pie de mi cruz. Miro a Jesús que se eleva sobre el madero. Como la serpiente elevada en el desierto. Jesús sana así a los enfermos en su pecado. A los enfermos en su soledad. Me sana a mí que estoy enfermo y roto. Mirar la cruz me salva. No me lo acabo de creer muchas veces y busco a los sanos, a los que no sufren. Prefiero mirar a Jesús perseguido por las masas. Prefiero mirar a los que triunfan. Pero es falso. Al final siempre queda la cruz. Siempre hay cruz. Entender que en el fracaso de la cruz está mi camino me cuesta más verlo. Nunca quiero perder. No quiero que me vaya mal en nada. Me asusta la soledad de los que pierden. Las críticas y los juicios ante el árbol caído. No se tiene en cuenta el esfuerzo invertido. Sólo se valoran los resultados. Y el fracaso trae consigo el olvido y la muerte. La cruz de la difamación, de la soledad. Mi cruz me pesa. Pero me pesa menos cuando miro la cruz de Jesús en el Calvario, elevada en lo alto. Al pie de su cruz está María. Igual que al pie de mi propia cruz. Eso me consuela. Ella permanece fiel a mi lado, en mi cruz. Me da paz. Encuentro así un consuelo.
Lo que tengo claro es que Dios quiere que yo sea feliz. Ha puesto en mi alma un deseo inmenso de lograr una vida plena y alegre. Pero a veces hablo de la confianza y luego no acabo de confiar. Creo que confío, que me fío de Dios. Lo digo con una sonrisa en los labios cuando he confiado y me ha ido bien. Creo confiar en María cuando las cosas salen como yo quiero, casi tal cual como las he pedido. Y entonces soy feliz, pleno, dichoso. Todo cuadra. Mi camino es diáfano, claro y no caigo. Entonces mi confianza, como por arte de magia, se hace más fuerte, firme como una roca. Pero, ¿y si de repente todo va mal? ¿Y si las cosas no resultan como a mí me hubiera gustado? Tiemblo. Dudo. Desconfío de Dios. Me alejo de ese Dios que permite mi mal, mi sufrimiento. Ya no me parece tan bueno ese Dios que no allana mi camino quitando peligros. Tengo una fe inmadura, dispuesta a creer sólo en medio de los éxitos. Pero vacilante cuando el camino se oscurece. Jesús no me dice que nunca nada malo me va a pasar. No me asegura éxitos en mi camino si sigo sus pasos. Lo único que me asegura es que nunca voy a estar solo y siempre va a estar a mi lado, en mi barca, sosteniendo mis pasos vacilantes. Jesús me dice que va a haber tormentas en mi noche. Que llegarán de improviso vendavales y lluvias torrenciales. No me dice que mi camino va a estar exento de todo peligro. No me asegura un sol maravilloso. Esa promesa no me la hace Dios. Sólo me dice que cave hondo mis cimientos, sobre roca. Pero el mundo me dice que si hago tal cosa, o compro tal otra, todo irá bien. Me asegura que nunca más voy a temer nada si sigo sus pasos. Me asegura el éxito en la vida. Me dice que voy a ser feliz. Y en realidad esas palabras tocan en lo más hondo mi anhelo íntimo. Se corresponden con mi deseo más verdadero. ¿Cómo no voy a querer ser feliz siempre? Dice el P. Kentenich que mi deseo de alegría está en lo más hondo de mi alma: «Si no tengo alegría tanto por mi crecimiento interior en Dios cuanto por el de los demás, ¿qué efectos habrá? Si la alegría es un instinto primordial, el hombre buscará la alegría en otra parte»[4]. Me pregunto tantas veces por las verdaderas causas de mi alegría. Una persona decía: «La medida de la felicidad es la medida de la entrega». Es muy cierto. Pero me cuesta dar. Y pienso a veces que si doy demasiado no seré tan feliz. Sobre todo si no recibo en la misma medida. Mi tentación es la de ser yo feliz a costa de la felicidad de otros. Pero ese no es el camino verdadero. Creo que seré más feliz haciendo felices a otros. Es mi entrega el abono de la verdadera alegría. Además el mundo no colma del todo mis ansias de infinito. Siempre falta algo. Me gustaría que mi alegría estuviera asentada en Dios. La casa de mi vida construida sobre su roca. Pero cuando excavo un poco en mi alma me doy cuenta de cuánta arena tengo y qué poca solidez. Cuando las circunstancias son algo adversas pierdo el ánimo y la alegría. Entonces mi confianza se debilita y busco en el mundo el descanso, la paz definitiva, la alegría verdadera. Pero no la encuentro. Si la buscara en Dios sería distinto. Me siento triste muchas veces, toco el vacío del alma. Como decía el P. Kentenich: «¿Quién de nosotros no sufre en forma muy profunda de esa falta de alegría? ¿Quién no sufre profundamente con su pueblo, con sus seguidores, que tanto padecen por esa carencia?»[5]. Una monja, cuando le preguntaron si le dolían las renuncias que había supuesto entrar en el convento, respondió: «Mi mayor renuncia fue renunciar a la tristeza que tenía antes». Me pareció una respuesta algo pobre. Yo también quiero renunciar a esa tristeza. Pero eso no quita que en mi vida, en mi vocación, en mi camino concreto, en el que se prueba mi libertad cada mañana, tenga que renunciar. Toda vocación, la de cualquiera, supone renuncias verdaderas. Cada uno conoce las suyas. Cada renuncia tiene su valor. Pero no por haber renunciado pierde luz el camino por el que Jesús me llama. La felicidad no consiste en no tener que renunciar. No soy más feliz cuando no tengo que renunciar a nada, cuando no hay sufrimiento. Esa imagen de felicidad que a veces se me mete en el alma no es verdadera. Mi vocación pasa por adherirme a un bien que me hace feliz. Pero al mismo tiempo tengo que besar la renuncia que sí duele en el alma. La renuncia a no tener otros bienes que también son de Dios y preciosos. No por tocar con dolor mi renuncia dejan de tener luz mi elección, mi sí, mis pasos. Tienen más luz todavía. La renuncia concreta ilumina los bienes a los que me adhiero con alegría. Y además, en medio de mi camino, podrán venir tormentas, tempestades, dudas. Pero si mi corazón está bien anclado en Dios, no temblaré. Y descansaré aliviado en sus manos de Padre: «San Francisco llega a la siguiente conclusión: si somos perseguidos, despreciados, etc., y tú te alegras en Dios, entonces tenemos la alegría perfecta. Si concebimos de este modo la alegría, ¿es acaso algo blando o, por el contrario, algo sumamente vigoroso, algo que nosotros necesitamos?»[6]. La perfecta alegría no tiene lugar cuando todo me sale bien. Sino cuando Jesús en mi camino me hace mirar sonriendo los pasos que tengo por delante. En medio de mi viacrucis abrazo mi vida como es. Con sus límites y su dolor. Con sus carencias y renuncias. Con su tormenta y sus montes altos y abruptos. Con su sol y con su frío. Y beso el madero que forma parte de mi vida. Definitivamente yo renuncio a la tristeza. Renuncio a vivir sin paz. Renuncio a vivir mendigando amor con el alma llena de amargura. Renuncio a desconfiar de Dios cada vez que no me funcione el plan de mi vida. Ese plan que pensaba me iba a hacer feliz. Renuncio a ser mediocre buscando la paz en las pequeñas alegrías de la vida. No quiero la mediocridad que me turba y empobrece. Y es cierto que esas pequeñas alegrías que acaricio merecen la pena. Son como esos pájaros que llenan mi día con sus cantos. De repente todo se llena de luz, todo brilla. Aunque pronto, en un suspiro, súbitamente desaparece. Y mi voz se siente aliviada. Me gusta este domingo en el que la cruz está más cerca y el sol amanece a su espalda. Y sonrío y me lleno de paz. Siento el dolor, como una punzada, por la renuncia, por el sacrificio. Y al mismo tiempo siento también el alivio, la paz y la esperanza. Me lleno de una luz que viene de lo alto. Y pongo mi alegría en lo que de verdad importa. No dejo de sentir el dolor. Es como una punzada. No renuncio a él. El dolor me hace más humano y más consciente de mis límites y carencias. Pero sí renuncio a la tristeza que a veces el sacrificio lleva aparejado. No quiero la tristeza. Tampoco renuncio a mi sonrisa. Como la de ese Cristo de Javier que me sonríe desde la cruz. En medio de su tormento, me sonríe. En medio del dolor, me mira lleno de paz. En medio de su agonía, le preocupa lo que siento, lo que vivo. Vivir así es lo que quiero. Ahí está la perfecta alegría.
Me duelen las infidelidades. Las mías y las de tantos. Me duele el mal, el rencor, el odio, el pecado. Me duele mi propia debilidad, no me enorgullece. Porque no he aprendido todavía a ser niño. Me duele caer y no estar a la altura de lo esperado. Me llena de tristeza la derrota, sueño con la victoria. Todo parece cuestión de distancia. Esa distancia que hay entre el cielo y la tierra. Entre el mañana y el ayer. Entre lo que es y lo que pudo haber sido. Entre mi caída y lo que pudo evitarla. Entre ese segundo en el que decido, aunque me equivoque y el segundo siguiente, cuando ya no hay remedio. De nada sirve llorar al pie de la leche derramada. Sigo adelante. No me asombro de mi carne débil. Hoy escucho que Dios siente compasión de mis caídas: «En aquellos días, todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades. El Señor, Dios de sus padres, les envió desde el principio avisos por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de su morada. Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas». Dios es misericordioso. Su misericordia me conmueve. Ve mi pecado, no se escandaliza, tiene compasión. Y me manda profetas para que me avisen y pueda yo cambiar de vida. Me doy cuenta de lo que necesito la misericordia de Dios cada día. Miro mi infidelidad. Me duele. Jesús me mira y me toma en sus brazos, como a esa oveja perdida. Me consuela en mi dolor. Sabe que soy frágil. Que quiero el bien y hago el mal. Que deseo amar y hago daño. Pero me quiere así. Torpe, desaliñado, herido, inocente, apasionado. Quiere al niño necesitado y dependiente que ve dentro de mí al mirarme a los ojos. Sé que la misericordia de Dios es lo que me salva. Es lo que me hace feliz de verdad. Porque es inmerecido el perdón que recibo. Siempre es gratuidad. Cuando me dan algo que no merezco, es gratuidad. Cuando me tratan con misericordia cuando creo que merezco un castigo, es un don. Cuando en lugar de escasez recibo abundancia sin haberlo conquistado, es un regalo. En esos momentos toco la gratuidad de Dios. El otro día leía sobre la mentalidad que hoy impera: «Una posible consecuencia de la abundancia excesiva, del tenerlo todo aquí y ahora, sin coste alguno y hasta sin esfuerzo, es que el joven deja de reconocer el valor de las cosas, su precio, y de ese modo se corre el peligro de ponerlo todo al mismo nivel. Este tipo de mentalidad conduce a perder de vista la gratuidad de las cosas, su carácter de don y, por lo tanto, el sentido de la gratitud, que constituye un elemento fundamental de la vida»[7]. La misericordia y la gratuidad van siempre de la mano. El perdón no es algo merecido. No lo consigo después de mucho esfuerzo, como una conquista. Es una gracia que se me concede cuando la pido de rodillas. Un don que no merezco. Vivir la gratuidad me ayuda a ser más misericordioso conmigo mismo y con los hombres: «El estupor y la gratuidad reconocen, además, el carácter esencialmente imprevisible de la vida»[8]. La sorpresa ante lo inesperado. El don que baja del cielo sobre mi vida y me hace creer en lo imposible. Cuando parecía todo perdido. A veces toco con dolor mis infidelidades y yo mismo me cierro la puerta del perdón. Y me olvido que esa puerta sólo la abren los niños que creen en la misericordia. Porque es muy pequeña. Tiene el tamaño de la inocencia. La poca altura de esos niños que se abrazan a la misericordia de Dios como única esperanza. Y entienden que la sorpresa es ser perdonados. Es un don con el que yo no cuento. Ni lo exijo. Ni lo pretendo. En mi debilidad entiendo que no puedo más de lo que consigo. Y no puedo pagar el perdón por lo que he hecho. Lo tengo claro. A pesar de todo, en medio de mis tensiones y angustias, puedo contar siempre con una gracia divina. Es algo que no puedo exigir. Sólo lo puedo implorar. Y si lo recibo, mi corazón se alegra. No puedo comprar la felicidad. Tampoco la paz del alma. Ni el abrazo después de la carrera. Ni el amor de aquel a quien amo. No lo puedo exigir. No me lo merezco. Si me aman no es por mi valor. Es porque Dios permite un amor imposible en mi vida. Es por misericordia. Todo es gratuidad. Como dice el Papa Francisco: «El amor puede ir más allá de la justicia y desbordarse gratis, ‘sin esperar nada a cambio’ (Lc 6,35), hasta llegar al amor más grande, que es ‘dar la vida’ por los demás»[9]. El amor de Jesús es así. Un amor de misericordia que desciende sobre mi vida y la llena de paz. Así quiero aprender a amar yo. Como dice S. Pedro Crisólogo: «Si espera alcanzar misericordia, que él también la tenga; si espera obtener favores de Dios, que él también sea dadivoso. Es un mal solicitante el que espera obtener para sí lo que él niega a los demás. Sé para ti mismo la medida de la misericordia. Tan sólo es necesario que tú te compadezcas de los demás con la misma presteza y del mismo modo». Quiero ser más misericordioso con el pecado de aquel a quien amo. Con la infidelidad del que me había prometido fidelidad eterna. Con las caídas del débil que me hacen daño. Miro mi vida y veo que yo soy débil. No merezco el perdón, y lo recibo. Sé que sólo puede amar más quien ha sido amado. El que no se sabe amado no logra amar bien. Yo quiero amar con un amor generoso, sin límites. Comenta Jean Vanier: «Jesús nos dice algo importante. Sed compasivos como mi Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados. Perdonad y seréis perdonados. Es el gran mensaje de Jesús escondido en dos palabras: la compasión y el perdón». Quiero amar con un amor que se rompa por los que me necesitan. Un amor que se parta. Un amor sin medida. Sueño con perdonar siempre al que me ofende. Ese perdón lo logra Dios en mi corazón. Es un milagro. Yo solo no puedo. Quiero obtener el amor de Dios. Por eso me decido a amar. Quiero que la generosidad de Dios colme todos mis deseos de infinito. Entonces yo seré generoso con el que nada tiene, con el que está herido, con el que más necesita. Es la misericordia lo que Dios quiere. Anhela que me parta por los demás. Es el único camino.
Me impresiona la imagen de la luz y las tinieblas a la que hoy recurre Jesús. Le dice a Nicodemo: «El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios». La luz vino al mundo y el mundo siguió en tinieblas. La luz viene a mí y yo prefiero mis obras de oscuridad. No la reconozco como mi camino verdadero. Es verdad que a mí me gusta más la luz que las tinieblas, el sol más que las nubes que lo cubren. El cielo abierto más que el cielo amenazando lluvia. La claridad más que la penumbra. Pero a menudo me refugio en mis tinieblas, me escondo en mi oscuridad, me acostumbro al olor de mi pecado, me quedo inmóvil en medio de mi esclavitud. Y eso que sé que me gusta más la luz del día y me turba la oscuridad de la noche. Quisiera no ser ciego para poder ver. Me gusta la vista y poder verlo todo. Y odio la ceguera que no me deja ver lo importante. El ciego de nacimiento nunca conoció la luz. Vive a oscuras. Necesita a alguien que guíe sus pasos. No ha visto paisajes preciosos. No conoce el color de la vida. Ha tenido que aprender a vivir sin ver. Soñando con una luz que no conoce. En su corazón tiene un anhelo infinito de plenitud. Anhela la luz que le dé forma a todo lo que toca. En el cielo todos veremos la vida como es. Sin velo, sin noche. Sueño con ese cielo que acabe con mi ceguera para siempre. Tengo ojos, pero no veo. No sé distinguir siempre la verdad. Ni el bien del mal. Me confundo. Tiene que ver la luz con la esperanza, con la verdad. Vivir en la luz es vivir de acuerdo a la verdad que hay en mi corazón. No quiero ser ciego toda mi vida. Me cuesta distinguir lo bueno de lo malo, lo oportuno de lo innecesario. Me falta vista, me falta luz. Juzgo, interpreto. Pongo mi seguridad en este mundo que pasa. En las cosas que toco con mis manos. En las horas caducas que retengo y se me escapan. Y me angustia la muerte cuando el tiempo se acaba. Quiero vivir el tiempo que me queda en la luz de la verdad de Dios. Una persona rezaba así: «Me gustaría realizar la verdad. Vivir en la verdad siempre. Alejado de tantas mentiras que llenan mi alma. Me gustaría que vieras mis obras y mi verdad. Y vieras si se corresponde lo que digo con lo que hago. Yo ya no lo sé. Me gustaría tener un corazón nuevo para amarte más cada día. Un corazón grande y puro, lleno de luz, de sol. Un corazón en el que Tú mandes y reines. Para no temer en medio de los caminos y confiar siempre. No sé si todo en mí es verdad. Lo dudo. Te pido, Jesús, que quemes todas las mentiras que se han adueñado de mi alma. Limpia las oscuridades que no me dejan verte. Quiero que entre tu luz dentro de mí. Dame vida para que no caiga en la muerte. Déjame seguir adelante cuando ms pasos parezcan detenerse. Quiero la luz de la verdad, no quiero la oscuridad ni las mentiras». La luz se contrapone a las tinieblas. La vida a la muerte. La verdad a la mentira. Vivir sin luz es vivir sin alegría. La vista y la ceguera son polos opuestos. Es el mismo misterio de la luz y de la cruz. De la muerte y de la vida. Del Via crucis y del via lucis. Dos caminos que recorro cada día. De la noche profunda al amanecer de un nuevo día. Del dolor al consuelo. De la derrota a la victoria. Del desánimo a la esperanza. Es el camino mismo que conduce a la Pascua. Pasando por los miedos y oscuridades. Tocando la cruz, despertando la vida. Es el camino que me lleva de mi mentira a mi verdad. De mis miedos a la plena confianza. Quisiera saber cuál es mi verdad. «No nos conocemos lo bastante a nosotros mismos y no queremos siquiera conocernos tal como somos en realidad. Casi todos nos escondemos detrás de una máscara, no solo frente a los demás, sino también al mirarnos al espejo»[10]. Tapo mis caídas, mis debilidades, mis flaquezas. Me escondo detrás de una máscara para que no me hagan daño. Para que no me vean. Ni yo mismo quiero conocerme. Me asusta lo que puedo encontrar: «¿Qué es el hombre? Un montón de estiércol, una fosa de estiércol, etc.. ¡Qué cadáver más brillante! Las verdades son totalmente exactas. Eso somos»[11]. Soy así. Carne y hueso. Nada y pecado. Barro y aire. Pero no quiero quedarme en lo que no consigo. Ni sentirme abrumado por lo que me humilla. Quiero levantarme y caminar. Mirar el cielo que se abre, en una grieta entre las nubes, dejando pasar los rayos del sol que deseo. Pasar así de la muerte a la vida, de la penumbra a la luz. Por eso no me quedo en mi barro. Sigo mi camino. Dice el P. Kentenich: «Si se acentúan demasiado esas verdades, el resultado es una profunda ausencia de alegría. La consecuencia necesaria es una presión constante en los sentimientos. ¿Cuál será el efecto? El fuerte impulso hacia una satisfacción sucedánea»[12]. Mi verdad es luz. En mi verdad hay pecado y gracia. Virtudes y debilidades. Trigo y cizaña. En mi verdad estoy yo y está Dios. Los dos, cara a cara, sin máscaras, sin tapujos. Allí, ante Él, me doy como soy. Y a cambio recibo su sí, su abrazo. No me quedo en la realidad de mi barro, de mi estiércol. Miro más allá, dentro de mi verdad última. El estiércol dejará que brote la vida en mí. Soy hijo de reyes. Soy hijo de Dios. Lo más valioso que Él ha creado. Reconocer mi verdad me hace libre, me hace más pleno. Acepto que no lo hago todo bien. Miro con calma todas las sombras de mi alma. El Papa Francisco decía a los jóvenes en Perú: «Cuando Jesús nos mira, no piensa en lo perfecto somos, sino en todo el amor que tenemos en el corazón para brindar y servir a los demás. ¿Cuánto amor tengo en el corazón?». Jesús mira mi verdad y se conmueve, se enamora. No se queda en el barro. Ve la luz y el brillo de mi alma. Ve el amor que tengo y el que puedo entregar. Quiero tener más luz dentro de mí para que no dominen en mí las tinieblas. Quiero vencer esa oscuridad que me aleja de Dios.
Se acerca la Pascua. Y ya se eleva la cruz de Jesús en el horizonte. Es verdad que no entiendo que Jesús tuviera que morir de esa forma tan cruel para salvarme. Era innecesario morir en la cruz, abandonado, solo, fracasado, sufriendo. ¿De qué sirvieron tantos milagros y tanto amor derramado por los hombres? ¿Qué sentido tiene ahora tanto dolor absurdo en esa hora oscura del Calvario? No entiendo el actuar de Dios. No le veo sentido al mal que tanto me abruma. Miro a Jesús que sufre solo en la cruz, víctima del odio de los hombres. Participa del dolor injusto. No permanece ajeno a mi dolor. A veces quisiera mirar a Jesús sin cruz. Parece más humano. Me gusta verlo predicando, o haciendo milagros. Caminando por la orilla del lago. O perdido en el silencio del monte en oración. Pero siempre Jesús está en la cruz. Allí descansan sus brazos y su cuerpo herido. Es su trono sagrado aunque a mí me cuesta ver tanto dolor. En su cruz está el descanso y allí se encuentra su camino de salvación. Es la cruz que beso cada viernes santo. La beso con devoción y con dolor. Allí está su amor crucificado y el mío. En esa cruz fría, de madera. Beso en ella mi propia cruz. Esa cruz que a mí tanto me pesa. En esa cruz está mi camino de santidad. Es mi cruz bendita. Es la cruz que tengo que amar en esta vida. Es esa cruz de la que a veces reniego. Maurice Zundel escribe: «Eso significa la cruz, el mal puede tener proporciones divinas. El mal es finalmente el sufrimiento de Dios: en el mal, Dios es el que sufre y por eso el mal es tan terrible. Pero si Dios es el que sufre, en medio del mal se encuentra entonces el amor que no cesará jamás de acompañarnos y de compartir nuestra suerte, y que será herido antes, dentro y por nosotros, como en el Gólgota»[3]. En la cruz de Jesús está el amor de Dios. Igual que en mi cruz está Jesús amándome. En mi sufrimiento. Detesto el mal que conozco, mi cruz pesada. Y a menudo sufro anticipadamente males posibles que tal vez nunca lleguen a suceder. Miro a Jesús con su cruz en mi propia cruz. Lo miro en esta Cuaresma. Lo miro camino del Calvario. Beso su angustia y su soledad. Beso mis propias heridas en las suyas. Veo su cruz elevada en lo alto. Él no se baja de su cruz. Y tampoco se aleja de la mía. Ya no temo. La serpiente elevada en el desierto me quita todos los males, miedos y venenos: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna». Era la serpiente que elevaba Moisés en el desierto para salvar a su pueblo. Al mirarla los israelitas picados por la serpiente sanaban. Yo he sido picado por el pecado, raíz de mi propia muerte. Estoy herido por dentro. He tocado la amargura de mi debilidad. He sentido la muerte abriéndose paso por mi carne. No quiero morir, quiero vivir. Por eso miro la cruz. No la evito. En ese madero está mi salvación. Creo en la misericordia de Dios. Creo en la esperanza después de la caída. En la vida después de la muerte. Miro a Jesús en la cruz. Permanezco al pie de su cruz. Decía Jean Vanier: «El sufrimiento de Jesús es sentirse abandonado. La burla. La desnudez. ¿Quién estaba al pie de la cruz? María su madre. Juan. María de Magdala. Es importante hacer todo lo posible para que la gente sufra menos. El más grande sufrimiento es estar solo y que nadie se interese por mí. Necesito que alguien esté a mi lado. Esa es María al pie de la cruz». La cruz es sinónimo de abandono, de muerte, de desolación, de derrota, de pérdida, de soledad. La cruz no es atractiva. Nadie quiere quedarse acompañando al crucificado. Es algo infame. Es una muerte terrible. El crucificado se queda solo en su muerte. En la derrota siempre me quedo solo. Jesús tuvo la compañía sólo de algunos. Hay personas que en su cruz no encuentran a nadie que los acompañe. Han fracasado, han sido heridos. Están solos. Yo quiero aprender a permanecer al pie de la cruz del que sufre. Deseo que también otros estén al pie de mi cruz. Sosteniendo mi dolor. Igual que Jesús y María están al pie de mi cruz. Miro a Jesús que se eleva sobre el madero. Como la serpiente elevada en el desierto. Jesús sana así a los enfermos en su pecado. A los enfermos en su soledad. Me sana a mí que estoy enfermo y roto. Mirar la cruz me salva. No me lo acabo de creer muchas veces y busco a los sanos, a los que no sufren. Prefiero mirar a Jesús perseguido por las masas. Prefiero mirar a los que triunfan. Pero es falso. Al final siempre queda la cruz. Siempre hay cruz. Entender que en el fracaso de la cruz está mi camino me cuesta más verlo. Nunca quiero perder. No quiero que me vaya mal en nada. Me asusta la soledad de los que pierden. Las críticas y los juicios ante el árbol caído. No se tiene en cuenta el esfuerzo invertido. Sólo se valoran los resultados. Y el fracaso trae consigo el olvido y la muerte. La cruz de la difamación, de la soledad. Mi cruz me pesa. Pero me pesa menos cuando miro la cruz de Jesús en el Calvario, elevada en lo alto. Al pie de su cruz está María. Igual que al pie de mi propia cruz. Eso me consuela. Ella permanece fiel a mi lado, en mi cruz. Me da paz. Encuentro así un consuelo.
Lo que tengo claro es que Dios quiere que yo sea feliz. Ha puesto en mi alma un deseo inmenso de lograr una vida plena y alegre. Pero a veces hablo de la confianza y luego no acabo de confiar. Creo que confío, que me fío de Dios. Lo digo con una sonrisa en los labios cuando he confiado y me ha ido bien. Creo confiar en María cuando las cosas salen como yo quiero, casi tal cual como las he pedido. Y entonces soy feliz, pleno, dichoso. Todo cuadra. Mi camino es diáfano, claro y no caigo. Entonces mi confianza, como por arte de magia, se hace más fuerte, firme como una roca. Pero, ¿y si de repente todo va mal? ¿Y si las cosas no resultan como a mí me hubiera gustado? Tiemblo. Dudo. Desconfío de Dios. Me alejo de ese Dios que permite mi mal, mi sufrimiento. Ya no me parece tan bueno ese Dios que no allana mi camino quitando peligros. Tengo una fe inmadura, dispuesta a creer sólo en medio de los éxitos. Pero vacilante cuando el camino se oscurece. Jesús no me dice que nunca nada malo me va a pasar. No me asegura éxitos en mi camino si sigo sus pasos. Lo único que me asegura es que nunca voy a estar solo y siempre va a estar a mi lado, en mi barca, sosteniendo mis pasos vacilantes. Jesús me dice que va a haber tormentas en mi noche. Que llegarán de improviso vendavales y lluvias torrenciales. No me dice que mi camino va a estar exento de todo peligro. No me asegura un sol maravilloso. Esa promesa no me la hace Dios. Sólo me dice que cave hondo mis cimientos, sobre roca. Pero el mundo me dice que si hago tal cosa, o compro tal otra, todo irá bien. Me asegura que nunca más voy a temer nada si sigo sus pasos. Me asegura el éxito en la vida. Me dice que voy a ser feliz. Y en realidad esas palabras tocan en lo más hondo mi anhelo íntimo. Se corresponden con mi deseo más verdadero. ¿Cómo no voy a querer ser feliz siempre? Dice el P. Kentenich que mi deseo de alegría está en lo más hondo de mi alma: «Si no tengo alegría tanto por mi crecimiento interior en Dios cuanto por el de los demás, ¿qué efectos habrá? Si la alegría es un instinto primordial, el hombre buscará la alegría en otra parte»[4]. Me pregunto tantas veces por las verdaderas causas de mi alegría. Una persona decía: «La medida de la felicidad es la medida de la entrega». Es muy cierto. Pero me cuesta dar. Y pienso a veces que si doy demasiado no seré tan feliz. Sobre todo si no recibo en la misma medida. Mi tentación es la de ser yo feliz a costa de la felicidad de otros. Pero ese no es el camino verdadero. Creo que seré más feliz haciendo felices a otros. Es mi entrega el abono de la verdadera alegría. Además el mundo no colma del todo mis ansias de infinito. Siempre falta algo. Me gustaría que mi alegría estuviera asentada en Dios. La casa de mi vida construida sobre su roca. Pero cuando excavo un poco en mi alma me doy cuenta de cuánta arena tengo y qué poca solidez. Cuando las circunstancias son algo adversas pierdo el ánimo y la alegría. Entonces mi confianza se debilita y busco en el mundo el descanso, la paz definitiva, la alegría verdadera. Pero no la encuentro. Si la buscara en Dios sería distinto. Me siento triste muchas veces, toco el vacío del alma. Como decía el P. Kentenich: «¿Quién de nosotros no sufre en forma muy profunda de esa falta de alegría? ¿Quién no sufre profundamente con su pueblo, con sus seguidores, que tanto padecen por esa carencia?»[5]. Una monja, cuando le preguntaron si le dolían las renuncias que había supuesto entrar en el convento, respondió: «Mi mayor renuncia fue renunciar a la tristeza que tenía antes». Me pareció una respuesta algo pobre. Yo también quiero renunciar a esa tristeza. Pero eso no quita que en mi vida, en mi vocación, en mi camino concreto, en el que se prueba mi libertad cada mañana, tenga que renunciar. Toda vocación, la de cualquiera, supone renuncias verdaderas. Cada uno conoce las suyas. Cada renuncia tiene su valor. Pero no por haber renunciado pierde luz el camino por el que Jesús me llama. La felicidad no consiste en no tener que renunciar. No soy más feliz cuando no tengo que renunciar a nada, cuando no hay sufrimiento. Esa imagen de felicidad que a veces se me mete en el alma no es verdadera. Mi vocación pasa por adherirme a un bien que me hace feliz. Pero al mismo tiempo tengo que besar la renuncia que sí duele en el alma. La renuncia a no tener otros bienes que también son de Dios y preciosos. No por tocar con dolor mi renuncia dejan de tener luz mi elección, mi sí, mis pasos. Tienen más luz todavía. La renuncia concreta ilumina los bienes a los que me adhiero con alegría. Y además, en medio de mi camino, podrán venir tormentas, tempestades, dudas. Pero si mi corazón está bien anclado en Dios, no temblaré. Y descansaré aliviado en sus manos de Padre: «San Francisco llega a la siguiente conclusión: si somos perseguidos, despreciados, etc., y tú te alegras en Dios, entonces tenemos la alegría perfecta. Si concebimos de este modo la alegría, ¿es acaso algo blando o, por el contrario, algo sumamente vigoroso, algo que nosotros necesitamos?»[6]. La perfecta alegría no tiene lugar cuando todo me sale bien. Sino cuando Jesús en mi camino me hace mirar sonriendo los pasos que tengo por delante. En medio de mi viacrucis abrazo mi vida como es. Con sus límites y su dolor. Con sus carencias y renuncias. Con su tormenta y sus montes altos y abruptos. Con su sol y con su frío. Y beso el madero que forma parte de mi vida. Definitivamente yo renuncio a la tristeza. Renuncio a vivir sin paz. Renuncio a vivir mendigando amor con el alma llena de amargura. Renuncio a desconfiar de Dios cada vez que no me funcione el plan de mi vida. Ese plan que pensaba me iba a hacer feliz. Renuncio a ser mediocre buscando la paz en las pequeñas alegrías de la vida. No quiero la mediocridad que me turba y empobrece. Y es cierto que esas pequeñas alegrías que acaricio merecen la pena. Son como esos pájaros que llenan mi día con sus cantos. De repente todo se llena de luz, todo brilla. Aunque pronto, en un suspiro, súbitamente desaparece. Y mi voz se siente aliviada. Me gusta este domingo en el que la cruz está más cerca y el sol amanece a su espalda. Y sonrío y me lleno de paz. Siento el dolor, como una punzada, por la renuncia, por el sacrificio. Y al mismo tiempo siento también el alivio, la paz y la esperanza. Me lleno de una luz que viene de lo alto. Y pongo mi alegría en lo que de verdad importa. No dejo de sentir el dolor. Es como una punzada. No renuncio a él. El dolor me hace más humano y más consciente de mis límites y carencias. Pero sí renuncio a la tristeza que a veces el sacrificio lleva aparejado. No quiero la tristeza. Tampoco renuncio a mi sonrisa. Como la de ese Cristo de Javier que me sonríe desde la cruz. En medio de su tormento, me sonríe. En medio del dolor, me mira lleno de paz. En medio de su agonía, le preocupa lo que siento, lo que vivo. Vivir así es lo que quiero. Ahí está la perfecta alegría.
Me duelen las infidelidades. Las mías y las de tantos. Me duele el mal, el rencor, el odio, el pecado. Me duele mi propia debilidad, no me enorgullece. Porque no he aprendido todavía a ser niño. Me duele caer y no estar a la altura de lo esperado. Me llena de tristeza la derrota, sueño con la victoria. Todo parece cuestión de distancia. Esa distancia que hay entre el cielo y la tierra. Entre el mañana y el ayer. Entre lo que es y lo que pudo haber sido. Entre mi caída y lo que pudo evitarla. Entre ese segundo en el que decido, aunque me equivoque y el segundo siguiente, cuando ya no hay remedio. De nada sirve llorar al pie de la leche derramada. Sigo adelante. No me asombro de mi carne débil. Hoy escucho que Dios siente compasión de mis caídas: «En aquellos días, todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades. El Señor, Dios de sus padres, les envió desde el principio avisos por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de su morada. Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas». Dios es misericordioso. Su misericordia me conmueve. Ve mi pecado, no se escandaliza, tiene compasión. Y me manda profetas para que me avisen y pueda yo cambiar de vida. Me doy cuenta de lo que necesito la misericordia de Dios cada día. Miro mi infidelidad. Me duele. Jesús me mira y me toma en sus brazos, como a esa oveja perdida. Me consuela en mi dolor. Sabe que soy frágil. Que quiero el bien y hago el mal. Que deseo amar y hago daño. Pero me quiere así. Torpe, desaliñado, herido, inocente, apasionado. Quiere al niño necesitado y dependiente que ve dentro de mí al mirarme a los ojos. Sé que la misericordia de Dios es lo que me salva. Es lo que me hace feliz de verdad. Porque es inmerecido el perdón que recibo. Siempre es gratuidad. Cuando me dan algo que no merezco, es gratuidad. Cuando me tratan con misericordia cuando creo que merezco un castigo, es un don. Cuando en lugar de escasez recibo abundancia sin haberlo conquistado, es un regalo. En esos momentos toco la gratuidad de Dios. El otro día leía sobre la mentalidad que hoy impera: «Una posible consecuencia de la abundancia excesiva, del tenerlo todo aquí y ahora, sin coste alguno y hasta sin esfuerzo, es que el joven deja de reconocer el valor de las cosas, su precio, y de ese modo se corre el peligro de ponerlo todo al mismo nivel. Este tipo de mentalidad conduce a perder de vista la gratuidad de las cosas, su carácter de don y, por lo tanto, el sentido de la gratitud, que constituye un elemento fundamental de la vida»[7]. La misericordia y la gratuidad van siempre de la mano. El perdón no es algo merecido. No lo consigo después de mucho esfuerzo, como una conquista. Es una gracia que se me concede cuando la pido de rodillas. Un don que no merezco. Vivir la gratuidad me ayuda a ser más misericordioso conmigo mismo y con los hombres: «El estupor y la gratuidad reconocen, además, el carácter esencialmente imprevisible de la vida»[8]. La sorpresa ante lo inesperado. El don que baja del cielo sobre mi vida y me hace creer en lo imposible. Cuando parecía todo perdido. A veces toco con dolor mis infidelidades y yo mismo me cierro la puerta del perdón. Y me olvido que esa puerta sólo la abren los niños que creen en la misericordia. Porque es muy pequeña. Tiene el tamaño de la inocencia. La poca altura de esos niños que se abrazan a la misericordia de Dios como única esperanza. Y entienden que la sorpresa es ser perdonados. Es un don con el que yo no cuento. Ni lo exijo. Ni lo pretendo. En mi debilidad entiendo que no puedo más de lo que consigo. Y no puedo pagar el perdón por lo que he hecho. Lo tengo claro. A pesar de todo, en medio de mis tensiones y angustias, puedo contar siempre con una gracia divina. Es algo que no puedo exigir. Sólo lo puedo implorar. Y si lo recibo, mi corazón se alegra. No puedo comprar la felicidad. Tampoco la paz del alma. Ni el abrazo después de la carrera. Ni el amor de aquel a quien amo. No lo puedo exigir. No me lo merezco. Si me aman no es por mi valor. Es porque Dios permite un amor imposible en mi vida. Es por misericordia. Todo es gratuidad. Como dice el Papa Francisco: «El amor puede ir más allá de la justicia y desbordarse gratis, ‘sin esperar nada a cambio’ (Lc 6,35), hasta llegar al amor más grande, que es ‘dar la vida’ por los demás»[9]. El amor de Jesús es así. Un amor de misericordia que desciende sobre mi vida y la llena de paz. Así quiero aprender a amar yo. Como dice S. Pedro Crisólogo: «Si espera alcanzar misericordia, que él también la tenga; si espera obtener favores de Dios, que él también sea dadivoso. Es un mal solicitante el que espera obtener para sí lo que él niega a los demás. Sé para ti mismo la medida de la misericordia. Tan sólo es necesario que tú te compadezcas de los demás con la misma presteza y del mismo modo». Quiero ser más misericordioso con el pecado de aquel a quien amo. Con la infidelidad del que me había prometido fidelidad eterna. Con las caídas del débil que me hacen daño. Miro mi vida y veo que yo soy débil. No merezco el perdón, y lo recibo. Sé que sólo puede amar más quien ha sido amado. El que no se sabe amado no logra amar bien. Yo quiero amar con un amor generoso, sin límites. Comenta Jean Vanier: «Jesús nos dice algo importante. Sed compasivos como mi Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados. Perdonad y seréis perdonados. Es el gran mensaje de Jesús escondido en dos palabras: la compasión y el perdón». Quiero amar con un amor que se rompa por los que me necesitan. Un amor que se parta. Un amor sin medida. Sueño con perdonar siempre al que me ofende. Ese perdón lo logra Dios en mi corazón. Es un milagro. Yo solo no puedo. Quiero obtener el amor de Dios. Por eso me decido a amar. Quiero que la generosidad de Dios colme todos mis deseos de infinito. Entonces yo seré generoso con el que nada tiene, con el que está herido, con el que más necesita. Es la misericordia lo que Dios quiere. Anhela que me parta por los demás. Es el único camino.
Me impresiona la imagen de la luz y las tinieblas a la que hoy recurre Jesús. Le dice a Nicodemo: «El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios». La luz vino al mundo y el mundo siguió en tinieblas. La luz viene a mí y yo prefiero mis obras de oscuridad. No la reconozco como mi camino verdadero. Es verdad que a mí me gusta más la luz que las tinieblas, el sol más que las nubes que lo cubren. El cielo abierto más que el cielo amenazando lluvia. La claridad más que la penumbra. Pero a menudo me refugio en mis tinieblas, me escondo en mi oscuridad, me acostumbro al olor de mi pecado, me quedo inmóvil en medio de mi esclavitud. Y eso que sé que me gusta más la luz del día y me turba la oscuridad de la noche. Quisiera no ser ciego para poder ver. Me gusta la vista y poder verlo todo. Y odio la ceguera que no me deja ver lo importante. El ciego de nacimiento nunca conoció la luz. Vive a oscuras. Necesita a alguien que guíe sus pasos. No ha visto paisajes preciosos. No conoce el color de la vida. Ha tenido que aprender a vivir sin ver. Soñando con una luz que no conoce. En su corazón tiene un anhelo infinito de plenitud. Anhela la luz que le dé forma a todo lo que toca. En el cielo todos veremos la vida como es. Sin velo, sin noche. Sueño con ese cielo que acabe con mi ceguera para siempre. Tengo ojos, pero no veo. No sé distinguir siempre la verdad. Ni el bien del mal. Me confundo. Tiene que ver la luz con la esperanza, con la verdad. Vivir en la luz es vivir de acuerdo a la verdad que hay en mi corazón. No quiero ser ciego toda mi vida. Me cuesta distinguir lo bueno de lo malo, lo oportuno de lo innecesario. Me falta vista, me falta luz. Juzgo, interpreto. Pongo mi seguridad en este mundo que pasa. En las cosas que toco con mis manos. En las horas caducas que retengo y se me escapan. Y me angustia la muerte cuando el tiempo se acaba. Quiero vivir el tiempo que me queda en la luz de la verdad de Dios. Una persona rezaba así: «Me gustaría realizar la verdad. Vivir en la verdad siempre. Alejado de tantas mentiras que llenan mi alma. Me gustaría que vieras mis obras y mi verdad. Y vieras si se corresponde lo que digo con lo que hago. Yo ya no lo sé. Me gustaría tener un corazón nuevo para amarte más cada día. Un corazón grande y puro, lleno de luz, de sol. Un corazón en el que Tú mandes y reines. Para no temer en medio de los caminos y confiar siempre. No sé si todo en mí es verdad. Lo dudo. Te pido, Jesús, que quemes todas las mentiras que se han adueñado de mi alma. Limpia las oscuridades que no me dejan verte. Quiero que entre tu luz dentro de mí. Dame vida para que no caiga en la muerte. Déjame seguir adelante cuando ms pasos parezcan detenerse. Quiero la luz de la verdad, no quiero la oscuridad ni las mentiras». La luz se contrapone a las tinieblas. La vida a la muerte. La verdad a la mentira. Vivir sin luz es vivir sin alegría. La vista y la ceguera son polos opuestos. Es el mismo misterio de la luz y de la cruz. De la muerte y de la vida. Del Via crucis y del via lucis. Dos caminos que recorro cada día. De la noche profunda al amanecer de un nuevo día. Del dolor al consuelo. De la derrota a la victoria. Del desánimo a la esperanza. Es el camino mismo que conduce a la Pascua. Pasando por los miedos y oscuridades. Tocando la cruz, despertando la vida. Es el camino que me lleva de mi mentira a mi verdad. De mis miedos a la plena confianza. Quisiera saber cuál es mi verdad. «No nos conocemos lo bastante a nosotros mismos y no queremos siquiera conocernos tal como somos en realidad. Casi todos nos escondemos detrás de una máscara, no solo frente a los demás, sino también al mirarnos al espejo»[10]. Tapo mis caídas, mis debilidades, mis flaquezas. Me escondo detrás de una máscara para que no me hagan daño. Para que no me vean. Ni yo mismo quiero conocerme. Me asusta lo que puedo encontrar: «¿Qué es el hombre? Un montón de estiércol, una fosa de estiércol, etc.. ¡Qué cadáver más brillante! Las verdades son totalmente exactas. Eso somos»[11]. Soy así. Carne y hueso. Nada y pecado. Barro y aire. Pero no quiero quedarme en lo que no consigo. Ni sentirme abrumado por lo que me humilla. Quiero levantarme y caminar. Mirar el cielo que se abre, en una grieta entre las nubes, dejando pasar los rayos del sol que deseo. Pasar así de la muerte a la vida, de la penumbra a la luz. Por eso no me quedo en mi barro. Sigo mi camino. Dice el P. Kentenich: «Si se acentúan demasiado esas verdades, el resultado es una profunda ausencia de alegría. La consecuencia necesaria es una presión constante en los sentimientos. ¿Cuál será el efecto? El fuerte impulso hacia una satisfacción sucedánea»[12]. Mi verdad es luz. En mi verdad hay pecado y gracia. Virtudes y debilidades. Trigo y cizaña. En mi verdad estoy yo y está Dios. Los dos, cara a cara, sin máscaras, sin tapujos. Allí, ante Él, me doy como soy. Y a cambio recibo su sí, su abrazo. No me quedo en la realidad de mi barro, de mi estiércol. Miro más allá, dentro de mi verdad última. El estiércol dejará que brote la vida en mí. Soy hijo de reyes. Soy hijo de Dios. Lo más valioso que Él ha creado. Reconocer mi verdad me hace libre, me hace más pleno. Acepto que no lo hago todo bien. Miro con calma todas las sombras de mi alma. El Papa Francisco decía a los jóvenes en Perú: «Cuando Jesús nos mira, no piensa en lo perfecto somos, sino en todo el amor que tenemos en el corazón para brindar y servir a los demás. ¿Cuánto amor tengo en el corazón?». Jesús mira mi verdad y se conmueve, se enamora. No se queda en el barro. Ve la luz y el brillo de mi alma. Ve el amor que tengo y el que puedo entregar. Quiero tener más luz dentro de mí para que no dominen en mí las tinieblas. Quiero vencer esa oscuridad que me aleja de Dios.
[1] Paul Claudel, La anunciación a María, 34
[2] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[3] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[4] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal
[5] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal
[6] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal
[7] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[8] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[9] Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia
[10] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[11] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal
[12] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal
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