Domingo de Cristo Rey
por Al partir el pan
Ezequiel 34, 11-12. 15-17; Corintios 15, 20-26. 28; Mateo 25, 31-46
« ¿Cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo forastero y te hospedamos, desnudo y te vestimos?»
«Dios siempre me acompaña cuando sufro y sabe sacar algo bueno de una desgracia. Sabe sacar luz de la oscuridad. Y risas del llanto. Creo en ese Dios que se abaja a mi vida a buscarme»
« ¿Cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo forastero y te hospedamos, desnudo y te vestimos?»
«Dios siempre me acompaña cuando sufro y sabe sacar algo bueno de una desgracia. Sabe sacar luz de la oscuridad. Y risas del llanto. Creo en ese Dios que se abaja a mi vida a buscarme»
¡Qué importante es en la vida aprender a confiar! ¡Pero qué difícil es lograrlo! El amor se construye sobre la confianza. Si no confío no puedo amar de verdad. Cuando confío, no necesito saber todo de la persona amada. Pero sé también con qué facilidad puedo dejar de confiar. Una duda, una sospecha, un comentario, algo que me dicen, o que yo veo. Me da miedo caer en la desconfianza sin tener motivos. Si falla la confianza, falla el amor. No quiero dar motivos para que desconfíen. No quiero creer todo lo que me dicen. No quiero desconfiar de aquellos a los que quiero. A veces hablo más de la cuenta. ¡Cuánto daño pueden hacer mis palabras! Pueden crear sospechas. Mis comentarios son hojas lanzadas al viento. Nadie puede detenerlas. Siembran dudas y desconfianza. Creo que el amor más verdadero se construye desde una confianza a prueba de fuego. Durante mucho tiempo de entrega. Una sola palabra, un mal gesto, pueden romper esa confianza. Quiero que mi confianza se haga fuerte frente a la sospecha. Sé que la vida es muy larga. En ella tomó decisiones, doy pasos, amo y me comprometo. Confío. Genero confianza. Me tomo en serio el camino que tengo por delante. Decido apostar por la eternidad y no por la fugacidad de mis días. Siembro para un mañana lejano que aún no veo. Construyo sobre rocas que duren eternamente. Aun sabiendo que mi corazón es débil. Me juego las cartas que recibo apostando por lo más alto. No quiero ser cobarde. Confío poco en mí y más, mucho más, en Dios. No confío en mi propia fidelidad, pero sí confío en que Dios me sostiene en medio de las pruebas. Él es siempre fiel. Amo la vida que Dios me ha dado. Amo el mundo que ha puesto a mis pies. Reconozco que soy frágil a la hora de elegir bien. Tantas veces me he confundido. En mis juicios, en mis decisiones. Pero sé que tengo que tener mi corazón bien puesto para no dejarme llevar por el mar revuelto. No quiero ir con mi corazón en la mano, como ofreciendo sueños. Lo llevo dentro del alma, guardado, bien seguro. Para darlo sólo cuando he decidido amar. Cuando he sido amado. Hoy es tan frecuente hablar de infidelidades. Parece todo tan frágil, pasajero, débil. Cada vez que me toca bendecir un matrimonio me alegro. O cuando celebro un nuevo aniversario. Es como un destello de luz en medio de las dudas. Una pareja que pronuncia asombrada su sí a los pies de Dios. Y sueña con lo imposible. Es un canto de esperanza en medio de voces que denuncian a los que han caído antes de nosotros. Los que no fueron fieles. Los que no se contuvieron y arruinaron su vida. Es fácil juzgar desde fuera. No quiero poner en la misma bolsa a todos los que han fallado. Quiero ser fiel. El testimonio de los santos me conmueve. Fueron fieles en medio de pequeñas infidelidades y caídas. Pero a veces a mi alrededor me dicen que no es posible. Como si el sí de un día se acabara convirtiendo en un quizás con el paso del tiempo, en un no con la llegada de las dudas. Es como si mi decisión pasada dejara de ser tan firme de golpe, o poco a poco, por no haber cuidado con mimo el amor recibido, el amor entregado. No quiero tener miedo a confiar siempre. Es posible ser fiel en medio de la pobreza. Aunque me sienta inseguro. Comenta el Papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: «Para cumplir la promesa de crear un hogar con una persona, se requiere soberanía de espíritu, capacidad de ser fiel a lo prometido aunque cambien las circunstancias y los sentimientos que uno pueda tener en una situación determinada». Una fidelidad que es una gracia, no es fruto de mi fortaleza interior. Creo que no puedo juzgar desde fuera a los que no han sido fieles. Desde que un día Dios me regaló poder confiar creo que me he vuelto más comprensivo. No juzgo tan rápidamente. No condeno. Porque conozco también mis propios pecados. Y me doy cuenta de la debilidad del alma. Y de que sólo confiando en Dios es posible seguir amando cada día un poco más. El P. Kentenich habla de entregar nuestra fidelidad a María sabiéndonos frágiles: «Queremos ofrecer a María nuestra buena voluntad, nuestra disponibilidad. ¿Qué nos queda sino ponernos sin reservas a su disposición, aceptar sus deseos, entregarnos nuevamente a Ella y dejarle la responsabilidad por la gran obra, en la cual nosotros, dependiendo de Ella, queremos cooperar, sufrir, sacrificarnos y rezar? María está desvalida. Ella sola no puede realizar la tarea. Y nuestro honor es poder ayudarla»[1]. En su fidelidad descansa mi fidelidad. Pero yo de nuevo cada mañana me pongo manos a la obra, comienzo ahora. Vuelvo a entregar mi sí. Cojo con cuidado mis infidelidades y se las entrego a Dios. Para que me sane. Para que haga más hondo mi amor. Me siento tan desvalido como Ella. Y me conmueve que siga confiando en mí después de haber caído tantas veces. María no es como yo. Cuando desconfío me cuesta volver a confiar. Es un milagro. Se lo pido. Ella confía de nuevo en mí. Cree en mi capacidad de amar. Pone otra vez delante de mí un horizonte amplio. Y me invita a decir que sí nuevamente, con timidez. Sabe que conmigo puede hacer cosas grandes. Si yo me dejo. Aun sabiendo que soy tan frágil.
Me gusta creer en la fidelidad de Dios. Él me busca, nunca se olvida de mí. Dice el profeta: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro. Como sigue el pastor el rastro de su rebaño, cuando las ovejas se le dispersan, así seguiré Yo el rastro de mis ovejas y las libraré, sacándolas de todos los lugares por donde se desperdigaron un día de oscuridad y nubarrones. Yo mismo apacentaré mis ovejas, Yo mismo las haré sestear. Buscaré las ovejas perdidas, recogeré a las descarriadas; vendaré a las heridas; curaré a las enfermas: a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré como es debido». Me gusta ese Dios cercano y personal que viene a mi vida a buscarme. Allí dónde yo estoy me sale al encuentro. Me gusta pensar en un Dios siempre fiel. Un Dios que no olvida. No me deja solo. No me abandona. Esa fidelidad de Dios me parece maravillosa. No imagino cómo Dios puede ser infiel. Pero es verdad que tantas veces no siento su presencia. O me parece ausente cuando sufro. Estoy convencido de que Dios no me manda cruces para educarme, o para probarme. No creo en ese Dios que juega con el hombre. No me manda dolores para ver si aguanto. En realidad Dios siempre me acompaña cuando sufro y sabe sacar algo bueno de una desgracia. Sabe sacar luz de la oscuridad. Y risas del llanto. Creo en ese Dios que se abaja a mi vida a buscarme. No me quita las cruces que detesto. Por mucho que uno se diga a sí mismo: «Si Él quisiera podría hacerlo». Ese pensamiento, más que animarme y consolarme, me amarga. Si puede, ¿por qué no lo hace? Es lo que pienso. ¡Cuántas veces he escuchado este comentario! Hasta yo mismo me he pillado haciéndomelo. ¿Por qué no interviene? Hay tantas injusticias en el mundo. Hay tantas muertes absurdas, sin sentido. ¿Por qué a mí? ¿Por qué yo? ¿Por qué ese niño tan pequeño? ¿Por qué otra vez a esta familia tan herida? Si Dios es fiel, ¿por qué no hace algo ahora mismo para mostrarme su fidelidad? En realidad son preguntas muy humanas las que brotan del alma. Y reconozco que no me gusta la enfermedad, ni la justa ni la injusta. No me agrada la muerte, ni la temprana, ni la que se retrasa en exceso. No me gusta la ira, ni el odio. No me gusta la guerra, porque siempre es injusta. No me gustan las críticas, porque me hieren muy dentro. Detesto la agresividad y las palabras hirientes, duele el alma. No quiero el corazón endurecido que me trata con desprecio, habiendo dado antes yo amor. No me parece bien el abandono, cuando no lo he querido. No me contento con los sueños que no se realizan, porque había soñado tan fuerte. No acepto la renuncia impuesta, cuando no la he elegido. Me molesta el frío en un abrazo, cuando quise ser cálido. Y no quiero las palabras vacías de contenido, estando las mías tan llenas. No me gustan las apariencias que a veces yo mismo busco. Ni amo ese deseo de poder tan profundamente arraigado en el alma, que de repente siento. No quiero el desprecio que está a flor de piel, ni en los otros ni en mí mismo. Ni la soledad obligada, queriendo yo compañía. No me gusta el fracaso, la derrota, la humillación, habiendo luchado con todas mis armas por el triunfo. Detesto los gritos y las voces altas, cuando yo guardo silencio o hablo pausado. En todo ello veo a veces la injusticia. Y quisiera acabar con todo lo que no quiero. Busco a ese Dios fiel que actúa. No lo veo. No ocurre lo que deseo. El mundo sigue su ritmo. Yo el mío. Y veo que Dios es fiel aunque no cambie nada en los acontecimientos de mi vida. Sigue amaneciendo cada mañana. Cae el sol cada tarde. Es curioso, lo que cambia es mi vida al tocar su amor. Lo que cambia es mi mirada al ser mirado de otra forma. Quiero aprender a vivir, porque se me olvida pronto. Busco responsables a mis causas perdidas, a todos mis males. Y siempre es Dios el que sale culpable. Porque si puede y no lo hace, es que no me quiere tanto. Y no entiendo el absurdo de una cruz en lo alto de un calvario. El aparente olvido de Dios. El abandono más cruel. La dureza de la noche y el silencio. Y si no noto su abrazo creo que ya es infiel. O se ha olvidado de mí sin yo saberlo. Quiero buscar a Dios en mi camino. Quiero encontrar su abrazo. Porque sé que su fidelidad no depende de que acabe con todo lo que detesto. Sólo sé que en medio de mis muertes logra una obra de arte y sabe sacar lo mejor para mi vida. Sabe cambiarme por dentro cuando yo me resisto al cambio. Y me abraza. Hoy el P. Kentenich me invita a mirar a María que siempre es fiel: «Le regalamos nuestra disponibilidad y ella nos regala su disponibilidad. Le regalamos nuestra fidelidad y ella nos regala su fidelidad. Presentamos a María nuestro desvalimiento, y ella nos regala su desvalimiento, pero también su disposición a ayudarnos. ¿Qué pide en cambio de nosotros? Reconocer nuestro desvalimiento»[2]. Reconozco mi incapacidad para ser fiel siempre. Reconozco mi desvalimiento para aceptar las injusticias. A cambio de mi entrega Ella me hace confiar y creer más en mí. Y cambia mi alma por dentro cuando me resisto a aceptar sus planes.
Hoy la liturgia me habla de un Jesús que es rey. Es la fiesta de Cristo Rey. El reinado de Dios hecho carne entre los hombres. Asocio siempre la realeza al poder. Pero el poder de Jesús es la impotencia. Y su forma de reinar es desde el trono de la cruz. Hay una serie de televisión en la que muchos quieren gobernar en un trono de hierro. Se creen con derecho a mandar sobre todos. Y utilizan todos los medios para conseguir el fin que desean. El fin justifica los medios. Muchas veces lo veo a mi alrededor. Personas que buscan el poder y hacen todo lo posible por conseguirlo y después por retenerlo. Yo mismo tengo esa tentación del poder. ¡Es tan sutil! La información es poder. La capacidad de decisión es poder. La influencia en las decisiones. La capacidad de mando sobre otros, aunque estos otros sean muy pocos. El poder siempre es atractivo. Lo busco, lo retengo. Me obsesiono. Pero el poder de Dios no es el de los hombres. El otro día leía: «Hablamos de un Dios que, al hacerse humano, se abajó. Es una imagen poderosa. Y real. Porque sin ella uno corre el peligro de vivir instalado en pedestales. De honor y de riqueza, de sabiduría y de elocuencia, de triunfo y fortaleza, de ideas y proyectos. Pedestales que al tiempo te protegen y te aíslan. Y que, si te descuidas, te van encerrando en burbujas herméticas y asépticas»[3]. El poder me aísla de los hombres. Me guarda. Me protege. En mi poder soy inaccesible. Dejo de ser misericordioso. Estoy lejos de los que sufren. No me interesan. Lejos de los que no tienen poder e influencia. Me da miedo no tratar igual al poderoso que al necesitado. No actuar de la misma manera ante el que me puede hacer un favor con su poder que al que no tiene nada que ofrecerme. Y me da miedo rendir pleitesía a los poderosos de la tierra. Buscando beneficios. Todo en aras de un bien mayor, todo por el reino de Cristo. Pensando que el fin justifica los medios. Temo aferrarme yo a mis cargos e influencias. Buscar mi bien. Proteger mi vida para que nadie pueda hacerme daño y quitarme lo que poseo. Temo mi vulnerabilidad que se deja encandilar por el que tiene poder. No quiero arrodillarme ante ningún hombre. Miro sus coronas llenas de oro. No las quiero. No deseo pasar de largo ante la corona de espina de Jesús en la cruz. Miro los calzados lujosos y desdeño los pies descalzos de Jesús. Miro la mano que gobierna el mundo con el poder del mundo. Pero no quiero dejar de mirar los pies descalzos y heridos. Busco la mano silenciosa de Dios que dirige el mundo sin que yo lo vea. Quiero aceptar que no puedo hacer muchas cosas, porque no soy todopoderoso. Mi poder es tan pequeño y frágil. Pero yo me quejo. Y quiero tener más poder. Quiero poder hacerlo todo bien. Quiero tener éxito y reconocimiento siempre. La sicóloga Mirta Medici comenta: «Que aprendas a tolerar las ‘manchas negras’ del otro, porque tú también tienes las tuyas, y eso anula la posibilidad de reclamo. Que no te condenes por equivocarte; no eres todopoderoso. Que crezcas, hasta donde y cuando quieras. Te deseo que logres ser feliz, sea cual sea la realidad que te toque vivir». El reino de Jesús no es de este mundo. No se juega en mis categorías humanas heridas por el pecado. No tiene que ver con mis prioridades, a veces mal establecidas. El reino de Dios crece en la humildad, en la impotencia, en la fidelidad en medio de la noche. Es el reino que trae la paz en medio de la tormenta. El poder que Jesús manifiesta me sorprende. Porque brota no del miedo, sino del amor. Es el poder del que me ama y consigue así de mí todo lo que quiere. Porque ante el amor que recibo me siento vulnerable. Es cierto. Aquel que me ama tiene un extraño poder sobre mí. El que me ama de forma incondicional e inmerecida tiene un poder inmenso que me deja indefenso. No puedo hacer nada frente a tanto amor. Me siento en deuda ante el que me ama. Jesús tiene un poder inmenso sobre mí. Pero mi seguimiento no lo compra, no lo exige. Mi seguimiento brota del amor que recibo. El amor de Jesús a los hombres no impidió que lo mataran. Algunos se cerraron a ese amor imposible. Su aparente impotencia produjo rabia e ira en los que querían matarlo. No tenían poder sobre Él, porque no temía perder la vida. Jesús era libre y se convirtió en alguien insobornable. El que no tiene nada que perder, nada teme. Uno se muestra impotente ante el que se ha abandonado en las manos de su Padre. Ese poder de Jesús se hace pleno en la cruz. Desde ese madero ama a todos y más aún al que lo odia. Acoge al que lo persigue. Es imposible amar así. Normalmente no esperamos amor cuando odiamos. Ni siquiera un abrazo cuando despreciamos. Pero así es Dios. Me ama aunque yo no lo ame. Pero necesita mi amor, quiere mi entrega. No lo necesita para poder amarme. Él siempre me ama primero. Pero sí lo necesita porque el amor quiere recibir algo a cambio. Y Dios me mira lleno de amor y esperanza. Cree en mí y espera y me ama con un amor mucho grande del que yo puedo darle. Hoy me arrodillo ante la impotencia de Dios. Su amor infinito es el mayor poder de Dios ante los hombres. Pienso que ese amor es su forma de reinar. Reina desde el servicio. Desde la humildad. Mi forma de reinar es diferente. Quiero otro tipo de poder. Hoy Jesús me mira para que aprenda a amar y a servir como Él me ama y me sirve. Es un cambio en mi mirada. Su reino no es de este mundo. Mi reino busca el poder del mundo. Quiero cambiar las leyes. Acabar con la injusticia y el odio. Implantar todos los valores cristianos que deseo vivir en mi entorno. Y sufro en mi impotencia. Y critico a la Iglesia que no hace nada. Estoy tan lejos de tocar su reino en la tierra. Y aun así veo vestigios de ese reino. Donde un corazón ama ahí está Dios amando. En el silencio de la vida veo tanta santidad que refleja su amor. Me conmuevo. Y sé que es posible su amor. El reino de Dios sigue creciendo en la tierra. No como los hombres esperan. Crece de manera misteriosa en el sí de cada hombre.
El reino de Dios me habla de un Dios que quiere reinar en mi vida. No me habla de un Dios ausente. No me hace pensar en un Dios lejano: «Un Dios que no reina indiferentemente en un trono por encima de las nubes, sino que está presente en la vida de cada hombre. Un Dios que tiene un plan para el mundo»[4]. El P. Kentenich hace siempre hincapié en el papel que tiene un Dios que es Padre y conduce mi vida con amor: «Todo lo que existe y acontece en este mundo y en la vida de los hombres y tal como existe y se desarrolla, es efecto y realización de un plan divino eterno»[5]. Dios quiere mi bien y no se desentiende de mi vida. La conduce con amor. Aunque yo no vea sus manos actuando. A veces me cuesta comprender tanta injusticia, tanto mal, tanto dolor. Y creer en un Dios que me ama con locura pero permanece impasible sin hacer nada por salvarme, por salvar a los que amo. Me gustaría más un Dios al que pudiera recurrir en cualquier momento obteniendo su ayuda tal como se le pido. Un Dios que sembrara aquí en la tierra una paz eterna. Un Dios que siempre hiciera milagros extraordinarios. Pero no es así. Es verdad que yo no sé muy bien lo que pido. No sé si todo me conviene, aunque hay cosas que me parecen evidentes. La salud de mis hijos. La vida de mi cónyuge. La vida de una madre joven. Una vida sin injusticias. Un trabajo digno. El fin de las guerras y los atentados. La desaparición de esas muertes sin sentido. ¿Cómo se puede entender que Dios reine en mi vida cuando está llena de injusticias? ¿Cómo creer en un Dios que me conduce con amor cuando yo sólo percibo odio y desprecio? Sé que Dios no me manda desgracias. Pero me da la fuerza necesaria para sacar lo mejor de todo lo que me toca vivir. Quiero creer en ese Dios que me busca y sostiene cuando me siento pobre y desvalido. Sé que su reinado me muestra a un Dios presente, vivo y amante. Un Dios que no se desentiende de mí. Me quiere y acepta como soy. No es un Dios lejano e impasible. Él sufre conmigo. Sufre por mí. Me busca cuando he caído para levantarme. Y noto su abrazo cuando me siento pobre y sin ánimos. Me gusta ese Dios personal que camina conmigo en medio de mis pasos. Y muy dentro de mí. No me ama desde lejos. El reino de Dios sucede entonces de forma misteriosa. Ocurre en la semilla que crece lentamente y bajo tierra, aunque yo no lo vea. Aparece en el amor silencioso entre dos personas, cuando se aman con un corazón sincero. Se muestra en la vida entregada en un servicio no reconocido, que no es noticia. Creo en ese reino que acontece donde menos lo espero. No llega con trompetas ni con gritos de júbilo. No copa las portadas de la prensa. Ocurre en el silencio del que nadie habla. En el corazón que se convierte sin que nadie sepa. Y en la vida de aquel que se entierra para dar vida a otros en lo oculto de su amor. Así crece un reino invisible. Donde está el amor, allí está Dios. Actuando, salvando, sanando. Sueña con mi vida. Y cree en todo lo que puedo llegar a dar si me dejo hacer. Si me convierto en instrumento dócil en sus manos. Y usa mi herida para dar vida a otros. «No ha habido otro modo de extender el reino que no sean las obras y la vida del cristiano que lucha cada día por cumplir la voluntad de Dios»[6]. El reino se realiza en mi sí diario y sencillo. En mi entrega honda y verdadera. En mi seguimiento fiel en medio de las luces y de las sombras. El reino viene a mí cada vez que abro la puerta de mi vida a Jesús. Para que venga a cambiarme. Él reina en mí cuando me dejo conducir por sus deseos. Cuando es Él con su poder el que reina y no el mundo o mis pasiones, o mis gustos y deseos. ¡Qué fácil dejar que sean otros los que reinen y decidan en mi corazón! Me apego al mundo y a sus deseos. Y dejo que sean otros los que gobiernen mi vida. Otros los que manden en mí. Quiero abrir mi vida para que en ella Jesús entre y reine. Su reino pertenece a mi corazón. Y en su silencio puede cambiar mi vida y la de muchos. Jesús necesita mi sí, mi entrega silenciosa, mi alegría y mi fuerza. Comenta el P. Kentenich al volver la vista atrás y mirar su vida: «Sin embargo, me siento como si no hubiese hecho nada. En efecto, en estos cuarenta años no he hecho otra cosa que decir ´sí´ cada minuto, y nada más»[7]. Dios no puede hacer muchas cosas sin mí. Necesita mi vida para dar vida a otros. Su reino crece dentro de mí y llega a otros. Mi sí a su voluntad abre la puerta. Mi sí a mi vida tal y como es. Mi sí como el de María en la anunciación a un plan que no conozco. Que no controlo. Ese sí mío, débil y apasionado, es el que me hace nacer de nuevo. Vuelvo a decir que sí. Sí a su voluntad hasta en los planes más pequeños y frágiles. Me cuesta tanto decirle que sí a Dios. Me resulta tan difícil aceptar siempre sus planes. Pero es la única forma de que se haga vida en mí su reino. De que venza en este mundo el amor de Dios. Me conmueve pensar en esa docilidad al Espíritu. No la tengo, pero la deseo. «Venga a nosotros tu reino». Le digo cada día.
Jesús me dice hoy que al final de mis días seré examinado en el amor. Pero yo, cuando escucho la palabra juicio, me rebelo. No me gusta que me juzguen. No quiero los juicios. Tal vez sea mi deformación por haber estudiado derecho. Veo la condena como una posibilidad real al final del camino. Hago cosas mal. Otras bien. Pero, ¿cómo voy a estar a la altura de lo que se espera de mí? Nunca seré digno del cielo, de la vida eterna. Temo ese juicio por mis obras, por mis omisiones. Por mis palabras, por mis silencios. Por mis infidelidades, por mis mediocridades. Me cuesta el nunca o el siempre como decisión final. Me duele el castigo eterno como amenaza. Es cierto que para los judíos el juicio tenía mucho más que ver con la realización de la alianza, con su plenitud, con el cumplimiento de la promesa. Jesús viene a dar plenitud a la alianza sellada entre Dios y el hombre. Sé que al final de mis días me encontraré con esa mirada de Dios sobre mi vida. La mirada de un Padre que me ama. Me preguntará por el amor: «Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras: -Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme». El otro día, en una charla, el P. Ángel Strada, un padre que conoció al P. Kentenich, contó algo que me conmovió. Él conjeturaba que el ideal personal del Padre sería algo parecido a esto: «Yo conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí». El sacerdote modelado según la imagen del Buen Pastor. El pastor que conoce por su nombre a las ovejas. Que ama a todas. Que las carga sobre sus hombros y les habla dulcemente. Que sabe quién es cada una. Jesús es la puerta por la que pueden entrar y salir libremente. Es el pastor. Es el pasto. Es todo para ellas. Me encanta pensar que Jesús no dice que separa las ovejas buenas de las malas. Todas las ovejas están a su lado. Eso me da paz. Da la vida por los suyos. Da la vida por sus ovejas. Por todas. Le pertenezco. Él sale cada día a buscarme, me espera, me carga sobre sus hombros. Me conoce hasta la última fibra de mi corazón. Y en el juicio, que no es un juicio de los méritos, sino del amor, tomará mi corazón torpe, pequeño e insignificante. Y me amará con su corazón grande, invencible, tierno e incondicional. Me gusta esta mirada de Dios. Pienso siempre que al final de la vida habrá un abrazo entre el Buen Pastor y cada oveja. No un examen, no un juicio. Sé que, al mismo tiempo, las obras de misericordia cuestionan mi vida y me siento pequeño. Veo dónde no hago lo que tengo que hacer. Dónde no amo y dónde sí amo. El reino de Dios es el reino del amor. Donde entro desde la humildad y el servicio. Dios mira hasta lo más pequeño que hago y que soy. Él ve todo el amor que he puesto. Mira lo bueno que hago, hasta lo más pequeño. Eso me da tanta alegría, tanta paz. Cuando visito a un enfermo, cuando visto al desnudo, cuando doy de comer al hambriento o de beber al sediento. Me gusta que me pregunte sobre el amor concreto y personal. Me gusta pensar que valora hasta un vaso de agua que doy. Su mirada es benévola, no juzgadora. Dios ve mis buenas obras cuando ni yo mismo sé verlas. O me parece tan pequeño lo que hago frente a lo que debería hacer que no le doy valor. Y a menudo no veo a Jesús detrás. Como en la parábola. Los que han hecho el bien no saben que se lo hacían a Jesús. Los que han hecho el mal tampoco saben que dejaron de amar a Jesús: «Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte? Y el rey les dirá: - Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis». Parece que no es tan evidente ver a Jesús en el hermano. No habrá un juicio simétrico, así es Dios. Lo bueno pesa más que lo malo. Yo, confío en su amor. Sé que es mi pastor que saldrá a vendar mis heridas de oveja cuando llegue a su lado. Y me dirá: «Bueno, por fin estás conmigo para siempre». Y me mostrará cosas buenas que he hecho que yo no sabía. No me agobio, no pienso en un Dios frío que lo mide todo y lleva cuenta del mal. Jesús no sabe calcular. Su amor es sin medida y su perdón, cuando llego humillado, es capaz de borrar de un plumazo y para siempre mi pecado. Él cargó ya con mis faltas y heridas en la cruz. Esa es mi esperanza. No es un Dios que juzga de lejos, sino que ama de cerca. Hoy escucho: «Venid, vosotros, benditos de mi Padre». Yo confío y me acerco.
Sé muy bien que es sólo el amor a los demás lo que puedo presentar ante Dios cuando me encuentre con Él. No me hablará de obras ascéticas. Sino más bien de obras de misericordia. En el pobre y necesitado está Cristo herido. Y a veces lo busco lejos de los hombres. Porque cuesta ver a Jesús en el necesitado, en el hambriento, en el que me ofende, en el que me agrede, en el que huele mal, en el que sólo pide. Cristo se esconde en la piel de ese mendigo que duerme. En el enfermo o en el despreciado. Pero también me cuesta verlo en el que me ama, en el que me necesita. La pregunta fundamental son las obras de misericordia. Me gusta pensar en ese Dios que mira el amor y no las palabras. Cualquier hombre, creyente o no, cristiano o no, puede amar y tocar a Dios en el otro, aunque no lo sepa. El que ama conoce a Dios. Y Dios lo conoce a Él. No hacen falta grandes obras. Bastan las pequeñas, las cotidianas y escondidas. Sólo lo que he amado es lo que llevo al cielo. Decía la Madre Teresa: «Lo que no se da, se pierde». Y lo que doy, lo gano. Cuando llegue ante Dios me llamará por mi nombre. Yo lo reconoceré como el Pastor de mi vida. Recordaré a Aquel que oí por los caminos cuando estaba perdido. A Aquel que me llevó en brazos y me susurró al oído que me amaba. Yo tampoco lo veo fácilmente. Me habla en el cuidado de los que Dios pone cerca de mí. Leía el otro día: «La acogida del reino de Dios comienza en el interior de las personas en forma de fe en Jesús, pero se realiza en la vida de los pueblos en la medida en que el mal va siendo vencido por la justicia salvadora de Dios»[8]. Mi fe en Jesús se plasma en obras de amor. No hay un amor a Dios verdadero que no se realice en gestos concretos de misericordia. Me gusta esa imagen del Salvador que siempre está curándose sus heridas una a una para estar disponible cuando lo necesiten: «La historia del Talmud sugiere que, puesto que venda sus heridas una a una, el Mesías no necesitará demasiado tiempo para preparase a ayudar a los demás. Siempre estará dispuesto a servir a algún otro, olvidando sus propias heridas. Jesús ha dado a esta historia una nueva plenitud haciendo de su cuerpo roto un camino de salud, de liberación y de nueva vida. Como Jesús, el que proclama la liberación está llamado no sólo a cuidar sus propias heridas y las de los demás, sino también a convertir las suyas en la fuente principal de curación»[9]. Soy yo un sanador herido. Un cuidador necesitado de cuidado. No cuido porque no tenga nada más que hacer. Cuido necesitando ser cuidado. Amo necesitando ser amado. Doy necesitando recibir. Soy hogar para otros necesitando yo un hogar. Esa imagen me da paz. Puedo hacer presente el reino de Dios desde mi indigencia. No desde mi poder y mis capacidades. Cada vez que haga el bien a alguien se lo estaré haciendo a Jesús. Y estaré haciendo presente el reino de Dios.
Me gusta creer en la fidelidad de Dios. Él me busca, nunca se olvida de mí. Dice el profeta: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro. Como sigue el pastor el rastro de su rebaño, cuando las ovejas se le dispersan, así seguiré Yo el rastro de mis ovejas y las libraré, sacándolas de todos los lugares por donde se desperdigaron un día de oscuridad y nubarrones. Yo mismo apacentaré mis ovejas, Yo mismo las haré sestear. Buscaré las ovejas perdidas, recogeré a las descarriadas; vendaré a las heridas; curaré a las enfermas: a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré como es debido». Me gusta ese Dios cercano y personal que viene a mi vida a buscarme. Allí dónde yo estoy me sale al encuentro. Me gusta pensar en un Dios siempre fiel. Un Dios que no olvida. No me deja solo. No me abandona. Esa fidelidad de Dios me parece maravillosa. No imagino cómo Dios puede ser infiel. Pero es verdad que tantas veces no siento su presencia. O me parece ausente cuando sufro. Estoy convencido de que Dios no me manda cruces para educarme, o para probarme. No creo en ese Dios que juega con el hombre. No me manda dolores para ver si aguanto. En realidad Dios siempre me acompaña cuando sufro y sabe sacar algo bueno de una desgracia. Sabe sacar luz de la oscuridad. Y risas del llanto. Creo en ese Dios que se abaja a mi vida a buscarme. No me quita las cruces que detesto. Por mucho que uno se diga a sí mismo: «Si Él quisiera podría hacerlo». Ese pensamiento, más que animarme y consolarme, me amarga. Si puede, ¿por qué no lo hace? Es lo que pienso. ¡Cuántas veces he escuchado este comentario! Hasta yo mismo me he pillado haciéndomelo. ¿Por qué no interviene? Hay tantas injusticias en el mundo. Hay tantas muertes absurdas, sin sentido. ¿Por qué a mí? ¿Por qué yo? ¿Por qué ese niño tan pequeño? ¿Por qué otra vez a esta familia tan herida? Si Dios es fiel, ¿por qué no hace algo ahora mismo para mostrarme su fidelidad? En realidad son preguntas muy humanas las que brotan del alma. Y reconozco que no me gusta la enfermedad, ni la justa ni la injusta. No me agrada la muerte, ni la temprana, ni la que se retrasa en exceso. No me gusta la ira, ni el odio. No me gusta la guerra, porque siempre es injusta. No me gustan las críticas, porque me hieren muy dentro. Detesto la agresividad y las palabras hirientes, duele el alma. No quiero el corazón endurecido que me trata con desprecio, habiendo dado antes yo amor. No me parece bien el abandono, cuando no lo he querido. No me contento con los sueños que no se realizan, porque había soñado tan fuerte. No acepto la renuncia impuesta, cuando no la he elegido. Me molesta el frío en un abrazo, cuando quise ser cálido. Y no quiero las palabras vacías de contenido, estando las mías tan llenas. No me gustan las apariencias que a veces yo mismo busco. Ni amo ese deseo de poder tan profundamente arraigado en el alma, que de repente siento. No quiero el desprecio que está a flor de piel, ni en los otros ni en mí mismo. Ni la soledad obligada, queriendo yo compañía. No me gusta el fracaso, la derrota, la humillación, habiendo luchado con todas mis armas por el triunfo. Detesto los gritos y las voces altas, cuando yo guardo silencio o hablo pausado. En todo ello veo a veces la injusticia. Y quisiera acabar con todo lo que no quiero. Busco a ese Dios fiel que actúa. No lo veo. No ocurre lo que deseo. El mundo sigue su ritmo. Yo el mío. Y veo que Dios es fiel aunque no cambie nada en los acontecimientos de mi vida. Sigue amaneciendo cada mañana. Cae el sol cada tarde. Es curioso, lo que cambia es mi vida al tocar su amor. Lo que cambia es mi mirada al ser mirado de otra forma. Quiero aprender a vivir, porque se me olvida pronto. Busco responsables a mis causas perdidas, a todos mis males. Y siempre es Dios el que sale culpable. Porque si puede y no lo hace, es que no me quiere tanto. Y no entiendo el absurdo de una cruz en lo alto de un calvario. El aparente olvido de Dios. El abandono más cruel. La dureza de la noche y el silencio. Y si no noto su abrazo creo que ya es infiel. O se ha olvidado de mí sin yo saberlo. Quiero buscar a Dios en mi camino. Quiero encontrar su abrazo. Porque sé que su fidelidad no depende de que acabe con todo lo que detesto. Sólo sé que en medio de mis muertes logra una obra de arte y sabe sacar lo mejor para mi vida. Sabe cambiarme por dentro cuando yo me resisto al cambio. Y me abraza. Hoy el P. Kentenich me invita a mirar a María que siempre es fiel: «Le regalamos nuestra disponibilidad y ella nos regala su disponibilidad. Le regalamos nuestra fidelidad y ella nos regala su fidelidad. Presentamos a María nuestro desvalimiento, y ella nos regala su desvalimiento, pero también su disposición a ayudarnos. ¿Qué pide en cambio de nosotros? Reconocer nuestro desvalimiento»[2]. Reconozco mi incapacidad para ser fiel siempre. Reconozco mi desvalimiento para aceptar las injusticias. A cambio de mi entrega Ella me hace confiar y creer más en mí. Y cambia mi alma por dentro cuando me resisto a aceptar sus planes.
Hoy la liturgia me habla de un Jesús que es rey. Es la fiesta de Cristo Rey. El reinado de Dios hecho carne entre los hombres. Asocio siempre la realeza al poder. Pero el poder de Jesús es la impotencia. Y su forma de reinar es desde el trono de la cruz. Hay una serie de televisión en la que muchos quieren gobernar en un trono de hierro. Se creen con derecho a mandar sobre todos. Y utilizan todos los medios para conseguir el fin que desean. El fin justifica los medios. Muchas veces lo veo a mi alrededor. Personas que buscan el poder y hacen todo lo posible por conseguirlo y después por retenerlo. Yo mismo tengo esa tentación del poder. ¡Es tan sutil! La información es poder. La capacidad de decisión es poder. La influencia en las decisiones. La capacidad de mando sobre otros, aunque estos otros sean muy pocos. El poder siempre es atractivo. Lo busco, lo retengo. Me obsesiono. Pero el poder de Dios no es el de los hombres. El otro día leía: «Hablamos de un Dios que, al hacerse humano, se abajó. Es una imagen poderosa. Y real. Porque sin ella uno corre el peligro de vivir instalado en pedestales. De honor y de riqueza, de sabiduría y de elocuencia, de triunfo y fortaleza, de ideas y proyectos. Pedestales que al tiempo te protegen y te aíslan. Y que, si te descuidas, te van encerrando en burbujas herméticas y asépticas»[3]. El poder me aísla de los hombres. Me guarda. Me protege. En mi poder soy inaccesible. Dejo de ser misericordioso. Estoy lejos de los que sufren. No me interesan. Lejos de los que no tienen poder e influencia. Me da miedo no tratar igual al poderoso que al necesitado. No actuar de la misma manera ante el que me puede hacer un favor con su poder que al que no tiene nada que ofrecerme. Y me da miedo rendir pleitesía a los poderosos de la tierra. Buscando beneficios. Todo en aras de un bien mayor, todo por el reino de Cristo. Pensando que el fin justifica los medios. Temo aferrarme yo a mis cargos e influencias. Buscar mi bien. Proteger mi vida para que nadie pueda hacerme daño y quitarme lo que poseo. Temo mi vulnerabilidad que se deja encandilar por el que tiene poder. No quiero arrodillarme ante ningún hombre. Miro sus coronas llenas de oro. No las quiero. No deseo pasar de largo ante la corona de espina de Jesús en la cruz. Miro los calzados lujosos y desdeño los pies descalzos de Jesús. Miro la mano que gobierna el mundo con el poder del mundo. Pero no quiero dejar de mirar los pies descalzos y heridos. Busco la mano silenciosa de Dios que dirige el mundo sin que yo lo vea. Quiero aceptar que no puedo hacer muchas cosas, porque no soy todopoderoso. Mi poder es tan pequeño y frágil. Pero yo me quejo. Y quiero tener más poder. Quiero poder hacerlo todo bien. Quiero tener éxito y reconocimiento siempre. La sicóloga Mirta Medici comenta: «Que aprendas a tolerar las ‘manchas negras’ del otro, porque tú también tienes las tuyas, y eso anula la posibilidad de reclamo. Que no te condenes por equivocarte; no eres todopoderoso. Que crezcas, hasta donde y cuando quieras. Te deseo que logres ser feliz, sea cual sea la realidad que te toque vivir». El reino de Jesús no es de este mundo. No se juega en mis categorías humanas heridas por el pecado. No tiene que ver con mis prioridades, a veces mal establecidas. El reino de Dios crece en la humildad, en la impotencia, en la fidelidad en medio de la noche. Es el reino que trae la paz en medio de la tormenta. El poder que Jesús manifiesta me sorprende. Porque brota no del miedo, sino del amor. Es el poder del que me ama y consigue así de mí todo lo que quiere. Porque ante el amor que recibo me siento vulnerable. Es cierto. Aquel que me ama tiene un extraño poder sobre mí. El que me ama de forma incondicional e inmerecida tiene un poder inmenso que me deja indefenso. No puedo hacer nada frente a tanto amor. Me siento en deuda ante el que me ama. Jesús tiene un poder inmenso sobre mí. Pero mi seguimiento no lo compra, no lo exige. Mi seguimiento brota del amor que recibo. El amor de Jesús a los hombres no impidió que lo mataran. Algunos se cerraron a ese amor imposible. Su aparente impotencia produjo rabia e ira en los que querían matarlo. No tenían poder sobre Él, porque no temía perder la vida. Jesús era libre y se convirtió en alguien insobornable. El que no tiene nada que perder, nada teme. Uno se muestra impotente ante el que se ha abandonado en las manos de su Padre. Ese poder de Jesús se hace pleno en la cruz. Desde ese madero ama a todos y más aún al que lo odia. Acoge al que lo persigue. Es imposible amar así. Normalmente no esperamos amor cuando odiamos. Ni siquiera un abrazo cuando despreciamos. Pero así es Dios. Me ama aunque yo no lo ame. Pero necesita mi amor, quiere mi entrega. No lo necesita para poder amarme. Él siempre me ama primero. Pero sí lo necesita porque el amor quiere recibir algo a cambio. Y Dios me mira lleno de amor y esperanza. Cree en mí y espera y me ama con un amor mucho grande del que yo puedo darle. Hoy me arrodillo ante la impotencia de Dios. Su amor infinito es el mayor poder de Dios ante los hombres. Pienso que ese amor es su forma de reinar. Reina desde el servicio. Desde la humildad. Mi forma de reinar es diferente. Quiero otro tipo de poder. Hoy Jesús me mira para que aprenda a amar y a servir como Él me ama y me sirve. Es un cambio en mi mirada. Su reino no es de este mundo. Mi reino busca el poder del mundo. Quiero cambiar las leyes. Acabar con la injusticia y el odio. Implantar todos los valores cristianos que deseo vivir en mi entorno. Y sufro en mi impotencia. Y critico a la Iglesia que no hace nada. Estoy tan lejos de tocar su reino en la tierra. Y aun así veo vestigios de ese reino. Donde un corazón ama ahí está Dios amando. En el silencio de la vida veo tanta santidad que refleja su amor. Me conmuevo. Y sé que es posible su amor. El reino de Dios sigue creciendo en la tierra. No como los hombres esperan. Crece de manera misteriosa en el sí de cada hombre.
El reino de Dios me habla de un Dios que quiere reinar en mi vida. No me habla de un Dios ausente. No me hace pensar en un Dios lejano: «Un Dios que no reina indiferentemente en un trono por encima de las nubes, sino que está presente en la vida de cada hombre. Un Dios que tiene un plan para el mundo»[4]. El P. Kentenich hace siempre hincapié en el papel que tiene un Dios que es Padre y conduce mi vida con amor: «Todo lo que existe y acontece en este mundo y en la vida de los hombres y tal como existe y se desarrolla, es efecto y realización de un plan divino eterno»[5]. Dios quiere mi bien y no se desentiende de mi vida. La conduce con amor. Aunque yo no vea sus manos actuando. A veces me cuesta comprender tanta injusticia, tanto mal, tanto dolor. Y creer en un Dios que me ama con locura pero permanece impasible sin hacer nada por salvarme, por salvar a los que amo. Me gustaría más un Dios al que pudiera recurrir en cualquier momento obteniendo su ayuda tal como se le pido. Un Dios que sembrara aquí en la tierra una paz eterna. Un Dios que siempre hiciera milagros extraordinarios. Pero no es así. Es verdad que yo no sé muy bien lo que pido. No sé si todo me conviene, aunque hay cosas que me parecen evidentes. La salud de mis hijos. La vida de mi cónyuge. La vida de una madre joven. Una vida sin injusticias. Un trabajo digno. El fin de las guerras y los atentados. La desaparición de esas muertes sin sentido. ¿Cómo se puede entender que Dios reine en mi vida cuando está llena de injusticias? ¿Cómo creer en un Dios que me conduce con amor cuando yo sólo percibo odio y desprecio? Sé que Dios no me manda desgracias. Pero me da la fuerza necesaria para sacar lo mejor de todo lo que me toca vivir. Quiero creer en ese Dios que me busca y sostiene cuando me siento pobre y desvalido. Sé que su reinado me muestra a un Dios presente, vivo y amante. Un Dios que no se desentiende de mí. Me quiere y acepta como soy. No es un Dios lejano e impasible. Él sufre conmigo. Sufre por mí. Me busca cuando he caído para levantarme. Y noto su abrazo cuando me siento pobre y sin ánimos. Me gusta ese Dios personal que camina conmigo en medio de mis pasos. Y muy dentro de mí. No me ama desde lejos. El reino de Dios sucede entonces de forma misteriosa. Ocurre en la semilla que crece lentamente y bajo tierra, aunque yo no lo vea. Aparece en el amor silencioso entre dos personas, cuando se aman con un corazón sincero. Se muestra en la vida entregada en un servicio no reconocido, que no es noticia. Creo en ese reino que acontece donde menos lo espero. No llega con trompetas ni con gritos de júbilo. No copa las portadas de la prensa. Ocurre en el silencio del que nadie habla. En el corazón que se convierte sin que nadie sepa. Y en la vida de aquel que se entierra para dar vida a otros en lo oculto de su amor. Así crece un reino invisible. Donde está el amor, allí está Dios. Actuando, salvando, sanando. Sueña con mi vida. Y cree en todo lo que puedo llegar a dar si me dejo hacer. Si me convierto en instrumento dócil en sus manos. Y usa mi herida para dar vida a otros. «No ha habido otro modo de extender el reino que no sean las obras y la vida del cristiano que lucha cada día por cumplir la voluntad de Dios»[6]. El reino se realiza en mi sí diario y sencillo. En mi entrega honda y verdadera. En mi seguimiento fiel en medio de las luces y de las sombras. El reino viene a mí cada vez que abro la puerta de mi vida a Jesús. Para que venga a cambiarme. Él reina en mí cuando me dejo conducir por sus deseos. Cuando es Él con su poder el que reina y no el mundo o mis pasiones, o mis gustos y deseos. ¡Qué fácil dejar que sean otros los que reinen y decidan en mi corazón! Me apego al mundo y a sus deseos. Y dejo que sean otros los que gobiernen mi vida. Otros los que manden en mí. Quiero abrir mi vida para que en ella Jesús entre y reine. Su reino pertenece a mi corazón. Y en su silencio puede cambiar mi vida y la de muchos. Jesús necesita mi sí, mi entrega silenciosa, mi alegría y mi fuerza. Comenta el P. Kentenich al volver la vista atrás y mirar su vida: «Sin embargo, me siento como si no hubiese hecho nada. En efecto, en estos cuarenta años no he hecho otra cosa que decir ´sí´ cada minuto, y nada más»[7]. Dios no puede hacer muchas cosas sin mí. Necesita mi vida para dar vida a otros. Su reino crece dentro de mí y llega a otros. Mi sí a su voluntad abre la puerta. Mi sí a mi vida tal y como es. Mi sí como el de María en la anunciación a un plan que no conozco. Que no controlo. Ese sí mío, débil y apasionado, es el que me hace nacer de nuevo. Vuelvo a decir que sí. Sí a su voluntad hasta en los planes más pequeños y frágiles. Me cuesta tanto decirle que sí a Dios. Me resulta tan difícil aceptar siempre sus planes. Pero es la única forma de que se haga vida en mí su reino. De que venza en este mundo el amor de Dios. Me conmueve pensar en esa docilidad al Espíritu. No la tengo, pero la deseo. «Venga a nosotros tu reino». Le digo cada día.
Jesús me dice hoy que al final de mis días seré examinado en el amor. Pero yo, cuando escucho la palabra juicio, me rebelo. No me gusta que me juzguen. No quiero los juicios. Tal vez sea mi deformación por haber estudiado derecho. Veo la condena como una posibilidad real al final del camino. Hago cosas mal. Otras bien. Pero, ¿cómo voy a estar a la altura de lo que se espera de mí? Nunca seré digno del cielo, de la vida eterna. Temo ese juicio por mis obras, por mis omisiones. Por mis palabras, por mis silencios. Por mis infidelidades, por mis mediocridades. Me cuesta el nunca o el siempre como decisión final. Me duele el castigo eterno como amenaza. Es cierto que para los judíos el juicio tenía mucho más que ver con la realización de la alianza, con su plenitud, con el cumplimiento de la promesa. Jesús viene a dar plenitud a la alianza sellada entre Dios y el hombre. Sé que al final de mis días me encontraré con esa mirada de Dios sobre mi vida. La mirada de un Padre que me ama. Me preguntará por el amor: «Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras: -Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme». El otro día, en una charla, el P. Ángel Strada, un padre que conoció al P. Kentenich, contó algo que me conmovió. Él conjeturaba que el ideal personal del Padre sería algo parecido a esto: «Yo conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí». El sacerdote modelado según la imagen del Buen Pastor. El pastor que conoce por su nombre a las ovejas. Que ama a todas. Que las carga sobre sus hombros y les habla dulcemente. Que sabe quién es cada una. Jesús es la puerta por la que pueden entrar y salir libremente. Es el pastor. Es el pasto. Es todo para ellas. Me encanta pensar que Jesús no dice que separa las ovejas buenas de las malas. Todas las ovejas están a su lado. Eso me da paz. Da la vida por los suyos. Da la vida por sus ovejas. Por todas. Le pertenezco. Él sale cada día a buscarme, me espera, me carga sobre sus hombros. Me conoce hasta la última fibra de mi corazón. Y en el juicio, que no es un juicio de los méritos, sino del amor, tomará mi corazón torpe, pequeño e insignificante. Y me amará con su corazón grande, invencible, tierno e incondicional. Me gusta esta mirada de Dios. Pienso siempre que al final de la vida habrá un abrazo entre el Buen Pastor y cada oveja. No un examen, no un juicio. Sé que, al mismo tiempo, las obras de misericordia cuestionan mi vida y me siento pequeño. Veo dónde no hago lo que tengo que hacer. Dónde no amo y dónde sí amo. El reino de Dios es el reino del amor. Donde entro desde la humildad y el servicio. Dios mira hasta lo más pequeño que hago y que soy. Él ve todo el amor que he puesto. Mira lo bueno que hago, hasta lo más pequeño. Eso me da tanta alegría, tanta paz. Cuando visito a un enfermo, cuando visto al desnudo, cuando doy de comer al hambriento o de beber al sediento. Me gusta que me pregunte sobre el amor concreto y personal. Me gusta pensar que valora hasta un vaso de agua que doy. Su mirada es benévola, no juzgadora. Dios ve mis buenas obras cuando ni yo mismo sé verlas. O me parece tan pequeño lo que hago frente a lo que debería hacer que no le doy valor. Y a menudo no veo a Jesús detrás. Como en la parábola. Los que han hecho el bien no saben que se lo hacían a Jesús. Los que han hecho el mal tampoco saben que dejaron de amar a Jesús: «Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte? Y el rey les dirá: - Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis». Parece que no es tan evidente ver a Jesús en el hermano. No habrá un juicio simétrico, así es Dios. Lo bueno pesa más que lo malo. Yo, confío en su amor. Sé que es mi pastor que saldrá a vendar mis heridas de oveja cuando llegue a su lado. Y me dirá: «Bueno, por fin estás conmigo para siempre». Y me mostrará cosas buenas que he hecho que yo no sabía. No me agobio, no pienso en un Dios frío que lo mide todo y lleva cuenta del mal. Jesús no sabe calcular. Su amor es sin medida y su perdón, cuando llego humillado, es capaz de borrar de un plumazo y para siempre mi pecado. Él cargó ya con mis faltas y heridas en la cruz. Esa es mi esperanza. No es un Dios que juzga de lejos, sino que ama de cerca. Hoy escucho: «Venid, vosotros, benditos de mi Padre». Yo confío y me acerco.
Sé muy bien que es sólo el amor a los demás lo que puedo presentar ante Dios cuando me encuentre con Él. No me hablará de obras ascéticas. Sino más bien de obras de misericordia. En el pobre y necesitado está Cristo herido. Y a veces lo busco lejos de los hombres. Porque cuesta ver a Jesús en el necesitado, en el hambriento, en el que me ofende, en el que me agrede, en el que huele mal, en el que sólo pide. Cristo se esconde en la piel de ese mendigo que duerme. En el enfermo o en el despreciado. Pero también me cuesta verlo en el que me ama, en el que me necesita. La pregunta fundamental son las obras de misericordia. Me gusta pensar en ese Dios que mira el amor y no las palabras. Cualquier hombre, creyente o no, cristiano o no, puede amar y tocar a Dios en el otro, aunque no lo sepa. El que ama conoce a Dios. Y Dios lo conoce a Él. No hacen falta grandes obras. Bastan las pequeñas, las cotidianas y escondidas. Sólo lo que he amado es lo que llevo al cielo. Decía la Madre Teresa: «Lo que no se da, se pierde». Y lo que doy, lo gano. Cuando llegue ante Dios me llamará por mi nombre. Yo lo reconoceré como el Pastor de mi vida. Recordaré a Aquel que oí por los caminos cuando estaba perdido. A Aquel que me llevó en brazos y me susurró al oído que me amaba. Yo tampoco lo veo fácilmente. Me habla en el cuidado de los que Dios pone cerca de mí. Leía el otro día: «La acogida del reino de Dios comienza en el interior de las personas en forma de fe en Jesús, pero se realiza en la vida de los pueblos en la medida en que el mal va siendo vencido por la justicia salvadora de Dios»[8]. Mi fe en Jesús se plasma en obras de amor. No hay un amor a Dios verdadero que no se realice en gestos concretos de misericordia. Me gusta esa imagen del Salvador que siempre está curándose sus heridas una a una para estar disponible cuando lo necesiten: «La historia del Talmud sugiere que, puesto que venda sus heridas una a una, el Mesías no necesitará demasiado tiempo para preparase a ayudar a los demás. Siempre estará dispuesto a servir a algún otro, olvidando sus propias heridas. Jesús ha dado a esta historia una nueva plenitud haciendo de su cuerpo roto un camino de salud, de liberación y de nueva vida. Como Jesús, el que proclama la liberación está llamado no sólo a cuidar sus propias heridas y las de los demás, sino también a convertir las suyas en la fuente principal de curación»[9]. Soy yo un sanador herido. Un cuidador necesitado de cuidado. No cuido porque no tenga nada más que hacer. Cuido necesitando ser cuidado. Amo necesitando ser amado. Doy necesitando recibir. Soy hogar para otros necesitando yo un hogar. Esa imagen me da paz. Puedo hacer presente el reino de Dios desde mi indigencia. No desde mi poder y mis capacidades. Cada vez que haga el bien a alguien se lo estaré haciendo a Jesús. Y estaré haciendo presente el reino de Dios.
[1] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández
[2] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández
[3] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[4] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[5] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[6] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[7] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[8] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[9] Nouwen, El Sanador herido
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