XXXI Domingo tiempo ordinario
por Al partir el pan
Malaquías 1, 14-2, 2b. 8-10; 1 Tesalonicenses 29 7b-9. 13; Mateo 23, 1-12
«El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido»
«Hay personas que crean paraísos pequeños donde puedo descansar yo que estoy roto. No tienen ira. Respetan, enaltecen. Unen, no rompen. No dejan caer lo sagrado. Acarician a los que están heridos»
«El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido»
«Hay personas que crean paraísos pequeños donde puedo descansar yo que estoy roto. No tienen ira. Respetan, enaltecen. Unen, no rompen. No dejan caer lo sagrado. Acarician a los que están heridos»
Reconozco que me cuesta aceptar y tener paz cuando las cosas se rompen. Un golpe seco y se rompe un jarrón, un móvil, un vaso de cristal, una obra de arte. En un solo segundo dejan de estar unidas las piezas de un objeto, el que sea. Me da rabia que pierda su integridad. Antes de romperse tenía un aspecto bello, perfecto. Las cosas rotas son difíciles de recomponer. Unas más que otras. Me duele cuando he sido yo con mi torpeza el causante. Un movimiento brusco, un despiste. Y no puedo recomponer lo roto. Un solo segundo. Un instante. Quisiera detener el tiempo y retrasar la aguja del reloj tan solo unos minutos. Un paso previo. La vida puede cambiar en un instante. Una decisión equivocada. Una palabra fuera de lugar. Un error. Un desliz. Un gesto. Un silencio. Un comentario desafortunado. Cuando lo que se rompe está dentro del alma es todo mucho más difícil. No hay piezas de repuesto. La herida es profunda en un lugar indefinido en la hondonada de mi alma. Me duele todo por dentro. Y no encuentro la forma de volver al instante anterior a ese segundo en el que sucedió todo lo que yo no deseaba. En ese momento se rompe algo dentro del alma. Sé que se rompe para siempre. Un sonido sordo. Luego trato de unir las piezas, unir las grietas, recomponer los pedazos perdidos, sanar las heridas profundas. Basta un segundo para que se rompa algo dentro de mí para siempre. O para que yo rompa para siempre algo dentro de alguien a quien quiero. Conozco mis límites. Se lo que puedo provocar con mis palabras y con mis silencios. Sé lo que puede hacer mi mano, mi fuerza, mi rabia, mi enfado. Sé lo que mi ironía ocasiona en otros. Tal vez pierdo el respeto y causo más heridas de las deseadas. Peter Senge comenta en su obra «La Quinta Disciplina»: «Entre las tribus del norte de Natal, Sudáfrica, el saludo más común, equivalente a nuestro ‘hola’, es la expresión ‘Sawu bona’. Quiere decir: - Yo te respeto, yo te valoro. Eres importante para mí. En respuesta las personas contestan Shikoba, que significa: - Entonces, yo existo para ti». No siempre miro de esta forma a las personas. Por eso las rompo a veces. Me falta el respeto profundo. El amor que enaltece. Quiero decir siempre: «Te respeto. Te valoro. Eres importante». Son expresiones que me callo tantas veces. Uso otras más violentas y las arrojo contra los que me ofenden. O contra los que no piensan como yo. Las arrojo como piedras con orgullo, casi con rabia. Y algo se rompe. Hago daño. Y de repente la distancia se agranda. Ya no hay lazos tan firmes. Escucho el ruido sordo de la ruptura. Como un quejido profundo. Y no puedo volver a hacer que las cosas sean igual que antes. Bastó un segundo insensato para ponerlo todo del revés. Ni yo mismo entiendo mis salidas, mis reacciones, mi ira. Pero reconozco que rompo a otros. Y otros me rompen. No es un vaso el que cae roto en mil pedazos. Es el alma. Y su ruido es sordo. Como el del cristal al romperse contra una roca. Intento juntar las piezas. Busco el medio de sanar la herida. Pero la ruptura parece definitiva. Tal vez comprendo entonces que el paraíso no es la tierra. En el paraíso no hay rupturas, ni dolor. No hay quiebres, no hay llanto. En la tierra sí. Decía el P. Kentenich: «Ya no tenemos el paraíso, pero tenemos paraísos. ¿Qué significa que no tenemos el paraíso? Aquí en la tierra, el paraíso, así como era en el estado previo al pecado original, no es alcanzable. Nos enorgullecemos de que el único fruto del paraíso sea María. Un día, en el cielo, todos volveremos a ser, en forma plena, como eran Adán y Eva antes del pecado original, antes de su caída»[1]. María es el paraíso en la tierra. En el cielo volveremos a vivir el paraíso. Pero mi alma añora ese estado en el que Jesús unirá las piezas de mi vida. En el que ya no habrá ese pecado que rompe el alma. Las piezas rotas estarán unidas. Estaré desnudo e íntegro ante su rostro, con mis heridas. Y Dios desenredará los nudos. Acariciará las heridas. Entonces mi vida será paraíso para siempre. Con cicatrices que me recuerden lo que he vivido y sufrido, lo que he amado. Pero sé que aquí en la tierra no hay paraíso completo. Aunque sí hay personas que pueden ser paraíso para mí. Son capaces de crear paraísos pequeños donde puedo descansar yo que estoy roto. No gritan. No tienen ira. Respetan y enaltecen. Unen, nunca rompen. No dejan caer lo sagrado. Acarician a los que están más heridos. Y sostienen a los que ya no pueden caminar. Son paraísos visibles. Sanan heridas. Unen las piezas rotas. Desenredan los nudos. Son pocas. Pero me hablan del cielo. Su voz acaricia mi dolor. Y su presencia me devuelve el aroma de lo eterno. Quiero ser yo también paraíso para otros. No romper. Unir siempre. Porque ya hay otros muchos que hacen de su entorno un infierno, lleno de rupturas. En el cielo, estoy seguro, no habrá distancias. Y las diferencias se confundirán en un abrazo. Y se comprenderá al que habla distinto. Y será fácil compartir la mesa con cualquiera. Piense lo que piense. Y si así es en el cielo, yo quiero, eso seguro, ayudar a que sea un poco así en esta tierra. Previvir el cielo. Con mis manos torpes que dejan caer el cristal. Con mis palabras bruscas que hieren en lo profundo. Me decido a cambiar mis gestos, a tender mis manos, a callar mis rabias, a ahogar ciertas palabras. Me levanto y me pongo en camino. No quiero que se rompa nada más estando yo cerca. Hoy lo decido de nuevo. Uno, ato, salvo, sano, acaricio, cuido, callo, acojo, desenredo. Y decido no romper nada más entre mis manos.
No sé bien qué puedo hacer para cambiar las cosas cuando algo no me gusta. No sé qué puedo construir cuando hay cosas que me gustaría cambiar. Entonces me llegó este mensaje que me dio qué pensar: «Piensa en positivo, siempre puedes cambiar algo». Claro. Algo siempre se puede cambiar. Aunque a veces me siento frustrado. Quisiera cambiar muchas cosas que no me gustan del mundo en el que vivo. Cambiar estructuras, variar el cauce de las cosas. Juzgo lo que está bien y lo que está mal. Decido lo que debería desparecer y lo que podría quedarse. Pero no siempre logro cambiar las cosas. Porque hay cosas que no dependen de mí. Deciden sin contar con mi voto. Actúan sin pedirme permiso. Se rompen las cosas sin que pueda evitarlo. Resulto herido y no soy yo el culpable. Y me parece injusto este mundo cambiante en el que me siento inseguro. Me gustaría inventarme unas nuevas avenidas por las que circularan todos. Y establecer puentes que unieran corazones. Me duele alejarme de los que no piensan como yo. Y me veo levantando muros en lugar de puentes. Me gustaría saber comprender mejor a aquellos con los que no estoy de acuerdo. Aceptar ese punto de vista que no comparto. Querer al que no piensa como yo. A veces es tan difícil amar al que no está de acuerdo con mis puntos de vista. Yo mismo construyo barreras que me alejan de los que no piensan como yo. Me convierto en juez y en parte. No soy neutral ni objetivo. Me duelen cosas que a otros les alegran. Y quizá me alegran cosas que a otros les duelen. Y aun así me siento llamado a tender puentes. A tocar las manos de los que se acercan. A abrazar sienta lo que sienta. Y a comprender a aquellos que no piensan como yo. Sin querer convencerlos de lo contrario. Quiero ser capaz de ponerme en sus zapatos, vivir en su corazón aunque sea un instante. Comprender su historia, valorar sus sentimientos, hablar su lenguaje, ser capaz de mirarlos y comprender que su vida es maravillosa. Y amarlos en la diferencia. Me da miedo caer en la amargura y el odio cuando no lo consigo. ¡Qué corto es ese paso que existe entre el amor y el odio! Solo sé que la comprensión nace de la aceptación del otro tal y como es. Sin querer cambiar su mirada. Sin querer estar de acuerdo con lo que piensa. Creo que Jesús lo hizo así tantas veces. Lo tacharon de borracho y comilón por comer con cualquiera. Y no era un borracho, ni un comilón. Pensaron que era pecador al abrazar a los pecadores sin guardar su imagen. Y no cometió pecado. Lo consideraron leproso por tocar a los leprosos. Y permaneció sano, curando la lepra. Lo acusaron de mujeriego por acoger con Él a las mujeres. Y las amó hasta el extremo. Dijeron que era pagano por vivir con pasión su vida en el mundo. Y al amar el mundo, lo salvó. Pensaron que era de un grupo determinado por el simple hecho de abrazar sus vidas. Pero Él no pertenecía sólo a un grupo. Es tan fácil juzgar mirando desde lejos. Es tan fácil caer en la tentación de pensar que dos personas son iguales por el mero hecho de quererse y caminar juntas. Tal vez a mí mismo me surge la duda. Y me da miedo acercarme a los que no piensan como yo por el qué dirán de los que me miran. Quizás me importa demasiado lo que piensan de mí. Y me da miedo que el mundo juzgue mis intenciones. Por eso construyo barreras, diques. Levanto murallas para que no me confundan con el que no es como yo. Juzgo y condeno. Separo y me alejo. Me gustaría ser capaz de comprender sin tener que estar de acuerdo. Por eso hoy lo decido: Pienso en positivo. Me concentro. Pienso mirando la belleza guardada debajo del barro. Y logro ver ese mar escondido bajo las rocas del desierto. La belleza de la figura escondida dentro de la piedra. Veo, no sé si lo consigo siempre, unos paisajes preciosos que casi yo mismo me invento. O son reales. No lo sé. Ocultos en medio de oscuridades que turban a tantos. Decido pensar en positivo y de repente algo está ya cambiando dentro de mi alma. Al menos dentro de mí nace una luz súbitamente. Comenta Miriam Subirana: «Nadie crea sus pensamientos ni sus sentimientos excepto usted mismo. La rabia no se vence con más rabia. Para llegar a perdonar plenamente debe ser consciente de lo que lleva dentro. Darse cuenta de lo que le está pasando es la base para iniciar cualquier cambio positivo. Cuando sienta rechazo, inseguridad, vergüenza, envidia, rabia, miedo, desaprobación, permítase aceptar lo que siente y afrontarlo». Yo soy el que creo mis propias ideas y mis sentimientos. Surgen de mí, entre mis manos. Sé que si quiero puedo cambiarlos. Sé que puedo vivir en la muerte bajo la más negra noche si mi alma se turba. Y sé también que puedo levantarme lleno de luz por encima de las montañas si dejo de pensar que todo es malo. Todo se teje dentro de mi alma. Todo depende de mi mirada. De mi forma de ver las cosas. En mis palabras y pensamientos más secretos se va configurando mi propio mundo. Y de ese mundo interior surge la fuerza para cambiar el mundo que me rodea. Desde lo más insignificante puede cambiar todo. Decía el P. Kentenich: «¿Acaso no fue siempre así, que Dios eligió siempre lo pequeño antes que lo grande, para obrar grandes cosas a través de lo pequeño?»[2]. Sé que puedo hacerlo todo distinto. Comienzo en mi alma. No tengo que conformarme con las cosas tal como son ahora. Los grandes cambios suceden en lo secreto, en lo oculto de mi corazón. De lo más pequeño, surge lo más grande.
Siento a veces que algo me sale bien y el corazón se alegra. Me enaltecen y me enaltezco. Me siento valorado y querido. Crece mi orgullo y mi autoestima está en paz. Pero hoy escucho: «Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido». Y veo el peligro que corro subido en lo alto de mi pedestal. Me siento tomado en cuenta. Mi orgullo crece por momentos. Creo que me merezco el aplauso y el reconocimiento. Los primeros puestos, los mejores trajes. Y me crezco. Me creo mejor que otros. Mejor que todos. Nadie me supera. Pero sé que yo no quiero en realidad ocupar los primeros puestos. Aunque a veces lo busco. Y no quiero que me admiren y me alaben, por lo que hago y por lo que no hago. Pero a veces como sacerdote corro ese peligro, y el ego aumenta de tamaño. Decía el P. Kentenich hablando a sacerdotes: «Hagamos en este punto una rápida meditación sobre el orgullo que llevamos a cuesta nosotros los sacerdotes, sin darnos cuenta cabal de ello. Repasemos la pedantería en que a veces incurrimos en la pastoral y en nuestro abordaje y tratamiento de las faltas y pecados del prójimo. En esa tarea caemos fácilmente en la tentación de ser soberbios. Cuanto más se trabaja sobre las faltas ajenas y se las combate, tanto más probable es nuestra caída en actitudes de soberbia. Reflexionemos sobre tales y cuales éxitos en nuestra labor; examinemos, en resumen, todas las oportunidades que tenemos de alimentar y cebar nuestro orgullo»[3]. Me siento bien conmigo mismo en medio de mi orgullo. Jesús disminuye, yo crezco. Me pongo en el centro. O me ponen en el centro. Jesús a un lado. Ya no sé cuándo empezó todo. Y de repente me creo alguien. Sé que sólo Jesús me salva y yo me creo salvando vidas. Jugando a salvador. A Mesías. Llego a pensar que soy más que otros, que los que me precedieron en el cargo. Que tantos otros sacerdotes. Conmigo empieza todo. Es todo tan irreal. Enaltecido dejo de ver a Jesús en la cruz. Dejo de ver tantas vidas que viven con gran esfuerzo por salir adelante. Yo soy un privilegiado. Y aun así a veces me quejo. Que si tengo muchas cosas, que si no me valoran lo suficiente, que si tengo que viajar mucho. Y pienso en tantos a los que nadie valora en su trabajo. A los que nadie enaltece en casa. Y cargan con la frustración muy dentro del alma. Porque no se sienten valorados. Y yo me afano por ser enaltecido. Me da miedo aburguesarme. Lejos del mundo. En lo alto de un pedestal. Lejos de los que sufren. Enaltecido y lejos de todos. Demasiado distante y poderoso. Me da miedo la soledad del poder. No quiero ser así. No quiero vivir enaltecido. Pero a veces caigo en ello, lo busco. Quiero pensar mejor en enaltecer a otros, en lugar de ser yo enaltecido. Quiero que otros sean los que destaquen y ser yo quien mengüe. No es tan fácil. Me busco a mí mismo. Me llaman padre. Me colocan en el centro por el mero hecho de ser sacerdote. Y eso parece bastarme. Puedo llegar a pensar que los primeros puestos son para mí. No los rechazo. Me gustan los halagos. Me siento en casa cuando soy alabado. Busco estar en el centro. Es difícil seguir a Jesús desde el poder, desde la fama. Es más fácil encontrarlo en los fracasos, en las caídas. Allí donde lo único que me queda es implorar la misericordia.
Tengo que hacer el ejercicio de mirar mi pequeñez y ser capaz de alegrarme al ver mis defectos y límites. Decía el P. Kentenich: «Si se ocupa un cargo por mucho tiempo, el cargo lo ocupa a uno. En cambio, si hay una verdadera, auténtica humildad, estaré siempre contento. Si el Señor mañana no me quiere allí, está bien: lo busco sólo a Él, no quiero ninguna otra cosa»[4]. La humildad no es un acto de buena voluntad. En realidad seré más humilde cuando sea humillado. Y las humillaciones me allanan el camino para ser más humilde y menos orgulloso. Soy humillado muchas veces en el día. Pero a veces no me doy cuenta de ello. No quiero pasar por alto esas oportunidades que me da Dios para crecer en humildad. A veces me justifico. Descalifico al que me ofende y entonces sus palabras dejan de tener valor. Me enfrento con agresividad a aquel que me lleva la contraria en público. Quiero quedar por encima, cueste lo que cueste. Me creo mejor que el que habla mal de mí. Y se lo hago ver así a los que me escuchan. Las humillaciones a veces no me afectan. Quiero aprender de las humillaciones. Aunque sea mentira lo que digan de mí. No importa. Siempre aprendo algo aceptando las correcciones y los juicios. ¿Cómo reacciono ante las críticas que me hacen? El que se enaltece será humillado. Si aspiro a los mejores puestos, me dolerá permanecer en las filas más ocultas. Si pretendo ser yo el que marque las tendencias y decida el destino de la Iglesia, me costará estar callado viendo cómo otros ocupan los cargos más importantes. Me cuesta mucho sentirme humillado. Sé que es el verdadero camino de la humildad. «Da gracias, pues –me decía a mí mismo–, de que la amorosa providencia de Dios ponga humillaciones en tu camino»[5]. Quiero aprender de mis humillaciones. Pero sé que me cuesta pasar desapercibido, hablar menos, no ser tomado en cuenta. Me gusta destacar y ser enaltecido. Que hablen bien de mí, antes que permanecer en el anonimato. ¡Qué difícil renunciar a ser enaltecido! ¡Qué duro bajarme del pedestal en el que me han subido! Sé que el hombre no cuenta por el puesto que tiene o por el cargo que posee, sino por quién es en la verdad de su corazón. Pero se me olvida. Lo sé sólo sobre el papel. Y me quejo cuando otros son más valorados que yo en el trabajo, o en la comunidad religiosa donde estoy. O me creo importante porque tengo un cargo de jefe. Necesito el reconocimiento de otros para creer que valgo. Y me aferro porque siento que sin eso no soy nada. Como si me quedase vacío al no poseer el cargo. Creo que esa necesidad de poder responde a mi baja autoestima. Decía el P. Kentenich: «Alegrarme, gustar de ser tratado así, de acuerdo a lo que soy. Deben reflexionar acerca de cómo esto resuelve una cantidad de los más graves problemas»[6]. Aceptar y querer que me traten de acuerdo a mi debilidad. Que no me tomen en cuenta a causa de mis fragilidades y deficiencias. Que no me busquen al ver mi pobreza. Es un misterio. Amar la cruz de las humillaciones. Me gusta pensar que Dios puede educarme en la humildad: «Me he puesto a pensar que Dios tiene su forma de ocultar a nuestra vista la labor que está llevando a cabo en nosotros, dejándonos con algo así como la espina que mortificaba a S. Pablo en su propia carne y así mantenernos humildes»[7]. Me ha dejado mi fragilidad, mi herida, mi pecado, para que no me enaltezca. Como una espina clavada en la carne que me recuerda que soy de barro, que estoy herido, que no soy tan importante como a veces me creo. Pienso en Jesús. Él, «siendo Dios, no retuvo ávidamente ser igual a Dios, al contrario, se despojó de su rango pasando por uno de tantos» (Flp 2,3). Él, caminó con nosotros como uno más. Me impresiona mucho ese acto de amor. Así es Dios. Y ese es el modo de vivir según Él. Frente a otros, no somos maestros, ni sabios, ni padres. Somos hombres que caminamos juntos ayudándonos para encontrarnos con el único que nos salva. No quiero dejarme tentar por los halagos. La adulación me debilita. No soy mejor cuando me alaban. No soy peor cuando me critican. Soy el mismo. Pobre y rico. Pequeño e inmenso. El experimentar mi fragilidad me ayuda a ser más humano, y más humilde. Más sensible con el que sufre. Más cercano con el que lo pasa mal y sufre. Creo que es el camino de santidad que Dios me regala. Jesús me muestra el camino del servicio: «Yo estoy entre vosotros como el que sirve». Él me muestra otros valores distintos al mundo. Creo que este es el ideal de santidad al que aspiro: «El primero entre vosotros será vuestro servidor». Pero estoy muy lejos. Quiero aprender a servir yo el primero. El primero que sirve. ¡Cuánto me cuesta! Hasta dentro de la iglesia me fijo en los títulos. Y el único título es ser hijo de Dios. No hay mayor título. ¡Cuánta envidia surge por el deseo de poder! ¡Cuánta ansiedad por tenerlo y cuánta por retenerlo cuando lo tengo! El anhelo de poder. Me gusta que me vean. Que me alaben. Que se tenga en cuenta mi opinión, mi manera de ver las cosas. Que todos me escuchen. Me duele cuando paso desapercibido y cuando hacen caso a otro. Hoy le pido a Dios que me despoje de mí mismo, de mi soberbia. De mi máscara. Mi vida está escondida en la suya y sólo quiero ponerme junto a Él. Donde Él me diga. Él es mi verdad, y no hay otra para mí.
Hoy Jesús dice lo que piensa. Lo hace sin rodeos, sin indirectas. ¡Qué diferente es su estilo al de los fariseos! Ellos lo halagan para dejarlo en evidencia. Conspiran contra Él porque lo temen y lo detestan. Jesús se ha cansado de sus palabras oscuras y habla claro: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen». Esos fariseos que hablan mucho son lobos con piel de cordero. Jesús mira su corazón y lee sus verdaderas intenciones: «Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar». Yo me siento como ellos. A veces pongo cargas en los demás que luego yo mismo no estoy dispuesto a llevar. No me exijo nada a mí mismo, me justifico, me disculpo. Pero al mundo le exijo más. Pido, y no doy. No estoy dispuesto a mover un dedo para ayudar. Jesús mira mi corazón. Ve lo que es recto y ve lo que es deshonesto en mi forma de actuar. Así también miró a los fariseos. Por eso hoy les responde de forma directa. Es demasiado claro tal vez. Se expone, no se protege. Quizás por eso fue creciendo el odio hacia Él. Por eso lo crucificaron. Lo mataron de noche, tras un juicio falso, con testigos falsos, con palabras sacadas de contexto. En la oscuridad. Jesús vive en la luz y en la verdad. Y quiere que yo viva así. Que no exija lo que no hago. Que no pida esfuerzos que yo no estoy dispuesto a hacer. En Jesús su palabra se convierte siempre en obras. Sus pensamientos se hacen vida. Sus deseos se encarnan. Es honesto. Es coherente. No me pide a mí lo que Él no va a hacer. No me exige cargas sin mover Él un dedo. Es fiel a lo que pide. Me mira en lo más profundo de mi corazón. Ve más allá de la apariencia. Ve en la profundidad. Mira la belleza de mi corazón roto, que a los ojos de los demás no tiene valor. Mira a su vez la oscuridad de aquel que brilla por fuera y todos alaban pero por dentro está vacío, seco. Para Jesús sólo existe el hombre. Hay una sola verdad. Da igual su título, su apariencia, su cargo, su poder, su dinero. Hoy Jesús, cansado de la mentira, habla de la verdad. Les habla a los suyos. A sus discípulos. Para decirles que vivan siempre de acuerdo a la verdad. Les dice que cumplan lo que piden los fariseos, porque es buena la ley y lo que exige. Pero les dice que no hagan lo que ellos hacen, porque no tiene nada que ver con lo que dicen. Sus obras son mentiras. No empujan, no ayudan, no cargan. No se corresponde lo que predican con lo que practican. Cuando escucho estas palabras me conmuevo. Yo mismo tantas veces hablo, digo, predico, escribo. No cargo los fardos pesados. Y no ayudo en aquello que le pido a otros. Son tal vez demasiadas cosas las que digo. Sé que son cosas bonitas. Tengo muy buenas intenciones y deseos hondos y verdaderos. Hablo de la verdad que veo en Jesús. Intento expresar en bellas palabras todo lo que el hombre sueña. Me gusta decir cómo debería yo mismo vivir, no se lo exijo a otros antes que a mí. Tengo muy claro cuáles son los ideales que persigo. Me gustan, me enamoran. Pero luego, tropiezo una y otra vez a la hora de vivir con honestidad en mis obras. Decía el P. Kentenich: «Sabemos muy bien lo que pasa con los propósitos. Si cumpliésemos sólo una décima parte de lo que nos proponemos, el cielo estaría lleno de santos. ¿Quién nos ayudará ante esta incoherencia de vida? El Espíritu Santo. Sólo Él puede hacerlo, ya que nuestra naturaleza es muy débil. Saquemos todas las fuerzas posibles de nuestros años jóvenes para no ser después como muñecos de trapo. Recuerden que pronto llega la hora en la que comprobaremos que ya comienzan a faltarnos las fuerzas y que, por más empeño que pongamos en el plano natural, no logramos llegar a la meta»[8]. Sueño con lo grande y me conformo tantas veces con lo mediocre. Mis propósitos se quedan en buenas intenciones. Me encuentro atrapado en mi indigencia muy lejos del sol que persigo. Me gustaría vivir siempre en la verdad, siempre aspirando a lo máximo. Subir a las cumbres. Sé que no me basta con pisar el llano. Pero me siento muy débil. Lejos de lo que predico. Hoy miro mi vida en su verdad. ¿Dónde está la verdad en mi vida? ¿Tiene relación mi verdad con lo que digo? ¿Tiene que ver mi forma de pensar con lo que al final hago? ¿Dónde está lo más mío, lo más esencial, lo más verdadero? Quiero vivir siempre en la verdad.
Jesús me habla de la verdad que se expresa en hechos. Me pide que sea capaz de hablar de lo que hago y hacer lo que digo. Me siento fariseo, falso. Lejos del ideal. Tropiezo. Miro hoy a Jesús que vivió siempre de acuerdo a como hablaba. Sus palabras tienen la misma fuerza de sus obras. Él habló de la misericordia del Padre amando compasivamente a todos, a cualquiera. Es la coherencia de vida hecha carne. Yo me veo incoherente muchas veces. Miro en mi interior. ¿Cuál es mi palabra principal, la que toca mi vida? ¿Cómo la plasmo? Esa es en realidad la única manera de mostrar a Cristo con mi vida. Con la integridad de mis actos. Con la unidad de mi pensamiento y de mis obras. Lo intento una y otra vez. Pero no lo consigo siempre. Y tal vez por eso me gustan tanto las personas auténticas. Los que no son apariencia. Los que son lo que muestran. Los que dicen lo que piensan y hacen lo que predican. Me gusta esa coherencia sagrada de una vida entregada. Una vida honesta. Esa es la santidad verdadera. La de aquellos pequeños que se saben salvados por un amor misericordioso. Así quiero vivir yo siempre. Pero no sé si a veces miento con mis obras. Cada vez que no soy fiel e incoherente me parezco a los fariseos. Cada vez que no amo en verdad soy como ellos. Cuando exijo cosas que yo no hago. La única forma de convencer al mundo del amor de Dios es siendo ese amor hecho carne que se abaja. Un amor sin palabras. Un amor de obras irrefutables y convincentes. La única forma de educar a los hijos en los valores que yo anhelo es vivir esos valores hasta sus últimas consecuencias. Solo así seré creíble. Estoy hecho para la luz, no para la oscuridad. Para vivir en la verdad y no en la mentira. Tengo un rechazo profundo a la mentira. A las medias verdades, a la oscuridad. A Jesús le gustaban los hombres auténticos, sencillos, de una pieza, llenos de luz. Aunque fueran torpes y pecadores. Como Pedro, que decía lo que sentía ¿Cómo son mis palabras? ¿Cómo se expresa lo que digo en hechos? ¿Cómo muestran mis hechos mis más íntimas creencias y convicciones? ¿Hablan mis obras de quien yo soy? Comenta Juan Martín Descalzo: «Es mucho poder decir de un ser humano que ha logrado esa doble maravilla: que el sol arda en sus manos y que haya sabido repartirlo. No sé cuál de las dos hazañas es más prodigiosa. Solo los santos, los genios, los grandes amantes, tienen el sol en las manos. Son personas que, cuando pasan a nuestro lado, dejan un rastro en nuestro recuerdo, en nuestras vidas». Una vida verdadera ilumina, deja a su paso un reguero de luz. Una vida llena de mentiras hace que se imponga la oscuridad. A veces no es que yo sea mentiroso. Lo que pasa es que no logro ser fiel a mí mismo. Hago lo que hacen otros. Me mimetizo con la masa. Hablo como otros hablan. Pienso como ellos piensan. Me escondo en un grupo que ha enarbolado una bandera. Ya sea esta política, moral, o religiosa. Pero no siempre es todo blanco o negro. Pienso por mí mismo. Tengo mi propio modo de actuar. Hay algo en mi alma que es sólo mío. Un trozo del corazón de Dios que ha puesto en mí al crearme. Un reflejo original de su belleza. Es como una nota musical que es sólo mía. Sólo yo la hago sonar. Y al hacerlo soy más pleno. Eso es ser fiel a la verdad que hay en mí. No se trata de hacer las cosas y actuar de la misma forma que todos. Quiero hacerlo de acuerdo a mi manera. ¡Cuántas veces ignoro lo que hay dentro de mí! Me limito a copiar. Imito a otros y me dejo llevar por lo que otros sostienen o viven. Pero algo en mí no encaja. Estoy triste. No vivo en la verdad. Y entonces no soy creíble, ni siquiera para mí mismo. Mi afán de pertenecer es tan grande que a veces me olvido de lo más personal que poseo. En la educación hay dos valores que cuentan. Uno es la pertenencia. Formar parte de una familia, de una comunidad, de un grupo. Y el otro es la diferenciación, la originalidad. Quiero ser fiel a lo original que hay en mí. Yo formo parte de un grupo pero soy más que ese grupo. Tengo mis propios matices, y pienso por mí mismo. Mi nombre es solo mío. Me diferencia. Mi nota musical. Mi alma sólo es para Dios. Esa verdad personal, esa llamada única de Dios, implica una misión original. Creo que la felicidad tiene mucho que ver con descubrir esa verdad en lo más hondo y vivirla en plenitud. Y entregar ese amor original que Dios ha sembrado en mi alma. Si no lo logro no seré nunca feliz. Y viviré mendigando consuelos.
No sé bien qué puedo hacer para cambiar las cosas cuando algo no me gusta. No sé qué puedo construir cuando hay cosas que me gustaría cambiar. Entonces me llegó este mensaje que me dio qué pensar: «Piensa en positivo, siempre puedes cambiar algo». Claro. Algo siempre se puede cambiar. Aunque a veces me siento frustrado. Quisiera cambiar muchas cosas que no me gustan del mundo en el que vivo. Cambiar estructuras, variar el cauce de las cosas. Juzgo lo que está bien y lo que está mal. Decido lo que debería desparecer y lo que podría quedarse. Pero no siempre logro cambiar las cosas. Porque hay cosas que no dependen de mí. Deciden sin contar con mi voto. Actúan sin pedirme permiso. Se rompen las cosas sin que pueda evitarlo. Resulto herido y no soy yo el culpable. Y me parece injusto este mundo cambiante en el que me siento inseguro. Me gustaría inventarme unas nuevas avenidas por las que circularan todos. Y establecer puentes que unieran corazones. Me duele alejarme de los que no piensan como yo. Y me veo levantando muros en lugar de puentes. Me gustaría saber comprender mejor a aquellos con los que no estoy de acuerdo. Aceptar ese punto de vista que no comparto. Querer al que no piensa como yo. A veces es tan difícil amar al que no está de acuerdo con mis puntos de vista. Yo mismo construyo barreras que me alejan de los que no piensan como yo. Me convierto en juez y en parte. No soy neutral ni objetivo. Me duelen cosas que a otros les alegran. Y quizá me alegran cosas que a otros les duelen. Y aun así me siento llamado a tender puentes. A tocar las manos de los que se acercan. A abrazar sienta lo que sienta. Y a comprender a aquellos que no piensan como yo. Sin querer convencerlos de lo contrario. Quiero ser capaz de ponerme en sus zapatos, vivir en su corazón aunque sea un instante. Comprender su historia, valorar sus sentimientos, hablar su lenguaje, ser capaz de mirarlos y comprender que su vida es maravillosa. Y amarlos en la diferencia. Me da miedo caer en la amargura y el odio cuando no lo consigo. ¡Qué corto es ese paso que existe entre el amor y el odio! Solo sé que la comprensión nace de la aceptación del otro tal y como es. Sin querer cambiar su mirada. Sin querer estar de acuerdo con lo que piensa. Creo que Jesús lo hizo así tantas veces. Lo tacharon de borracho y comilón por comer con cualquiera. Y no era un borracho, ni un comilón. Pensaron que era pecador al abrazar a los pecadores sin guardar su imagen. Y no cometió pecado. Lo consideraron leproso por tocar a los leprosos. Y permaneció sano, curando la lepra. Lo acusaron de mujeriego por acoger con Él a las mujeres. Y las amó hasta el extremo. Dijeron que era pagano por vivir con pasión su vida en el mundo. Y al amar el mundo, lo salvó. Pensaron que era de un grupo determinado por el simple hecho de abrazar sus vidas. Pero Él no pertenecía sólo a un grupo. Es tan fácil juzgar mirando desde lejos. Es tan fácil caer en la tentación de pensar que dos personas son iguales por el mero hecho de quererse y caminar juntas. Tal vez a mí mismo me surge la duda. Y me da miedo acercarme a los que no piensan como yo por el qué dirán de los que me miran. Quizás me importa demasiado lo que piensan de mí. Y me da miedo que el mundo juzgue mis intenciones. Por eso construyo barreras, diques. Levanto murallas para que no me confundan con el que no es como yo. Juzgo y condeno. Separo y me alejo. Me gustaría ser capaz de comprender sin tener que estar de acuerdo. Por eso hoy lo decido: Pienso en positivo. Me concentro. Pienso mirando la belleza guardada debajo del barro. Y logro ver ese mar escondido bajo las rocas del desierto. La belleza de la figura escondida dentro de la piedra. Veo, no sé si lo consigo siempre, unos paisajes preciosos que casi yo mismo me invento. O son reales. No lo sé. Ocultos en medio de oscuridades que turban a tantos. Decido pensar en positivo y de repente algo está ya cambiando dentro de mi alma. Al menos dentro de mí nace una luz súbitamente. Comenta Miriam Subirana: «Nadie crea sus pensamientos ni sus sentimientos excepto usted mismo. La rabia no se vence con más rabia. Para llegar a perdonar plenamente debe ser consciente de lo que lleva dentro. Darse cuenta de lo que le está pasando es la base para iniciar cualquier cambio positivo. Cuando sienta rechazo, inseguridad, vergüenza, envidia, rabia, miedo, desaprobación, permítase aceptar lo que siente y afrontarlo». Yo soy el que creo mis propias ideas y mis sentimientos. Surgen de mí, entre mis manos. Sé que si quiero puedo cambiarlos. Sé que puedo vivir en la muerte bajo la más negra noche si mi alma se turba. Y sé también que puedo levantarme lleno de luz por encima de las montañas si dejo de pensar que todo es malo. Todo se teje dentro de mi alma. Todo depende de mi mirada. De mi forma de ver las cosas. En mis palabras y pensamientos más secretos se va configurando mi propio mundo. Y de ese mundo interior surge la fuerza para cambiar el mundo que me rodea. Desde lo más insignificante puede cambiar todo. Decía el P. Kentenich: «¿Acaso no fue siempre así, que Dios eligió siempre lo pequeño antes que lo grande, para obrar grandes cosas a través de lo pequeño?»[2]. Sé que puedo hacerlo todo distinto. Comienzo en mi alma. No tengo que conformarme con las cosas tal como son ahora. Los grandes cambios suceden en lo secreto, en lo oculto de mi corazón. De lo más pequeño, surge lo más grande.
Siento a veces que algo me sale bien y el corazón se alegra. Me enaltecen y me enaltezco. Me siento valorado y querido. Crece mi orgullo y mi autoestima está en paz. Pero hoy escucho: «Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido». Y veo el peligro que corro subido en lo alto de mi pedestal. Me siento tomado en cuenta. Mi orgullo crece por momentos. Creo que me merezco el aplauso y el reconocimiento. Los primeros puestos, los mejores trajes. Y me crezco. Me creo mejor que otros. Mejor que todos. Nadie me supera. Pero sé que yo no quiero en realidad ocupar los primeros puestos. Aunque a veces lo busco. Y no quiero que me admiren y me alaben, por lo que hago y por lo que no hago. Pero a veces como sacerdote corro ese peligro, y el ego aumenta de tamaño. Decía el P. Kentenich hablando a sacerdotes: «Hagamos en este punto una rápida meditación sobre el orgullo que llevamos a cuesta nosotros los sacerdotes, sin darnos cuenta cabal de ello. Repasemos la pedantería en que a veces incurrimos en la pastoral y en nuestro abordaje y tratamiento de las faltas y pecados del prójimo. En esa tarea caemos fácilmente en la tentación de ser soberbios. Cuanto más se trabaja sobre las faltas ajenas y se las combate, tanto más probable es nuestra caída en actitudes de soberbia. Reflexionemos sobre tales y cuales éxitos en nuestra labor; examinemos, en resumen, todas las oportunidades que tenemos de alimentar y cebar nuestro orgullo»[3]. Me siento bien conmigo mismo en medio de mi orgullo. Jesús disminuye, yo crezco. Me pongo en el centro. O me ponen en el centro. Jesús a un lado. Ya no sé cuándo empezó todo. Y de repente me creo alguien. Sé que sólo Jesús me salva y yo me creo salvando vidas. Jugando a salvador. A Mesías. Llego a pensar que soy más que otros, que los que me precedieron en el cargo. Que tantos otros sacerdotes. Conmigo empieza todo. Es todo tan irreal. Enaltecido dejo de ver a Jesús en la cruz. Dejo de ver tantas vidas que viven con gran esfuerzo por salir adelante. Yo soy un privilegiado. Y aun así a veces me quejo. Que si tengo muchas cosas, que si no me valoran lo suficiente, que si tengo que viajar mucho. Y pienso en tantos a los que nadie valora en su trabajo. A los que nadie enaltece en casa. Y cargan con la frustración muy dentro del alma. Porque no se sienten valorados. Y yo me afano por ser enaltecido. Me da miedo aburguesarme. Lejos del mundo. En lo alto de un pedestal. Lejos de los que sufren. Enaltecido y lejos de todos. Demasiado distante y poderoso. Me da miedo la soledad del poder. No quiero ser así. No quiero vivir enaltecido. Pero a veces caigo en ello, lo busco. Quiero pensar mejor en enaltecer a otros, en lugar de ser yo enaltecido. Quiero que otros sean los que destaquen y ser yo quien mengüe. No es tan fácil. Me busco a mí mismo. Me llaman padre. Me colocan en el centro por el mero hecho de ser sacerdote. Y eso parece bastarme. Puedo llegar a pensar que los primeros puestos son para mí. No los rechazo. Me gustan los halagos. Me siento en casa cuando soy alabado. Busco estar en el centro. Es difícil seguir a Jesús desde el poder, desde la fama. Es más fácil encontrarlo en los fracasos, en las caídas. Allí donde lo único que me queda es implorar la misericordia.
Tengo que hacer el ejercicio de mirar mi pequeñez y ser capaz de alegrarme al ver mis defectos y límites. Decía el P. Kentenich: «Si se ocupa un cargo por mucho tiempo, el cargo lo ocupa a uno. En cambio, si hay una verdadera, auténtica humildad, estaré siempre contento. Si el Señor mañana no me quiere allí, está bien: lo busco sólo a Él, no quiero ninguna otra cosa»[4]. La humildad no es un acto de buena voluntad. En realidad seré más humilde cuando sea humillado. Y las humillaciones me allanan el camino para ser más humilde y menos orgulloso. Soy humillado muchas veces en el día. Pero a veces no me doy cuenta de ello. No quiero pasar por alto esas oportunidades que me da Dios para crecer en humildad. A veces me justifico. Descalifico al que me ofende y entonces sus palabras dejan de tener valor. Me enfrento con agresividad a aquel que me lleva la contraria en público. Quiero quedar por encima, cueste lo que cueste. Me creo mejor que el que habla mal de mí. Y se lo hago ver así a los que me escuchan. Las humillaciones a veces no me afectan. Quiero aprender de las humillaciones. Aunque sea mentira lo que digan de mí. No importa. Siempre aprendo algo aceptando las correcciones y los juicios. ¿Cómo reacciono ante las críticas que me hacen? El que se enaltece será humillado. Si aspiro a los mejores puestos, me dolerá permanecer en las filas más ocultas. Si pretendo ser yo el que marque las tendencias y decida el destino de la Iglesia, me costará estar callado viendo cómo otros ocupan los cargos más importantes. Me cuesta mucho sentirme humillado. Sé que es el verdadero camino de la humildad. «Da gracias, pues –me decía a mí mismo–, de que la amorosa providencia de Dios ponga humillaciones en tu camino»[5]. Quiero aprender de mis humillaciones. Pero sé que me cuesta pasar desapercibido, hablar menos, no ser tomado en cuenta. Me gusta destacar y ser enaltecido. Que hablen bien de mí, antes que permanecer en el anonimato. ¡Qué difícil renunciar a ser enaltecido! ¡Qué duro bajarme del pedestal en el que me han subido! Sé que el hombre no cuenta por el puesto que tiene o por el cargo que posee, sino por quién es en la verdad de su corazón. Pero se me olvida. Lo sé sólo sobre el papel. Y me quejo cuando otros son más valorados que yo en el trabajo, o en la comunidad religiosa donde estoy. O me creo importante porque tengo un cargo de jefe. Necesito el reconocimiento de otros para creer que valgo. Y me aferro porque siento que sin eso no soy nada. Como si me quedase vacío al no poseer el cargo. Creo que esa necesidad de poder responde a mi baja autoestima. Decía el P. Kentenich: «Alegrarme, gustar de ser tratado así, de acuerdo a lo que soy. Deben reflexionar acerca de cómo esto resuelve una cantidad de los más graves problemas»[6]. Aceptar y querer que me traten de acuerdo a mi debilidad. Que no me tomen en cuenta a causa de mis fragilidades y deficiencias. Que no me busquen al ver mi pobreza. Es un misterio. Amar la cruz de las humillaciones. Me gusta pensar que Dios puede educarme en la humildad: «Me he puesto a pensar que Dios tiene su forma de ocultar a nuestra vista la labor que está llevando a cabo en nosotros, dejándonos con algo así como la espina que mortificaba a S. Pablo en su propia carne y así mantenernos humildes»[7]. Me ha dejado mi fragilidad, mi herida, mi pecado, para que no me enaltezca. Como una espina clavada en la carne que me recuerda que soy de barro, que estoy herido, que no soy tan importante como a veces me creo. Pienso en Jesús. Él, «siendo Dios, no retuvo ávidamente ser igual a Dios, al contrario, se despojó de su rango pasando por uno de tantos» (Flp 2,3). Él, caminó con nosotros como uno más. Me impresiona mucho ese acto de amor. Así es Dios. Y ese es el modo de vivir según Él. Frente a otros, no somos maestros, ni sabios, ni padres. Somos hombres que caminamos juntos ayudándonos para encontrarnos con el único que nos salva. No quiero dejarme tentar por los halagos. La adulación me debilita. No soy mejor cuando me alaban. No soy peor cuando me critican. Soy el mismo. Pobre y rico. Pequeño e inmenso. El experimentar mi fragilidad me ayuda a ser más humano, y más humilde. Más sensible con el que sufre. Más cercano con el que lo pasa mal y sufre. Creo que es el camino de santidad que Dios me regala. Jesús me muestra el camino del servicio: «Yo estoy entre vosotros como el que sirve». Él me muestra otros valores distintos al mundo. Creo que este es el ideal de santidad al que aspiro: «El primero entre vosotros será vuestro servidor». Pero estoy muy lejos. Quiero aprender a servir yo el primero. El primero que sirve. ¡Cuánto me cuesta! Hasta dentro de la iglesia me fijo en los títulos. Y el único título es ser hijo de Dios. No hay mayor título. ¡Cuánta envidia surge por el deseo de poder! ¡Cuánta ansiedad por tenerlo y cuánta por retenerlo cuando lo tengo! El anhelo de poder. Me gusta que me vean. Que me alaben. Que se tenga en cuenta mi opinión, mi manera de ver las cosas. Que todos me escuchen. Me duele cuando paso desapercibido y cuando hacen caso a otro. Hoy le pido a Dios que me despoje de mí mismo, de mi soberbia. De mi máscara. Mi vida está escondida en la suya y sólo quiero ponerme junto a Él. Donde Él me diga. Él es mi verdad, y no hay otra para mí.
Hoy Jesús dice lo que piensa. Lo hace sin rodeos, sin indirectas. ¡Qué diferente es su estilo al de los fariseos! Ellos lo halagan para dejarlo en evidencia. Conspiran contra Él porque lo temen y lo detestan. Jesús se ha cansado de sus palabras oscuras y habla claro: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen». Esos fariseos que hablan mucho son lobos con piel de cordero. Jesús mira su corazón y lee sus verdaderas intenciones: «Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar». Yo me siento como ellos. A veces pongo cargas en los demás que luego yo mismo no estoy dispuesto a llevar. No me exijo nada a mí mismo, me justifico, me disculpo. Pero al mundo le exijo más. Pido, y no doy. No estoy dispuesto a mover un dedo para ayudar. Jesús mira mi corazón. Ve lo que es recto y ve lo que es deshonesto en mi forma de actuar. Así también miró a los fariseos. Por eso hoy les responde de forma directa. Es demasiado claro tal vez. Se expone, no se protege. Quizás por eso fue creciendo el odio hacia Él. Por eso lo crucificaron. Lo mataron de noche, tras un juicio falso, con testigos falsos, con palabras sacadas de contexto. En la oscuridad. Jesús vive en la luz y en la verdad. Y quiere que yo viva así. Que no exija lo que no hago. Que no pida esfuerzos que yo no estoy dispuesto a hacer. En Jesús su palabra se convierte siempre en obras. Sus pensamientos se hacen vida. Sus deseos se encarnan. Es honesto. Es coherente. No me pide a mí lo que Él no va a hacer. No me exige cargas sin mover Él un dedo. Es fiel a lo que pide. Me mira en lo más profundo de mi corazón. Ve más allá de la apariencia. Ve en la profundidad. Mira la belleza de mi corazón roto, que a los ojos de los demás no tiene valor. Mira a su vez la oscuridad de aquel que brilla por fuera y todos alaban pero por dentro está vacío, seco. Para Jesús sólo existe el hombre. Hay una sola verdad. Da igual su título, su apariencia, su cargo, su poder, su dinero. Hoy Jesús, cansado de la mentira, habla de la verdad. Les habla a los suyos. A sus discípulos. Para decirles que vivan siempre de acuerdo a la verdad. Les dice que cumplan lo que piden los fariseos, porque es buena la ley y lo que exige. Pero les dice que no hagan lo que ellos hacen, porque no tiene nada que ver con lo que dicen. Sus obras son mentiras. No empujan, no ayudan, no cargan. No se corresponde lo que predican con lo que practican. Cuando escucho estas palabras me conmuevo. Yo mismo tantas veces hablo, digo, predico, escribo. No cargo los fardos pesados. Y no ayudo en aquello que le pido a otros. Son tal vez demasiadas cosas las que digo. Sé que son cosas bonitas. Tengo muy buenas intenciones y deseos hondos y verdaderos. Hablo de la verdad que veo en Jesús. Intento expresar en bellas palabras todo lo que el hombre sueña. Me gusta decir cómo debería yo mismo vivir, no se lo exijo a otros antes que a mí. Tengo muy claro cuáles son los ideales que persigo. Me gustan, me enamoran. Pero luego, tropiezo una y otra vez a la hora de vivir con honestidad en mis obras. Decía el P. Kentenich: «Sabemos muy bien lo que pasa con los propósitos. Si cumpliésemos sólo una décima parte de lo que nos proponemos, el cielo estaría lleno de santos. ¿Quién nos ayudará ante esta incoherencia de vida? El Espíritu Santo. Sólo Él puede hacerlo, ya que nuestra naturaleza es muy débil. Saquemos todas las fuerzas posibles de nuestros años jóvenes para no ser después como muñecos de trapo. Recuerden que pronto llega la hora en la que comprobaremos que ya comienzan a faltarnos las fuerzas y que, por más empeño que pongamos en el plano natural, no logramos llegar a la meta»[8]. Sueño con lo grande y me conformo tantas veces con lo mediocre. Mis propósitos se quedan en buenas intenciones. Me encuentro atrapado en mi indigencia muy lejos del sol que persigo. Me gustaría vivir siempre en la verdad, siempre aspirando a lo máximo. Subir a las cumbres. Sé que no me basta con pisar el llano. Pero me siento muy débil. Lejos de lo que predico. Hoy miro mi vida en su verdad. ¿Dónde está la verdad en mi vida? ¿Tiene relación mi verdad con lo que digo? ¿Tiene que ver mi forma de pensar con lo que al final hago? ¿Dónde está lo más mío, lo más esencial, lo más verdadero? Quiero vivir siempre en la verdad.
Jesús me habla de la verdad que se expresa en hechos. Me pide que sea capaz de hablar de lo que hago y hacer lo que digo. Me siento fariseo, falso. Lejos del ideal. Tropiezo. Miro hoy a Jesús que vivió siempre de acuerdo a como hablaba. Sus palabras tienen la misma fuerza de sus obras. Él habló de la misericordia del Padre amando compasivamente a todos, a cualquiera. Es la coherencia de vida hecha carne. Yo me veo incoherente muchas veces. Miro en mi interior. ¿Cuál es mi palabra principal, la que toca mi vida? ¿Cómo la plasmo? Esa es en realidad la única manera de mostrar a Cristo con mi vida. Con la integridad de mis actos. Con la unidad de mi pensamiento y de mis obras. Lo intento una y otra vez. Pero no lo consigo siempre. Y tal vez por eso me gustan tanto las personas auténticas. Los que no son apariencia. Los que son lo que muestran. Los que dicen lo que piensan y hacen lo que predican. Me gusta esa coherencia sagrada de una vida entregada. Una vida honesta. Esa es la santidad verdadera. La de aquellos pequeños que se saben salvados por un amor misericordioso. Así quiero vivir yo siempre. Pero no sé si a veces miento con mis obras. Cada vez que no soy fiel e incoherente me parezco a los fariseos. Cada vez que no amo en verdad soy como ellos. Cuando exijo cosas que yo no hago. La única forma de convencer al mundo del amor de Dios es siendo ese amor hecho carne que se abaja. Un amor sin palabras. Un amor de obras irrefutables y convincentes. La única forma de educar a los hijos en los valores que yo anhelo es vivir esos valores hasta sus últimas consecuencias. Solo así seré creíble. Estoy hecho para la luz, no para la oscuridad. Para vivir en la verdad y no en la mentira. Tengo un rechazo profundo a la mentira. A las medias verdades, a la oscuridad. A Jesús le gustaban los hombres auténticos, sencillos, de una pieza, llenos de luz. Aunque fueran torpes y pecadores. Como Pedro, que decía lo que sentía ¿Cómo son mis palabras? ¿Cómo se expresa lo que digo en hechos? ¿Cómo muestran mis hechos mis más íntimas creencias y convicciones? ¿Hablan mis obras de quien yo soy? Comenta Juan Martín Descalzo: «Es mucho poder decir de un ser humano que ha logrado esa doble maravilla: que el sol arda en sus manos y que haya sabido repartirlo. No sé cuál de las dos hazañas es más prodigiosa. Solo los santos, los genios, los grandes amantes, tienen el sol en las manos. Son personas que, cuando pasan a nuestro lado, dejan un rastro en nuestro recuerdo, en nuestras vidas». Una vida verdadera ilumina, deja a su paso un reguero de luz. Una vida llena de mentiras hace que se imponga la oscuridad. A veces no es que yo sea mentiroso. Lo que pasa es que no logro ser fiel a mí mismo. Hago lo que hacen otros. Me mimetizo con la masa. Hablo como otros hablan. Pienso como ellos piensan. Me escondo en un grupo que ha enarbolado una bandera. Ya sea esta política, moral, o religiosa. Pero no siempre es todo blanco o negro. Pienso por mí mismo. Tengo mi propio modo de actuar. Hay algo en mi alma que es sólo mío. Un trozo del corazón de Dios que ha puesto en mí al crearme. Un reflejo original de su belleza. Es como una nota musical que es sólo mía. Sólo yo la hago sonar. Y al hacerlo soy más pleno. Eso es ser fiel a la verdad que hay en mí. No se trata de hacer las cosas y actuar de la misma forma que todos. Quiero hacerlo de acuerdo a mi manera. ¡Cuántas veces ignoro lo que hay dentro de mí! Me limito a copiar. Imito a otros y me dejo llevar por lo que otros sostienen o viven. Pero algo en mí no encaja. Estoy triste. No vivo en la verdad. Y entonces no soy creíble, ni siquiera para mí mismo. Mi afán de pertenecer es tan grande que a veces me olvido de lo más personal que poseo. En la educación hay dos valores que cuentan. Uno es la pertenencia. Formar parte de una familia, de una comunidad, de un grupo. Y el otro es la diferenciación, la originalidad. Quiero ser fiel a lo original que hay en mí. Yo formo parte de un grupo pero soy más que ese grupo. Tengo mis propios matices, y pienso por mí mismo. Mi nombre es solo mío. Me diferencia. Mi nota musical. Mi alma sólo es para Dios. Esa verdad personal, esa llamada única de Dios, implica una misión original. Creo que la felicidad tiene mucho que ver con descubrir esa verdad en lo más hondo y vivirla en plenitud. Y entregar ese amor original que Dios ha sembrado en mi alma. Si no lo logro no seré nunca feliz. Y viviré mendigando consuelos.
[1] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
[2] J. Kentenich, Conferencias de Sion, 1965
[3] J. Kentenich, Niños ante Dios
[4] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
[5] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[6] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
[7] Thomas Keating, Mente abierta, corazón abierto
[8] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
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