XXX Domingo tiempo ordinario
por Al partir el pan
Éxodo 22, 20-26; 1 Tesalonicenses 1, 5c-10; Mateo 22, 34-40
«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Amarás a tu prójimo como a ti mismo»
«Un amor que no quiere poseer sino liberar. Un amor que no ama por obligación, sino con libertad. Porque no puedo amar por necesidad. No quiero amores que me quiten la paz y la libertad»
«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Amarás a tu prójimo como a ti mismo»
«Un amor que no quiere poseer sino liberar. Un amor que no ama por obligación, sino con libertad. Porque no puedo amar por necesidad. No quiero amores que me quiten la paz y la libertad»
A veces me parece que no formulo bien las preguntas y por eso no me entienden. No saben lo que pretendo decir y me contestan lo que no quiero oír. O su repuesta va por un lado distinto al que yo había imaginado. El otro día un niño respondió mal a un problema planteado por el profesor. La pregunta rezaba: «Escribe con dígitos los números siguientes». Aparecía una lista de números escritos con letra. El niño al contestar colocó al lado de cada número el número siguiente: Treinta (31). El profesor lo que quería es que pusiera en dígitos el número que aparecía escrito en letras. Por eso entendió que estaba mal la respuesta y le dio cero puntos. En realidad el niño había interpretado mal la pregunta. El número siguiente significaba para él lo que él escribió. La falta de entendimiento supuso un suspenso y la frustración del niño. Todo por haber formulado la pregunta de tal manera que puede ser interpretada de formas diferentes. A veces me pasa a mí lo mismo. Hago una pregunta y creo que todos deben entenderme. Digo algo y pienso que sólo hay una interpretación posible de mis palabras. Pero me equivoco. No siempre mis palabras son bien entendidas. Leen entre líneas. Interpretan mis afirmaciones. No siempre está tan claro lo que digo. En una ocasión un marido me contó algo que le pasó en su matrimonio. Estando con su mujer en los primeros años de casados ella le confesó conmovida: «Nunca he querido a nadie más que a ti». El marido guardó silencio un momento largo pensando. No quería equivocarse en la respuesta. No sabía bien a qué se refería ella. Estaba claro que antes de su mujer había tenido otras novias. Podía decirle que la quería mucho, pero no que no hubiera amado a nadie más en su vida antes que a ella. Pero antes de responder preguntó. A lo mejor la estaba entendiendo mal. Buscó aclararlo. Efectivamente, su mujer no quería decir que nunca antes hubiera habido otra persona en su vida. El «más» de su afirmación se refería a la intensidad de su amor hacia él. Nunca antes había amado con tanta intensidad. Nunca había querido con esa hondura, de esa forma tan pura y verdadera. Ella esperaba de él la misma respuesta. Por eso sintió pena al percibir las dudas de su marido. Menos mal que pudieron aclararlo y no lo dejaron pasar. Él respondió lo mismo. Nunca había amado de esa forma. Se rieron. Los malos entendidos son muy frecuentes en nuestra vida. Nos alejan de personas. Crean conflictos innecesarios. Por culpa de las confusiones nos sentimos heridos. Nos duele el desamor y la ofensa. Tengo que reconocer que no siempre formulo bien las preguntas que hago. Y no siempre digo con claridad lo que pienso, lo que quiero, lo que espero. A veces callo y creo que los demás saben por dónde voy. Pero tengo que aceptar que mis silencios se pueden interpretar de muchas formas. A veces me enfado y no dejo ver claro el motivo de mi rabia. Los malos entendidos me alejan de las personas a las que más quiero. Juzgo mal sus gestos, sus silencios, sus palabras, sus acciones y sus omisiones. Pongo en el corazón del otro deseos que no existen. Creo que piensa de una manera cuando no es así. Creo ver lo que no hay en sus motivaciones. Veo intenciones ocultas que nunca han existido en su alma. A veces es necesario aclarar las cosas para evitar un daño mayor. Me detengo, aclaro, pregunto. Guardo silencio. Escucho mejor. ¡Qué sano preguntar antes de hablar de más, antes de sentirme ofendido! Las palabras no son unívocas. ¡Cuánto tengo que cuidar las palabras que digo y las que callo! No tiene un único significado todo lo que hago. Una frase no siempre significa lo mismo, depende de lugar de la coma, de la forma como la expreso, de los gestos corporales que la acompañan, depende de quien lo escucha. En ocasiones no sé interpretar bien lo que me quieren decir. Y no siempre logro decir lo que de verdad siento y pienso. Creo que la confianza es la piedra angular de toda relación. La confianza en el otro es la base del amor. Confianza en lo que piensa, en lo que siente. Confianza en su verdad. En su sinceridad. En su amor. Comenta Ernest Hemingway: «La mejor forma de saber si puedes confiar en alguien es ofreciendo primero tu confianza». Ser confiado es un don, una gracia que tengo que pedirle a Dios cada mañana. Puede que haya perdido la confianza en alguna persona. Puede que alguien me haya defraudado. Sé que la desconfianza es el caldo de cultivo para la ira, la rabia, el rechazo, los malos entendidos y los juicios de valor. Si creo en la bondad y en el amor que hay en el otro no voy a interpretar nunca mal sus intenciones. Y si me han herido a mí, tendré que aprender a confiar de nuevo en aquel que me hirió pero sé que me ama. Necesito hacerlo por mi bien, por mi libertad interior. Quiero volver a pensar que esa persona a la que amo me quiere y que tal vez se ha confundido en sus palabras. O ha dado por supuestas ciertas cosas. O ha dicho lo que no quería decir. O quizás he malinterpretado yo sus palabras. Tengo que saber perdonar y volver a confiar. Creer en el otro. Es un camino largo. Quiero aprender a mirar con amor a los demás, sin prejuicios, sin juicios. Y cuando realmente confío sucede lo que leía el otro día: «Confiar no es saber todo sobre alguien, sino no necesitar saberlo». Si confío dejaré de mirar con lupa todo lo que el otro hace. No lo controlaré. No intentaré saber todo lo que piensa y hace. No dudaré de él, ni de sus palabras. Creeré en su bondad, en sus buenas intenciones. Y me bastará para vivir con paz y no inquieto. Puedo confiar en muchas personas. Prefiero ser ingenuo e inocente. Prefiero pecar de confiado antes que ser desconfiado en esta vida.
Creo que tengo poca tolerancia a la frustración. Hago planes y persigo objetivos. Pero súbitamente todo se viene abajo. Un imprevisto, un imponderable. Algo frustra mis planes. Me rebelo, me lleno de ira y rabia. Me desaliento y pierdo la esperanza. Me pongo negativo y triste. Definitivamente tengo un problema. Mi poca tolerancia a la frustración me hace infeliz. Tal vez es que desde niño me acostumbré a lograr todo lo que quería. O la vida me lo puso fácil. O fueron mis padres con su afán de protección. Por eso quizás no desarrollé la fuerza interior necesaria para vencer los obstáculos, sin darme por vencido. Veo a tantas personas que se hunden ante la más pequeña contrariedad en sus vidas. Como esos niños caprichosos que se creen con derecho a poseer todo lo que desean. Sin esfuerzo. Sin sacrificio. Sin exigencia. No hay lucha. No existen los obstáculos. Los padres solucionadores de problemas dejan el camino allanado a sus hijos. Les hacen un flaco favor. Les evitan posibles fracasos y golpes. Por evitar sus caídas los hacen débiles. No quieren que tengan que esforzarse. Corro el riesgo de volverme blando y cómodo cuando busco a personas que me solucionen los problemas. Busco a alguien que me lo ponga todo más fácil. Alguien que me consiga lo que me hace falta. Ante cualquier problema busco esa ayuda. Me ahogo en un vaso de agua y no sé ver lo bueno oculto en lo malo que me sucede. Me lleno de rabia y rencor, echando la culpa de mi fracaso a un mundo injusto. Y utilizo expresiones que me hacen daño, porque son falsas: «Siempre me sale todo mal a mí. Nunca logro lo que deseo. Siempre hay otros que triunfan. Siempre soy yo el que fracasa». Esos pensamientos negativos sobre mí mismo me hacen daño. Esa imagen falsa de la vida se mete dentro del alma. Esos sentimientos al mirar mi camino me llevan a perder la esperanza en el futuro. Entonces me vuelvo negativo y todo lo veo mal. No hay matices en mis juicios. Todo me parece blanco o negro. No veo los grises que me permiten mirar la vida de otro color. Travis Bradberry habla sobre las actitudes tóxicas: «Si no adoptas una perspectiva objetiva, tus emociones seguirán sesgando tu percepción de la realidad y serás vulnerable al efecto de los monólogos internos pesimistas, que pueden impedirte aprovechar todo tu potencial». Ante mi enfado y frustración me vuelvo vulnerable. Dejo de aprovechar mi potencial. Dejo de ver la luz. Cedo al pesimismo. Me amargo y me vuelvo crítico. No dejo que otros triunfen a mi lado, los juzgo. Tengo poca tolerancia a la frustración. Quiero aprender a cambiar mi forma de pensar. Ante las contrariedades de la vida me levanto y lucho. No me quedo lamentándome mientras me lamo las heridas. Vuelvo a la lucha, no me doy por vencido. Me gusta la actitud de los que nunca se cansan de entregar la vida, un día tras otro. Esa fuerza infinita es la que me hace resiliente. Capaz de enfrentar las dificultades del camino. Entonces logro ver lo bueno que hay en mí y en los hombres. Veo la bondad en los que antes sólo veía lo malo. Decía el P. Kentenich: «Debemos reconocerles a los demás el derecho a su modo de ser. Por eso, educarnos primero nosotros y ver en el otro más lo positivo, lo valioso, antes que poner siempre en primer lugar lo que en él no me agrada. No es que queramos negar lo que haya de negativo, Dios lo sabe. Por el contrario, será muy valioso si sabemos claramente, uno del otro, donde está la pequeña o la gran originalidad y donde empieza el defecto»[1]. Aceptar los defectos. Ver las virtudes y los talentos. No convertir las propias debilidades en barreras infranqueables, en obstáculos insalvables. Soy historia por hacer y me voy haciendo cada día desde mi barro. Tengo mucho potencial que todavía no he explotado. Semillas que han de morir para dar vida. Quiero creer en todo lo que puedo llegar a ser. Miro lo bueno que hay en mí, la semilla escondida, y eso me ayuda a ver lo bueno que hay en los demás. Quiero que mi frustración no me llene de amargura. Es el peor de los sentimientos. Porque acaba con la luz y me hace infeliz. Y logra que no vea lo bueno en los demás, ni en mí mismo. Y dejo de alegrarme con la felicidad ajena. Quiero mirar con luz y paz la vida de los demás. Aprender de las contrariedades del camino que me exigen paciencia y un espíritu positivo ante la vida. La fuerza de volver a empezar. Así suele ser en mi vida. Las dificultades me tienen que hacer más fuerte. Más de Dios. En los fracasos me vuelvo más humilde. Cuando caigo me levanto y vuelvo a empezar consciente de lo que tengo y de lo que me falta. Sé cuáles son mis dones y mis carencias. Veo mi misión con claridad. No lo veo todo negro. Puedo fracasar, puedo salir adelante. No veo que todo sea blanco. Puedo vencer igual que puedo caer derrotado. No siempre es fracaso no ganar una batalla. La guerra de la vida es muy larga. Y en todas las batallas que enfrente podré ganar o perder. Pero al final es Dios el que vence en mí cuando me dejo moldear por Él. Me gusta mirar así la vida. Caigo de nuevo. Caigo y me levanto. No vivo frustrado y enfadado con el mundo. No busco enemigos por todas partes. Me alegro de lo que tengo. Y acepto que no todo lo puedo conseguir en esta vida. Sé que mis tropiezos me enseñarán a caminar más lejos. Y en medio de mis caídas me levantaré y no me quedaré derrotado. Me gusta esta forma de ver la vida.
Hoy Jesús me habla del principal mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero». En primer lugar el amor a Dios. Pero no un amor cualquiera. Es un amor que me consume por entero. Todo mi corazón, toda mi alma, todo mi ser. Todo lo que soy. Un amor integrado. ¡Qué lejos estoy de alcanzarlo! ¡Me siento tan pequeño! Quiero amar así a Dios pero no lo hago. He puesto en su lugar otros dioses que persigo con mayor ahínco. Los puedo tocar, tienen ojos y cara. Son dioses de carne, de piedra, de oro. Hago una lista de esos dioses a los que amo, a los que les doy mi sí cada mañana. A los que me entrego en cuerpo y alma. Son el dinero, la fama, el respeto de los hombres, el honor en la victoria, la gloria, el reconocimiento del mundo, el deporte, el trabajo, la diversión, los juegos, el placer, el móvil, la lectura, las aficiones. Una lista larga de dioses a los que amo y sirvo. Muchos de ellos me hacen bien, alegran mi alma. Se convierten en dioses tiranos cuando me esclavizan, cuando cedo siempre ante sus exigencias y no les pongo freno. Están por encima de todo lo demás. Son mi prioridad absoluta. Sé que algo se ha convertido en un dios cuando ante él no sé cambiar los planes. Cedo siempre a sus insinuaciones. Caigo, me siento débil. Todo lo pospongo cuando se trata de alcanzarlo. ¿Dónde queda Dios cuando es relegado por estos dioses de carne? A Dios todo lo mío le interesa. Me ama con todos mis dioses pequeños y a veces mezquinos. Pero yo invierto mi tiempo en esos dioses y no tengo tiempo para Dios. Digo que sueño con estar a solas con Dios, con amarlo por entero, pero luego nunca tengo tiempo para ese amor sincero. Y el mejor tiempo se lo doy a otras cosas que sobre el papel me interesan menos y no son prioritarias. Parece el mundo al revés. Hago lo que no deseo. Y repito con fuerza las palabras del salmo: «Yo te amo, Señor, Tú eres mi fortaleza». Pero no soy sincero. Sigo a otros dioses. Son las contradicciones de mi alma. Hablo mucho del silencio, pero no lo tengo. Estoy lleno de ruidos. Tengo clara una verdad: «Cuanto más sea tu silencio interior, tanto más profundamente Dios trabajará contigo sin que te des cuenta»[2]. Cuando logre hacer silencio en mi alma Dios podrá entrar. Pero, ¡tengo tantos ruidos! Me cuesta el silencio interior. Me cuesta callar y escuchar. Deseo ese descanso en Dios que no poseo. «En la oración perfecta es el Espíritu Santo el que ora en ti»[3]. Quiero que Dios ore en mí. Me queda muy lejos ese amor a Dios con todo mi ser, ese amor exclusivo en el que Dios me va modelando y ora en mí. No lo logro. Pero sé que es una gracia que suplico todos los días. La paz del alma no es fruto de mis méritos. Tantas veces siento esto que leía: «A nuestra naturaleza humana no le gusta estar delante de Dios con las manos vacías»[4]. Quiero estar ante Dios con las manos llenas de méritos y logros. Quiero hacer, actuar, hablar. No me basta con llegar con las manos vacías ante Él y quedarme callado. Anhelo ese abandono en Dios, esa confianza plena en su amor profundo. Se lo pido cada mañana. Para poder amarlo con todo mi ser. Para poder vivir en su presencia cada día. Como S. Ignacio que al final de su vida podía agradecer la presencia constante de Dios en su camino, incluso cuando no lo sentía: «Vuelve a la Presencia que nunca le ha fallado. Ni en las noches oscuras, ni cuando dejaba de verlo. Reconoce ahora al que siempre ha estado con él. El amor de su vida. El que ha llenado sus oraciones y sus desvelos. El que le ha enseñado a mirar el mundo con ojos distintos. El que volvió su vida del revés y la hizo tan plena. Su Dios y Señor de brazos abiertos, que le recibe ya para siempre. Y ya no hay cansancio. Sus pasos le han conducido al final, a ese encuentro definitivo, a este abrazo que ya no terminará. Y al cruzar ese último umbral, con todos esos nombres de su vida en los labios y en el corazón, da gracias a Dios, el que siempre estuvo ahí. Y sonríe, de nuevo peregrino, sabiendo ahora que nunca ha estado solo»[5]. Así me gustaría llegar al final de mi vida. Consciente de esa presencia de Dios que un día volvió mi vida del revés y la hizo tan plena. Ese Dios al que me consagro, al que pertenezco por entero. Ese Dios que me ama y camina a mi lado. Aunque a veces sea yo infiel buscando otros dioses del mundo. Ese Dios al que busco y anhelo, aunque me despiste por los caminos atraído por otros amores. Me vuelvo consciente de mi debilidad y su presencia poderosa me embarga. Confío. Lo que yo no puedo hacer. Dios lo hará en mí. Él lo puede todo.
Hoy Jesús también me pide que ame al prójimo como a mí mismo. Coloca a la misma altura el amor a Dios y el amor a mi prójimo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». El corazón no se puede dividir en dos partes. No puedo decir que amo mucho a Dios si luego no amo a los hombres. En el amor al prójimo se pone a prueba si amo a Dios. El profeta hoy lo resalta: «No oprimirás ni vejarás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto. No explotarás a viudas ni a huérfanos, porque, si los explotas y ellos gritan a mí, Yo los escucharé. Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás antes de ponerse el sol, porque no tiene otro vestido para cubrir su cuerpo. Si grita a mí, Yo lo escucharé, porque yo soy compasivo». Quiero a prender a amar al que sufre, al necesitado. Al forastero que busca hogar en mi tierra. Al maltratado y despreciado. A aquel al que nadie ama. Al que me exige amarlo. Al que no tiene nada que darme cuando yo lo amo. Quiero amarlo con un amor inmenso. Con ese amor infinito de Dios que yo no poseo. Sé que el amor de Dios en mí me hace más capaz de amar. Ensancha mi corazón. Lo hace más grande. Leo en Levítico 19,18: «No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo». Jesús responde con la ley. Con lo que los fariseos ya conocían muy bien. Pienso en esa medida del amor y siento que me supera. Es verdad que Dios no me pide su misma medida para el amor. No me pide hoy que ame al enemigo. No me pide amar con un amor infinito. Me propone algo aparentemente mucho más fácil. Amar a los hombres como yo me amo a mí mismo. No es imposible. Pero todo dependerá de cómo sea ese amor a mí mismo. Me siento pequeño. Quisiera encontrar la manera de amarme bien a mí mismo. Muchas veces no me quiero tanto. Me amo mal. Y tal vez por eso amo mal a otros. Necesito aprender a amarme a mí mismo para poder amar bien. El otro día leía un blog que llevaba este título: «No me quieras mucho, quiéreme bien». Y escuché una canción que decía lo mismo como estribillo: «Yo no quiero que me quieras tanto, yo sólo quiero que me quieras bien. Ya me cansé de tus falsas promesas. Sólo necesito que me hagas sentir bien». Quiero aprender a amar bien. No quiero amar mucho, mejor quiero amar bien. Un amor que enaltezca. Un amor que surja de una autoestima sana. Quiero quererme en mi verdad para poder querer a los demás en su verdad. Amar bien en verdad y en justicia. Sé que ese amor sana y libera. Ser amado por un amor así me hace más libre. Me hace reconocer mi verdad. No es tan sencillo amar bien. Muchas personas aman mucho pero no hacen felices a las personas amadas. ¿Dónde está la clave? Un amor que no quiere poseer sino liberar. Un amor que no ama por obligación, sino con libertad. Porque no puedo amar por necesidad. No quiero amores que me quiten la paz y la libertad: «Quien nos ama ha de amarnos porque así lo decide y no porque no podría vivir por sí mismo sin amarnos, sumiso o porque se sienta incapaz, inferior, esclavo. En lugar de rey. Quien ama también ha de hacerlo libérrimamente. Seguiría sobreviviendo, existiendo, seguiría siendo valioso y teniendo autoestima, si no amara. Pero desea hacerlo voluntariamente. Poner al otro en el centro libre de su atención y su vida. Con lo que su vida se engrandece»[6]. Un amor que no quiere cambiar a la persona amada. Un amor que no retiene. Un amor que no esclaviza. Un amor que no maltrata. ¡Qué fácil llegar a maltratar pretendiendo amar bien! Con palabras, con gestos, con silencios. A veces el maltrato viene por propia inseguridad, por complejos. Intento amar bien al otro pero tantas veces sólo le doy el tiempo de mi aburrimiento, el tiempo que me sobra. Amo bien pero no admiro ni enaltezco a quien amo. Y cuando la admiración desaparece el amor languidece. Un amor que no habla bien de aquel a quien ama no es un amor sano. Un amor que no respeta no es un amor sano. Es una pena cuando el exceso de confianza me hace resaltar con frecuencia los errores del prójimo y magnificar sus fallos. Tal vez es mi orgullo el que no me permite mirar con humildad a quien amo. No logro sacarle sonrisas. No consigo sostenerle en medio de la tormenta. Quiero ser amado cuando esté cansado y con dolor. Cuando no triunfe y esté solo. Cuando los demás se olviden de mí. Quiero ser amado cuando todos me rechacen y desprecien. Quiero ser amado cuando yo mismo no consiga amarme bien. El otro día leí algo verdadero: «Quiéreme cuando menos lo merezca porque será cuando más lo necesite». Mi amor al otro ha de sacar lo mejor de su interior. Con paciencia y respeto. El otro día decía el tenista Rafa Nadal: «Si todos nos exigiéramos más a nosotros mismos, en lugar de exigir tanto a los demás, el mundo iría mejor». Es curioso. Muchas veces exijo perfección a otros mientras paso por alto con mucha paz mis propios defectos. Soy exigente con los demás en el cumplimiento de lo prometido. Pero conmigo me vuelvo indulgente. Siempre encuentro justificación. Veo que mi parte es la más difícil. Mi camino el más árido. Me justifico. Con los demás soy inflexible. Critico y condeno fácilmente a todos. El P. Kentenich hablaba de dos grados del amor. Por un lado el amor primitivo: «¿Y en qué consiste entonces el amor primitivo? En que yo amo a mis padres y a Dios, por amor a mí mismo»[7]. El amor a Dios también puede tener un grado tan bajo: «Los maestros de espiritualidad llaman ‘amor de concupiscencia’ al grado más bajo del amor. En él amo a Dios a causa de mí mismo. Por el ejercicio de ese amor espero mi satisfacción o felicidad; o bien ser más fuerte, maduro y puro. Vale decir que, en primer lugar, aguardo algo para mí mismo»[8]. Es muy común en mi vida este amor. Amo al otro por conveniencia, por amor a mí mismo. Porque me hace más feliz amar que odiar, amar que despreciar. Ese amor primitivo me lleva a preguntarme siempre si el otro me hace feliz, si se esfuerza en hacerme feliz de verdad, como decía la canción antes citada. Es la medida de su amor la que de verdad me importa. Tal vez porque creo que siendo amado seré capaz yo de amar más después. No lo sé. Ese amor primitivo existe y es importante. Es el primer paso del amor. Es necesario. Es muy humano. Pero es cierto que es autorreferente. El que ama así vive pensando en su propia felicidad. Es un amor que ha puesto la medida del amor en la propia necesidad. Necesito que me amen bien. Necesito que me hagan feliz. Necesito que me regalen todo lo que me atrae. El amor de los novios tiene mucho de ese amor en un primer momento. Me caso para que me hagan feliz. Doy por su puesto que en ese intento haré yo feliz al otro. Pero el acento está puesto en mí. También es así el amor del hijo que quiere ser cuidado, valorado, enaltecido, protegido. Es el amor primero. El que recibimos en dosis pequeñas y grandes desde la cuna. Pero luego, con el paso del tiempo, el amor tiene que madurar si quiere seguir existiendo. Cuando el amor madura se purifica de las tendencias egoístas. El amor primitivo que se busca se convierte en amor que se da con generosidad. Continúa el P. Kentenich: «Amor purificado no significa dejar de lado las causas segundas y decir: - ¡Señor mío y Dios mío! No; yo llevo conmigo a mi padre y a mi madre y los tendré conmigo incluso en la visión beatífica. La purificación del amor consiste en amar al objeto ante todo a causa de él mismo y no por amor a mí mismo»[9]. Amo al otro por él mismo, por lo que vale, porque quiero su felicidad. Quiero que se sienta bien a mi lado. Quiero que sea mejor persona. Que saque lo mejor que hay en su interior. Quiero un amor así porque es el que me libera, el que me enaltece. Un amor paciente y alegre que sabe sacar lo mejor de los demás. Un amor que perdona. Que vuelve a confiar después de haber sido defraudado. Un amor que me exige para sacar de mí todas las fuerzas. Un amor que me respeta en mi misterio y camina a mi lado sin meterme prisa. Este es el amor que siempre he deseado.
Sé que el amor al prójimo me exige amar según la medida de mi amor propio. Pero a veces no está tan claro si es mucho o poco. ¿Cuál debe ser la medida correcta de mi amor propio? No hay recetas. Pero está claro que con frecuencia un sano amor a mí mismo es lo que más me cuesta. A veces soy duro e inflexible con mis caídas. No tolero mis errores. Con rapidez destaco mis faltas y me amargo sumergido en ellas. No veo un camino de mejora. Y eso que me exijo cambios que no suceden y me frustro por ello. Me lleno de amarguras al ver mis errores repetidos una y otra vez. ¡Cómo puedo hacer para tener paz conmigo mismo, para vivir en paz dentro de mi interior, contento de pasear por mi alma! A veces creo que me amo bien cuando me doy caprichos, cuando me consiento todo lo que quiero, cuando me dejo llevar por la corriente sin ponerme metas ni exigencias. No me pongo propósitos de mejora para no defraudarme. Me dejo llevar. Sé que es más cómodo. Pero no me estoy amando bien cuando me trato así. Me consiento demasiado. Como ese padre que renuncia a su derecho a educar al hijo y le deja hacer lo que él desee. Al final, como me pasa a mí, se vuelve blando. Yo me vuelvo blando. A veces creo que si hago crecer mi amor propio será expresión de un amor sano a mí mismo. Pero tampoco es tan así. Cuando el amor propio guía mis pasos me puedo volver tozudo y exigente con los demás. Me creo en posesión de la verdad. No acepto los fallos en los otros. Quiero siempre tener la razón. Les pido a los demás lo mismo que me exijo a mí. Mi amor propio no me deja ver la viga en mi ojo, el error en mis actos. Se me olvida que soy débil: «Más allá de todos nuestros esfuerzos y de la acción del Espíritu Santo, seguiremos sujetos a la debilidad[10]. Estoy sujeto a la debilidad. Y debo amar mis puntos frágiles. Es el camino para desarrollar un sano amor a mí mismo. Sé que cuando me amo bien soy más libre y logro amar mejor. Y cuando me amo mal necesariamente amo también mal a mi prójimo. Cuando tengo un sentimiento sano de amor a mí mismo, todo es más fácil. Es la meta de mi crecimiento interior. Llegar a quererme sabiendo cómo soy, con defectos y debilidades. Conociendo mis lados oscuros. Palpando mi barro. Es verdad que tengo que exigirme para crecer y no conformarme con lo que ahora soy. Es necesario para superar mis límites. Pero no estoy dispuesto a agredirme a mí mismo. No quiero ser cruel conmigo mismo cuando caigo. Sé lo que quiero y me esfuerzo en luchar por ello. Me amo bien, sin humillarme, sin sentirme mal conmigo mismo. Feliz en mi cuerpo. Contento en mi alma. Me acepto con alegría tal como soy en medio de mi soledad. Muchas personas no se quieren bien y por eso no saben querer bien a otros. Tal vez por eso viven mendigando amor por todas partes. Se sienten inseguras y buscan sanar sus heridas con amores rotos que reciben de cualquier lado. Vendas que no sanan. Mendigan un amor para saciar su sed. Pero la sed es insaciable. El amor maduro a uno mismo me lleva a amar mejor a otros. Decía la sicóloga Carmen Serrat: «Acéptate como eres, valórate y confía en ti mismo. Sólo si te aceptas y te respetas serás capaz de pedir respeto a los demás». Cuando no me respeto a mí mismo llego a aceptar que los demás tampoco me respeten. Si no me quiero bien, aceptaré que otros no me quieran bien y me traten mal. Y veré el maltrato como algo merecido, por mi debilidad. Me parecerá evidente. El amor sano a mí mismo me hace más consciente de mi valor y me hace más capaz de darme a los demás: «Amar sólo se puede amar cuando quien ama es dueño de sí mismo y entrega a alguien todo lo que es»[11]. Cuando me poseo puedo darme de verdad. Cuando soy dueño de mi vida, puedo darla sin miedo a ser herido. En esa entrega, en esa donación, tengo que poseerme como paso previo. Y al darme me hago más persona, más hombre, más libre. Y sé que al amar más me hago más humano: «Cuanto más se olvida uno de sí mismo al entregarse a una causa o a una persona amada más humano se vuelve y más perfecciona sus capacidades»[12]. Quiero volverme más humano. Más consciente de mis límites. Más amante de mi vida. Sé también que solo no puedo hacerlo. Necesito el amor de Dios en mí. La fuerza de su Espíritu me levanta. Decía el P. Kentenich: «Debo adquirir posesión de mí mismo, llegar a estar en mis propias manos, llegar a ser señor de mí mismo. Sin la gracia sólo podremos hacer realidad todas esas funciones en una medida mínima»[13]. Para poseerme necesito el amor de Dios en mí. El poder de su gracia. Sin María nada puedo. Sin su cuidado maternal. Sin su educación firme y segura. Al quererme de forma incondicional me ayuda a aceptarme y a amarme en mi debilidad. En Ella se sostiene mi autoestima. Su amor me salva.
Creo que tengo poca tolerancia a la frustración. Hago planes y persigo objetivos. Pero súbitamente todo se viene abajo. Un imprevisto, un imponderable. Algo frustra mis planes. Me rebelo, me lleno de ira y rabia. Me desaliento y pierdo la esperanza. Me pongo negativo y triste. Definitivamente tengo un problema. Mi poca tolerancia a la frustración me hace infeliz. Tal vez es que desde niño me acostumbré a lograr todo lo que quería. O la vida me lo puso fácil. O fueron mis padres con su afán de protección. Por eso quizás no desarrollé la fuerza interior necesaria para vencer los obstáculos, sin darme por vencido. Veo a tantas personas que se hunden ante la más pequeña contrariedad en sus vidas. Como esos niños caprichosos que se creen con derecho a poseer todo lo que desean. Sin esfuerzo. Sin sacrificio. Sin exigencia. No hay lucha. No existen los obstáculos. Los padres solucionadores de problemas dejan el camino allanado a sus hijos. Les hacen un flaco favor. Les evitan posibles fracasos y golpes. Por evitar sus caídas los hacen débiles. No quieren que tengan que esforzarse. Corro el riesgo de volverme blando y cómodo cuando busco a personas que me solucionen los problemas. Busco a alguien que me lo ponga todo más fácil. Alguien que me consiga lo que me hace falta. Ante cualquier problema busco esa ayuda. Me ahogo en un vaso de agua y no sé ver lo bueno oculto en lo malo que me sucede. Me lleno de rabia y rencor, echando la culpa de mi fracaso a un mundo injusto. Y utilizo expresiones que me hacen daño, porque son falsas: «Siempre me sale todo mal a mí. Nunca logro lo que deseo. Siempre hay otros que triunfan. Siempre soy yo el que fracasa». Esos pensamientos negativos sobre mí mismo me hacen daño. Esa imagen falsa de la vida se mete dentro del alma. Esos sentimientos al mirar mi camino me llevan a perder la esperanza en el futuro. Entonces me vuelvo negativo y todo lo veo mal. No hay matices en mis juicios. Todo me parece blanco o negro. No veo los grises que me permiten mirar la vida de otro color. Travis Bradberry habla sobre las actitudes tóxicas: «Si no adoptas una perspectiva objetiva, tus emociones seguirán sesgando tu percepción de la realidad y serás vulnerable al efecto de los monólogos internos pesimistas, que pueden impedirte aprovechar todo tu potencial». Ante mi enfado y frustración me vuelvo vulnerable. Dejo de aprovechar mi potencial. Dejo de ver la luz. Cedo al pesimismo. Me amargo y me vuelvo crítico. No dejo que otros triunfen a mi lado, los juzgo. Tengo poca tolerancia a la frustración. Quiero aprender a cambiar mi forma de pensar. Ante las contrariedades de la vida me levanto y lucho. No me quedo lamentándome mientras me lamo las heridas. Vuelvo a la lucha, no me doy por vencido. Me gusta la actitud de los que nunca se cansan de entregar la vida, un día tras otro. Esa fuerza infinita es la que me hace resiliente. Capaz de enfrentar las dificultades del camino. Entonces logro ver lo bueno que hay en mí y en los hombres. Veo la bondad en los que antes sólo veía lo malo. Decía el P. Kentenich: «Debemos reconocerles a los demás el derecho a su modo de ser. Por eso, educarnos primero nosotros y ver en el otro más lo positivo, lo valioso, antes que poner siempre en primer lugar lo que en él no me agrada. No es que queramos negar lo que haya de negativo, Dios lo sabe. Por el contrario, será muy valioso si sabemos claramente, uno del otro, donde está la pequeña o la gran originalidad y donde empieza el defecto»[1]. Aceptar los defectos. Ver las virtudes y los talentos. No convertir las propias debilidades en barreras infranqueables, en obstáculos insalvables. Soy historia por hacer y me voy haciendo cada día desde mi barro. Tengo mucho potencial que todavía no he explotado. Semillas que han de morir para dar vida. Quiero creer en todo lo que puedo llegar a ser. Miro lo bueno que hay en mí, la semilla escondida, y eso me ayuda a ver lo bueno que hay en los demás. Quiero que mi frustración no me llene de amargura. Es el peor de los sentimientos. Porque acaba con la luz y me hace infeliz. Y logra que no vea lo bueno en los demás, ni en mí mismo. Y dejo de alegrarme con la felicidad ajena. Quiero mirar con luz y paz la vida de los demás. Aprender de las contrariedades del camino que me exigen paciencia y un espíritu positivo ante la vida. La fuerza de volver a empezar. Así suele ser en mi vida. Las dificultades me tienen que hacer más fuerte. Más de Dios. En los fracasos me vuelvo más humilde. Cuando caigo me levanto y vuelvo a empezar consciente de lo que tengo y de lo que me falta. Sé cuáles son mis dones y mis carencias. Veo mi misión con claridad. No lo veo todo negro. Puedo fracasar, puedo salir adelante. No veo que todo sea blanco. Puedo vencer igual que puedo caer derrotado. No siempre es fracaso no ganar una batalla. La guerra de la vida es muy larga. Y en todas las batallas que enfrente podré ganar o perder. Pero al final es Dios el que vence en mí cuando me dejo moldear por Él. Me gusta mirar así la vida. Caigo de nuevo. Caigo y me levanto. No vivo frustrado y enfadado con el mundo. No busco enemigos por todas partes. Me alegro de lo que tengo. Y acepto que no todo lo puedo conseguir en esta vida. Sé que mis tropiezos me enseñarán a caminar más lejos. Y en medio de mis caídas me levantaré y no me quedaré derrotado. Me gusta esta forma de ver la vida.
Hoy Jesús me habla del principal mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero». En primer lugar el amor a Dios. Pero no un amor cualquiera. Es un amor que me consume por entero. Todo mi corazón, toda mi alma, todo mi ser. Todo lo que soy. Un amor integrado. ¡Qué lejos estoy de alcanzarlo! ¡Me siento tan pequeño! Quiero amar así a Dios pero no lo hago. He puesto en su lugar otros dioses que persigo con mayor ahínco. Los puedo tocar, tienen ojos y cara. Son dioses de carne, de piedra, de oro. Hago una lista de esos dioses a los que amo, a los que les doy mi sí cada mañana. A los que me entrego en cuerpo y alma. Son el dinero, la fama, el respeto de los hombres, el honor en la victoria, la gloria, el reconocimiento del mundo, el deporte, el trabajo, la diversión, los juegos, el placer, el móvil, la lectura, las aficiones. Una lista larga de dioses a los que amo y sirvo. Muchos de ellos me hacen bien, alegran mi alma. Se convierten en dioses tiranos cuando me esclavizan, cuando cedo siempre ante sus exigencias y no les pongo freno. Están por encima de todo lo demás. Son mi prioridad absoluta. Sé que algo se ha convertido en un dios cuando ante él no sé cambiar los planes. Cedo siempre a sus insinuaciones. Caigo, me siento débil. Todo lo pospongo cuando se trata de alcanzarlo. ¿Dónde queda Dios cuando es relegado por estos dioses de carne? A Dios todo lo mío le interesa. Me ama con todos mis dioses pequeños y a veces mezquinos. Pero yo invierto mi tiempo en esos dioses y no tengo tiempo para Dios. Digo que sueño con estar a solas con Dios, con amarlo por entero, pero luego nunca tengo tiempo para ese amor sincero. Y el mejor tiempo se lo doy a otras cosas que sobre el papel me interesan menos y no son prioritarias. Parece el mundo al revés. Hago lo que no deseo. Y repito con fuerza las palabras del salmo: «Yo te amo, Señor, Tú eres mi fortaleza». Pero no soy sincero. Sigo a otros dioses. Son las contradicciones de mi alma. Hablo mucho del silencio, pero no lo tengo. Estoy lleno de ruidos. Tengo clara una verdad: «Cuanto más sea tu silencio interior, tanto más profundamente Dios trabajará contigo sin que te des cuenta»[2]. Cuando logre hacer silencio en mi alma Dios podrá entrar. Pero, ¡tengo tantos ruidos! Me cuesta el silencio interior. Me cuesta callar y escuchar. Deseo ese descanso en Dios que no poseo. «En la oración perfecta es el Espíritu Santo el que ora en ti»[3]. Quiero que Dios ore en mí. Me queda muy lejos ese amor a Dios con todo mi ser, ese amor exclusivo en el que Dios me va modelando y ora en mí. No lo logro. Pero sé que es una gracia que suplico todos los días. La paz del alma no es fruto de mis méritos. Tantas veces siento esto que leía: «A nuestra naturaleza humana no le gusta estar delante de Dios con las manos vacías»[4]. Quiero estar ante Dios con las manos llenas de méritos y logros. Quiero hacer, actuar, hablar. No me basta con llegar con las manos vacías ante Él y quedarme callado. Anhelo ese abandono en Dios, esa confianza plena en su amor profundo. Se lo pido cada mañana. Para poder amarlo con todo mi ser. Para poder vivir en su presencia cada día. Como S. Ignacio que al final de su vida podía agradecer la presencia constante de Dios en su camino, incluso cuando no lo sentía: «Vuelve a la Presencia que nunca le ha fallado. Ni en las noches oscuras, ni cuando dejaba de verlo. Reconoce ahora al que siempre ha estado con él. El amor de su vida. El que ha llenado sus oraciones y sus desvelos. El que le ha enseñado a mirar el mundo con ojos distintos. El que volvió su vida del revés y la hizo tan plena. Su Dios y Señor de brazos abiertos, que le recibe ya para siempre. Y ya no hay cansancio. Sus pasos le han conducido al final, a ese encuentro definitivo, a este abrazo que ya no terminará. Y al cruzar ese último umbral, con todos esos nombres de su vida en los labios y en el corazón, da gracias a Dios, el que siempre estuvo ahí. Y sonríe, de nuevo peregrino, sabiendo ahora que nunca ha estado solo»[5]. Así me gustaría llegar al final de mi vida. Consciente de esa presencia de Dios que un día volvió mi vida del revés y la hizo tan plena. Ese Dios al que me consagro, al que pertenezco por entero. Ese Dios que me ama y camina a mi lado. Aunque a veces sea yo infiel buscando otros dioses del mundo. Ese Dios al que busco y anhelo, aunque me despiste por los caminos atraído por otros amores. Me vuelvo consciente de mi debilidad y su presencia poderosa me embarga. Confío. Lo que yo no puedo hacer. Dios lo hará en mí. Él lo puede todo.
Hoy Jesús también me pide que ame al prójimo como a mí mismo. Coloca a la misma altura el amor a Dios y el amor a mi prójimo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». El corazón no se puede dividir en dos partes. No puedo decir que amo mucho a Dios si luego no amo a los hombres. En el amor al prójimo se pone a prueba si amo a Dios. El profeta hoy lo resalta: «No oprimirás ni vejarás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto. No explotarás a viudas ni a huérfanos, porque, si los explotas y ellos gritan a mí, Yo los escucharé. Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás antes de ponerse el sol, porque no tiene otro vestido para cubrir su cuerpo. Si grita a mí, Yo lo escucharé, porque yo soy compasivo». Quiero a prender a amar al que sufre, al necesitado. Al forastero que busca hogar en mi tierra. Al maltratado y despreciado. A aquel al que nadie ama. Al que me exige amarlo. Al que no tiene nada que darme cuando yo lo amo. Quiero amarlo con un amor inmenso. Con ese amor infinito de Dios que yo no poseo. Sé que el amor de Dios en mí me hace más capaz de amar. Ensancha mi corazón. Lo hace más grande. Leo en Levítico 19,18: «No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo». Jesús responde con la ley. Con lo que los fariseos ya conocían muy bien. Pienso en esa medida del amor y siento que me supera. Es verdad que Dios no me pide su misma medida para el amor. No me pide hoy que ame al enemigo. No me pide amar con un amor infinito. Me propone algo aparentemente mucho más fácil. Amar a los hombres como yo me amo a mí mismo. No es imposible. Pero todo dependerá de cómo sea ese amor a mí mismo. Me siento pequeño. Quisiera encontrar la manera de amarme bien a mí mismo. Muchas veces no me quiero tanto. Me amo mal. Y tal vez por eso amo mal a otros. Necesito aprender a amarme a mí mismo para poder amar bien. El otro día leía un blog que llevaba este título: «No me quieras mucho, quiéreme bien». Y escuché una canción que decía lo mismo como estribillo: «Yo no quiero que me quieras tanto, yo sólo quiero que me quieras bien. Ya me cansé de tus falsas promesas. Sólo necesito que me hagas sentir bien». Quiero aprender a amar bien. No quiero amar mucho, mejor quiero amar bien. Un amor que enaltezca. Un amor que surja de una autoestima sana. Quiero quererme en mi verdad para poder querer a los demás en su verdad. Amar bien en verdad y en justicia. Sé que ese amor sana y libera. Ser amado por un amor así me hace más libre. Me hace reconocer mi verdad. No es tan sencillo amar bien. Muchas personas aman mucho pero no hacen felices a las personas amadas. ¿Dónde está la clave? Un amor que no quiere poseer sino liberar. Un amor que no ama por obligación, sino con libertad. Porque no puedo amar por necesidad. No quiero amores que me quiten la paz y la libertad: «Quien nos ama ha de amarnos porque así lo decide y no porque no podría vivir por sí mismo sin amarnos, sumiso o porque se sienta incapaz, inferior, esclavo. En lugar de rey. Quien ama también ha de hacerlo libérrimamente. Seguiría sobreviviendo, existiendo, seguiría siendo valioso y teniendo autoestima, si no amara. Pero desea hacerlo voluntariamente. Poner al otro en el centro libre de su atención y su vida. Con lo que su vida se engrandece»[6]. Un amor que no quiere cambiar a la persona amada. Un amor que no retiene. Un amor que no esclaviza. Un amor que no maltrata. ¡Qué fácil llegar a maltratar pretendiendo amar bien! Con palabras, con gestos, con silencios. A veces el maltrato viene por propia inseguridad, por complejos. Intento amar bien al otro pero tantas veces sólo le doy el tiempo de mi aburrimiento, el tiempo que me sobra. Amo bien pero no admiro ni enaltezco a quien amo. Y cuando la admiración desaparece el amor languidece. Un amor que no habla bien de aquel a quien ama no es un amor sano. Un amor que no respeta no es un amor sano. Es una pena cuando el exceso de confianza me hace resaltar con frecuencia los errores del prójimo y magnificar sus fallos. Tal vez es mi orgullo el que no me permite mirar con humildad a quien amo. No logro sacarle sonrisas. No consigo sostenerle en medio de la tormenta. Quiero ser amado cuando esté cansado y con dolor. Cuando no triunfe y esté solo. Cuando los demás se olviden de mí. Quiero ser amado cuando todos me rechacen y desprecien. Quiero ser amado cuando yo mismo no consiga amarme bien. El otro día leí algo verdadero: «Quiéreme cuando menos lo merezca porque será cuando más lo necesite». Mi amor al otro ha de sacar lo mejor de su interior. Con paciencia y respeto. El otro día decía el tenista Rafa Nadal: «Si todos nos exigiéramos más a nosotros mismos, en lugar de exigir tanto a los demás, el mundo iría mejor». Es curioso. Muchas veces exijo perfección a otros mientras paso por alto con mucha paz mis propios defectos. Soy exigente con los demás en el cumplimiento de lo prometido. Pero conmigo me vuelvo indulgente. Siempre encuentro justificación. Veo que mi parte es la más difícil. Mi camino el más árido. Me justifico. Con los demás soy inflexible. Critico y condeno fácilmente a todos. El P. Kentenich hablaba de dos grados del amor. Por un lado el amor primitivo: «¿Y en qué consiste entonces el amor primitivo? En que yo amo a mis padres y a Dios, por amor a mí mismo»[7]. El amor a Dios también puede tener un grado tan bajo: «Los maestros de espiritualidad llaman ‘amor de concupiscencia’ al grado más bajo del amor. En él amo a Dios a causa de mí mismo. Por el ejercicio de ese amor espero mi satisfacción o felicidad; o bien ser más fuerte, maduro y puro. Vale decir que, en primer lugar, aguardo algo para mí mismo»[8]. Es muy común en mi vida este amor. Amo al otro por conveniencia, por amor a mí mismo. Porque me hace más feliz amar que odiar, amar que despreciar. Ese amor primitivo me lleva a preguntarme siempre si el otro me hace feliz, si se esfuerza en hacerme feliz de verdad, como decía la canción antes citada. Es la medida de su amor la que de verdad me importa. Tal vez porque creo que siendo amado seré capaz yo de amar más después. No lo sé. Ese amor primitivo existe y es importante. Es el primer paso del amor. Es necesario. Es muy humano. Pero es cierto que es autorreferente. El que ama así vive pensando en su propia felicidad. Es un amor que ha puesto la medida del amor en la propia necesidad. Necesito que me amen bien. Necesito que me hagan feliz. Necesito que me regalen todo lo que me atrae. El amor de los novios tiene mucho de ese amor en un primer momento. Me caso para que me hagan feliz. Doy por su puesto que en ese intento haré yo feliz al otro. Pero el acento está puesto en mí. También es así el amor del hijo que quiere ser cuidado, valorado, enaltecido, protegido. Es el amor primero. El que recibimos en dosis pequeñas y grandes desde la cuna. Pero luego, con el paso del tiempo, el amor tiene que madurar si quiere seguir existiendo. Cuando el amor madura se purifica de las tendencias egoístas. El amor primitivo que se busca se convierte en amor que se da con generosidad. Continúa el P. Kentenich: «Amor purificado no significa dejar de lado las causas segundas y decir: - ¡Señor mío y Dios mío! No; yo llevo conmigo a mi padre y a mi madre y los tendré conmigo incluso en la visión beatífica. La purificación del amor consiste en amar al objeto ante todo a causa de él mismo y no por amor a mí mismo»[9]. Amo al otro por él mismo, por lo que vale, porque quiero su felicidad. Quiero que se sienta bien a mi lado. Quiero que sea mejor persona. Que saque lo mejor que hay en su interior. Quiero un amor así porque es el que me libera, el que me enaltece. Un amor paciente y alegre que sabe sacar lo mejor de los demás. Un amor que perdona. Que vuelve a confiar después de haber sido defraudado. Un amor que me exige para sacar de mí todas las fuerzas. Un amor que me respeta en mi misterio y camina a mi lado sin meterme prisa. Este es el amor que siempre he deseado.
Sé que el amor al prójimo me exige amar según la medida de mi amor propio. Pero a veces no está tan claro si es mucho o poco. ¿Cuál debe ser la medida correcta de mi amor propio? No hay recetas. Pero está claro que con frecuencia un sano amor a mí mismo es lo que más me cuesta. A veces soy duro e inflexible con mis caídas. No tolero mis errores. Con rapidez destaco mis faltas y me amargo sumergido en ellas. No veo un camino de mejora. Y eso que me exijo cambios que no suceden y me frustro por ello. Me lleno de amarguras al ver mis errores repetidos una y otra vez. ¡Cómo puedo hacer para tener paz conmigo mismo, para vivir en paz dentro de mi interior, contento de pasear por mi alma! A veces creo que me amo bien cuando me doy caprichos, cuando me consiento todo lo que quiero, cuando me dejo llevar por la corriente sin ponerme metas ni exigencias. No me pongo propósitos de mejora para no defraudarme. Me dejo llevar. Sé que es más cómodo. Pero no me estoy amando bien cuando me trato así. Me consiento demasiado. Como ese padre que renuncia a su derecho a educar al hijo y le deja hacer lo que él desee. Al final, como me pasa a mí, se vuelve blando. Yo me vuelvo blando. A veces creo que si hago crecer mi amor propio será expresión de un amor sano a mí mismo. Pero tampoco es tan así. Cuando el amor propio guía mis pasos me puedo volver tozudo y exigente con los demás. Me creo en posesión de la verdad. No acepto los fallos en los otros. Quiero siempre tener la razón. Les pido a los demás lo mismo que me exijo a mí. Mi amor propio no me deja ver la viga en mi ojo, el error en mis actos. Se me olvida que soy débil: «Más allá de todos nuestros esfuerzos y de la acción del Espíritu Santo, seguiremos sujetos a la debilidad[10]. Estoy sujeto a la debilidad. Y debo amar mis puntos frágiles. Es el camino para desarrollar un sano amor a mí mismo. Sé que cuando me amo bien soy más libre y logro amar mejor. Y cuando me amo mal necesariamente amo también mal a mi prójimo. Cuando tengo un sentimiento sano de amor a mí mismo, todo es más fácil. Es la meta de mi crecimiento interior. Llegar a quererme sabiendo cómo soy, con defectos y debilidades. Conociendo mis lados oscuros. Palpando mi barro. Es verdad que tengo que exigirme para crecer y no conformarme con lo que ahora soy. Es necesario para superar mis límites. Pero no estoy dispuesto a agredirme a mí mismo. No quiero ser cruel conmigo mismo cuando caigo. Sé lo que quiero y me esfuerzo en luchar por ello. Me amo bien, sin humillarme, sin sentirme mal conmigo mismo. Feliz en mi cuerpo. Contento en mi alma. Me acepto con alegría tal como soy en medio de mi soledad. Muchas personas no se quieren bien y por eso no saben querer bien a otros. Tal vez por eso viven mendigando amor por todas partes. Se sienten inseguras y buscan sanar sus heridas con amores rotos que reciben de cualquier lado. Vendas que no sanan. Mendigan un amor para saciar su sed. Pero la sed es insaciable. El amor maduro a uno mismo me lleva a amar mejor a otros. Decía la sicóloga Carmen Serrat: «Acéptate como eres, valórate y confía en ti mismo. Sólo si te aceptas y te respetas serás capaz de pedir respeto a los demás». Cuando no me respeto a mí mismo llego a aceptar que los demás tampoco me respeten. Si no me quiero bien, aceptaré que otros no me quieran bien y me traten mal. Y veré el maltrato como algo merecido, por mi debilidad. Me parecerá evidente. El amor sano a mí mismo me hace más consciente de mi valor y me hace más capaz de darme a los demás: «Amar sólo se puede amar cuando quien ama es dueño de sí mismo y entrega a alguien todo lo que es»[11]. Cuando me poseo puedo darme de verdad. Cuando soy dueño de mi vida, puedo darla sin miedo a ser herido. En esa entrega, en esa donación, tengo que poseerme como paso previo. Y al darme me hago más persona, más hombre, más libre. Y sé que al amar más me hago más humano: «Cuanto más se olvida uno de sí mismo al entregarse a una causa o a una persona amada más humano se vuelve y más perfecciona sus capacidades»[12]. Quiero volverme más humano. Más consciente de mis límites. Más amante de mi vida. Sé también que solo no puedo hacerlo. Necesito el amor de Dios en mí. La fuerza de su Espíritu me levanta. Decía el P. Kentenich: «Debo adquirir posesión de mí mismo, llegar a estar en mis propias manos, llegar a ser señor de mí mismo. Sin la gracia sólo podremos hacer realidad todas esas funciones en una medida mínima»[13]. Para poseerme necesito el amor de Dios en mí. El poder de su gracia. Sin María nada puedo. Sin su cuidado maternal. Sin su educación firme y segura. Al quererme de forma incondicional me ayuda a aceptarme y a amarme en mi debilidad. En Ella se sostiene mi autoestima. Su amor me salva.
[1] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, 1962. Tomo I
[2] Thomas Keating, Mente abierta, corazón abierto.
[3] Thomas Keating, Mente abierta, corazón abierto.
[4] Thomas Keating, Mente abierta, corazón abierto.
[5] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[6] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163
[7] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández
[8] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández
[9] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández
[10] J. Kentenich, Niños ante Dios
[11] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163
[12] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido
[13] J. Kentenich, Textos pedagógicos
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