Domingo, 17 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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XXIV Domingo tiempo ordinario

por Al partir el pan

Eclesiástico 27,33-28, 9; Romanos 14, 7-9; Mateo 18, 21-35

«No te digo que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar»
«Me alegra lo que ya poseo. Los pequeños logros. No me comparo con nadie. Si pudiera vivir así sería mucho más feliz. No quiero vivir mirando al otro. No quiero compárame con otros»
 
La generosidad no es exigible. Nunca lo es. Es un don que uno recibe. Una gracia que me capacita para dar más de lo convenido, de lo esperado, de lo razonable. No se puede forzar la naturaleza del hombre para que se abra y dé. Como tampoco se puede lograr que el capullo de la rosa muestre todo su color antes de tiempo. Todo lleva su tiempo. Su esfuerzo. La exigencia. La lucha. Uno aprende a ser mejor por imitación, por envidia. Veo lo que deseo y lo anhelo. Quiero ser así. Lucho. Quiero ser mejor. ¿Cómo se educa en el amor? ¿Cómo me puedo educar yo y educar a otros para que sean más generosos en el amor? A veces me desespero por el egoísmo que veo y sufro. Me siento incapaz de amar bien y veo a otros que tampoco lo logran. Esta pregunta viene siempre de nuevo a mi corazón. ¿Quién me ha enseñado a mí a amar de la forma como yo amo? Seguramente en mi familia, con los míos. Lo que he visto, lo que he recibido. Cuando por primera vez unos brazos me abrazaron experimenté cómo me amaba Dios. Algo se grabó en mi alma. Una voz me dijo cuánto valía. Alguien vio en mi interior un tesoro escondido que yo no veía. Y me lo dijo, me lo hizo ver. Decía Albert Einstein: «Todos somos genios. Pero si juzgas a un pez por su habilidad para trepar árboles vivirá toda su vida pensando que es inútil». Soy un genio. No soy un inútil. Soy más valioso de lo que creo. Tengo un don escondido en mi alma. Un talento oculto. Necesito que alguien lo vea en mí para poder verlo yo. Quizás me falte esa mirada interior para descubrir mi propia belleza, mi propio don. Quiero saber quién soy y todo lo que puedo llegar a dar. Lo quiero con toda mi alma. Quiero ser amado. Comprendido. Enaltecido. Es quizás lo que todos desean. Ser queridos en su verdad. Para poder así aprender a amar a otros en su verdad. Tal vez de eso depende todo en mi vida. Mi felicidad, mi camino, la realización de mis sueños. Pero con frecuencia me ofusco exigiendo la generosidad en el amor a todo el mundo, a mí el primero. Y acabo exigiendo que sean otros los que me regalen lo que yo mismo me guardo por miedo a darlo. O pretendo que me cuiden cuando yo no soy capaz de cuidar a nadie. No sé cómo hacer para que salga lo mejor de mí, lo mejor de los otros. Tal vez les pido demasiado a las personas. O les exijo que se den por completo demasiado pronto. Sin respetar sus tiempos, sus procesos interiores. No lo sé. A veces no valoro los esfuerzos que hago, que hacen, en esa lucha diaria que tiene esta vida. Esa lucha por aprender a amar. Vivo buscando una perfección inalcanzable, siendo yo tan imperfecto como soy. Puede que le exija a la piedra la delicadeza del agua. O al viento la paz de la tierra. O busque en el fuego el frescor de la noche. O el calor en medio del hielo. No lo sé. Quizás me empeño en querer ser distinto a lo que soy. Alguien mejor. Otra persona. Pero no acabo de comprender que soy un genio. Se me olvida. Y pretendo ser algo para lo que no estoy hecho. Trepar árboles, lograr grandes éxitos, alcanzar las estrellas. Acabo exigiéndome un talento que no tengo. Sólo porque otros lo tienen. Y les pido a los que amo que me den lo que no pueden darme. Me confundo al exigir. También me ocurre cuando educo. Exijo. Reclamo. Pido. Y ansío que el capullo de la rosa se abra sin respetar su tiempo de maduración. ¿Cómo puedo educar a otros en el amor no sabiendo yo amar bien? ¿Cómo pretendo erigirme en educador de nadie, cuando yo mimo no logro educarme a mí mismo en los más pequeños aspectos de mi vida? Decía el P. Kentenich: «¡Necesitamos educadores educados! ¡Yo mismo tengo que educarme! Debo apreciar como es debido los valores que quiero inculcar a mis hijos»[1]. Es importante vivir lo que quiero que otros vivan antes de que ellos lo vivan. Para que crean en el bien que hay en su alma al verlo reflejado en lo que yo vivo. El amor se contagia amando. El bien haciendo el bien. Si yo lo vivo quizás puedan ver reflejados en mí los valores que ellos mismos llevan dentro: «¿Cómo puedo educar entonces a mi hijo para que me tenga un profundo respeto y amor? No esperen ahora tampoco ninguna receta. Mi propio respeto ante el hijo y mi amor a él, despiertan y producen en él profundo respeto y amor»[2]. El educador educado educa desde lo que vive. Los demás aprenderán de mí lo que yo ya practico. Si mi amor es mezquino, raquítico, egoísta. ¿Cómo puedo exigir de los otros un amor generoso, grande, magnánimo? Es imposible. Lo que yo no vivo es difícil que pueda inculcarlo en otros corazones. Si yo no rezo, ¿cómo puedo pedirles a otros que recen? Si yo no soy magnánimo, ¿cómo puedo exigir la magnanimidad? El amor se transmite por atmósfera. Cuando respiro en un ambiente donde hay amor, aprendo a amar. Pero si respiro en una atmósfera en la que hay críticas, quejas, ira, mentiras, cólera, envidia, avaricia. Acabaré haciendo lo que veo. Sólo aprenderé esos valores que veo encarnados en una atmósfera determinada. Educar por atmósfera es la forma más efectiva de educar. Hago lo que veo. Logro lo que veo encarnado en otros corazones. Hacen lo que ven en mí. Si no es así, la verdad es que es muy difícil enseñar a amar. Quiero educar mi amor.

No sé por qué es tan difícil ser feliz en esta vida. A lo mejor es porque busco lo que no tengo. Deseo poseer lo que no poseo. Y no me conformo con lo que ya tengo. Vivo inquieto tratando de alcanzar cumbres imposibles que alguien en mi corazón parece haberme prometido. Me afano en esta vida y no logro vivir con paz cada momento. Siento en lo hondo del alma un extraño dolor ante la frustración en la búsqueda del éxito. Me comparo con otros que viven mejor que yo, o que son mejores que yo, o que tienen más que yo, y dejo de ser feliz súbitamente. Cuando vivo mirando a los que me superan me lleno de amargura. Y curiosamente vivo descontento con todo lo que tengo. Sea mucho o poco, eso no importa. El tenista Rafael Nadal comenta después de ganar su último torneo: «Soy feliz haciendo lo que hago y uno siempre podría estar frustrado mirando al resto. Al final, en la vida uno siempre puede estar frustrado: siempre hay gente que tiene más dinero que tú, siempre hay gente que tiene más casas que tú. La vida consiste en conformarse y ser feliz con ello. Conformarse no significa no querer más, pero uno no puede estar mirando siempre alrededor». Siempre podría frustrarme mirando al resto. A los que tienen más, a los que son mejores. Siempre podría vivir amargado comparando mi vida con la de otros. Conformarme no significa darme por vencido, o dejar de luchar. No. La exigencia sigue presente en el corazón aunque me sienta lejos del ideal que sueño. Hay nuevas cumbres, nuevos desafíos. Pero me alegra lo que ya poseo. Los primeros pasos dados. Los pequeños logros. No me comparo con nadie. Si pudiera vivir así sería mucho más feliz. Es verdad. Sé que el arte de la felicidad tiene que ver con una forma de vivir la vida. No quiero vivir mirando al otro. No quiero compárame con otros. No deseo competir por lograr más cosas. Y sí deseo ser feliz con lo que tengo, con lo que he conseguido en esta vida. Aceptar. Disfrutar. Sonreír. Creo que la felicidad está muy relacionada con mi capacidad de amar y ser amado. El otro día leía: «El hombre necesita reconocer cuanto antes que para ser feliz ha de sentirse amado. Que será más feliz, cuanto más amado se sienta. Y más aún, si se siente amado por Dios. Y que ha de corresponder a ese amor»[3]. El amor me hace feliz y al sentirme amado dejo de compararme con otros. Valgo por ese amor que recibo. Pero no se trata sólo del amor recibido, que es como el oxígeno que necesito para respirar. Cuenta mucho para ser feliz el amor que doy. Porque sólo cuando salgo de mí mismo y me vuelco en otros mi vida comienza a merecer la pena, a tener sentido. Lo tengo claro, soy más infeliz cuando no amo. Cuando vivo volcado en mis deseos. En mis expectativas. Mirando lo que a mí me preocupa. Pasando de largo por la vida de los demás. Sin amar de forma gratuita. Exigiendo amor. Pero sin dar amor a nadie. El amor siempre es gratuito. No se puede exigir. Eso me impresiona: «El amor es un don que necesitamos, pero innecesario para vivir. Porque es innecesario, es más valioso. Lo más valioso del mundo siempre es innecesario. Sobrevivir es necesario, pero sobrevivir sólo no da la felicidad. No basta comer, beber, dormir, descansar. La felicidad no está en nuestras necesidades, estas son solo el inicio para poder ser feliz, pero no son la felicidad plena. La felicidad, por el contrario, está en esas experiencias que son propiamente innecesarias, gratuitas e inmerecidas, grandiosas que nos ensalzan inmerecidamente. Amar y sentirse amado»[4]. Tal vez entonces prefiero vivir y no sobrevivir. Prefiero cuidar lo gratuito, no lo que debo hacer. El amor siempre es un don. El que doy. El que recibo. Ya entiendo por qué tantas veces no soy feliz. Porque vivo exigiendo y no sé amar de forma gratuita. Porque doy sólo cuando me piden. Porque exijo a la vida una gratuidad que no es obligatoria. Y si no llega me frustro. Me gusta pensar que puedo hacer felices a los hombres amándolos cuando no me lo piden. Dándoles cuando no me lo exigen. Y que es esa gratuidad la que llena el corazón hasta el borde, lo rebasa. Y me deja con la sensación de que la vida merece la pena. Y al ver que en la tierra puedo vivir así, no quiero ni pensar cómo va a ser en el cielo. Si ahora puedo ser tan feliz rodeado de los que amo y amando a los que me aman. Imagino cómo será entonces cuando la vasija de mi corazón se rompa en mil pedazos en las manos de Dios que colma todos mis anhelos. Mi alma llena más allá de sus límites humanos. No sé entonces por qué sufro tanto a veces. Me amargo esperando de la vida milagros que no llegan. Y no soy capaz de aceptar mi camino tal y como es. Busco otros destinos mejores. Otras formas de vivir. Y pretendo otras paradas. Soy feliz cuando acepto, cuando perdono, cuando tengo paz, cuando no me dejo llevar por la rabia. No quiero que el odio ciegue nunca mis ojos. No quiero que haya atisbos de furia en mi alma. Quiero decir que sí a Dios siempre. Cuando Él me muestre claro lo que quiere de mí. Quiero decirle que sí a mi vida como es hoy. Sin muchos aspavientos. Sin esperar agradecimientos del mundo al que me entrego. Soy como soy. Tengo lo que tengo. Y cuando peco siento que me alejo y me turbo. Y se enreda mi alma en vericuetos oscuros. Y no logro entonces amar con libertad, liberando. Besando el barro sobre el que construyo. Descifrando con las manos los nuevos caminos que Dios me pide. Aquí y ahora. En este momento quiero decir que sí a Dios para besar su voluntad como lo más sagrado. Dios me quiere más de lo que yo me quiero. Sin esperar nada de mí. Sin exigirme la perfección. Eso me llena de paz. Me hace feliz. Quiero aprender a dar gracias a Dios por el camino recorrido. Por el amor que he dado. Por el que he recibido.

Hoy Pedro pregunta a Jesús buscando un límite, una medida: «En aquel tiempo, se adelantó Pedro y preguntó a Jesús: - Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?». Pedro se acerca a Jesús con la confianza de un amigo. Me encanta su autenticidad. Es muy honesto y verdadero. Dice lo que piensa. Dice lo que casi todos los apóstoles piensan y no dicen. Siete son muchas veces. Pedro quiere saber cuándo puede dejar de perdonar al que le ofende. Es lo que yo también deseo saber a veces. Que me digan el límite impuesto a mi generosidad. Que me pongan una medida para no pasarme y pecar por exceso. Perdonar es difícil. Por eso me gusta saber si es necesario perdonar siempre. Si a partir de un momento ya no es necesario y es entonces posible olvidar al que me ha hecho daño y alejarme de él. No sé bien en qué está pensando Pedro cuando pregunta. Pero yo sí lo sé. Pienso en esas relaciones en las que tengo que perdonar más de una vez. Una, dos, tres, mil veces. Y entonces me canso de ser yo siempre el que perdona. El que acepta. El que tolera. Y me indigno con el que ofende siempre, con el que incumple lo prometido, con el que no es honesto después de haber prometido fidelidad. Cuando me canso de las mentiras o de los abusos. Cuando ya no estoy dispuesto a seguir siendo yo generoso. Pedro busca, como yo, un límite a la entrega. Pienso que necesito algo concreto. Que no me hablen del infinito. Me niego a vivir sin medida. Se me olvida que el amor que Dios me pide es sin medida. El mío sí tiene medidas. Lleva cuentas. Guarda el mal recibido como una ofensa que pesa. Y el alma duele entonces. Y quiero poner un límite al perdón. Hasta siete veces. Una medida justa, razonable. Estoy dispuesto a perdonar ese número de veces. Pero más no puedo. Me canso de perdonar. De volver a empezar siempre de nuevo. Y decido poner un límite a mi amor. Amo, pero no en exceso. No me parece justo. Creo que yo hago las cosas bien. Y me enervo cuando las hacen mal conmigo. Tal vez me olvido de mi propio mal. Del que yo causo a otros. De las ofensas que yo realizo. Tengo mejor memoria para el daño que recibo. Me hieren. Me atacan. Me ofenden. Y yo me creo el centro del universo. Pienso que soy importante y que me han ofendido. Hasta siete veces es un buen límite. Una medida que puedo soportar. ¿Más? Imposible. Tal vez por eso la respuesta de Jesús hoy me incomoda: «Jesús le contesta: -No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete». Jesús me pide lo imposible. Un amor imposible. Una mirada imposible. Me cuesta cuando Jesús no es razonable y va más allá de lo prudente. Yo me sigo preguntando: ¿Cuál es el límite? Un día leí algo del cardenal vietnamita Van Thuan que me gustó mucho y me dio luz. Hablaba de los cinco defectos de Jesús. Uno era que no sabía contar. Tocó mi corazón, porque ese es un anhelo mío de siempre. El Dios que no mide ni cuenta, ni lleva anotados mis méritos o caídas para hacer balance al final de mi vida. El Dios que responde sin medida a mi amor tan escaso. Un Dios sin límites. Sin condiciones. Sin contrapartida. Me lo da todo a cambio de nada. Ese Dios que se derrama en mi alma con sobreabundancia. Es este el deseo de mi corazón. Pero luego me veo queriendo medir mi amor con los hombres y con Dios. Me pregunto cuánto tengo que dar. Quiero que la Iglesia me responda para poder contar con los dedos el amor de Dios. La gratuidad es algo que necesito pero me cuesta mucho. Creo que las personas que viven la gratuidad es porque tienen a Dios en su corazón, sean creyentes o no. Sin Dios me parece imposible vivir así. La gratuidad es como el agua para el sediento. La necesito, la busco de aquí para allá. Pero sólo está en Dios. Quiero aprender a amar así.

No sé muy bien si en esta vida hay cosas imperdonables. Hay pecados terribles. ¡Cuántos asesinatos! ¡Cuánta corrupción! A veces pienso que hay cosas que pueden parecerme imperdonables. ¿Cómo se puede llegar a perdonar al asesino de un ser querido? ¿O la infidelidad de alguien a quien amo? Me parece imposible. Para el hombre es imposible, es verdad. Pero para Dios no lo es. Soy yo el que cargo a veces con ofensas que no he podido perdonar. Me parecen imperdonables. En ocasiones creo que lo son por la magnitud de la ofensa, por el daño realizado. Otras veces por la actitud del que me ha ofendido una y mil veces y siente que lo ha hecho bien. Nunca se arrepiente, nunca pide perdón. Es imperdonable esa actitud del que no se humilla. Pero creo que el problema es mío más que del que me ha ofendido. Guardo rencores en el alma por ofensas que quizás el que me ofendió ya ha olvidado. O nunca supo. No es consciente de lo que yo sí recuerdo. Me mantengo en mi postura. No perdono. No es justo. Cuando recuerdo la ofensa me indigno de nuevo. Casi como si estuviera sucediendo ahora mismo otra vez. El mismo sentimiento de rabia, de ira. La cólera me ciega. Pero yo no perdono. Porque no me parece justo perdonarlo todo. Hay cosas imperdonables, me digo. Hay personas que no merecen el perdón. Comenta Miriam Subirana: «Si estamos resentidos, la vía de salida pasa por aceptar y perdonar. Perdonar muestra que nos hacemos dueños de nuestro bienestar y dejamos de ser víctimas del otro. Sin ese dominio, nuestra mente irá una y otra vez hacia ese lugar de sufrimiento, repetirá el ¿por qué a mí? ¿Cómo se atrevió? Los pensamientos serán como un martilleo constante, y no controlará los sentimientos de rabia, frustración y tristeza. Como la carcoma, sus propios pensamientos agujerearán las entrañas de su ser y se quedará agotado, sin energía». No quiero que esto suceda en mi alma. Pero ocurre cuando no estoy dispuesto a perdonar. No es que no pueda hacerlo. Es que no quiero. No me parece educativo para el que ofende. No ha recibido el pago proporcional al mal causado. No ha habido justicia. No puede ser. Y sigo sufriendo porque el odio y la rabia carcomen mi alma. Me voy hundiendo en mi propio fango. Me lleno de veneno y de amargura. No quiero perdonar para salir de esa encrucijada. Me empeño en seguir ofendido. Que no vaya a pensar que ya lo he olvidado. Sigo siendo esclavo del que me ha hecho daño. Sigue teniendo dominio sobre mí. Sin él saberlo. Creo que no es el camino. Muchas personas me dicen que no están dispuestas a perdonar a quien les ofendió. No quieren hacerlo. Me sorprende. Están llenas de odio. Guardan la rabia al recordar la ofensa. Se hacen daño. No perdonan. Ojalá hoy el evangelio me motivara a querer perdonar. Es un primer paso para salir de la prisión de mi propia rabia. Es sólo el comienzo de un camino difícil pero que siempre comienza con un deseo, el deseo de perdonar de corazón. Hoy miro las ofensas que guardo y me pregunto si las he perdonado todas. Tal vez en mi interior guardo ofensas no olvidadas, no perdonadas. Quiero que Dios me regale el deseo de perdonar a otros. De perdonar a los que me han ofendido. Siete veces. Setenta veces siete.

Sé que para perdonar tengo que haber experimentado antes el perdón. Tal vez me falta tener una conciencia muy clara del perdón que recibo. Hay pecados que cometo que me parecen imperdonables. Me parece imposible creer que Dios pueda perdonarme del todo y olvidar. Creo que de ahí parte mi juicio. Yo mismo no me creo el perdón de Cristo. No me creo digno. Ojalá pudiera experimentar siempre en mi vida el perdón de Dios como una gracia inmerecida, como un don infinito e inabarcable. Decía el P. Kentenich: «Dios está frente a mí como el océano de la bondad, de la misericordia y el perdón. ¿No es acaso una fuente de alegría cuando el sacerdote pronuncia el yo te absuelvo? Dios lo pronuncia. ¿No lo es acaso si la bondad de Dios toca tan profundamente mi miseria y la eleva hacia sí?»[5]. Dios es misericordioso. No lleva cuentas del mal. Perdona siempre. Olvida siempre. Cuando me perdona mi carga se hace más ligera. Con lo que me cuesta pedir perdón. Es curioso porque el perdón de Dios es infinito. No hay tiempo, no hay pecado por grande que sea que Dios no me perdone y olvide si se lo pido con el corazón quebrantado. No hay nada que haya podido hacer en mi vida, aunque a mí me parezca horrible, que Dios no lo perdone con su amor si se lo suplico. Jesús ya murió por eso, ya cargó con eso, mi pecado ya está clavado en su cruz. Necesito tocar ese perdón como el hombre de la parábola: «El reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: - Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo. El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda». Dios perdona así. Tiene lástima y perdona mis ofensas. Perdona mi mal. Me mira y ve la belleza escondida en mi alma. Y se alegra al verme arrepentido ante Él. Tal vez me falta a veces arrepentirme de verdad, de corazón. Mirar mi vida, mi pecado, mi pobreza y entender que Dios me abraza en mi debilidad. Se conmueve al verme tan herido. Perdona todo lo que hago mal. También lo que creo imperdonable. Una persona rezaba: «Te pido perdón, Jesús, por todas mis infidelidades. Tú sabes cuáles son y cuántas. Te pido perdón por dejar de estar atento al que más sufre. Porque a veces me da pereza cuidar su vida. Dejo de lado a los que sólo piden. No soy digno de tu perdón». Quiero aprender a pedir perdón realmente arrepentido. Mirando mi corazón con humildad y abriéndolo a la misericordia de Dios. Conmovido. Entregado. A veces pienso que el mayor obstáculo para percibir el amor de Dios es que yo mismo no me perdono. Creo que he actuado mal y no acepto un perdón sin condiciones. Es el perdón más difícil. El mío. Tengo que aceptar que soy así. Soy pecador. Me parece imposible que Dios pueda quererme como soy. Pero es así. Aunque no sea digno.

Aunque quisiera perdonar muchas veces me parece imposible hacerlo. Soy muy delicado y cuando me han herido, me protejo para no exponerme a una segunda vez. A veces, el dolor que he recibido del otro es tan grande, me duele tanto, sufro tanto, que sencillamente me veo incapaz de perdonar. Y por eso decido lo que es perdonable y lo que no lo es. Otras veces no soy capaz de perdonar al que me ha traicionado cuando confié en él. Estoy decepcionado por que debía protegerme y no lo hizo. Yo esperaba más, y no me lo dio. Es mi dolor el que mide la ofensa. De las personas que me han herido tiendo a alejarme. No quiero volver a sufrir. Pero no puedo alejarme de los que viven conmigo, en casa, en el trabajo. Y hay heridas y ofensas que se repiten una y otra vez. Heridas en el matrimonio, o en el trabajo, o con un hijo, o con mis padres, que son diarias, continuas. No puedo escaparme. El único camino es el perdón. Sólo el perdón sana el corazón y lo ensancha. Creo que el fruto más grande del perdón es la liberación. Cuando perdono, el corazón se abre y se hace más capaz de amar. Se desbloquea. ¿Cuántas veces tengo que perdonar? Jesús me pide que aprenda su camino del perdón. Un perdón que se da siempre, una y mil veces. Un perdón que no va seguido de un «te lo dije», ni de un «no lo vuelvas a hacer más». Un perdón que quiere ir acompañado de la gracia del olvido. Para poder volver a empezar. Así perdonó Jesús al pasar entre los hombres. No exigía el cambio para perdonar: «Los perdona sin la seguridad de que responderán cambiando su conducta. Actúa como profeta de la misericordia de Dios. Es amigo de los pecadores antes de verlos convertidos. Dios es así. No espera a que sus hijos e hijas cambien. Es Él quien comienza ofreciendo su perdón. Este perdón que ofrece Jesús no tiene condiciones. Su actuación terapéutica no sigue los caminos de la ley»[6]. El padre del hijo pródigo simplemente lo abraza y le da una fiesta. Me gustaría ser así con el que me ofende. Pero no lo consigo tantas veces. Sólo sé que en Dios todo es gratuidad. Pero en mí los límites se me hacen muy evidentes. No quiero perdonar siempre. Porque sé muy bien que perdonar setenta veces siete significa perdonar al mismo que me ofende y por lo mismo que ya me hizo antes, un número infinito de veces. Y eso me parece imposible. ¡Qué ideal más alto y qué difícil! Perdonar a la misma persona por el mismo dolor que una y otra vez recibo. ¿Acaso no es así Dios conmigo? Sí, Dios sí lo es. Pero yo no. Miro mi propia vida y pienso que si perdono siempre así, al final pecaré de tonto. Me excedo y me acabarán humillando. Se aprovecharán de mí. Si perdono siempre, ¿no me expondré a que abusen de mí? Si siempre acepto de nuevo las disculpas, ¿no estaré mostrando mi debilidad? Verán en mí alguien a quien se puede ofender una y otra vez sin consecuencias negativas. Todo lo acepta. No lo sé. Esa humillación me cuesta. Mi orgullo me dice que el perdón tiene un límite. Más allá del mismo corro el riesgo de ser despreciado. El deseo de venganza surge muy dentro. El orgullo se mantiene firme. El desprecio es mi respuesta a la ofensa recibida. ¿Cómo puedo estar dispuesto a poner la otra mejilla cuando soy golpeado? Imposible. Mi corazón se rebela. No quiero perdonar siempre al que me hace daño. No quiero que piense que su mal va a permanecer impune. No me parece justo. ¿Dónde queda la justicia de Dios? Pero hoy repito en el salmo: «El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia». Ese es el Dios que me mira. Ese es Jesús que perdona desde la cruz lo imperdonable. Me parece imposible perdonar siempre. Comenta el Padre Pío: «Pedir perdón es de hombres inteligentes, pero perdonar es de almas humildes. Sólo quien perdona sabe amar». Sólo si perdono sé amar. El perdón es una gracia, un don que puedo dar, un milagro que pido con humildad una y otra vez. Es algo que sucede en mi alma y que logra que el rencor desaparezca. No me parece tan fácil. Cuando vivo el perdón logro no sentir lo mismo al recordar la ofensa. Es como si lentamente la rabia se disipara. Es un pequeño milagro.

La reconciliación esel fruto del perdón. Se vuelven a unir los lazos que estaban rotos. Esa línea invisible que une mi corazón con el corazón del otro vuelve a ser fuerte. Me cuesta mucho perdonar. Me detengo ante Jesús un momento. ¿A quién tengo yo que perdonar setenta veces siete? ¿Quién tengo al lado que una y otra vez no responde a mis expectativas? ¿Qué es lo que me duele de forma diaria de mi marido, de mi mujer, de mis padres, de mis hijos, de mis compañeros de trabajo o de mi comunidad? Las heridas diarias se van enquistando y acumulando en lo más hondo de mi ser. Y me duele por dentro el rencor guardado. Quiero ser libre de tanta oscuridad que llevo dentro. Jesús me pide que perdone como Él me perdona a mí. Sin pedir un cambio en el otro porque eso no es cosa mía. Creo que sólo Dios puede hacer eso en mi corazón. Para mí es imposible. Pero cuando toco su perdón inmerecido en mi carne, yo, que una y otra vez fallo en lo mismo, puedo hacer entonces ese regalo a otros. Y lo más importante. Ese perdón que doy me libera a mí. Ese es el mayor milagro. Por eso dice el Dalai Lama: «Si no perdonas por amor, perdona al menos por egoísmo». A quien más pesa la falta de perdón es a mí. Me ata al que me ha hecho daño. Cuentan que Bill Clinton telefoneó a Nelson Mandela dos horas después de que saliera de la prisión. Le preguntó entonces cómo había podido perdonar con esa facilidad. Mandela respondió: «Si los odiara, seguirían controlándome». Yo soy el primer beneficiado del perdón que doy. Porque muchas veces no tengo que decirle al que me ha ofendido que lo perdono. No es necesario. No quiero humillar al que perdono. A veces ni siquiera sabrá cuánto me ha ofendido. Todo sucede en mi corazón. Ante Dios. Para tener el alma limpia. Para estar libre y volver a nacer. El perdón limpia, me hace niño de nuevo. Rompe las durezas que me aíslan. Me ayuda a creer de nuevo. Me hace capaz de amar. Me sana por dentro. Es el camino para ser feliz. Todavía me tengo que volver a convertir. Dios tiene que tumbar mi corazón con su misericordia que me desborda. Quiero ser agradecido. Darle gracias por la forma como ha llegado a mí vida y me ha salvado. Creo que es la manera de vivir según Cristo. El perdón es un don de Él, porque no sale de forma natural del alma. Merece la pena vivir así. Jesús cuenta una parábola hoy. Habla en ella de mí. Tantas veces le pido a Dios un perdón de mi deuda enorme. Y al recibirlo mi corazón sigue lleno de rencor ante la pequeña ofensa del otro: «Pero, al salir, el empleado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba, diciendo: - Págame lo que me debes». ¿Por qué me pasa eso a veces? ¿Es porque creo que mi ofensa no es tan grande y la del otro sí? ¿Es porque no me acabo de creer en realidad el perdón de Dios? Jesús siempre habla de la coherencia. Para abrir el corazón a Dios, tengo que abrirlo al hermano. No hay dos corazones. Es imposible rezar si no he mirado a mi hermano primero con misericordia. O al revés, el perdón que recibo de Dios me tiene que hacer más capaz de perdonar al otro. Yo no soy mejor que nadie. Yo no tengo más derecho a ser perdonado. Yo también fallo. No soy perfecto. El recibir el perdón es el camino para perdonar. Y el perdonar es el camino para abrir mi corazón al perdón incondicional e infinito de Dios. Dios nunca se cansa de perdonar. Quiero pensar si alguna vez me he sentido perdonado así por Dios o por alguna persona. Y qué paso tengo que dar para perdonar al que ahora más me cuesta. Se lo entrego a Jesús. Porque sé que sólo Él puede sanar, reparar y liberar mi corazón. En Él descanso. Él no mide, no lleva cuentas. Algo que hago bien vale infinito y algo que hago mal se olvida cuando pido perdón. Mi corazón se llena de esperanza.
 

[1] J. Kentenich, Retiro enero 53, Familia sirviendo la vida
[2] J. Kentenich, Retiro enero 53, Familia sirviendo la vida
[3] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163
[4] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163
[5] J. Kentenich. Las Fuentes de la Alegría
[6] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
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