XVII Domingo tiempo ordinario
por Al partir el pan
Reyes 3, 5. 7-12; Romanos 8, 28-30; Mateo 13, 44-52
«El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra va a vender todo lo que tiene y compra el campo»
«Es una gracia que le pido a Dios siempre. Saber elegir el bien, dejar de lado el mal. Optar por lo correcto, tomar decisiones sabias. Necesito pedir ese don»
«El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra va a vender todo lo que tiene y compra el campo»
«Es una gracia que le pido a Dios siempre. Saber elegir el bien, dejar de lado el mal. Optar por lo correcto, tomar decisiones sabias. Necesito pedir ese don»
A veces tengo opiniones ya formadas sobre una realidad que aún desconozco. Me creo lo que otros dicen. O lo he leído en los libros y creo que por eso es más verdadero que lo que no aparece escrito en ningún sitio. En la película «Captain Fantastic» uno de los hijos interpela a su padre: «Sé todo lo que he leído en los libros. Pero no sé nada de la vida. No me has enseñado a vivir». Él le había enseñado a leer, pero no le había preparado para la vida. A veces lo que leo me pesa demasiado. Casi más que lo vivido. Lo que yo creo sobre la vida se ha ido formando en mi corazón con el paso de los años. Las lecturas me ayudan a formarme, a crear imágenes sobre la realidad. Pero la vida es mucho más que lo que leo. No es sólo lo que leo. Lo que veo alimenta mis ideas. La vida es más fuerte, más honda. La realidad es más dura que la misma ficción, aunque parezca imposible. ¡Cuántas imágenes recibidas condicionan mi forma de pensar más que lo que yo mismo he leído! Mi experiencia, lo vivido. No sólo que he visto. Creo que mi vida consiste en transmitir a los hombres mi propia experiencia de vida. Es la misión de todos en este camino que Dios nos confía. Leía el otro día: «Jesús no sabe hablar sino desde la vida. Para sintonizar con Él y captar su experiencia de Dios es necesario amar la vida y sumergirse en ella, abrirse al mundo y escuchar la creación»[1]. Quiero hablar desde mis experiencias vitales, no sólo desde mis teorías. Hay personas que tienen teorías para todo. Tienen una experiencia y elaboran una teoría. Lo hacen desde la vida, desde su experiencia. Una vez firmes sus teorías se convierten en principios innegociables. Tampoco quiero caer en eso. No quiero vivir con dogmas. Quiero que lo que yo vivo se convierta en experiencia fundante de mi vocación. Pero no quiero algo rígido. Quiero que mi experiencia sea un tesoro fantástico que puedo compartir en el camino de la vida. Pero sin imponérselo a nadie. No me quiero guardar mis experiencias por miedo al rechazo, al olvido. Otros pueden aprender de lo que yo vivo. El P. Kentenich aprendió mucho leyendo en otras vidas, en el misterio escondido en cada corazón que se le confiaba: «Anteriormente se me preguntó de dónde provenía esta riqueza de corazón y de espíritu, debo decirles: Sin ustedes yo no sería hoy lo que soy. Si quieren saber cuál es la fuente de esa riqueza de espíritu y corazón, aquí la tienen»[2]. Aprendo de otras vidas, de mi propia vida. Más que de los libros. Me gusta pensar que mi vida, mi experiencia, pueda hacerse historia contada, parábola, cuento, del que otros aprendan. Mi vida como una forma, una más, de entender el amor a Jesús y el seguimiento de su camino. Mi método, un método posible, no el único. El método que cada uno descubre en medio de los tropiezos y de los logros. ¿Cuál es el método que sigo cuando vivo y amo? ¿Cuál es mi camino para seguir los pasos de Dios? Quiero detenerme a pensar en todo lo que vivo. Que no pasen las cosas de largo. Que pueda aprender de mis vivencias. De mis amores y desamores. De mis éxitos y fracasos. De mis luces y mis sombras. Hay juicios que constituyen mi camino. Pero luego tengo tendencia a hacer juicios con facilidad. El otro día vi un anuncio en el que se hablaba del prejuicio y del posjuicio. Se definía el primero como un juicio previo por lo general desfavorable sobre la realidad. Y el posjuicio como juicio posterior por lo general favorable después de haber vivido. Y resaltaba la importancia de probar ante la duda. Resaltaba así algo cierto: «Los posjuiciosos saben que para conocer una cosa de verdad hay que vivirla. Vivir nos llena de posjuicios». Normalmente juzgo la realidad por mis vivencias anteriores y me lleno de prejuicios. Eso hace que en ocasiones me dé miedo enfrentar realidades nuevas. Mis prejuicios me limitan y no aprendo nada nuevo. No me dejo interpelar por la vida, por miedo a perder mi seguridad. Tengo una idea hecha, preconcebida, sobre lo que me conviene y sobre lo que no me gusta. Quiero pensar que soy capaz de pasar de un prejuicio a un posjuicio con facilidad. Que no soy tan rígido. Una madre me contaba feliz cómo veía que su hijo era flexible y sabía cambiar sus juicios sobre las personas. Las conocía mejor y ya no pensaba lo mismo que antes sobre ellas. Esa mirada abierta es positiva. En realidad, cambiar es de sabios. Tal vez Dios me ha dado un alma algo flexible. Y por eso no me encierro en mi juicio creyendo que es el único válido. Sobre todo cuando ese prejuicio mío puede aislarme o limitarme. Miro a las personas y las juzgo con frecuencia, antes de conocerlas. Interpreto lo que hacen y juzgo. Las miro por fuera y emito mi juicio. Veo cómo visten, cómo hablan, cómo se comportan. Y condeno o acepto. Mi prejuicio me aleja de algunas personas a las que podría llegar a querer y valorar si venciera mis ideas preconcebidas. Los prejuicios levantan barreras infranqueables. Quiero aprender a vivir más mis posjuicios. Vivir más y no dejar de vivir por miedo. No quiero rechazar lo que prejuzgo. Quiero experimentar que sé cambiar de opinión. Reconocer mis errores iniciales. Mis prejuicios infundados que me limitan. Creo que los prejuicios evitan que viva con pasión la vida. Son creencias limitantes que me impiden acercarme a lo nuevo, a lo desconocido, a las personas. Me impiden vivir con alegría, con naturalidad, como un niño. Me quedo en mi opinión formada y rígida y condeno, aparto de mí con facilidad. ¿Qué abundan más en mí, los prejuicios rígidos o los posjuicios que surgen de mi experiencia de vida? Quiero tener un corazón flexible en el que los prejuicios no sean definitivos. Quiero aprender a cambiar con la experiencia del camino sin miedo a reconocer que antes no estaba en lo cierto. Eso se llama conversión. Aceptar con humildad mis juicios erróneos. Cambiar porque he visto que no estaba en lo cierto, así de simple. Ser así me alegra. Me hace humilde. Quiero aprender a vivir da de esta manera. Sin juicios rígidos sobre la realidad. Sin tantas teorías.
Tengo algunas verdades muy claras en mi vida. Algunas que son principios inamovibles, firmes, sobre los que me levanto cada día. Son verdades que constituyen un baluarte sobre el que construyo. Me sostienen. Son experiencias centrales en mi camino que tengo que renovar cada día para no olvidarlas. Para no sentir que han cambiado y que son diferentes ahora. Son experiencias claves de las que vivo. Momentos que me hicieron mejor persona. Me llenan de esperanza. Hacen más amplio mi horizonte. El otro día en la película «Íñigo de Loyola» escuchaba lo que Jesús le dice a Íñigo en su camino de conversión, cuando estaba perdido y atormentado por sus escrúpulos: «¿Crees que tu pecado puede hacerme daño? Yo lo permito, pero no me hace daño». Esa propia experiencia en mi vida me da luz. Jesús me quiere en mi fragilidad. No lo dudo. Me ama en mi caída. A veces necesito recordarlo para no sentirme indigno y rechazado. El pecado me ensucia y me aleja de Dios. Me siento indigno. Saber que no es así me salva. Quiero volver a tocar con el corazón dolorido esta verdad tan honda de su amor. No es juicio aprendido de los libros. Es una experiencia que he sufrido en el camino, cuando me he sentido lejos de Dios y he vuelto. Como esa otra vivencia que me dice que no tengo que pedir lo que no me conviene y que lo único que vale la pena es pedir la santa indiferencia. Hoy Dios le dice a Salomón: «En aquellos días, el Señor se apareció en sueños a Salomón y le dijo: -Pídeme lo que quieras». En la misma película de Íñigo de Loyola un hombre le decía a Íñigo: «Yo le pido a Dios prosperidad y una larga vida». E Íñigo le respondía: «¿Eso te hace feliz? Pide mejor indiferencia para que sea lo que sea lo que vivas, lo puedas vivir con paz». Es otra experiencia que sostiene mis pasos. Quiero pedir siempre esa santa indiferencia que me permita vivir con paz los años que Dios me regala, la cruz que Dios permita en mi vida. Muchos años o pocos. Muchos éxitos o muchos fracasos. Sé que es verdad lo que escuchaba hace tiempo: «Siempre hay alguien que sufre más que tú. Y sólo hay dos opciones, o pudrirte por dentro o bailar al ritmo de la vida». Quiero aprender a bailar con paz al ritmo de mi vida. Sé que a veces me olvido y le pido a Dios lo que no me conviene, o le pido una prosperidad que no logro, o le suplico una salud que no retengo, o un éxito que se me escapa esquivo. Le pido ser amado por todos y siempre, por algunos algunas veces. Y si no sucede sufro. Por eso pido hoy la santa indiferencia para enfrentar la vida. Otros sufren más que yo, eso seguro. Y el sentido de mi vida es permanecer atado a Dios pase lo que pase. Es este un pilar que me sostiene, otra verdad grabada en el alma con el paso de los años. Es un método para enfrentar el futuro que no conozco. Una forma de conformarme con lo que tengo y vivir alegre en medio de las tribulaciones. Un acto por el que quiero vivir inscrito en el corazón de Jesús para siempre. Allí donde descanso y Él descansa. En su herida me sé amado. Es una gracia que pido para que me llegue cada mañana. Porque mi alma se resiste a ser indiferente ante las cosas que pasan. Amo más la bondad que la maldad, la paz que la guerra, el amor que el odio. Detesto la cruz y no la quiero. Me apego a todo lo que poseo. No vivo la santa indiferencia. No me da igual vivir en la abundancia que en la escasez. No me dan igual las cruces. Por eso quiero vivir lo que leía: «El sentido de la vida es de carácter incondicional, pues incluye también hasta el sentido potencial de un sufrimiento ineludible»[3]. El sentido de mi vida es vivir con un sentido también el sufrimiento. Aceptar todo lo que venga, todo lo que tengo por delante. Un sentido que a veces desconozco. Un sentido que tal vez está inscrito para siempre en el corazón de Dios. Un sentido que se me hace misterioso. Pero lo abrazo. No quiero una gloria efímera que pasa. No busco yo mismo marcar mi propio destino. Deseo estar abierto a lo nuevo. Dejándome tocar por la mano de Dios que me sostiene. Quiero saber lo que Dios desea de mí. Decía Alberto Hurtado: «¿Qué sentido tiene la vida? ¿Para qué está el hombre en este mundo? El hombre está en el mundo, ¡Porque alguien lo amó!: Dios. El hombre está en el mundo para amar y para ser amado». Me gusta pensar que mi vida pasa por amar y ser amado. Dios me amó primero. Y me capacita para amar con su mismo amor. Muchas veces no es tan sencillo. A veces amo mal. A veces no soy amado. Y sufro. No me ama quien espero que me ame. No amo a quien espera que lo ame. Tan sencillo. Tan complejo. Pero es verdad que es el sentido de mi vida. Amar de verdad. ¿Por qué fracasamos tanto en lo que tanto nos importa? Por egoísmo. Por orgullo. Porque somos cambiantes y nos olvidamos de nuestras promesas. Soy capaz de amar si me dejo amar por Dios. Eso es lo que quiero. Sobre esta verdad también asiento mi camino. Es parte del tesoro que guardo en el alma. Porque he sido amado. Porque he amado y amo. Sé que es el único sentido de mi vida. Porque así vivió Jesús dejándose el corazón por los caminos. Así entregó sus días. Amando y siendo amado.
Hoy Salomón responde a Dios algo muy sabio: «Señor, Dios mío, Tú has hecho que tu siervo suceda a David, mi padre, en el trono, aunque yo soy un muchacho y no sé desenvolverme. Tu siervo se encuentra en medio de tu pueblo, un pueblo inmenso, incontable, innumerable. Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el mal del bien, pues, ¿quién sería capaz de gobernar a este pueblo tan numeroso?». Y Dios se alegra con la petición y le responde: «Por haber pedido esto y no haber pedido para ti vida larga ni riquezas ni la vida de tus enemigos, sino que pediste discernimiento para escuchar y gobernar, te cumplo tu petición: te doy un corazón sabio e inteligente, como no lo ha habido antes ni lo habrá después de ti». Un corazón sabio e inteligente. El don de saber discernir entre el mal y el bien. Así fue Jesús: «No es solo un profeta que anuncia la irrupción del reino de Dios. Es un sabio que enseña a vivir respondiendo a Dios»[4]. Jesús fue un hombre sabio, que sabía vivir. Que sabía discernir el mal del bien. Es lo que le pido yo a Dios cada día. A veces parece sencillo saber lo que está mal y lo que está bien. Lo que me hace crecer y lo que me hace daño. Pero otras veces la línea que divide el mal del bien es difusa. No sé apreciar bien los contornos. No sé medir bien lo que está bien. No logro distinguir hasta cuándo está bien mi vida. No sé bien cómo de bien está lo que yo hago. No necesito que alguien de fuera me diga que está mal lo que hago. Aunque a veces no sé bien cómo distinguirlo. Es verdad que yo mismo en mi corazón algo intuyo. Es una gracia que le pido a Dios siempre. Saber elegir el bien, dejar de lado el mal. Optar por lo correcto, tomar decisiones sabias. Necesito pedir ese don: «El don de sabiduría regala una luz extraordinariamente brillante y un amor extraordinariamente grande que operan una trasformación profunda y abarcadora»[5]. Es un don que me cambia por dentro. Me regala una mirada nueva capaz de discernir lo que Dios quiere para mí, lo que me conviene de verdad. Me ayuda a distinguir lo que es un mal en mi vida aunque pueda tener apariencia de bien tantas veces. Quiero esa mirada pura que todo lo ennoblece. Me dan miedo los escrúpulos que encuentran maldad e impureza en todos los actos. Y también me da miedo la conciencia laxa en la que nada me hace daño y todo parece correcto. Entre dos cosas buenas, quiero escoger la que Dios quiere para mí. No quiero elegir el bien que me empobrece, aunque sea un bien. Ni optar por esas ataduras que me esclavizan, sabiendo que ser esclavo nunca puede hacerme bien a la larga. Quiero la sabiduría que me lleva al camino de mi plenitud. Pisando las huellas holladas por Dios. Puede que caiga muchas veces errando los caminos. Pero sé que el sabio siempre se levanta y vuelve a empezar, aprendiendo de los errores. Sueño con el paraíso aquí en la tierra, en medio de mis fragilidades. Y sé que mi alma añora esa pertenencia completa a Dios que sólo en el cielo será posible. Sólo quiero que Dios me ayude a crecer en mi camino. A vivir pedazos de cielo en la tierra. Decía el P. Kentenich: «Paraíso aquí en la tierra sólo es posible desde el punto de vista del esfuerzo por el paraíso, pero nunca desde el punto de vista del lograrlo o de lo logrado. Lo que la gracia de Dios regaló a la naturaleza y a la comunidad en el estado anterior al pecado original, es ahora una permanente tarea en la nueva redención a través de Cristo, que nos devuelve la vida divina y la posibilidad de entrar en contacto con Dios»[6]. Quiero que ese contacto con Dios que me da vida me haga más sabio y más de Dios. Aspiro a los grandes ideales que iluminan mis ojos. Sueño con ser más puro y más niño de lo que me ha hecho el paso de los años. Esa es la sabiduría que sueño. Puedo hacer presente el paraíso aquí en la tierra cambiando mi mirada. Decía Jorge Luis Borges: «Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso». Cada día toco con mis manos el paraíso, a veces no lo veo. Sé que puedo hacerlo presente con mis gestos. Lo materializo en mis palabras. Me impresiona el poder de mi vida, de mi amor cuando se encarna. Puedo ver el paraíso en medio del mal que abunda. Es más fuerte la presencia de Dios que todo lo calma. Está en mis manos ese poder que hace posible lo imposible. Convierte la tierra en cielo, lo pasajero en eterno. Decía el P. Kentenich: «Girar siempre en torno a Dios. Dios como punto central de nuestra vida. Llegar a ser hombres que viven en el mundo sobrenatural, hombres del paraíso»[7]. Para eso necesito un corazón sabio y dócil. Eso me parece tan difícil. Quiero tener más docilidad para seguir los pasos de Dios. A menudo me veo retenido en mis deseos, atrapado en mis gustos. Incapaz de atarme con docilidad a los planes de Dios. Me hace falta más libertad interior para abrazar sus sueños sobre mi vida, desprendiéndome de mis propiedades. Quiero ser capaz de renunciar a mi punto de vista cuando encuentro otros más acertados. Aceptar la opinión de los demás como verdadera, aunque no sea mi forma de ver las cosas. Callarme en lugar de hablar. Ceder en lugar de imponer mi querer. Aceptar que las cosas se hagan de otra forma, aunque yo siga pensando que no es la forma correcta. Esa docilidad me parece un milagro. A veces pienso que yo cedo siempre. Y me canso de ser dócil. Porque la vida me exige demasiado. Y no quiero volver a ceder yo de nuevo, como siempre. Quiero que ahora sean otros los que cedan. Y me parece que ser dócil es ser débil, incapaz, ignorante, necio. Y no lo quiero. Quiero que mi orgullo no salga herido de nuevo. Esto es lo que pienso y no quiero moverme de mi postura sólida y firme. Me siento en posesión de la verdad. Me da miedo ceder otra vez. Volver a aceptar que los otros tienen razón y que yo no la tengo. Es difícil ser dócil frente a Dios si no lo soy frente a los hombres. Por lo humano camino hacia el mundo de Dios. Lo que vivo en la carne es lo que me hace capaz de vivir más tarde en el espíritu. Una docilidad frente a los sutiles planes de Dios. Esos que tantas veces no percibo. Dócil para renunciar a mi posición que me aleja de lo que Dios me pide. Dócil para ceder y tomar un nuevo camino, aunque me rompa por dentro. Y aceptar los posibles errores de mi vida. Los «bonitos» errores ya pasados, cuando me levanto y veo que las cosas no han salido como yo pensaba. Que no son como yo esperaba. Dócil para reinventarme sin miedo cada día, dispuesto a perderme por los caminos. Me gustaría ser más dócil. Me cuesta tanto cuando me llevan la contraria y no aceptan mi juicio como verdadero y único. Me molesta cuando quieren que siga un camino diferente al que yo había pensado antes. Me irrita cuando me critican y juzgan mis decisiones y posturas como si estuvieran erradas. Tal vez mi orgullo es más fuerte de lo que yo pensaba. Y no me deja ser dócil al querer de Dios. Me veo tan limitado en mis juicios. Pido un corazón sabio y dócil para recorrer los caminos de la vida abrazando el querer de Dios.
Hoy Jesús me dice que su reino es un tesoro que puedo comprar si vendo antes todo lo que tengo: «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra». Un tesoro escondido. ¿Qué vale tanto como para vender todo lo que poseo? Me parece imposible. Una perla fina de gran valor. ¿Merece la pena vender todo lo que tengo por tenerla? Me conmueve que Jesús me hable en mi lenguaje. Que me hable de tesoros y de bienes. A mí me gustan los tesoros. Encontrar algo valioso y adquirirlo. Me da miedo perder lo que me hace feliz. No quiero dejar pasar oportunidades. No quiero que el tesoro escondido siga escondido. ¿Cuáles son los tesoros que poseo? A veces doy valor a cosas poco importantes. Y creo que ahí está mi tesoro. Y no es cierto. Me engaño. Dejo de valorar otras cosas que también tengo. Cuando las pierdo me doy cuenta de lo que de verdad merece la pena. Sé que de lo que habla la boca está lleno el corazón. Tal vez es que no sé poner mi corazón en las cosas que de verdad importan. Decía Victoria Braquehais, misionera en el Congo, donde vive despojada de sus tesoros antiguos: «En África lo que me sorprende es su deseo de vivir, su lucha por la vida, su amor a la vida, a salir adelante. El tesoro más grande que me ha dado África es a Jesús. La vida se vive al desnudo, sin tapujos y sin distracciones. Y eso te pone frente a lo más profundo». Cuando uno vive despojado de todo es cuando puede encontrarse con lo más valioso. Muchas veces creo que guardo tesoros en mi vida. Pienso que sin ellos no puedo vivir. Me obsesiono por retenerlos. Luego me desprenden de ellos y sufro. Y como por arte de magia aprendo a vivir sin ellos. Me doy cuenta de algo importante, eran tesoros prescindibles. Había puesto mi corazón en cosas que no eran tan vitales. Quizás si aprendo a vivir despojado de todo pueda comprender de verdad dónde se encuentra mi verdadero tesoro. Jesús me habla hoy de ese tesoro que a veces no toco. Su presencia en mí, la presencia invisible de su reino. Yo busco lo que mis ojos ven y mis manos tocan. Y por eso me apego a las cosas del mundo. Pero sé que sólo en Dios se encuentra mi tesoro más hondo. Lo sé con la cabeza. Tengo que dejar que cale mi corazón. Decía el P. Kentenich: «El alma no está en paz hasta hallar su punto de reposo en lo más íntimo del corazón del amado. Así entendemos lo que dijera San Agustín: - Nuestro corazón fue creado para ti y no descansará hasta que repose en ti. El corazón quiere descansar en Dios»[8]. Quiero encontrar mi verdadero tesoro. Lo que de verdad me da paz. Hacer mi propio camino y lograr así descansar en Dios. Sé que a veces he puesto mi vida en otros lugares deseando una paz que nunca llega. Me he llenado de tesoros materiales que me han dejado vacío con el paso del tiempo. Me he empeñado en atar bien mis posesiones. En esperar herencias maravillosas. Dinero fácil. O más dinero del que hoy poseo, para vivir más tranquilo. ¡Cuántas veces sufro por la inseguridad ante el futuro! Miedo a perder el trabajo, a no poder pagar las cuentas. Miedo a la inseguridad de esta vida en la que nada está asegurado. Tengo muchos tesoros en los que descansa mi corazón. Pero son caducos. Me da miedo vivir y no tener suficiente para cuidar a los míos. Temo no escalar a la posición que deseo. Lograr ese espacio en el mundo laboral donde pueda ser reconocido. Busco tesoros que me den paz. El aplauso y el reconocimiento del mundo. Producir lo que esperan que produzca. Esa lucha enfermiza por acumular tesoros me quita la paz. Temo perder lo que poseo. Mi tesoro escondido y bien guardado. Cuanto más tengo menos quiero dar. No estoy dispuesto a pagar tanto por el tesoro del reino. Me duele el alma sólo de pensar en quedarme vacío. Me falta fe y confianza en ese Jesús que camina con las manos vacías a mi lado. Yo las tengo llenas. Y sé que lo más importante lo aprendo cuando me despojo de todo. Cuando aprendo a vivir desnudo, sin tapujos, sin distracciones. Vivir en la verdad de mi vida donde tantas cosas son accesorias y superfluas. No tienen peso. Liberarme de todo lo caduco me da paz. Pensar que puedo perderlo todo y aun así no perder a Dios, y mantener la alegría. Nadie podrá nunca arrebatarme su tesoro escondido en lo hondo de mi alma. Por eso hoy lo decido. No quiero buscar fuera lo que llevo dentro de mí. Tengo todo en mí para ser feliz.
Pero sé que con frecuencia vivo desparramado en la vida tratando de encontrar un sentido a todo lo que vivo. Que el mundo me apruebe. Que las personas que me interesan me acepten. El tesoro de mi honra, de mi fama, de mi prestigio. No quiero dar un mal paso y perderlo todo. Errar el camino y quedarme sin mi tesoro. Siempre me marcó en la película «El Señor de los anillos» ese personaje siniestro llamado Gollum. Vivía en torno a un anillo de poder. Había perdido todo, sus amigos, su familia, su forma de vida. Todo para mantener en su poder ese anillo que era su gran tesoro. Y vivía y moría sólo por tenerlo. Mataba por conservarlo. Se volvió loco por el extraño poder de ese anillo. A veces en la vida me comporto como esa creatura siniestra. Pierdo todo lo que tengo por conservar cosas que me quitan poco a poco la vida. Son tesoros que no me dan alegría. Ni me hacen mejor persona. ¿Qué tesoros que poseo me quitan la paz? Es extraño. No quiero perder lo que sé que me hace daño y mina mi alma. Son tesoros de la tierra donde no encuentro a Dios y no descanso. Sé que hay otros tesoros más valiosos. Por esos sí que merece la pena dar la vida. Un buen amigo. Mi cónyuge. Mis hijos. Mis padres. Mi familia. Son el tesoro más valioso que Dios ha puesto en mi vida. Este tesoro a veces lo descuido. Es como si diera por evidente su existencia y su permanencia a mi lado. Su fidelidad a prueba de todo. Pero me olvido de que cuando no cuido algo valioso puede que lo pierda. Cuando no riego una planta se seca. Así sucede con el amor. Con todo lo que es gratuito. Todo lo que es gratis en mi vida es el mayor tesoro que poseo. No se puede comprar. Es un don inmerecido. ¿Cómo lo cuido? El tesoro de mi salud. De la vida que Dios me ha confiado. Dentro de mi alma tengo también un gran tesoro. ¿Cuál es mi tesoro escondido? Miro en mi interior. ¿Cuáles son las perlas finas que guardo y no quiero perder? Tesoros que no me pueden robar. Tesoros que me dan una felicidad verdadera y duradera. Tengo que cavar hondo en mi alma para descubrir el oro que Dios dejó un día en mí al nacer. El otro día leía: «El yo debe volverse a su origen y ganar desde él nuevas fuerzas vitales. El hombre comprende lo consciente y lo inconsciente. El hombre debe desarrollarse y esto sucede en la medida en que cada vez más lo inconsciente se haga consciente y se integre»[9]. Quiero sacar la belleza enterrada en mi interior. Esa belleza que muchos no conocen. Quiero desenterrar el tesoro mejor guardado. Mis dones, mis talentos, mi forma de ser. En mi soledad aprendo a encontrarme conmigo mismo y aprendo a quererme. ¡Cuánta gente conozco que no se quiere ni se acepta como es! Sufren por esa falta de amor. No aman su tesoro escondido. No lo valoran. Miran otros tesoros y los desean con más fuerza. Quiero aprender a amar mi tesoro. Lo que soy de verdad. Lo que de verdad valgo. Lo que de verdad importa. Ese tesoro escondido del que no soy consciente. Lo tengo y vivo volcado hacia fuera buscando mi felicidad. Como ese personaje siniestro, Gollum. Mi mayor tesoro está guardado dentro de mí. Y sé que llevo un tesoro en vasija de barro. Porque soy de barro. Pero soy mucho mejor que como los demás me ven. Mucho mejor de lo que yo mismo veo en mí. Tengo un tesoro que no valoro porque vivo comparándome con el mundo. Deseando otros tesoros aparentemente más brillantes que el mío. Otros dones más vistosos. Otros talentos más apreciados. No me miro bien. No me miro como Dios me mira. No valoro mis perlas finas, ni mis joyas escondidas. El tesoro está en mí y yo vivo buscándolo fuera de mí. Y como no me gusta lo que veo, trato de tapar mi aspecto sucio y pobre con títulos, con logros, con nombres superpuestos, que merezcan la pena. Trato de hacerle ver al mundo cuánto valgo de verdad mencionando prestigios adquiridos y obras realizadas. Como un loco. Dejando que mi tesoro siga oculto en mí. Porque no lo miro. Y por lo mismo no lo entrego. Nadie sabe que lo tengo. Lo guardo muy hondo. Una persona me comentaba: «Creo que no hago nada especialmente bien. No canto bien. No escribo bien. Mis oraciones cuando rezo en alto son pobres. No sé mucho de ningún tema. No me admiran por un don mío concreto. Soy más bien mediocre en líneas generales. Me dicen que sí, que aporto paz y alegría. Que tengo buen carácter y soy sencilla. Pero eso no basta en este mundo. No es algo que los demás valoren. Tampoco yo lo valoro. No siento que Dios me haya dado un don concreto para los demás. Eso me entristece. No valoro mi vida tal como es». Esa mirada sobre la vida es más común de lo que uno piensa. Hay muchas personas que miran su vida así y viven tristes, pierden la alegría y la fuerza para vivir. No se valoran. No ven el tesoro escondido en lo hondo de su alma. Otros brillan más, son más visibles por sus dones. Ellos tienen claro que sirven para algo muy concreto. No quiero caer en la misma tentación de despreciar mi tesoro. Quiero aprender a valorar esos dones ocultos en mi alma que Dios quiere que sean fecundos. Para eso tengo que vivir feliz con mi vida como es. Necesito entonces descubrir el mayor de los tesoros. Ese amor de Dios que nadie me puede quitar. Decía el P. Kentenich: «El hombre que encarna perfectamente la esencia del ser humano experimenta dentro de sí un poderoso impulso que lo lleva hacia el corazón de Dios. Desea hallar el reposo del péndulo. Otro tipo de descanso no es adecuado para él»[10]. Quiero ese descanso en Dios. Mi tesoro es Él. En Él descanso de verdad. Otros tesoros no son tan adecuados. ¡Cuánto me cuesta venderlo todo para comprar el tesoro de vivir a su lado! En mi mundo, en mi realidad, con mis tesoros humanos, pero descansando en el corazón de Dios. Es ese el mayor de los tesoros. En Dios ya nada temo.
Tengo algunas verdades muy claras en mi vida. Algunas que son principios inamovibles, firmes, sobre los que me levanto cada día. Son verdades que constituyen un baluarte sobre el que construyo. Me sostienen. Son experiencias centrales en mi camino que tengo que renovar cada día para no olvidarlas. Para no sentir que han cambiado y que son diferentes ahora. Son experiencias claves de las que vivo. Momentos que me hicieron mejor persona. Me llenan de esperanza. Hacen más amplio mi horizonte. El otro día en la película «Íñigo de Loyola» escuchaba lo que Jesús le dice a Íñigo en su camino de conversión, cuando estaba perdido y atormentado por sus escrúpulos: «¿Crees que tu pecado puede hacerme daño? Yo lo permito, pero no me hace daño». Esa propia experiencia en mi vida me da luz. Jesús me quiere en mi fragilidad. No lo dudo. Me ama en mi caída. A veces necesito recordarlo para no sentirme indigno y rechazado. El pecado me ensucia y me aleja de Dios. Me siento indigno. Saber que no es así me salva. Quiero volver a tocar con el corazón dolorido esta verdad tan honda de su amor. No es juicio aprendido de los libros. Es una experiencia que he sufrido en el camino, cuando me he sentido lejos de Dios y he vuelto. Como esa otra vivencia que me dice que no tengo que pedir lo que no me conviene y que lo único que vale la pena es pedir la santa indiferencia. Hoy Dios le dice a Salomón: «En aquellos días, el Señor se apareció en sueños a Salomón y le dijo: -Pídeme lo que quieras». En la misma película de Íñigo de Loyola un hombre le decía a Íñigo: «Yo le pido a Dios prosperidad y una larga vida». E Íñigo le respondía: «¿Eso te hace feliz? Pide mejor indiferencia para que sea lo que sea lo que vivas, lo puedas vivir con paz». Es otra experiencia que sostiene mis pasos. Quiero pedir siempre esa santa indiferencia que me permita vivir con paz los años que Dios me regala, la cruz que Dios permita en mi vida. Muchos años o pocos. Muchos éxitos o muchos fracasos. Sé que es verdad lo que escuchaba hace tiempo: «Siempre hay alguien que sufre más que tú. Y sólo hay dos opciones, o pudrirte por dentro o bailar al ritmo de la vida». Quiero aprender a bailar con paz al ritmo de mi vida. Sé que a veces me olvido y le pido a Dios lo que no me conviene, o le pido una prosperidad que no logro, o le suplico una salud que no retengo, o un éxito que se me escapa esquivo. Le pido ser amado por todos y siempre, por algunos algunas veces. Y si no sucede sufro. Por eso pido hoy la santa indiferencia para enfrentar la vida. Otros sufren más que yo, eso seguro. Y el sentido de mi vida es permanecer atado a Dios pase lo que pase. Es este un pilar que me sostiene, otra verdad grabada en el alma con el paso de los años. Es un método para enfrentar el futuro que no conozco. Una forma de conformarme con lo que tengo y vivir alegre en medio de las tribulaciones. Un acto por el que quiero vivir inscrito en el corazón de Jesús para siempre. Allí donde descanso y Él descansa. En su herida me sé amado. Es una gracia que pido para que me llegue cada mañana. Porque mi alma se resiste a ser indiferente ante las cosas que pasan. Amo más la bondad que la maldad, la paz que la guerra, el amor que el odio. Detesto la cruz y no la quiero. Me apego a todo lo que poseo. No vivo la santa indiferencia. No me da igual vivir en la abundancia que en la escasez. No me dan igual las cruces. Por eso quiero vivir lo que leía: «El sentido de la vida es de carácter incondicional, pues incluye también hasta el sentido potencial de un sufrimiento ineludible»[3]. El sentido de mi vida es vivir con un sentido también el sufrimiento. Aceptar todo lo que venga, todo lo que tengo por delante. Un sentido que a veces desconozco. Un sentido que tal vez está inscrito para siempre en el corazón de Dios. Un sentido que se me hace misterioso. Pero lo abrazo. No quiero una gloria efímera que pasa. No busco yo mismo marcar mi propio destino. Deseo estar abierto a lo nuevo. Dejándome tocar por la mano de Dios que me sostiene. Quiero saber lo que Dios desea de mí. Decía Alberto Hurtado: «¿Qué sentido tiene la vida? ¿Para qué está el hombre en este mundo? El hombre está en el mundo, ¡Porque alguien lo amó!: Dios. El hombre está en el mundo para amar y para ser amado». Me gusta pensar que mi vida pasa por amar y ser amado. Dios me amó primero. Y me capacita para amar con su mismo amor. Muchas veces no es tan sencillo. A veces amo mal. A veces no soy amado. Y sufro. No me ama quien espero que me ame. No amo a quien espera que lo ame. Tan sencillo. Tan complejo. Pero es verdad que es el sentido de mi vida. Amar de verdad. ¿Por qué fracasamos tanto en lo que tanto nos importa? Por egoísmo. Por orgullo. Porque somos cambiantes y nos olvidamos de nuestras promesas. Soy capaz de amar si me dejo amar por Dios. Eso es lo que quiero. Sobre esta verdad también asiento mi camino. Es parte del tesoro que guardo en el alma. Porque he sido amado. Porque he amado y amo. Sé que es el único sentido de mi vida. Porque así vivió Jesús dejándose el corazón por los caminos. Así entregó sus días. Amando y siendo amado.
Hoy Salomón responde a Dios algo muy sabio: «Señor, Dios mío, Tú has hecho que tu siervo suceda a David, mi padre, en el trono, aunque yo soy un muchacho y no sé desenvolverme. Tu siervo se encuentra en medio de tu pueblo, un pueblo inmenso, incontable, innumerable. Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el mal del bien, pues, ¿quién sería capaz de gobernar a este pueblo tan numeroso?». Y Dios se alegra con la petición y le responde: «Por haber pedido esto y no haber pedido para ti vida larga ni riquezas ni la vida de tus enemigos, sino que pediste discernimiento para escuchar y gobernar, te cumplo tu petición: te doy un corazón sabio e inteligente, como no lo ha habido antes ni lo habrá después de ti». Un corazón sabio e inteligente. El don de saber discernir entre el mal y el bien. Así fue Jesús: «No es solo un profeta que anuncia la irrupción del reino de Dios. Es un sabio que enseña a vivir respondiendo a Dios»[4]. Jesús fue un hombre sabio, que sabía vivir. Que sabía discernir el mal del bien. Es lo que le pido yo a Dios cada día. A veces parece sencillo saber lo que está mal y lo que está bien. Lo que me hace crecer y lo que me hace daño. Pero otras veces la línea que divide el mal del bien es difusa. No sé apreciar bien los contornos. No sé medir bien lo que está bien. No logro distinguir hasta cuándo está bien mi vida. No sé bien cómo de bien está lo que yo hago. No necesito que alguien de fuera me diga que está mal lo que hago. Aunque a veces no sé bien cómo distinguirlo. Es verdad que yo mismo en mi corazón algo intuyo. Es una gracia que le pido a Dios siempre. Saber elegir el bien, dejar de lado el mal. Optar por lo correcto, tomar decisiones sabias. Necesito pedir ese don: «El don de sabiduría regala una luz extraordinariamente brillante y un amor extraordinariamente grande que operan una trasformación profunda y abarcadora»[5]. Es un don que me cambia por dentro. Me regala una mirada nueva capaz de discernir lo que Dios quiere para mí, lo que me conviene de verdad. Me ayuda a distinguir lo que es un mal en mi vida aunque pueda tener apariencia de bien tantas veces. Quiero esa mirada pura que todo lo ennoblece. Me dan miedo los escrúpulos que encuentran maldad e impureza en todos los actos. Y también me da miedo la conciencia laxa en la que nada me hace daño y todo parece correcto. Entre dos cosas buenas, quiero escoger la que Dios quiere para mí. No quiero elegir el bien que me empobrece, aunque sea un bien. Ni optar por esas ataduras que me esclavizan, sabiendo que ser esclavo nunca puede hacerme bien a la larga. Quiero la sabiduría que me lleva al camino de mi plenitud. Pisando las huellas holladas por Dios. Puede que caiga muchas veces errando los caminos. Pero sé que el sabio siempre se levanta y vuelve a empezar, aprendiendo de los errores. Sueño con el paraíso aquí en la tierra, en medio de mis fragilidades. Y sé que mi alma añora esa pertenencia completa a Dios que sólo en el cielo será posible. Sólo quiero que Dios me ayude a crecer en mi camino. A vivir pedazos de cielo en la tierra. Decía el P. Kentenich: «Paraíso aquí en la tierra sólo es posible desde el punto de vista del esfuerzo por el paraíso, pero nunca desde el punto de vista del lograrlo o de lo logrado. Lo que la gracia de Dios regaló a la naturaleza y a la comunidad en el estado anterior al pecado original, es ahora una permanente tarea en la nueva redención a través de Cristo, que nos devuelve la vida divina y la posibilidad de entrar en contacto con Dios»[6]. Quiero que ese contacto con Dios que me da vida me haga más sabio y más de Dios. Aspiro a los grandes ideales que iluminan mis ojos. Sueño con ser más puro y más niño de lo que me ha hecho el paso de los años. Esa es la sabiduría que sueño. Puedo hacer presente el paraíso aquí en la tierra cambiando mi mirada. Decía Jorge Luis Borges: «Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso». Cada día toco con mis manos el paraíso, a veces no lo veo. Sé que puedo hacerlo presente con mis gestos. Lo materializo en mis palabras. Me impresiona el poder de mi vida, de mi amor cuando se encarna. Puedo ver el paraíso en medio del mal que abunda. Es más fuerte la presencia de Dios que todo lo calma. Está en mis manos ese poder que hace posible lo imposible. Convierte la tierra en cielo, lo pasajero en eterno. Decía el P. Kentenich: «Girar siempre en torno a Dios. Dios como punto central de nuestra vida. Llegar a ser hombres que viven en el mundo sobrenatural, hombres del paraíso»[7]. Para eso necesito un corazón sabio y dócil. Eso me parece tan difícil. Quiero tener más docilidad para seguir los pasos de Dios. A menudo me veo retenido en mis deseos, atrapado en mis gustos. Incapaz de atarme con docilidad a los planes de Dios. Me hace falta más libertad interior para abrazar sus sueños sobre mi vida, desprendiéndome de mis propiedades. Quiero ser capaz de renunciar a mi punto de vista cuando encuentro otros más acertados. Aceptar la opinión de los demás como verdadera, aunque no sea mi forma de ver las cosas. Callarme en lugar de hablar. Ceder en lugar de imponer mi querer. Aceptar que las cosas se hagan de otra forma, aunque yo siga pensando que no es la forma correcta. Esa docilidad me parece un milagro. A veces pienso que yo cedo siempre. Y me canso de ser dócil. Porque la vida me exige demasiado. Y no quiero volver a ceder yo de nuevo, como siempre. Quiero que ahora sean otros los que cedan. Y me parece que ser dócil es ser débil, incapaz, ignorante, necio. Y no lo quiero. Quiero que mi orgullo no salga herido de nuevo. Esto es lo que pienso y no quiero moverme de mi postura sólida y firme. Me siento en posesión de la verdad. Me da miedo ceder otra vez. Volver a aceptar que los otros tienen razón y que yo no la tengo. Es difícil ser dócil frente a Dios si no lo soy frente a los hombres. Por lo humano camino hacia el mundo de Dios. Lo que vivo en la carne es lo que me hace capaz de vivir más tarde en el espíritu. Una docilidad frente a los sutiles planes de Dios. Esos que tantas veces no percibo. Dócil para renunciar a mi posición que me aleja de lo que Dios me pide. Dócil para ceder y tomar un nuevo camino, aunque me rompa por dentro. Y aceptar los posibles errores de mi vida. Los «bonitos» errores ya pasados, cuando me levanto y veo que las cosas no han salido como yo pensaba. Que no son como yo esperaba. Dócil para reinventarme sin miedo cada día, dispuesto a perderme por los caminos. Me gustaría ser más dócil. Me cuesta tanto cuando me llevan la contraria y no aceptan mi juicio como verdadero y único. Me molesta cuando quieren que siga un camino diferente al que yo había pensado antes. Me irrita cuando me critican y juzgan mis decisiones y posturas como si estuvieran erradas. Tal vez mi orgullo es más fuerte de lo que yo pensaba. Y no me deja ser dócil al querer de Dios. Me veo tan limitado en mis juicios. Pido un corazón sabio y dócil para recorrer los caminos de la vida abrazando el querer de Dios.
Hoy Jesús me dice que su reino es un tesoro que puedo comprar si vendo antes todo lo que tengo: «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra». Un tesoro escondido. ¿Qué vale tanto como para vender todo lo que poseo? Me parece imposible. Una perla fina de gran valor. ¿Merece la pena vender todo lo que tengo por tenerla? Me conmueve que Jesús me hable en mi lenguaje. Que me hable de tesoros y de bienes. A mí me gustan los tesoros. Encontrar algo valioso y adquirirlo. Me da miedo perder lo que me hace feliz. No quiero dejar pasar oportunidades. No quiero que el tesoro escondido siga escondido. ¿Cuáles son los tesoros que poseo? A veces doy valor a cosas poco importantes. Y creo que ahí está mi tesoro. Y no es cierto. Me engaño. Dejo de valorar otras cosas que también tengo. Cuando las pierdo me doy cuenta de lo que de verdad merece la pena. Sé que de lo que habla la boca está lleno el corazón. Tal vez es que no sé poner mi corazón en las cosas que de verdad importan. Decía Victoria Braquehais, misionera en el Congo, donde vive despojada de sus tesoros antiguos: «En África lo que me sorprende es su deseo de vivir, su lucha por la vida, su amor a la vida, a salir adelante. El tesoro más grande que me ha dado África es a Jesús. La vida se vive al desnudo, sin tapujos y sin distracciones. Y eso te pone frente a lo más profundo». Cuando uno vive despojado de todo es cuando puede encontrarse con lo más valioso. Muchas veces creo que guardo tesoros en mi vida. Pienso que sin ellos no puedo vivir. Me obsesiono por retenerlos. Luego me desprenden de ellos y sufro. Y como por arte de magia aprendo a vivir sin ellos. Me doy cuenta de algo importante, eran tesoros prescindibles. Había puesto mi corazón en cosas que no eran tan vitales. Quizás si aprendo a vivir despojado de todo pueda comprender de verdad dónde se encuentra mi verdadero tesoro. Jesús me habla hoy de ese tesoro que a veces no toco. Su presencia en mí, la presencia invisible de su reino. Yo busco lo que mis ojos ven y mis manos tocan. Y por eso me apego a las cosas del mundo. Pero sé que sólo en Dios se encuentra mi tesoro más hondo. Lo sé con la cabeza. Tengo que dejar que cale mi corazón. Decía el P. Kentenich: «El alma no está en paz hasta hallar su punto de reposo en lo más íntimo del corazón del amado. Así entendemos lo que dijera San Agustín: - Nuestro corazón fue creado para ti y no descansará hasta que repose en ti. El corazón quiere descansar en Dios»[8]. Quiero encontrar mi verdadero tesoro. Lo que de verdad me da paz. Hacer mi propio camino y lograr así descansar en Dios. Sé que a veces he puesto mi vida en otros lugares deseando una paz que nunca llega. Me he llenado de tesoros materiales que me han dejado vacío con el paso del tiempo. Me he empeñado en atar bien mis posesiones. En esperar herencias maravillosas. Dinero fácil. O más dinero del que hoy poseo, para vivir más tranquilo. ¡Cuántas veces sufro por la inseguridad ante el futuro! Miedo a perder el trabajo, a no poder pagar las cuentas. Miedo a la inseguridad de esta vida en la que nada está asegurado. Tengo muchos tesoros en los que descansa mi corazón. Pero son caducos. Me da miedo vivir y no tener suficiente para cuidar a los míos. Temo no escalar a la posición que deseo. Lograr ese espacio en el mundo laboral donde pueda ser reconocido. Busco tesoros que me den paz. El aplauso y el reconocimiento del mundo. Producir lo que esperan que produzca. Esa lucha enfermiza por acumular tesoros me quita la paz. Temo perder lo que poseo. Mi tesoro escondido y bien guardado. Cuanto más tengo menos quiero dar. No estoy dispuesto a pagar tanto por el tesoro del reino. Me duele el alma sólo de pensar en quedarme vacío. Me falta fe y confianza en ese Jesús que camina con las manos vacías a mi lado. Yo las tengo llenas. Y sé que lo más importante lo aprendo cuando me despojo de todo. Cuando aprendo a vivir desnudo, sin tapujos, sin distracciones. Vivir en la verdad de mi vida donde tantas cosas son accesorias y superfluas. No tienen peso. Liberarme de todo lo caduco me da paz. Pensar que puedo perderlo todo y aun así no perder a Dios, y mantener la alegría. Nadie podrá nunca arrebatarme su tesoro escondido en lo hondo de mi alma. Por eso hoy lo decido. No quiero buscar fuera lo que llevo dentro de mí. Tengo todo en mí para ser feliz.
Pero sé que con frecuencia vivo desparramado en la vida tratando de encontrar un sentido a todo lo que vivo. Que el mundo me apruebe. Que las personas que me interesan me acepten. El tesoro de mi honra, de mi fama, de mi prestigio. No quiero dar un mal paso y perderlo todo. Errar el camino y quedarme sin mi tesoro. Siempre me marcó en la película «El Señor de los anillos» ese personaje siniestro llamado Gollum. Vivía en torno a un anillo de poder. Había perdido todo, sus amigos, su familia, su forma de vida. Todo para mantener en su poder ese anillo que era su gran tesoro. Y vivía y moría sólo por tenerlo. Mataba por conservarlo. Se volvió loco por el extraño poder de ese anillo. A veces en la vida me comporto como esa creatura siniestra. Pierdo todo lo que tengo por conservar cosas que me quitan poco a poco la vida. Son tesoros que no me dan alegría. Ni me hacen mejor persona. ¿Qué tesoros que poseo me quitan la paz? Es extraño. No quiero perder lo que sé que me hace daño y mina mi alma. Son tesoros de la tierra donde no encuentro a Dios y no descanso. Sé que hay otros tesoros más valiosos. Por esos sí que merece la pena dar la vida. Un buen amigo. Mi cónyuge. Mis hijos. Mis padres. Mi familia. Son el tesoro más valioso que Dios ha puesto en mi vida. Este tesoro a veces lo descuido. Es como si diera por evidente su existencia y su permanencia a mi lado. Su fidelidad a prueba de todo. Pero me olvido de que cuando no cuido algo valioso puede que lo pierda. Cuando no riego una planta se seca. Así sucede con el amor. Con todo lo que es gratuito. Todo lo que es gratis en mi vida es el mayor tesoro que poseo. No se puede comprar. Es un don inmerecido. ¿Cómo lo cuido? El tesoro de mi salud. De la vida que Dios me ha confiado. Dentro de mi alma tengo también un gran tesoro. ¿Cuál es mi tesoro escondido? Miro en mi interior. ¿Cuáles son las perlas finas que guardo y no quiero perder? Tesoros que no me pueden robar. Tesoros que me dan una felicidad verdadera y duradera. Tengo que cavar hondo en mi alma para descubrir el oro que Dios dejó un día en mí al nacer. El otro día leía: «El yo debe volverse a su origen y ganar desde él nuevas fuerzas vitales. El hombre comprende lo consciente y lo inconsciente. El hombre debe desarrollarse y esto sucede en la medida en que cada vez más lo inconsciente se haga consciente y se integre»[9]. Quiero sacar la belleza enterrada en mi interior. Esa belleza que muchos no conocen. Quiero desenterrar el tesoro mejor guardado. Mis dones, mis talentos, mi forma de ser. En mi soledad aprendo a encontrarme conmigo mismo y aprendo a quererme. ¡Cuánta gente conozco que no se quiere ni se acepta como es! Sufren por esa falta de amor. No aman su tesoro escondido. No lo valoran. Miran otros tesoros y los desean con más fuerza. Quiero aprender a amar mi tesoro. Lo que soy de verdad. Lo que de verdad valgo. Lo que de verdad importa. Ese tesoro escondido del que no soy consciente. Lo tengo y vivo volcado hacia fuera buscando mi felicidad. Como ese personaje siniestro, Gollum. Mi mayor tesoro está guardado dentro de mí. Y sé que llevo un tesoro en vasija de barro. Porque soy de barro. Pero soy mucho mejor que como los demás me ven. Mucho mejor de lo que yo mismo veo en mí. Tengo un tesoro que no valoro porque vivo comparándome con el mundo. Deseando otros tesoros aparentemente más brillantes que el mío. Otros dones más vistosos. Otros talentos más apreciados. No me miro bien. No me miro como Dios me mira. No valoro mis perlas finas, ni mis joyas escondidas. El tesoro está en mí y yo vivo buscándolo fuera de mí. Y como no me gusta lo que veo, trato de tapar mi aspecto sucio y pobre con títulos, con logros, con nombres superpuestos, que merezcan la pena. Trato de hacerle ver al mundo cuánto valgo de verdad mencionando prestigios adquiridos y obras realizadas. Como un loco. Dejando que mi tesoro siga oculto en mí. Porque no lo miro. Y por lo mismo no lo entrego. Nadie sabe que lo tengo. Lo guardo muy hondo. Una persona me comentaba: «Creo que no hago nada especialmente bien. No canto bien. No escribo bien. Mis oraciones cuando rezo en alto son pobres. No sé mucho de ningún tema. No me admiran por un don mío concreto. Soy más bien mediocre en líneas generales. Me dicen que sí, que aporto paz y alegría. Que tengo buen carácter y soy sencilla. Pero eso no basta en este mundo. No es algo que los demás valoren. Tampoco yo lo valoro. No siento que Dios me haya dado un don concreto para los demás. Eso me entristece. No valoro mi vida tal como es». Esa mirada sobre la vida es más común de lo que uno piensa. Hay muchas personas que miran su vida así y viven tristes, pierden la alegría y la fuerza para vivir. No se valoran. No ven el tesoro escondido en lo hondo de su alma. Otros brillan más, son más visibles por sus dones. Ellos tienen claro que sirven para algo muy concreto. No quiero caer en la misma tentación de despreciar mi tesoro. Quiero aprender a valorar esos dones ocultos en mi alma que Dios quiere que sean fecundos. Para eso tengo que vivir feliz con mi vida como es. Necesito entonces descubrir el mayor de los tesoros. Ese amor de Dios que nadie me puede quitar. Decía el P. Kentenich: «El hombre que encarna perfectamente la esencia del ser humano experimenta dentro de sí un poderoso impulso que lo lleva hacia el corazón de Dios. Desea hallar el reposo del péndulo. Otro tipo de descanso no es adecuado para él»[10]. Quiero ese descanso en Dios. Mi tesoro es Él. En Él descanso de verdad. Otros tesoros no son tan adecuados. ¡Cuánto me cuesta venderlo todo para comprar el tesoro de vivir a su lado! En mi mundo, en mi realidad, con mis tesoros humanos, pero descansando en el corazón de Dios. Es ese el mayor de los tesoros. En Dios ya nada temo.
[1] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[2] J. Kentenich, Kentenich Reader I
[3] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido
[4] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[5] J. Kentenich, Hacia la cima
[6] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
[7] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
[8] J. Kentenich, Niños ante Dios
[9] Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual, 86
[10] J. Kentenich, Niños ante Dios
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