Domingo de la Santísima Trinidad
por Al partir el pan
Éxodo 34, 4b-6. 8-9; 2 Corintios 13, 11-13; Juan 3, 16-18
«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna»
«Me gusta la idea de ese camino trazado ante mí. En el interior de mi alma. Por donde voy y vengo. Basta con saber cómo seguir para no perder las flechas que me orientan. El Espíritu me da su luz»
«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna»
«Me gusta la idea de ese camino trazado ante mí. En el interior de mi alma. Por donde voy y vengo. Basta con saber cómo seguir para no perder las flechas que me orientan. El Espíritu me da su luz»
Creo que vale más dar vida que retenerla, perderla antes que ganarla tan solo por un tiempo. Creo que vale más dar la vida del alma. Abrir la herida del corazón y dejar que brote una vida nueva para otros, para muchos. Antes que morir en la carne merece la pena morir dando la vida en el espíritu. La paternidad espiritual es más costosa que la física. Todo padre. Toda madre. Sueñan con engendrar a sus hijos en el espíritu. Hijos de su amor y de su sangre. Pero hijos que también lleven grabada su misma alma, sus sentimientos, sus anhelos. Hijos que posean su misma hondura, su misma fuerza interior. Creo que cuesta más engendrar en el espíritu. Puede ser un mismo amor. El del hijo engendrado en la carne. Pero no la misma entrega. Lleva más años ser padre en el espíritu, toda la vida. No es lo mismo la sangre que el alma. Cuesta más dar el alma que prestar la sangre. El alma exige estar dispuesto a dar la vida por amor al hijo. Me pide renuncia y sacrificio. Una entrega plena. Aspiro a tener hijos que lleven mi alma dibujada en su rostro. El color de mis ojos ocultos. Yo soy hijo del alma de mi padre. Tengo mi alma del mismo color que el alma de mi madre. La tejieron lentamente en noches de invierno. Cuando duele negar el propio deseo y vale más la vida del hijo que la propia vida. Paul Claudel cuenta en «La anunciación a María» la historia de Violaine. Era una mujer hermosa que renuncia a todo lo que tiene por amor. Sus padres la querían, iba a casarse con el hombre a quien amaba, el hombre que la amaba. Lo tenía todo para ser feliz. Pero, llevada por la compasión hacia un leproso, lo besa. Aun sabiendo a lo que se expone. Renuncia por compasión hacia el leproso y por amor hacia la vida de su hermana que envidiaba su suerte. Ese beso sanará al leproso. Salvará a su hermana. Y a ella la hará leprosa y rechazada por el mundo: «¿Es acaso el vivir el objeto de la vida? ¿Quedarán atados los pies de los hijos de Dios a esta tierra miserable? ¡No vivir, sino morir, y no fabricar la cruz, sino subir a ella, y dar lo que tenemos sonriendo! ¡Esa es la alegría, esa es la libertad, esa es la gracia, esa es la juventud eterna! ¿De qué sirve la vida si no es para servirse de ella y para darla?»[1]. Violaine da su vida por compasión. Se sirve de su vida para entregar vida a otros. Renuncia, se sacrifica por amor. Y libera lo que está atado. Su hermana se casa con su prometido y tiene una hija. Al poco de nacer muere. Y esa mañana de Navidad corre Mara, su hermana, llena de angustia con la niña muerta en sus brazos a buscar a Violaine. La busca en el bosque donde vive sola con Dios, escondida. Le exige que le devuelva la vida de su hija. Y le grita cuando ella le dice que no puede hacerlo: «¿Para qué sirves entonces?»[2]. Dios en Violaine le devuelve entonces la vida. Sujeta en los brazos de Violaine vuelve a respirar. Y renueva la carne muerta de la misma Violaine. La niña viva abre ahora sus ojos que ahora son azules como los de Violaine. La hija renacida en el espíritu tiene los mismos ojos azules de quien le ha devuelto la vida. La renuncia de Violaine da vida a otros: «¡Dichosos los que sufren y saben para qué!»[3]. Todo su sufrimiento tiene un sentido. No comprendemos tantas veces el sentido del sufrimiento. Pero en el corazón de Dios estará todo más claro. La renuncia de Violaine salva la vida de una niña. Su lenta muerte en la montaña habrá tenido sentido. José Luis Martín Descalzo, al preguntarle cómo veía él el sacerdocio, habla de la paternidad espiritual, habla de dar a luz en el alma. Y hace referencia a ese día en el que vio representada la obra de Paul Claudel. Comprendió en ese momento su propia vocación: «Luego otros tendrán los hijos que debieron ser nuestros y aun irán a «exigirnos» que se los resucitemos cuando han muerto. Y entonces tenemos mucho miedo, porque nos piden milagros que nos exceden Y aun así cogeremos a sus hijos en nuestros brazos y se los vamos a devolver vivos, pero con el color de nuestros ojos, nuestra pobre paternidad perdida en algún monte». Pienso en esa entrega, en esa vida que merece la pena ser vivida. La vida siempre vale cuando se entrega por amor. No importa dónde ni cómo. Tengo claro que mi vida no me pertenece, es de Dios. La sembró Él en mí un día. Me regalo sangre y huesos. Y un alma grande que a veces descuido. Y una fuerza interior que me asombra cada día. Y también me dio una misión que me supera. Y puso ante mí días que aún no conozco. Sembró en mí la duda y el deseo. El sueño y el amor infinito. El dolor y la esperanza. Y me puso en medio del camino donde me encuentran los hombres. Y a veces me da miedo amar tanto que se me exija de repente tener que dar el alma. Devolver la vida. Amar hasta el extremo de la muerte. Y tal vez prefiero la tranquilidad de la sangre sin vida. De una vida muerta y olvidada. Prefiero por un momento vivir acomodado. Y sé que tengo más amor del que retengo a ratos. Y si miro bien mis días tiene sentido todo lo que hago y lo que omito. Y vale más vivir para que otros vivan el regalo de sus vidas, que vivir para mi propio sueño. Me asombro de nuevo ante el misterio de una paternidad que me vacía. No quiero contener un alma hueca, sin vida, sin hijos. Sé muy bien que si no amo me vacío. Y he descubierto que si me vacío al amar me lleno. Cobra vida en mí mi carne muerta. Y estando ya cansado resucito de nuevo en la mañana. Me da miedo la renuncia cuando amo. Me duele. Cuando pierdo la seguridad de cuanto elijo. Decido retirarme para dar vida a otros. A un monte. En una cueva. Mi compasión me lleva. Y dejo un hueco abierto al que me sigue por los caminos. Es tan vano el deseo de ser eterno en medio de la tierra, con los pies atados, demasiadas raíces. He visto que si me desgasto otros poseen más vida. Pero si mi miedo me hace conservar la vida, entonces muero vacío. Quiero dar el alma mientras amo. No quiero sobrevivir al que es mi hijo. Entre el egoísmo y la entrega optó de nuevo por lo segundo. Aunque me duela en lo más hondo de mi alma. Aunque a veces me seduzcan mis ganas de vivir mi propia vida. Elegir mi deseo. Abrazar mi sueño. Quiero que los ojos azules de mi alma tengan vida más larga en otras almas. Y acepto perder yo la vida mientras amo. Incluso antes de ser yo amado. Entre dar y no dar optó por la entrega. No temo perder la sangre y los huesos que me han dado, mi carne sana. Pero no sé por qué a ratos me enredo en lo que quiero. Me amo mal. Y amo mal a los otros. Y no soy todo lo que podría ser si no me buscara tanto. Ansío con fuerza el honor. Un nombre eterno. Mi defensa frente a la ofensa. Todo en un sutil intento por retener las horas que corren por mis dedos. Como si quisiera hacer historia. Temo que el olvido me cubra lentamente. No lo quiero.
Me da pena que pase la Pascua tan súbitamente sin apenas vivir de nuevo la fiesta del Espíritu. En Pentecostés se llenó mi corazón de vida. Y mi alma se abrió por su misma herida a una vida más plena. Me asusta pasar de largo por el camino. Me da miedo dejar que las oportunidades de convertirme se me escapen. Quiero dejar que en mí brote la vida nueva. No quiero dejar pasar de largo el Espíritu que todo lo renueva. No me olvido de los dones que me dan la vida. Decía el P. Kentenich: «Si luchamos por ser realmente pobres, apoyados sólo en las virtudes de la fe, esperanza y caridad, quizás sólo lleguemos al grado de pobreza que supone evitar todo derroche grave. Pero la pobreza de la que habla la bienaventuranza sólo se da como fruto de los dones del Espíritu Santo. Esta es la diferencia entre virtud y don»[4]. La virtud no me lleva tan lejos como el don del Espíritu. A veces pienso que el Espíritu solo saca brillo de los dones que ya hay en mí. Hace lucir mis virtudes. Pero es mucho más que eso. Es una fuerza de lo alto que reafirma la fuerza de mi interior. Más todavía. Es verdad que fortalece mi ánimo enfermo cuando viene sobre mi carne herida. Lo sé, tengo más fuerza. El Espíritu me desvela lo oculto que hay en mi alma. Me revela ese camino que quieren seguir mis pasos. Sé que me da esperanza cuando desespero de la vida que sigo. Y también creo que me da los carísimas que no poseo. Algo totalmente nuevo en mi tierra baldía. Puedo hacer de repente lo que nunca antes he hecho. Y mi mirada se vuelve más pura, más limpia, más inocente. Y dejo de dudar frente a la vida. Y confío de nuevo. Y la paz vence mis miedos. Y me lleno de sonrisas dentro del alma. Y abro con mano firme los muros de mi alma para dejar entrar un aire que todo lo renueva. Creo en ese Espíritu que me enseña a vivir de nuevo. Me da luz en medio de la noche. Calma mi ira y mi rabia cuando me frustro. Me confía misiones imposibles, aparentemente. Me libera de todas mis cadenas cuando caigo atrapado. Creo en ese Espíritu que me consuela siempre cuando me encuentro triste y dolorido. Robustece mis pasos cuando me siento débil. Me da sabiduría para saber discernir entre el bien y el mal, o entre dos bienes. Me regala la prudencia para caminar en medio de mis decisiones, sin turbarme, sin perder la paz. Me muestra mi verdad sin tapujos y me hace ver el valor de mis decisiones. Me revela el lugar escogido para mí, mi vocación, mi tierra. Leía el otro día: «No concierne a la piedra buscar su lugar sino al Maestro de obras que la ha escogido»[5]. Soy la piedra de esa catedral que construye Dios con mi vida. No conozco los planes de la catedral. Sólo soy una piedra. Pero no elijo yo, es Dios quien me elige y me viene a buscar. Creo en ese Espíritu que me muestra el sentido de mi vida. Ese Espíritu que me muestra el lugar que Dios ha pensado para mí en medio de otras muchas piedras. El maestro de obra elige mi lugar, mi destino, determina mis días, prepara el terreno para que dé buen fruto. Yo sólo acepto alegre el lugar que Dios me pide. Y sonrío. Comenta el Papa Francisco hablando del Espíritu Santo: «¿Pido que me guíe por el camino que debo elegir en mi vida y también todos los días? ¿Pido esta gracia?». El Espíritu hace surgir en mí preguntas y me hace descubrir respuestas. Quiere que aprenda a elegir. A discernir. No siempre es fácil. Pero sé que es posible encontrar el camino verdadero si me dejo conducir por el Espíritu. Leía el otro día: «Vivir es igual que querer y poder luchar. Poder ser felices, con una felicidad que no se apague ni deje de crecer nunca. Basta convencerse de que el laberinto de nuestros sentimientos tiene un camino que dará con la salida, que será muy placentera y seguirlo»[6]. Una salida cuando mis sentimientos se enredan y no encuentro luz. Un camino en el que desbrozar los bosques por los que me pierdo. Me gusta la idea de ese camino trazado ante mí. En el interior de mi alma. Por donde voy y vengo. Basta con saber cómo seguir para no perder las flechas que me orientan. El Espíritu me da su luz.
El Espíritu me enseña que sólo amando vale la pena vivir. No quiero que pase Pentecostés y me olvide del fuego sobre mi cabeza, en lo más profundo de mi corazón. Un amor que viene de lo alto y me penetra. Una nueva forma de amar que tengo que conocer. El viento del Espíritu sopla con fuerza en mi pecho. Noto su abrazo en mi espalda. No quiero que se me escape de mis manos la fuerza de su presencia. No quiero que se acabe la Pascua de golpe y me olvide de cincuenta días sagrados que Dios me ha regalado para cambiar de vida. Para aprender a amar de verdad. Me gusta el fuego de la Pascua. La luz y la esperanza del camino del Espíritu en su Iglesia. Reconozco que me cuesta vivir lo cotidiano. Lo ordinario, lo de siempre. Me cuesta amar en la sencillez de la vida que se entrega. Allí donde no hay brillo ni misiones extraordinarias. Donde no sopla el viento huracanado que hace temblar los cimientos de mi casa. Y sólo sopla una brisa suave que acaricia mis paredes. Me abruma la cotidianeidad de cada hora, lo común de cada día. Prefiero tal vez la fiesta de la Pascua. Lo que sucede en un momento de gloria. Me atrae el Espíritu que irrumpe con su fuerza en medio de los hombres, en medio de mi vida. Y no tanto la repetición monótona de un «te quiero». Me gusta más la alegría del domingo que la sonrisa de un día de diario. Me impresiona el sí primero a la vocación en medio de otro camino, un cambio radical de vida. Más que la fidelidad constante de un sí, un amor de a pie, de andar por casa. Quiero a veces encontrar motivos para celebrar en medio mi vida. Un día de fiesta. Un motivo alegre. Una razón más para entregar la vida. Pido que venga el Espíritu a mi cenáculo y me dé una razón más para la fiesta. Quiero que sople el Espíritu que todo lo cambia con su fuego. Necesito esa luz, esa mirada de Dios sobre mi vida, ese amor que se abaja desde lo eterno. Quiero que me regale un corazón puro, de niño, ingenuo. El otro día alguien comentaba: «El peor pecado es la ingenuidad». No lo sé muy bien. No lo tengo claro. Entiendo por ingenuidad una mirada limpia que no busca segundas intenciones. Un corazón puro que no piensa mal continuamente. Y a veces se equivoca, porque no ve debajo de la apariencia, y no descubre intenciones ocultas en declaraciones sencillas. Tal vez peco de ingenuo. Lo entiendo. Puede que por mi ingenuidad me deje engañar o confundir. Pero mi ingenuidad no es el pecado. Es más bien un don, una gracia. Veo que el pecado es la consecuencia de mis actos cuando no percibo el engaño y me dejo llevar. O el pecado de los que no ven la vida con la misma ingenuidad. Admiro a los ingenuos. Lo veo como una gracia. Por eso, pudiendo elegir, elijo pecar de ingenuo. Entiendo que el cielo de Jesús está lleno de almas ingenuas. Que no percibieron el peligro. Que han caído y han sido tentadas. Tal vez no fueron capaces de descifrar intenciones ocultas. Pero prefiero un mundo así que un mundo en el que abunden la envidia y la intriga. Ese sí es el peor de los pecados. Porque divide. Porque separa. Leo en Santiago 3,16: «Donde existen envidias y espíritu de contienda, allí hay desconcierto y toda clase de maldad. En cambio la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, pura, además pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía». Me atrae ese Espíritu que limpia el alma, purifica las intenciones, acaba con las envidias. La envidia surge en el corazón que no se ama. En las almas que viven comparándose, en tensión con el mundo. Peleando. Luchando. Me asusta ser así y caer en las intrigas. ¡Cuánto mal hacen! Me dan miedo esas intrigas que envenenan el corazón y acaban con la mirada positiva sobre la vida. No quiero la intriga. No quiero la envidia. Deseo la ingenuidad del que no juzga ni condena. La ingenuidad del que lo mira todo con mucha paz, con alegría. Sin entrar a juzgar. Sin caer en la mentira, en el engaño, en la intriga. Sin hablar mal de los otros. ¡Cuánto me gustan las personas que nunca critican, que siempre piensan bien, y son positivas! Creo que es un don del Espíritu que le pido todos los días.
Cada año celebro el misterio de la Trinidad. Me detengo a adorar al Dios Trino. Tres personas. Un solo Dios. Un Dios que se hace historia en la vida del hombre. Que se hace carne. Que se regala en la fuerza del Espíritu. Un Dios Padre misericordioso. Un Dios que es Dios de mi historia personal. Siempre me pregunto este día cómo es mi amor hacia Dios Padre. Cómo amo a Jesús hecho carne y presente en la eucaristía. Cómo pido cada día que venga sobre mí el Espíritu. Un solo Dios. Un Dios que es comunión cuando yo me empeño en dividir tantas veces. Disecciono la realidad para intentar comprenderla. Divido para ser yo más importante que el resto, para quedar por encima. Un Dios que es amor de comunión. Donde los tres tienen el mismo valor. Y su amor los une para siempre. Este misterio me conmueve cada año, cada día. Ante el misterio me asombro sin comprender, como los niños. Quiero ser niño sin querer comprender. Quiero asombrarme y no pretender entenderlo todo. Es más sencillo ser niño. Alegrarme como niño. Sorprenderme como un niño. Así miro hoy a Dios que es Padre. Comenta el Papa Francisco: «Dios es un Padre bueno. Tened el coraje de llamar a Dios con el nombre de Padre. Nos coloca en una relación de familiaridad con Él. Como un niño que se dirige a su padre sabiendo que es amado y cuidado por Él. Es la gran revolución que el cristianismo introduce en la religiosidad del hombre». Y rezaba así poco antes de su ordenación sacerdotal: «Quiero creer en Dios Padre, que me ama como un hijo, y en Jesús, el Señor, que me infundió su Espíritu en mi vida para hacerme sonreír y llevarme así al Reino eterno de vida». Hoy miro a Dios como Padre. No como un Dios lejano, todopoderoso e invisible. No como un Dios justiciero que me exige perfección y cumplimiento. No como ese Dios que espera al final de mi vida que rinda los talentos que me ha confiado y esté a la altura esperada. No creo en ese Dios exigente que sólo busca mi perfección, que le presente el cuello blanco de mi camisa sin manchas, sin caídas. Me siento débil y necesitado y sé que no soy perfecto. Sé que no puedo estar a la altura de mis propias exigencias, que ya son muchas. Caigo y me levanto en medio de mis flaquezas, sorprendido por mi debilidad. Por eso hoy miro a Dios como Padre. Ese Dios que es Trinidad es un Dios paternal. Un Dios que me mira como hijo y no se olvida nunca de mí. Un Dios que me abraza y me espera por el camino de mi vida. Me sale a buscar entre lágrimas cuando regreso a casa. Un Dios al que le importa todo lo que me sucede, lo bueno y lo malo, no importa. Este Dios que es Padre no me manda cruces para limar mis asperezas y pulir mis aristas. No creo en ese Dios pedagogo que decide el tamaño de la cruz que puedo cargar y me la envía. Creo más bien en un Dios Padre que me acompaña en medio de mi dolor. No me quita la cruz, me da la fuerza de su Espíritu para que pueda cargar con ella. No juega conmigo en un juego que yo no comprendo. Tampoco pretende que sea como Él no me ha creado. Su promesa es verdadera, tiene sentido todo lo que me promete. Por eso creo en las promesas que me hizo un día, en las que hoy me hace. Me prometió la felicidad, la plenitud de vida, su compañía todos los días de mi vida. Y yo me fié de sus palabras y seguí sus pasos. Y cumple lo que me dijo. Creí en su voz, como las ovejas que conocen la voz de su pastor y lo siguen buscando pastos. Por eso yo creo, sigo creyendo hoy, cada día. ¡Cómo voy a dudar de su amor si me ha tomado en sus manos y no me deja caer! Yo confío. Siempre confío. Es la revolución de Jesús que me ha mostrado el rostro misericordioso del Padre. A veces me cuesta creer en esa misericordia. Me cuesta creer en ese amor que lo perdona todo. Algunos de mis pecados no me parecen dignos de perdón. Yo no me perdono. Pero Él sí me indulta. Me libera. Me absuelve. Me levanta y me devuelve la dignidad perdida. Cuando caigo y me levanto a penas, Él sale corriendo a levantarme entre lágrimas. Las suyas y las mías. Su amor me recoge en medio de mi barro cuando estoy herido. Esa mirada alegre y positiva sobre mi vida me da alas para creer más en mí. Para volver a luchar por dar la vida. Porque me ha amado como soy y confía en mí. En todo lo que puedo hacer si yo por mi parte confío en su poder y no en mis fuerzas.
Ese poder suyo es el del amor misericordioso. Ese amor me salva. Me sostiene. Me da fuerzas para subir más alto. Comenta el P. Kentenich: «Dios es realmente nuestro padre, somos verdaderamente sus hijos. ¿Y Jesús? ¿Qué actitud fundamental es ésta? Hacer su voluntad. Esta es la actitud tierna y filial con relación al Padre. Y las primeras palabras de Jesús que la Sagrada Escritura nos refiere son: - Debo ocuparme con las cosas de mi Padre»[7]. Jesús me enseñó con su vida en la tierra cómo actúa un hijo ante su Padre. Así fue con José su padre terreno. Así fue con Dios Padre en la oración. Hoy hay una crisis de la paternidad. Faltan padres firmes, padres que muestren el camino a sus hijos. Padres presentes que cuiden con amor a sus hijos y los esperen en casa cuando regresen fracasados. Padres que eduquen desde el amor y el respeto. Que presenten con sus vidas altos ideales. Que sueñen con sus hijos. Que esperen lo mejor de ellos y les perdonen siempre. Hacen tanta falta padres humanos que reflejen el amor de Dios. Añade el P. Kentenich: «Los padres deben irradiar ese profundo respeto y amor, despertando en el hijo lo mismo. Entonces podrán hacer con el hijo lo que quieran; entonces habrán conseguido la atmósfera posible para la educación»[8]. Una paternidad que produzca una atmósfera de respeto y amor en el hogar. Es la misma mirada de Dios Padre sobre mí. Me mira con respeto y con amor. Y yo estoy llamado a mirar así a mis hijos. Una paternidad que irradie la paternidad de Dios. A través de un padre humano me es más fácil tocar el amor paternal de Dios. Tal vez por eso es tan difícil para muchos ver a Dios como Padre. Necesito encarnar en manos humanas ese amor que me ama de forma incondicional. Quiero ser un padre en la tierra que emane la autoridad de Dios. Así es más fácil llevar al hijo hasta Dios. Y esa autoridad en mí surge solamente si estoy íntimamente unido a Dios Padre: «La conciencia de autoridad no significa que quiero quebrantar ahora mismo la voluntad del hijo o de la hija. ¡No! La conciencia de autoridad es algo muy diferente. Se debe enseñar al hijo a seguir, en mí, al querido Dios. ¿Qué lleva esto consigo? Que yo, por mi parte, como padre o como madre, tenga una relación interior con Dios, con el Padre Dios»[9]. Si tengo una relación sana y honda con Dios podré irradiar su amor a través de mis obras. Miro hoy a ese Dios misericordioso en mi vida. Doy gracias por su amor. Veo que camina conmigo y no me suelta de la mano. Quiero cuidar ese amor para poder entregarlo. Jesús me enseña a vivir así. Me enseña a ser dócil a la voluntad del Padre. Para así reflejar su amor en mi carne frágil. Miro a Moisés hoy que sube al encuentro de Dios en el monte: «En aquellos días, Moisés subió de madrugada al monte Sinaí, como le había mandado el Señor, llevando en la mano las dos tablas de piedra. El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor. El Señor pasó ante él, proclamando: -Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad. Moisés, al momento, se inclinó y se echó por tierra. Y le dijo: -Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque ése es un pueblo de cerviz dura; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya». Moisés cree en ese amor imposible de Dios que camina con él, con su pueblo y es misericordioso. Un Dios que perdona siempre los pecados. Un Dios compasivo y lento a la cólera. Moisés se fía de la misericordia de Dios y cree en el perdón de todas sus faltas. Así quiero amar yo a Dios y notar su cercanía en mi vida. Me inclino, me echo por tierra ante el Dios de mi historia. Ese Dios personal que me ama con locura. Quiero experimentar ese amor total de Dios cada día en mi vida. Me gusta creer en ese amor del que hoy me habla Jesús: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna». Dios me envía a su Hijo para que yo conozca su amor y para que tenga vida eterna. Si me encuentro a Jesús en mi vida aprenderé a mirar a Dios como el Dios de la misericordia. Quiero tener ese coraje de llamar padre a Dios. Porque me ama. Porque me espera. Porque me acoge. Un padre que no se olvida nunca de sus hijos. Cualquier hombre podrá olvidarse de su hijo. Pero Dios no es así. Quiero sentir ese cuidado cercano y siempre presente.
Es el hombre trinitario un hombre de Dios. Vive anclado en lo alto. Sin dejar nunca sus raíces en la tierra. Un hombre que vive en el Espíritu de Dios. Tengo que ser un hombre pobre para vivir vacío y abierto a Dios. Vacío de tantas cosas que me esclavizan y lleno de Dios. Así fue María, la esclava de Dios. Se vació, se hizo esclava, sierva y se llenó de Dios. Me gusta la vocación de ser un hombre pobre. De caminar sin seguros. Siempre abierto al Dios Trino. María me muestra el camino. Ella es la mujer trinitaria. Se hizo pobre, se hizo sierva de Dios. Y Dios hizo morada en Ella. Así quiero vivir yo, con hondas raíces como Ella. Anhelo ser un hombre vinculado. Al mundo de Dios. Al mundo de los hombres. A la tierra que piso. A los sueños que habitan en mi alma. El hombre de Dios es un hombre traspasado por su presencia. Un hombre lleno de luz y de vida. Como María. Conozco a muchas personas que cumplen los mandatos de Dios. No se saltan las normas. Respetan los mandamientos. Intentan ser buenas y cuidar a los que Dios les ha confiado. Pero veo que no siempre están traspasadas por Dios. No llevan a Dios dentro. No están llenas de Dios. Y ante las primeras dificultades del camino dudan, se alejan, cambian sus principios, sus creencias. No es lo mismo cumplir las normas que ser verdaderamente religioso. Es más hondo ser religioso. Tiene que ver con mis actitudes fundamentales, con mis pensamientos, con mi mirada, con mi forma de amar. Cumplir ciertos preceptos está todavía en mi mano. Lo puedo hacer. Puedo estar a la altura. Un tiempo. Mi voluntad se ejercita y lo logro. Ser religioso es una gracia que pido de rodillas. No depende de mí. Se me escapa de las manos. Es una gracia llegar a ser hombre trinitario. Es un don que pido cada día. Quiero ser un hombre traspasado por el amor de Jesús. Arraigado en el corazón de Dios Padre. Movido por la fuerza del Espíritu. Comenta el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «Siempre hemos hablado de la inhabitación divina en el corazón de la persona que vive en gracia. Hoy podemos decir también que la Trinidad está presente en el templo de la comunión matrimonial. Así como habita en las alabanzas de su pueblo (cf. Sal 22,4), vive íntimamente en el amor conyugal que le da gloria. La espiritualidad del amor familiar está hecha de miles de gestos reales y concretos. En esa variedad de dones y de encuentros que maduran la comunión, Dios tiene su morada. Esa entrega asocia a la vez lo humano y lo divino». Dios Trino hace morada en mi interior y en el amor de la familia. Dios Trino es familia. Dios Trino viene a habitar en mi alma. Dios Trino viene a mí. Su amor, el amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, se hace presente en mí. Por eso es tan visible en el amor entre los cónyuges. Tan visible en el amor entre estos y sus hijos. Un amor familiar que es trinitario. Una presencia de Dios que se hace viva y se alimenta en el amor humano que se da en cada familia. Me gusta la imagen de la inhabitación. Dios hace su morada en mi alma, acampa en mí. S. Agustín rezaba: «Señor entra en mi alma y ajústala a Ti. Para poder hablar contigo con palabras del alma y clamor de la mente. No con palabras y voces de carne. Yo por fuera te buscaba y Tú estabas dentro de mí». El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo vienen a hacer morada en mi interior. Hoy escucho: «Alegraos, enmendaos, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros. Saludaos mutuamente con el beso ritual. Os saludan todos los santos. La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros». Estas palabras expresan una realidad que es obra de Dios que habita en mí. Abro mi corazón para que puedan entrar. Dejo que habiten en mí para hacer que mis sentimientos sean los de Dios. Para hacerme hombre religioso, religado, unido con Dios. Quiero que en mi alma pueda entrar Dios. Quiero eliminar las cadenas que no me dejan ser habitado por Él. Quiero que su misericordia esté en mi corazón. Quiero que mis manos sean sus manos. Que Dios habite en mí siempre. Quiero que se trasparente en mí su amor. Quiero llenarme de su luz. Que pueda brillar en mí su gracia, su amor. Inhabitar tiene que ver con una presencia permanente en mí. Cuando me quedo sin Dios en el corazón. Cuando me alejo. Cuando no dejo que toque mi vida. Cuando me cierro en mis egoísmos. Cuando su amor no vence en mi desidia, en mi ira, en mi odio. Entonces quiero que esa inhabitación me haga de nuevo hijo suyo, hijo dócil. Todo es posible si me abro a la gracia, al Espíritu. Si dejo que su amor penetre en mí.
Me da pena que pase la Pascua tan súbitamente sin apenas vivir de nuevo la fiesta del Espíritu. En Pentecostés se llenó mi corazón de vida. Y mi alma se abrió por su misma herida a una vida más plena. Me asusta pasar de largo por el camino. Me da miedo dejar que las oportunidades de convertirme se me escapen. Quiero dejar que en mí brote la vida nueva. No quiero dejar pasar de largo el Espíritu que todo lo renueva. No me olvido de los dones que me dan la vida. Decía el P. Kentenich: «Si luchamos por ser realmente pobres, apoyados sólo en las virtudes de la fe, esperanza y caridad, quizás sólo lleguemos al grado de pobreza que supone evitar todo derroche grave. Pero la pobreza de la que habla la bienaventuranza sólo se da como fruto de los dones del Espíritu Santo. Esta es la diferencia entre virtud y don»[4]. La virtud no me lleva tan lejos como el don del Espíritu. A veces pienso que el Espíritu solo saca brillo de los dones que ya hay en mí. Hace lucir mis virtudes. Pero es mucho más que eso. Es una fuerza de lo alto que reafirma la fuerza de mi interior. Más todavía. Es verdad que fortalece mi ánimo enfermo cuando viene sobre mi carne herida. Lo sé, tengo más fuerza. El Espíritu me desvela lo oculto que hay en mi alma. Me revela ese camino que quieren seguir mis pasos. Sé que me da esperanza cuando desespero de la vida que sigo. Y también creo que me da los carísimas que no poseo. Algo totalmente nuevo en mi tierra baldía. Puedo hacer de repente lo que nunca antes he hecho. Y mi mirada se vuelve más pura, más limpia, más inocente. Y dejo de dudar frente a la vida. Y confío de nuevo. Y la paz vence mis miedos. Y me lleno de sonrisas dentro del alma. Y abro con mano firme los muros de mi alma para dejar entrar un aire que todo lo renueva. Creo en ese Espíritu que me enseña a vivir de nuevo. Me da luz en medio de la noche. Calma mi ira y mi rabia cuando me frustro. Me confía misiones imposibles, aparentemente. Me libera de todas mis cadenas cuando caigo atrapado. Creo en ese Espíritu que me consuela siempre cuando me encuentro triste y dolorido. Robustece mis pasos cuando me siento débil. Me da sabiduría para saber discernir entre el bien y el mal, o entre dos bienes. Me regala la prudencia para caminar en medio de mis decisiones, sin turbarme, sin perder la paz. Me muestra mi verdad sin tapujos y me hace ver el valor de mis decisiones. Me revela el lugar escogido para mí, mi vocación, mi tierra. Leía el otro día: «No concierne a la piedra buscar su lugar sino al Maestro de obras que la ha escogido»[5]. Soy la piedra de esa catedral que construye Dios con mi vida. No conozco los planes de la catedral. Sólo soy una piedra. Pero no elijo yo, es Dios quien me elige y me viene a buscar. Creo en ese Espíritu que me muestra el sentido de mi vida. Ese Espíritu que me muestra el lugar que Dios ha pensado para mí en medio de otras muchas piedras. El maestro de obra elige mi lugar, mi destino, determina mis días, prepara el terreno para que dé buen fruto. Yo sólo acepto alegre el lugar que Dios me pide. Y sonrío. Comenta el Papa Francisco hablando del Espíritu Santo: «¿Pido que me guíe por el camino que debo elegir en mi vida y también todos los días? ¿Pido esta gracia?». El Espíritu hace surgir en mí preguntas y me hace descubrir respuestas. Quiere que aprenda a elegir. A discernir. No siempre es fácil. Pero sé que es posible encontrar el camino verdadero si me dejo conducir por el Espíritu. Leía el otro día: «Vivir es igual que querer y poder luchar. Poder ser felices, con una felicidad que no se apague ni deje de crecer nunca. Basta convencerse de que el laberinto de nuestros sentimientos tiene un camino que dará con la salida, que será muy placentera y seguirlo»[6]. Una salida cuando mis sentimientos se enredan y no encuentro luz. Un camino en el que desbrozar los bosques por los que me pierdo. Me gusta la idea de ese camino trazado ante mí. En el interior de mi alma. Por donde voy y vengo. Basta con saber cómo seguir para no perder las flechas que me orientan. El Espíritu me da su luz.
El Espíritu me enseña que sólo amando vale la pena vivir. No quiero que pase Pentecostés y me olvide del fuego sobre mi cabeza, en lo más profundo de mi corazón. Un amor que viene de lo alto y me penetra. Una nueva forma de amar que tengo que conocer. El viento del Espíritu sopla con fuerza en mi pecho. Noto su abrazo en mi espalda. No quiero que se me escape de mis manos la fuerza de su presencia. No quiero que se acabe la Pascua de golpe y me olvide de cincuenta días sagrados que Dios me ha regalado para cambiar de vida. Para aprender a amar de verdad. Me gusta el fuego de la Pascua. La luz y la esperanza del camino del Espíritu en su Iglesia. Reconozco que me cuesta vivir lo cotidiano. Lo ordinario, lo de siempre. Me cuesta amar en la sencillez de la vida que se entrega. Allí donde no hay brillo ni misiones extraordinarias. Donde no sopla el viento huracanado que hace temblar los cimientos de mi casa. Y sólo sopla una brisa suave que acaricia mis paredes. Me abruma la cotidianeidad de cada hora, lo común de cada día. Prefiero tal vez la fiesta de la Pascua. Lo que sucede en un momento de gloria. Me atrae el Espíritu que irrumpe con su fuerza en medio de los hombres, en medio de mi vida. Y no tanto la repetición monótona de un «te quiero». Me gusta más la alegría del domingo que la sonrisa de un día de diario. Me impresiona el sí primero a la vocación en medio de otro camino, un cambio radical de vida. Más que la fidelidad constante de un sí, un amor de a pie, de andar por casa. Quiero a veces encontrar motivos para celebrar en medio mi vida. Un día de fiesta. Un motivo alegre. Una razón más para entregar la vida. Pido que venga el Espíritu a mi cenáculo y me dé una razón más para la fiesta. Quiero que sople el Espíritu que todo lo cambia con su fuego. Necesito esa luz, esa mirada de Dios sobre mi vida, ese amor que se abaja desde lo eterno. Quiero que me regale un corazón puro, de niño, ingenuo. El otro día alguien comentaba: «El peor pecado es la ingenuidad». No lo sé muy bien. No lo tengo claro. Entiendo por ingenuidad una mirada limpia que no busca segundas intenciones. Un corazón puro que no piensa mal continuamente. Y a veces se equivoca, porque no ve debajo de la apariencia, y no descubre intenciones ocultas en declaraciones sencillas. Tal vez peco de ingenuo. Lo entiendo. Puede que por mi ingenuidad me deje engañar o confundir. Pero mi ingenuidad no es el pecado. Es más bien un don, una gracia. Veo que el pecado es la consecuencia de mis actos cuando no percibo el engaño y me dejo llevar. O el pecado de los que no ven la vida con la misma ingenuidad. Admiro a los ingenuos. Lo veo como una gracia. Por eso, pudiendo elegir, elijo pecar de ingenuo. Entiendo que el cielo de Jesús está lleno de almas ingenuas. Que no percibieron el peligro. Que han caído y han sido tentadas. Tal vez no fueron capaces de descifrar intenciones ocultas. Pero prefiero un mundo así que un mundo en el que abunden la envidia y la intriga. Ese sí es el peor de los pecados. Porque divide. Porque separa. Leo en Santiago 3,16: «Donde existen envidias y espíritu de contienda, allí hay desconcierto y toda clase de maldad. En cambio la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, pura, además pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía». Me atrae ese Espíritu que limpia el alma, purifica las intenciones, acaba con las envidias. La envidia surge en el corazón que no se ama. En las almas que viven comparándose, en tensión con el mundo. Peleando. Luchando. Me asusta ser así y caer en las intrigas. ¡Cuánto mal hacen! Me dan miedo esas intrigas que envenenan el corazón y acaban con la mirada positiva sobre la vida. No quiero la intriga. No quiero la envidia. Deseo la ingenuidad del que no juzga ni condena. La ingenuidad del que lo mira todo con mucha paz, con alegría. Sin entrar a juzgar. Sin caer en la mentira, en el engaño, en la intriga. Sin hablar mal de los otros. ¡Cuánto me gustan las personas que nunca critican, que siempre piensan bien, y son positivas! Creo que es un don del Espíritu que le pido todos los días.
Cada año celebro el misterio de la Trinidad. Me detengo a adorar al Dios Trino. Tres personas. Un solo Dios. Un Dios que se hace historia en la vida del hombre. Que se hace carne. Que se regala en la fuerza del Espíritu. Un Dios Padre misericordioso. Un Dios que es Dios de mi historia personal. Siempre me pregunto este día cómo es mi amor hacia Dios Padre. Cómo amo a Jesús hecho carne y presente en la eucaristía. Cómo pido cada día que venga sobre mí el Espíritu. Un solo Dios. Un Dios que es comunión cuando yo me empeño en dividir tantas veces. Disecciono la realidad para intentar comprenderla. Divido para ser yo más importante que el resto, para quedar por encima. Un Dios que es amor de comunión. Donde los tres tienen el mismo valor. Y su amor los une para siempre. Este misterio me conmueve cada año, cada día. Ante el misterio me asombro sin comprender, como los niños. Quiero ser niño sin querer comprender. Quiero asombrarme y no pretender entenderlo todo. Es más sencillo ser niño. Alegrarme como niño. Sorprenderme como un niño. Así miro hoy a Dios que es Padre. Comenta el Papa Francisco: «Dios es un Padre bueno. Tened el coraje de llamar a Dios con el nombre de Padre. Nos coloca en una relación de familiaridad con Él. Como un niño que se dirige a su padre sabiendo que es amado y cuidado por Él. Es la gran revolución que el cristianismo introduce en la religiosidad del hombre». Y rezaba así poco antes de su ordenación sacerdotal: «Quiero creer en Dios Padre, que me ama como un hijo, y en Jesús, el Señor, que me infundió su Espíritu en mi vida para hacerme sonreír y llevarme así al Reino eterno de vida». Hoy miro a Dios como Padre. No como un Dios lejano, todopoderoso e invisible. No como un Dios justiciero que me exige perfección y cumplimiento. No como ese Dios que espera al final de mi vida que rinda los talentos que me ha confiado y esté a la altura esperada. No creo en ese Dios exigente que sólo busca mi perfección, que le presente el cuello blanco de mi camisa sin manchas, sin caídas. Me siento débil y necesitado y sé que no soy perfecto. Sé que no puedo estar a la altura de mis propias exigencias, que ya son muchas. Caigo y me levanto en medio de mis flaquezas, sorprendido por mi debilidad. Por eso hoy miro a Dios como Padre. Ese Dios que es Trinidad es un Dios paternal. Un Dios que me mira como hijo y no se olvida nunca de mí. Un Dios que me abraza y me espera por el camino de mi vida. Me sale a buscar entre lágrimas cuando regreso a casa. Un Dios al que le importa todo lo que me sucede, lo bueno y lo malo, no importa. Este Dios que es Padre no me manda cruces para limar mis asperezas y pulir mis aristas. No creo en ese Dios pedagogo que decide el tamaño de la cruz que puedo cargar y me la envía. Creo más bien en un Dios Padre que me acompaña en medio de mi dolor. No me quita la cruz, me da la fuerza de su Espíritu para que pueda cargar con ella. No juega conmigo en un juego que yo no comprendo. Tampoco pretende que sea como Él no me ha creado. Su promesa es verdadera, tiene sentido todo lo que me promete. Por eso creo en las promesas que me hizo un día, en las que hoy me hace. Me prometió la felicidad, la plenitud de vida, su compañía todos los días de mi vida. Y yo me fié de sus palabras y seguí sus pasos. Y cumple lo que me dijo. Creí en su voz, como las ovejas que conocen la voz de su pastor y lo siguen buscando pastos. Por eso yo creo, sigo creyendo hoy, cada día. ¡Cómo voy a dudar de su amor si me ha tomado en sus manos y no me deja caer! Yo confío. Siempre confío. Es la revolución de Jesús que me ha mostrado el rostro misericordioso del Padre. A veces me cuesta creer en esa misericordia. Me cuesta creer en ese amor que lo perdona todo. Algunos de mis pecados no me parecen dignos de perdón. Yo no me perdono. Pero Él sí me indulta. Me libera. Me absuelve. Me levanta y me devuelve la dignidad perdida. Cuando caigo y me levanto a penas, Él sale corriendo a levantarme entre lágrimas. Las suyas y las mías. Su amor me recoge en medio de mi barro cuando estoy herido. Esa mirada alegre y positiva sobre mi vida me da alas para creer más en mí. Para volver a luchar por dar la vida. Porque me ha amado como soy y confía en mí. En todo lo que puedo hacer si yo por mi parte confío en su poder y no en mis fuerzas.
Ese poder suyo es el del amor misericordioso. Ese amor me salva. Me sostiene. Me da fuerzas para subir más alto. Comenta el P. Kentenich: «Dios es realmente nuestro padre, somos verdaderamente sus hijos. ¿Y Jesús? ¿Qué actitud fundamental es ésta? Hacer su voluntad. Esta es la actitud tierna y filial con relación al Padre. Y las primeras palabras de Jesús que la Sagrada Escritura nos refiere son: - Debo ocuparme con las cosas de mi Padre»[7]. Jesús me enseñó con su vida en la tierra cómo actúa un hijo ante su Padre. Así fue con José su padre terreno. Así fue con Dios Padre en la oración. Hoy hay una crisis de la paternidad. Faltan padres firmes, padres que muestren el camino a sus hijos. Padres presentes que cuiden con amor a sus hijos y los esperen en casa cuando regresen fracasados. Padres que eduquen desde el amor y el respeto. Que presenten con sus vidas altos ideales. Que sueñen con sus hijos. Que esperen lo mejor de ellos y les perdonen siempre. Hacen tanta falta padres humanos que reflejen el amor de Dios. Añade el P. Kentenich: «Los padres deben irradiar ese profundo respeto y amor, despertando en el hijo lo mismo. Entonces podrán hacer con el hijo lo que quieran; entonces habrán conseguido la atmósfera posible para la educación»[8]. Una paternidad que produzca una atmósfera de respeto y amor en el hogar. Es la misma mirada de Dios Padre sobre mí. Me mira con respeto y con amor. Y yo estoy llamado a mirar así a mis hijos. Una paternidad que irradie la paternidad de Dios. A través de un padre humano me es más fácil tocar el amor paternal de Dios. Tal vez por eso es tan difícil para muchos ver a Dios como Padre. Necesito encarnar en manos humanas ese amor que me ama de forma incondicional. Quiero ser un padre en la tierra que emane la autoridad de Dios. Así es más fácil llevar al hijo hasta Dios. Y esa autoridad en mí surge solamente si estoy íntimamente unido a Dios Padre: «La conciencia de autoridad no significa que quiero quebrantar ahora mismo la voluntad del hijo o de la hija. ¡No! La conciencia de autoridad es algo muy diferente. Se debe enseñar al hijo a seguir, en mí, al querido Dios. ¿Qué lleva esto consigo? Que yo, por mi parte, como padre o como madre, tenga una relación interior con Dios, con el Padre Dios»[9]. Si tengo una relación sana y honda con Dios podré irradiar su amor a través de mis obras. Miro hoy a ese Dios misericordioso en mi vida. Doy gracias por su amor. Veo que camina conmigo y no me suelta de la mano. Quiero cuidar ese amor para poder entregarlo. Jesús me enseña a vivir así. Me enseña a ser dócil a la voluntad del Padre. Para así reflejar su amor en mi carne frágil. Miro a Moisés hoy que sube al encuentro de Dios en el monte: «En aquellos días, Moisés subió de madrugada al monte Sinaí, como le había mandado el Señor, llevando en la mano las dos tablas de piedra. El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor. El Señor pasó ante él, proclamando: -Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad. Moisés, al momento, se inclinó y se echó por tierra. Y le dijo: -Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque ése es un pueblo de cerviz dura; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya». Moisés cree en ese amor imposible de Dios que camina con él, con su pueblo y es misericordioso. Un Dios que perdona siempre los pecados. Un Dios compasivo y lento a la cólera. Moisés se fía de la misericordia de Dios y cree en el perdón de todas sus faltas. Así quiero amar yo a Dios y notar su cercanía en mi vida. Me inclino, me echo por tierra ante el Dios de mi historia. Ese Dios personal que me ama con locura. Quiero experimentar ese amor total de Dios cada día en mi vida. Me gusta creer en ese amor del que hoy me habla Jesús: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna». Dios me envía a su Hijo para que yo conozca su amor y para que tenga vida eterna. Si me encuentro a Jesús en mi vida aprenderé a mirar a Dios como el Dios de la misericordia. Quiero tener ese coraje de llamar padre a Dios. Porque me ama. Porque me espera. Porque me acoge. Un padre que no se olvida nunca de sus hijos. Cualquier hombre podrá olvidarse de su hijo. Pero Dios no es así. Quiero sentir ese cuidado cercano y siempre presente.
Es el hombre trinitario un hombre de Dios. Vive anclado en lo alto. Sin dejar nunca sus raíces en la tierra. Un hombre que vive en el Espíritu de Dios. Tengo que ser un hombre pobre para vivir vacío y abierto a Dios. Vacío de tantas cosas que me esclavizan y lleno de Dios. Así fue María, la esclava de Dios. Se vació, se hizo esclava, sierva y se llenó de Dios. Me gusta la vocación de ser un hombre pobre. De caminar sin seguros. Siempre abierto al Dios Trino. María me muestra el camino. Ella es la mujer trinitaria. Se hizo pobre, se hizo sierva de Dios. Y Dios hizo morada en Ella. Así quiero vivir yo, con hondas raíces como Ella. Anhelo ser un hombre vinculado. Al mundo de Dios. Al mundo de los hombres. A la tierra que piso. A los sueños que habitan en mi alma. El hombre de Dios es un hombre traspasado por su presencia. Un hombre lleno de luz y de vida. Como María. Conozco a muchas personas que cumplen los mandatos de Dios. No se saltan las normas. Respetan los mandamientos. Intentan ser buenas y cuidar a los que Dios les ha confiado. Pero veo que no siempre están traspasadas por Dios. No llevan a Dios dentro. No están llenas de Dios. Y ante las primeras dificultades del camino dudan, se alejan, cambian sus principios, sus creencias. No es lo mismo cumplir las normas que ser verdaderamente religioso. Es más hondo ser religioso. Tiene que ver con mis actitudes fundamentales, con mis pensamientos, con mi mirada, con mi forma de amar. Cumplir ciertos preceptos está todavía en mi mano. Lo puedo hacer. Puedo estar a la altura. Un tiempo. Mi voluntad se ejercita y lo logro. Ser religioso es una gracia que pido de rodillas. No depende de mí. Se me escapa de las manos. Es una gracia llegar a ser hombre trinitario. Es un don que pido cada día. Quiero ser un hombre traspasado por el amor de Jesús. Arraigado en el corazón de Dios Padre. Movido por la fuerza del Espíritu. Comenta el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «Siempre hemos hablado de la inhabitación divina en el corazón de la persona que vive en gracia. Hoy podemos decir también que la Trinidad está presente en el templo de la comunión matrimonial. Así como habita en las alabanzas de su pueblo (cf. Sal 22,4), vive íntimamente en el amor conyugal que le da gloria. La espiritualidad del amor familiar está hecha de miles de gestos reales y concretos. En esa variedad de dones y de encuentros que maduran la comunión, Dios tiene su morada. Esa entrega asocia a la vez lo humano y lo divino». Dios Trino hace morada en mi interior y en el amor de la familia. Dios Trino es familia. Dios Trino viene a habitar en mi alma. Dios Trino viene a mí. Su amor, el amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, se hace presente en mí. Por eso es tan visible en el amor entre los cónyuges. Tan visible en el amor entre estos y sus hijos. Un amor familiar que es trinitario. Una presencia de Dios que se hace viva y se alimenta en el amor humano que se da en cada familia. Me gusta la imagen de la inhabitación. Dios hace su morada en mi alma, acampa en mí. S. Agustín rezaba: «Señor entra en mi alma y ajústala a Ti. Para poder hablar contigo con palabras del alma y clamor de la mente. No con palabras y voces de carne. Yo por fuera te buscaba y Tú estabas dentro de mí». El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo vienen a hacer morada en mi interior. Hoy escucho: «Alegraos, enmendaos, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros. Saludaos mutuamente con el beso ritual. Os saludan todos los santos. La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros». Estas palabras expresan una realidad que es obra de Dios que habita en mí. Abro mi corazón para que puedan entrar. Dejo que habiten en mí para hacer que mis sentimientos sean los de Dios. Para hacerme hombre religioso, religado, unido con Dios. Quiero que en mi alma pueda entrar Dios. Quiero eliminar las cadenas que no me dejan ser habitado por Él. Quiero que su misericordia esté en mi corazón. Quiero que mis manos sean sus manos. Que Dios habite en mí siempre. Quiero que se trasparente en mí su amor. Quiero llenarme de su luz. Que pueda brillar en mí su gracia, su amor. Inhabitar tiene que ver con una presencia permanente en mí. Cuando me quedo sin Dios en el corazón. Cuando me alejo. Cuando no dejo que toque mi vida. Cuando me cierro en mis egoísmos. Cuando su amor no vence en mi desidia, en mi ira, en mi odio. Entonces quiero que esa inhabitación me haga de nuevo hijo suyo, hijo dócil. Todo es posible si me abro a la gracia, al Espíritu. Si dejo que su amor penetre en mí.
[1] Paul Claudel, La anunciación a María, 173
[2] Paul Claudel, La anunciación a María, 173
[3] Paul Claudel, La anunciación a María, 132
[4] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[5] Paul Claudel, La anunciación a María, 37
[6] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163
[7] J. Kentenich, Vivir con alegría
[8] J. Kentenich, Retiro enero 53, Familia sirviendo la vida
[9] J. Kentenich, Retiro enero 53, Familia sirviendo la vida
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