VI Domingo de Pascua
por Al partir el pan
Hechos de los apóstoles 8, 5-8. 14-17; 1 Pedro 3, 15-18; Juan 14, 15-21
«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos»
«María me abraza y me espera. Pienso en su mirada a los pastorcillos en Fátima. Ellos se dejaron tocar por su amor inmenso y sus vidas cambiaron. Quiero dejarme tocar por su misericordia»
«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos»
«María me abraza y me espera. Pienso en su mirada a los pastorcillos en Fátima. Ellos se dejaron tocar por su amor inmenso y sus vidas cambiaron. Quiero dejarme tocar por su misericordia»
La semana pasada el Papa Francisco canonizó en Fátima a los pastorcillos Jacinta y Francisco. Decía: «Tenemos ante los ojos a san Francisco Marto y a santa Jacinta, a quienes la Virgen María introdujo en el mar inmenso de la Luz de Dios, para que lo adoraran. De ahí recibían ellos la fuerza para superar las contrariedades y los sufrimientos. La presencia divina se fue haciendo cada vez más constante en sus vidas, como se manifiesta claramente en la insistente oración por los pecadores y en el deseo permanente de estar junto a Jesús oculto en el Sagrario». Me conmueve pensar en Francisco y Jacinta. Esos dos niños conmovidos por el amor de una Madre que les había mostrado toda su belleza. Tienen el corazón abierto. Se dejan cuidar por María como su Madre espiritual. Sus vidas cambian. El Papa Francisco comenta: «En Fátima la Virgen ha escogido el corazón inocente y la simplicidad de los pequeños Francisco, Jacinta y Lucia, los depositarios de su mensaje. Estos niños lo han acogido dignamente, y son reconocidos como testigos fiables de las apariciones, convirtiéndose en modelos de vida cristiana». Estos dos niños, siendo tan pequeños, se convierten en modelo de vida cristiana. Modelo para todos los cristianos. Modelo siendo los niños más pequeños canonizados sin haber sufrido el martirio. Modelo por su forma de mirar, de vivir, de sufrir y enfrentar la enfermedad. Por su mirada pura. Por su inocencia intacta. Por su fortaleza en el dolor. Nunca se quejaban en medio de su enfermedad. Y siempre pensaban en los que sufrían y en Jesús al que querían consolar. Ofrecían todo por ellos. Sus dolores, sus renuncias. Cargan así sobre sus débiles hombros el mundo entero. Saben que lo que ellos no aporten no lo hará nadie en su lugar. Me conmueven su mirada inocente, su fortaleza, su alegría y su pasión. Siguen siendo niños pero ya son adultos maduros en la forma de vivir su fe. Y ven el cielo reflejado en la tierra. Descubren el paso de Dios caminando entre ellos. Gracias a las apariciones cambia su vida para siempre, su percepción del mundo. Hoy vivo en un tiempo en el que pienso que el cielo puede esperar. Está muy lejos de la tierra, de mi vida, de mi realidad. Puedo vivir tantos años aquí sin pensar en la eternidad. Más de cien incluso, si me cuido, si conservo la salud. Tantas personas viven pendientes de todo lo que les hace bien, lo que mejora su forma de vida, lo que prolonga su juventud. No piensan en el cielo. Está muy lejos. Pero siempre llega. Una y otra vez tropiezo con la muerte de seres queridos. Me toca acompañar el dolor provocado por la pérdida. No importa la edad del que parte. Siempre duele la separación. Me conmueve la partida de jóvenes que mueren de forma inesperada. O el repentino adiós de personas que estaban en la plenitud de su vida y la enfermedad se las lleva sin previo aviso. Me conmueve la proximidad de esa muerte que quiero ver tan lejos. De ese final al que cierro la puerta con miedo. Me aturde la proximidad del cielo. Lo desconocido me asusta. Y tal vez quiero una vida eterna aquí en la tierra. Sin muerte ni dolor. Sin sufrimiento, sin límites. Prefiero este lugar que ya conozco. Me asusta el cielo desconocido. ¡Se apega tan fácilmente mi corazón al mundo! Y veo a estos niños que saben entregar su corta vida con alegría, pensando en Jesús que sufre y en los pecadores que necesitan conversión. Renuncian a los placeres inmediatos. Aceptan con alegría cualquier sacrificio. No se asustan ante el final de sus días en esta tierra. No se rebelan contra una enfermedad injusta. El encuentro con esa bella mujer los ha cambiado por dentro, los ha hecho niños en los brazos de Dios. Verdaderamente niños inocentes y confiados. A partir de ese encuentro están dispuestos a adorar a Dios, a esperar siempre contra toda esperanza, a amar a Jesús sobre todas las cosas. Y así lo hacen. Y entonces todo lo demás poco importa. Me emociona pensar en la serenidad llena de paz de Francisco. Sensato y fiel. Me gusta la alegría inocente y espontánea de Jacinta. Su sencillez, su mirada. Los dos cambian en el encuentro con Nuestra Señora. Ella los educa poco a poco. La escuela de María se hace realidad en ellos. María siempre es educadora. Siempre es Madre. Es Maestra espiritual. El Papa Francisco ha rechazado esa imagen de María «como deteniendo el brazo justiciero de Dios listo para castigar». María no me protege de Dios y su justicia. María y Jesús tiene la misma misericordia. Madre e Hijo. Unidos. Una sola mirada. Siempre está por delante la misericordia. Añade el Papa: «Hay que anteponer la misericordia al juicio y, en cualquier caso, el juicio de Dios siempre se realiza a la luz de su misericordia. La misericordia de Dios no niega la justicia, porque Jesús cargó sobre sí las consecuencias de nuestro pecado». María es fuente de misericordia para los que la buscan. María me lleva a su Hijo que es puerta de misericordia. Miro a María que me abraza y me espera siempre. Pienso en su mirada hacia los pastorcillos. Estos niños se dejaron tocar por su amor inmenso y sus vidas cambiaron. Palparon la misericordia de Dios. Quiero dejarme tocar por la misericordia de María.
Mi pobreza queda desnuda ante María. Mi pecado y mis faltas son tan visibles. Ella me quiere en mi verdad, en mi pequeñez. Conoce la pureza de mi alma. La que yo no veo. Y necesita que yo me abra y me deje hacer totalmente de nuevo. Quiero ser más niño como Jacinta y Francisco. Quiero tener esa mirada vuelta hacia los hombres, vuelta hacia Dios. Quitarme yo del centro y poner en el centro a Dios. Quiero vivir mis renuncias con un corazón alegre. Las ofrezco por los sufren más que yo, por los que no tienen paz, por los que no son felices. Esa mirada da sentido a todo lo que me toca vivir. En ese plan de Dios oculto a mis ojos tan apegados al mundo. Cuando llego al santuario entrego a María todo lo que vivo, lo que me alegra, lo que me hace sufrir, mi fragilidad que no me deja amar con hondura, mi miseria que me recuerda que soy barro tan necesitado. Y María lo recoge todo en sus manos de Madre. Y regala gracias de amor a todo el que llega a Ella buscando consuelo. Adquiere así un sentido nuevo mi dolor. Tiene un nuevo significado mi pobreza. Soy un pobre que enriquece a muchos. Quiero ser un signo de esperanza y misericordia para los hombres que viven perdidos sin encontrar el amor de Dios que los espera siempre. Quiero amar tanto a Dios como lo amaron los pastorcillos, que no dudaron en correr a su encuentro dejándolo todo. Quiero buscar a ese Jesús escondido en los hombres, en medio de mi vida, oculto en el sagrario. Quiero descubrirlo cuando mis ojos no sepan verlo. Quiero adorarlo, amarlo y desearlo. Entrego hoy mi vida con generosidad. Me conmueve ver cómo esos niños se pusieron en un segundo plano dejando a Jesús el centro de sus vidas. Sus deseos dejaron de ser tan importantes. ¡Qué difícil es renunciar a los propios deseos! A veces me veo manipulando los deseos de Dios para que coincidan con los míos. Busco que todo encaje según mis sueños tratando de ser feliz. Quiero que sean mis planes los que se impongan siempre. Quiero ser yo el que decido, el que actúo, el que logro. Dice el Papa Francisco: «La vida es buena cuando tú estás feliz. Pero la vida es mucho mejor cuando los otros están felices por causa tuya». Pienso en los pastorcillos que renuncian a sus deseos por amor a Dios y a los hombres. Quieren que los demás sean felices. Pienso en su mirada pura que desea alegrar el corazón de Jesús y el de los que están lejos de Dios. Me gustaría ser así. Y pensar más en el corazón de Jesús y en las personas que sufren. Quiero alegrar a María. Con mis obras, con mis palabras, con mi mirada. Quiero un corazón más puro e inocente. Una mirada más profunda que no se quede en los deseos del presente que son efímeros. El cardenal Robert Sarah decía: «Es tiempo de poner a Dios en el centro de nuestras preocupaciones, en el centro de nuestros pensamientos, en el centro de nuestro actuar y de nuestra vida, en el lugar que solo Él debe ocupar». Como los pastorcillos quiero tener a Jesús en el centro de mi vida para que así mi vida cambie. Porque la cercanía de Jesús cambia mi mirada, mi forma de pensar, me da nuevas categorías: «Algo nuevo se despierta en el corazón de sus discípulos. Esa paz contagiosa, esa pureza de corazón sin envidia ni ambición alguna, su capacidad de perdón, sus gestos de misericordia ante toda flaqueza, humillación o pecado, esa lucha apasionada por la justicia en favor de los más débiles y maltratados, su esperanza inquebrantable en el Padre»[1]. Jesús en el centro de mis preocupaciones y deseos lo acaba cambiando todo. Quiero adorarle sólo a Él. Esperar sólo en Él y confiar siempre en sus planes. Es el momento de dejar de lado tantas preocupaciones superficiales que me quitan la paz. Quisiera tener un corazón más de Dios, más niño. Quiero mirar la vida como los pastorcillos.
Hoy escucho de labios de Jesús que no soy huérfano. Tengo padre y madre. Es verdad que no quiero ser huérfano y me da miedo como a los discípulos que Jesús se aleje. Por eso hoy les dice: «No os dejaré huérfanos, volveré». Jesús se va para volver en la fuerza de su Espíritu. Soy hijo de Dios para siempre. No soy huérfano. El Papa Francisco me recuerda que tengo una Madre en el cielo. No soy huérfano porque tengo Padre y Madre. Decía el Papa Francisco en Fátima: «Tenemos una Madre, una Señora muy bella, comentaban entre ellos los videntes de Fátima mientras regresaban a casa, en aquel bendito 13 de mayo de hace cien años. Y, por la noche, Jacinta no pudo contenerse y reveló el secreto a su madre: ‘Hoy he visto a la Virgen’. Habían visto a la Madre del cielo». Jacinta no puede contenerse y cuenta con alegría que María es muy bella. No guarda el secreto y lo cuenta emocionada. Tengo una madre. Esa es también mi certeza y mi alegría. María se convierte en Fátima en Madre de esos niños, de esos pastorcillos. Y al mismo tiempo se manifiesta como Madre de todos. Es también mi Madre. Dice el Papa Francisco: «Tenemos ante los ojos a san Francisco Marto y a santa Jacinta, a quienes la Virgen María introdujo en el mar inmenso de la Luz de Dios, para que lo adoraran. De ahí recibían ellos la fuerza para superar las contrariedades y los sufrimientos. La presencia divina se fue haciendo cada vez más constante en sus vidas». Me gusta la escuela de María que me enseña a vivir. En esta escuela aprenden esos dos niños. Aprenden a ser más de Dios en los brazos de una Madre. Nunca serán huérfanos. A mí también me gusta mirar a María como mi Madre espiritual. Como mi maestra en la fe. Ella no me salva de la ira de Dios. Porque Dios es misericordia. Y como buena Madre me adentra en el corazón misericordioso de Dios en el que Ella vive. Me llena de su luz y su esperanza. Me enseña una nueva manera de vivir. Con generosidad. Confiando. Dando a manos llenas. Me gusta pensar que María sostiene mis pasos para que yo no caiga. Camina a mi lado cuando me siento solo. Me abraza por la espalda para que no me turbe y espere. Sé muy bien que la soledad es parte de mi vida. Pero Ella me llena de luz como a los pastorcillos. Me devuelve esa inocencia perdida. Me muestra que mi corazón está hecho para la vida eterna, y no puede vivir esclavo de la tierra. Quiero un corazón sencillo. Fiel. Dócil. Alegre. Un corazón confiado en medio de las contrariedades. Necesito desapegarme de tantos apegos falsos. Recuerdo una poesía escrita a una madre y me conmuevo: «Con las olas más pequeñas en el mar de su bondad, con la brisa de verdad que conmueve cada vela, es lo mismo que ya anhelas, reconoces ese Amor. Tú, barquita de color, que navegas en sus mares y tus ojos ven lugares que soñaste con ardor. Vela firme, bien cosida y con hilo algún remiendo de aquel hueco van fluyendo sus consuelos en tu herida. Este viento ha dado vida a barquillas más pequeñas pues con su sonido enseñas a volver el corazón y poner en el timón, a quien hizo las estrellas». Una madre que me enseña a poner en el timón a Dios. Él es el capitán de mi barca. Es el que da consuelo a mi herida. El que remienda mis huecos. Y sostiene mi fragilidad herida. Esa madre es María que me empuja a soñar con mares hondos y desconocidos. Y a no temer la incertidumbre y los pesares de navegar mar adentro dejando a Dios al timón de mi vida. El P. Kentenich habla así de la influencia de María en su vida: «Al echar una mirada retrospectiva les digo que no conozco otra persona que haya ejercido una influencia profunda sobre mi desarrollo. Millones de hombres se habrían quebrado si hubieran estado abandonados a sí mismos como yo lo estuve. Hube de criarme en completa soledad del alma, porque en mí debía nacer un mundo que más tarde había de ser entregado y transferido a otros. Si mi alma hubiera tenido contacto con la cultura de entonces, en algún momento me habría vinculado personalmente, y entonces hoy no podría decir tan terminantemente que mi educación fue obra exclusiva de la Santísima Virgen, sin otra influencia humana profunda»[2]. No tuvo ninguna influencia humana más fuerte. Experimentó en su juventud la soledad más dura. Y María lo sostuvo en medio de su dolor. Ella equilibró su alma rota y perdida. La sostuvo en medio de sus crisis. Me conmueve pensar en ese amor de Madre. Ella lo educó a él y lo sostuvo siempre en la tribulación. Así quiero vivir yo. Anclado en Ella. Que Ella sea mi sostén y mi seguro. Que en mi soledad me abrace siempre. Que en mis abandonos me recuerde para quién vivo. Cuando no sepa bien cómo caminar Ella me enseñe a dar los primeros pasos. Que me ancle con fuerza en el mundo de Dios y así llene mi alma. Así me enseña a vivir María. Me hace más niño. Más suyo. Más puro.
Coincidiendo con la celebración del centenario de Fátima una canción portuguesa ganó en el festival de Eurovisión. Ganó una canción que habla del amor. Dice la canción: «Si algún día, alguien pregunta sobre mí di que viví para amarte. Antes de ti, solo existía cansado y sin nada para dar. Amor, escucha mis plegarias. Pido que regreses, que me vuelvas a querer. Sé que uno no ama solo, tal vez, despacito, puedas volver a aprender. Si tu corazón no quiera ceder. No sentir pasión, no quiere sufrir. Sin hacer planes de lo que vendrá después, mi corazón puede amar por los dos». Expresa el deseo de volver a ser amado. De recibir el amor de aquella persona que ya no lo ama. Y al final, si realmente la otra persona no lograra amarlo de nuevo, él sería capaz de amar por los dos. Uno puede amar y no ser correspondido. Uno puede dar la vida por alguien y recibir a cambio desprecio. Eso es posible. Una madre puede desvivirse por el hijo que se aleja de casa y no la ama. Lo sé, es posible amar y no ser amado. Muchas personas hoy aman y no son amadas como ellas quisieran. Tanto como ellas aman. Y sufren. Hasta el punto de perder la esperanza. Y al dejar de esperar, dejan de amar. Si me siento rechazado puedo dejar de amar. Lo doy todo por amor y no recibo nada a cambio. Mi corazón siempre desea recibir cuando da. Porque no es tan fácil amar sin ser amado. Ama así el amor de una madre que siempre es fiel, haga lo que haga su hijo amado. Así es también el amor de Dios que me ama siempre, aunque yo me aleje y desprecie sus planes. Me conmueve siempre el amor no correspondido. Ese amor que no consigue despertar amor en la persona amada. Pero pienso que esta canción habla de algo más. Habla de un amor que es capaz de amar por los dos. Un amor capaz de amar por el que no ama. Así ama Jesús en mí. Me ama en mi indigencia, en mi falta de amor. No espera mi amor a cambio. Ama por mí. Ama por los dos. Su amor ama en mi amor humano. Y así me enseña a amar. Pero aún más que eso, ama por mí. Ama por los dos. Jesús es capaz de amar por mí cuando yo no amo. Si me dejo amar por Dios Él irá cambiando mi corazón y me enseñará a amar. El P. Kentenich decía: «Un hombre que ama, que por último ha puesto su amor en el corazón de Dios, en cierto modo participa de la inmensa riqueza del amor de Dios. Si hay algo que no empobrece, es amar, es regalar la calidez del corazón»[3]. Un corazón que ama a Dios participa del amor de Dios, ama con el amor de Dios. Creo que ese amar por los dos tendría que darse en la vida matrimonial. El esposo ama a su esposa con toda su alma, con todo su ser. No da una parte, no da un poco, para recibir a cambio una medida parecida. El amor verdadero, el amor al que aspiro, ama dándolo todo, el cien por cien. No exige ser amado en la misma medida. Ama siempre por los dos. Y cuando logro amar de esta forma, sin exigir, sin esperar, todo cambia. Puede que no reciba más amor, pero al amar soy feliz, no amo con amargura. Puede que no me amen como yo amo. Pero lo cierto es que el acento está puesto en mí. Yo sí puedo amar más. Yo soy el que puedo darlo todo al amar. Puedo amar siempre por los dos. Esa forma de mirar la vida me gusta. En este mundo en el que todo se mide y calcula. En el que nadie quiere dar sin recibir. O dar más de lo exigible. Nadie quiere pecar de débil. Este tiempo en el que se calcula el amor que se entrega. Y cada uno da sólo una medida esperando recibir a cambio una medida parecida. Un tiempo en el que el amor lleva cuentas del bien y del mal. Un amor así es un amor mezquino. Y hoy siento que Jesús me pide que ame de otra forma. Me gusta esa expresión, amar por los dos. Quiero estar dispuesto a amar por los dos. A amar aunque no reciba tanto a cambio. Amar aunque sea despreciado. Amar en el olvido. Amar en la soledad. Sin llevar cuentas del bien que hago. Ni del mal que recibo. Sin esperar ser correspondido. Esa forma de mirar la vida me recuerda a la de los pastorcillos. Me gusta verlo todo así. Quiero tener un corazón más generoso. ¿He amado así alguna vez? ¿Me han amado así, han amado por mí, por los dos?
El amor siempre es lo primero. Jesús me dice hoy: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos». Si lo amo haré lo que a Él le agrada. Primero no es el mandamiento. Primero es el amor. No hago lo que me pide y luego amo. No es así en la vida. Lo propio del amor es amar y como consecuencia seguir los mandamientos. Nadie que ama quiere el mal de aquel a quien ama. Parece evidente. Pero es verdad que luego puedo llegar a hacer el mal a quien amo porque amo de forma enfermiza. O porque soy débil y hago el mal por debilidad. A veces mi amor no es sano. Tengo muchos obstáculos que me impiden amar bien. Mi amor se enfría y entonces sólo queda mi amor propio, mi amor egoísta. En ocasiones me lleno de rencores o sentimientos poco sanos, y voy acumulando ofensas recibidas. Estoy herido y amo desde mi herida. Sangro. Me duele y hago daño. Otras veces caigo en la envidia, en los celos, en la rabia y me ofusco. Compito con aquel a quien creo amar, pero eso no es amor verdadero. Todo ello me hace cuidar mal a quien amo. Es paradójico. Comentaba el P. Kentenich: «Estar profundamente uno en el otro, en lugar de uno contra el otro. Yo en ti, tú en mí y ambos el uno en el otro. ¡Qué profunda esta fuerza unitiva en el ser humano!»[4]. El amor no son teorías, no son ideas. El amor es una experiencia de pertenencia. ¡Cuánto cuesta educar en el amor! Hay muchos obstáculos que no nos dejan amar bien. El hombre sufre tanto al no saber amar. Lo que nos hace felices de verdad es amar y ser amados. De nada sirven las teorías, los conocimientos, las ideologías. Es el amor lo que queda, lo importante. Quiero aprender a amar con todo mi corazón. Quiero que Dios venza en mí esos obstáculos que me impiden amar bien. A veces me da miedo amar y que no me amen. Amar y ser luego herido. Amar y quedarme solo. Amar mal y herir a quien amo. Amar de forma egoísta y enfermiza y acabar alejando de mí a quien amo. ¿Dónde está la verdadera escuela del amor? En el Santuario. Allí María y Jesús quieren enseñarme a amar de verdad. Quiero aceptar que el amor humano es reflejo de un amor infinito. Sólo ese reflejo torpe e imperfecto que no colmará nunca todas mis ansias de infinito. Aunque a veces lo desee. El otro día leía: «Ningún amor o amistad, ningún abrazo íntimo o beso tierno, ninguna comunidad, ningún hombre o mujer serán capaces jamás de satisfacer nuestro deseo de vernos aliviados de nuestra condición de solitarios. Esta verdad es tan desconcertante y dolorosa que nos hacemos más propensos a los juegos de nuestra fantasía que a hacer frente a la verdad de nuestra existencia. Así seguimos esperando que algún día encontraremos al hombre o mujer que realmente entienda nuestras experiencias, la mujer que traerá paz a nuestra vida inquieta, el trabajo donde podamos agotar nuestras posibilidades, el libro que nos explicará todo y el lugar donde podremos sentirnos en el hogar. Tal esperanza falsa nos lleva a hacer peticiones que llegan a agotarnos y nos preparan para una hostilidad amarga y peligrosa, cuando empezamos a descubrir que nadie ni nada puede llenar nuestras expectativas de absoluto»[5]. El amor humano me deja siempre insatisfecho. A veces espero la relación que me salve, el trabajo que me colme, el lugar para vivir que me llene. Y cuando no llega, me frustro. No vivo en mi vida hoy, no acepto lo que tengo delante. Vivo amargado esperando lo que no llega. Y no disfruto los regalos del presente. Quiero aprender a vivir con sed de infinito. Esa sed honda e insaciable que sólo en el cielo quedará saciada para siempre. Pero eso no me exime de amar hasta el extremo. Y buscar en Dios mi descanso en la tierra. Vivo anclado en el mundo y atado al cielo. Amar así es una gracia, un don de Dios que pido cada día. Quiero echar raíces sin temer ser herido algún día. Quiero estar dispuesto a amar siempre por los dos. Esa actitud me hace más libre, más maduro, más hombre. Lo mismo con Dios. A veces digo que lo amo pero no es así. Siento que lo amo en mi corazón pero luego me alejo buscando mis apegos. Le prometo darle todo lo que tengo y luego me duele tanto que me alejo. No quiero arriesgarme. Me gustaría aprender a amar de verdad. A amar con un corazón noble, sin doblez, sin mentira. Una forma de amar que me parece imposible. Pero es así como Dios me enseña a querer. Así me ama Jesús clavado en la cruz. Por eso, cuando amo de esta forma, es fácil seguir sus mandatos. Es la consecuencia del amor que sólo quiere el bien del amado. Cuando amo a alguien de forma sana quiero su bien. Quiero sus deseos. Quiero que sea feliz. Amo sus caminos. Sus anhelos. Sus sueños. Me importa su vida casi más que la mía. Amar así me parece casi imposible. Pero sé que para Dios nada es imposible. Mi amor propio es muy fuerte y tiende a ponerme a mí en el centro con todas mis pretensiones. El otro día leía: «Se siente amado quien cree que le aman más de lo que merece. Para amar hay que tomar en serio sólo las cosas serias. Enterrar la susceptibilidad. No sabe amar quien no perdona de verdad y para siempre. Todos los seres humanos tenemos un tesoro que se nos concede al nacer: nuestra capacidad para ceder nuestro centro de atención y dedicarnos a otro. Por eso, el mayor desamor no es el conflicto, sino la indiferencia. Echar a alguien lo más lejos de nuestro centro»[6]. Dejamos de amar cuando olvidamos, cuando despreciamos, cuando dejamos de valorar a quien decimos amar. Hoy hay muchos matrimonios rotos. Muchas veces se separaron por las tensiones que hacían tan difícil la convivencia. Pero muchas otras fue la indiferencia la que fue minando la relación. Uno de los dos dejó de poner al otro en el centro. Dejó de pensar más en el otro que en sí mismo. Comenzó a seguir su propio camino. Vivían juntos, pero no compartían sus vidas. Desde ese momento uno de los dos tal vez esperaba que el otro cambiara. Y al no ser así, comenzaron a ser más importantes en su vida otras cosas. El centro cambió de lugar. Dejo de amar al otro cuando ya no pienso en lo que le hace feliz y busco obsesionado lo que a mí me importa y me hace feliz. Pienso más en mí que en la felicidad de aquel a quien amo. Dice el Papa Francisco: «Cada hombre es una historia de amor que Dios escribe en esta tierra, cada uno de nosotros es una historia de amor de Dios. A cada uno de nosotros Dios llama, nos conoce por el nombre, nos mira, nos espera, nos perdona, tiene paciencia con nosotros. Los lazos más auténticos no se rompen con la muerte». Ese ideal es el que todos deseamos alcanzar. Le pido a Jesús que me enseñe a hacer realidad en mi vida esa historia de amor con Él. Quiero amar más allá de la muerte. Que mi vida sea una historia de amor con Él y con las personas a las que quiero. Deseo amar de esa forma tan sana. Dejando de lado mis prejuicios. Sin condenar. Sin encasillar. Quiero que mi amor libere a aquel a quien amo. Quiero enaltecer con mis gestos de amor. No dejar nunca de admirar y cuidar el fuego del amor que Dios pone en mi alma. Le pido a Dios ese don de amar dando la vida.
Es la Pascua el tiempo en que me preparo para la llegada del Espíritu. Veo los signos de vida que Dios realiza a mi alrededor y me asombro siempre de nuevo, como los apóstoles: «El gentío escuchaba con aprobación lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos que hacía, y los estaban viendo: de muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban. La ciudad se llenó de alegría». Me llena de alegría ver lo que Dios hace a mi alrededor. Las conversiones, los cambios de vida. La santidad oculta de tantos. Me asombra también lo que hace en mí. Lo que ha hecho a lo largo de tantos años. Me ha cambiado. Me conmueve. Soy testigo también de los milagros sencillos que obra en tantos corazones. Es la Pascua el tiempo de esa Iglesia primera que va recorriendo los caminos con un corazón puro e inocente. Una Iglesia que vive en la fuerza del Espíritu. ¡Cuánta libertad para dejar actuar a Dios! ¡Cuánta docilidad! Me falta tantas veces. Me gustaría tener un corazón más libre. Quiero recibir el Espíritu que me libere de mis ataduras. Viene en Jesús y a través de aquellos que imponen las manos. «Enviaron a Pedro y a Juan; ellos bajaron hasta allí y oraron por los fieles, para que recibieran el Espíritu Santo». Es el Espíritu que me libera, que me hace dócil. Ese Espíritu que entrego en mis propias manos como agua que calma la sed. Es el Espíritu que despierta mi carne dormida, llena de luz mi oscuridad, viste de esperanza mi amargura. Queda poco para celebrar Pentecostés y ya anhelo ese día de fuego. Desde ahora mismo quiero preparar el corazón para vivir en mi cenáculo, esperando, aguardando. Me siento tan humano, tan del mundo y deseo anclarme más en Dios para vivir mi vida con un sentido. El Espíritu puede venir sobre mí y cambiar mi corazón si yo le dejo. Se lo pido. Que estos días me ayuden a vivir en el cenáculo de mi vida. Esperando. De la mano de María que me ayuda a perseverar en mi oración. El Espíritu lima las asperezas de mi alma. Y despierta vida en mi interior. Y me hace apóstol, testigo de una nueva esperanza. Hoy escucho: «Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere; pero con mansedumbre y respeto». Doy razones de mi esperanza. Y lo hago desde la humildad. Quiero ser manso. El Espíritu levanta mi corazón y me hace creer en lo que no veo posible. Tantas veces pierdo la esperanza cuando veo mucho dolor en mi camino. Este tiempo del Espíritu me ayuda a creer en lo que no veo, en lo que me parece imposible. Alegra mi corazón y lo ensancha para que puedan caber en Él más personas. Añoro un tiempo del Espíritu para poder dejar de lado mis tristezas y mis agobios. Miro a María y quiero rezar como lo hacía una persona: «Madre, necesito vincularme a ti, tenerte más presente. Depender y darme cuenta de esa dependencia que aunque no temo que se pierda, sí que descuido muchas veces». Con María soy capaz de perseverar y mantenerme fiel. Imploro la venida del Espíritu Santo que cambie mi corazón para siempre. No quiero volver a tener un corazón de piedra. Pero es verdad que a veces me cueste creer en todo su poder. Desconfío de lo que mis manos pueden hacer cuando bendigo. Y no valoro el poder que tienen mis palabras. Y no sé calcular la fuerza del amor de Dios en mí. Cuando dejo que Él ame por los dos. Me asombro de nuevo al ver el poder de Dios en mi alma. Suplico que venga sobre mí y venza tantas resistencias que pongo que no me dejan experimentar su amor.
Mi pobreza queda desnuda ante María. Mi pecado y mis faltas son tan visibles. Ella me quiere en mi verdad, en mi pequeñez. Conoce la pureza de mi alma. La que yo no veo. Y necesita que yo me abra y me deje hacer totalmente de nuevo. Quiero ser más niño como Jacinta y Francisco. Quiero tener esa mirada vuelta hacia los hombres, vuelta hacia Dios. Quitarme yo del centro y poner en el centro a Dios. Quiero vivir mis renuncias con un corazón alegre. Las ofrezco por los sufren más que yo, por los que no tienen paz, por los que no son felices. Esa mirada da sentido a todo lo que me toca vivir. En ese plan de Dios oculto a mis ojos tan apegados al mundo. Cuando llego al santuario entrego a María todo lo que vivo, lo que me alegra, lo que me hace sufrir, mi fragilidad que no me deja amar con hondura, mi miseria que me recuerda que soy barro tan necesitado. Y María lo recoge todo en sus manos de Madre. Y regala gracias de amor a todo el que llega a Ella buscando consuelo. Adquiere así un sentido nuevo mi dolor. Tiene un nuevo significado mi pobreza. Soy un pobre que enriquece a muchos. Quiero ser un signo de esperanza y misericordia para los hombres que viven perdidos sin encontrar el amor de Dios que los espera siempre. Quiero amar tanto a Dios como lo amaron los pastorcillos, que no dudaron en correr a su encuentro dejándolo todo. Quiero buscar a ese Jesús escondido en los hombres, en medio de mi vida, oculto en el sagrario. Quiero descubrirlo cuando mis ojos no sepan verlo. Quiero adorarlo, amarlo y desearlo. Entrego hoy mi vida con generosidad. Me conmueve ver cómo esos niños se pusieron en un segundo plano dejando a Jesús el centro de sus vidas. Sus deseos dejaron de ser tan importantes. ¡Qué difícil es renunciar a los propios deseos! A veces me veo manipulando los deseos de Dios para que coincidan con los míos. Busco que todo encaje según mis sueños tratando de ser feliz. Quiero que sean mis planes los que se impongan siempre. Quiero ser yo el que decido, el que actúo, el que logro. Dice el Papa Francisco: «La vida es buena cuando tú estás feliz. Pero la vida es mucho mejor cuando los otros están felices por causa tuya». Pienso en los pastorcillos que renuncian a sus deseos por amor a Dios y a los hombres. Quieren que los demás sean felices. Pienso en su mirada pura que desea alegrar el corazón de Jesús y el de los que están lejos de Dios. Me gustaría ser así. Y pensar más en el corazón de Jesús y en las personas que sufren. Quiero alegrar a María. Con mis obras, con mis palabras, con mi mirada. Quiero un corazón más puro e inocente. Una mirada más profunda que no se quede en los deseos del presente que son efímeros. El cardenal Robert Sarah decía: «Es tiempo de poner a Dios en el centro de nuestras preocupaciones, en el centro de nuestros pensamientos, en el centro de nuestro actuar y de nuestra vida, en el lugar que solo Él debe ocupar». Como los pastorcillos quiero tener a Jesús en el centro de mi vida para que así mi vida cambie. Porque la cercanía de Jesús cambia mi mirada, mi forma de pensar, me da nuevas categorías: «Algo nuevo se despierta en el corazón de sus discípulos. Esa paz contagiosa, esa pureza de corazón sin envidia ni ambición alguna, su capacidad de perdón, sus gestos de misericordia ante toda flaqueza, humillación o pecado, esa lucha apasionada por la justicia en favor de los más débiles y maltratados, su esperanza inquebrantable en el Padre»[1]. Jesús en el centro de mis preocupaciones y deseos lo acaba cambiando todo. Quiero adorarle sólo a Él. Esperar sólo en Él y confiar siempre en sus planes. Es el momento de dejar de lado tantas preocupaciones superficiales que me quitan la paz. Quisiera tener un corazón más de Dios, más niño. Quiero mirar la vida como los pastorcillos.
Hoy escucho de labios de Jesús que no soy huérfano. Tengo padre y madre. Es verdad que no quiero ser huérfano y me da miedo como a los discípulos que Jesús se aleje. Por eso hoy les dice: «No os dejaré huérfanos, volveré». Jesús se va para volver en la fuerza de su Espíritu. Soy hijo de Dios para siempre. No soy huérfano. El Papa Francisco me recuerda que tengo una Madre en el cielo. No soy huérfano porque tengo Padre y Madre. Decía el Papa Francisco en Fátima: «Tenemos una Madre, una Señora muy bella, comentaban entre ellos los videntes de Fátima mientras regresaban a casa, en aquel bendito 13 de mayo de hace cien años. Y, por la noche, Jacinta no pudo contenerse y reveló el secreto a su madre: ‘Hoy he visto a la Virgen’. Habían visto a la Madre del cielo». Jacinta no puede contenerse y cuenta con alegría que María es muy bella. No guarda el secreto y lo cuenta emocionada. Tengo una madre. Esa es también mi certeza y mi alegría. María se convierte en Fátima en Madre de esos niños, de esos pastorcillos. Y al mismo tiempo se manifiesta como Madre de todos. Es también mi Madre. Dice el Papa Francisco: «Tenemos ante los ojos a san Francisco Marto y a santa Jacinta, a quienes la Virgen María introdujo en el mar inmenso de la Luz de Dios, para que lo adoraran. De ahí recibían ellos la fuerza para superar las contrariedades y los sufrimientos. La presencia divina se fue haciendo cada vez más constante en sus vidas». Me gusta la escuela de María que me enseña a vivir. En esta escuela aprenden esos dos niños. Aprenden a ser más de Dios en los brazos de una Madre. Nunca serán huérfanos. A mí también me gusta mirar a María como mi Madre espiritual. Como mi maestra en la fe. Ella no me salva de la ira de Dios. Porque Dios es misericordia. Y como buena Madre me adentra en el corazón misericordioso de Dios en el que Ella vive. Me llena de su luz y su esperanza. Me enseña una nueva manera de vivir. Con generosidad. Confiando. Dando a manos llenas. Me gusta pensar que María sostiene mis pasos para que yo no caiga. Camina a mi lado cuando me siento solo. Me abraza por la espalda para que no me turbe y espere. Sé muy bien que la soledad es parte de mi vida. Pero Ella me llena de luz como a los pastorcillos. Me devuelve esa inocencia perdida. Me muestra que mi corazón está hecho para la vida eterna, y no puede vivir esclavo de la tierra. Quiero un corazón sencillo. Fiel. Dócil. Alegre. Un corazón confiado en medio de las contrariedades. Necesito desapegarme de tantos apegos falsos. Recuerdo una poesía escrita a una madre y me conmuevo: «Con las olas más pequeñas en el mar de su bondad, con la brisa de verdad que conmueve cada vela, es lo mismo que ya anhelas, reconoces ese Amor. Tú, barquita de color, que navegas en sus mares y tus ojos ven lugares que soñaste con ardor. Vela firme, bien cosida y con hilo algún remiendo de aquel hueco van fluyendo sus consuelos en tu herida. Este viento ha dado vida a barquillas más pequeñas pues con su sonido enseñas a volver el corazón y poner en el timón, a quien hizo las estrellas». Una madre que me enseña a poner en el timón a Dios. Él es el capitán de mi barca. Es el que da consuelo a mi herida. El que remienda mis huecos. Y sostiene mi fragilidad herida. Esa madre es María que me empuja a soñar con mares hondos y desconocidos. Y a no temer la incertidumbre y los pesares de navegar mar adentro dejando a Dios al timón de mi vida. El P. Kentenich habla así de la influencia de María en su vida: «Al echar una mirada retrospectiva les digo que no conozco otra persona que haya ejercido una influencia profunda sobre mi desarrollo. Millones de hombres se habrían quebrado si hubieran estado abandonados a sí mismos como yo lo estuve. Hube de criarme en completa soledad del alma, porque en mí debía nacer un mundo que más tarde había de ser entregado y transferido a otros. Si mi alma hubiera tenido contacto con la cultura de entonces, en algún momento me habría vinculado personalmente, y entonces hoy no podría decir tan terminantemente que mi educación fue obra exclusiva de la Santísima Virgen, sin otra influencia humana profunda»[2]. No tuvo ninguna influencia humana más fuerte. Experimentó en su juventud la soledad más dura. Y María lo sostuvo en medio de su dolor. Ella equilibró su alma rota y perdida. La sostuvo en medio de sus crisis. Me conmueve pensar en ese amor de Madre. Ella lo educó a él y lo sostuvo siempre en la tribulación. Así quiero vivir yo. Anclado en Ella. Que Ella sea mi sostén y mi seguro. Que en mi soledad me abrace siempre. Que en mis abandonos me recuerde para quién vivo. Cuando no sepa bien cómo caminar Ella me enseñe a dar los primeros pasos. Que me ancle con fuerza en el mundo de Dios y así llene mi alma. Así me enseña a vivir María. Me hace más niño. Más suyo. Más puro.
Coincidiendo con la celebración del centenario de Fátima una canción portuguesa ganó en el festival de Eurovisión. Ganó una canción que habla del amor. Dice la canción: «Si algún día, alguien pregunta sobre mí di que viví para amarte. Antes de ti, solo existía cansado y sin nada para dar. Amor, escucha mis plegarias. Pido que regreses, que me vuelvas a querer. Sé que uno no ama solo, tal vez, despacito, puedas volver a aprender. Si tu corazón no quiera ceder. No sentir pasión, no quiere sufrir. Sin hacer planes de lo que vendrá después, mi corazón puede amar por los dos». Expresa el deseo de volver a ser amado. De recibir el amor de aquella persona que ya no lo ama. Y al final, si realmente la otra persona no lograra amarlo de nuevo, él sería capaz de amar por los dos. Uno puede amar y no ser correspondido. Uno puede dar la vida por alguien y recibir a cambio desprecio. Eso es posible. Una madre puede desvivirse por el hijo que se aleja de casa y no la ama. Lo sé, es posible amar y no ser amado. Muchas personas hoy aman y no son amadas como ellas quisieran. Tanto como ellas aman. Y sufren. Hasta el punto de perder la esperanza. Y al dejar de esperar, dejan de amar. Si me siento rechazado puedo dejar de amar. Lo doy todo por amor y no recibo nada a cambio. Mi corazón siempre desea recibir cuando da. Porque no es tan fácil amar sin ser amado. Ama así el amor de una madre que siempre es fiel, haga lo que haga su hijo amado. Así es también el amor de Dios que me ama siempre, aunque yo me aleje y desprecie sus planes. Me conmueve siempre el amor no correspondido. Ese amor que no consigue despertar amor en la persona amada. Pero pienso que esta canción habla de algo más. Habla de un amor que es capaz de amar por los dos. Un amor capaz de amar por el que no ama. Así ama Jesús en mí. Me ama en mi indigencia, en mi falta de amor. No espera mi amor a cambio. Ama por mí. Ama por los dos. Su amor ama en mi amor humano. Y así me enseña a amar. Pero aún más que eso, ama por mí. Ama por los dos. Jesús es capaz de amar por mí cuando yo no amo. Si me dejo amar por Dios Él irá cambiando mi corazón y me enseñará a amar. El P. Kentenich decía: «Un hombre que ama, que por último ha puesto su amor en el corazón de Dios, en cierto modo participa de la inmensa riqueza del amor de Dios. Si hay algo que no empobrece, es amar, es regalar la calidez del corazón»[3]. Un corazón que ama a Dios participa del amor de Dios, ama con el amor de Dios. Creo que ese amar por los dos tendría que darse en la vida matrimonial. El esposo ama a su esposa con toda su alma, con todo su ser. No da una parte, no da un poco, para recibir a cambio una medida parecida. El amor verdadero, el amor al que aspiro, ama dándolo todo, el cien por cien. No exige ser amado en la misma medida. Ama siempre por los dos. Y cuando logro amar de esta forma, sin exigir, sin esperar, todo cambia. Puede que no reciba más amor, pero al amar soy feliz, no amo con amargura. Puede que no me amen como yo amo. Pero lo cierto es que el acento está puesto en mí. Yo sí puedo amar más. Yo soy el que puedo darlo todo al amar. Puedo amar siempre por los dos. Esa forma de mirar la vida me gusta. En este mundo en el que todo se mide y calcula. En el que nadie quiere dar sin recibir. O dar más de lo exigible. Nadie quiere pecar de débil. Este tiempo en el que se calcula el amor que se entrega. Y cada uno da sólo una medida esperando recibir a cambio una medida parecida. Un tiempo en el que el amor lleva cuentas del bien y del mal. Un amor así es un amor mezquino. Y hoy siento que Jesús me pide que ame de otra forma. Me gusta esa expresión, amar por los dos. Quiero estar dispuesto a amar por los dos. A amar aunque no reciba tanto a cambio. Amar aunque sea despreciado. Amar en el olvido. Amar en la soledad. Sin llevar cuentas del bien que hago. Ni del mal que recibo. Sin esperar ser correspondido. Esa forma de mirar la vida me recuerda a la de los pastorcillos. Me gusta verlo todo así. Quiero tener un corazón más generoso. ¿He amado así alguna vez? ¿Me han amado así, han amado por mí, por los dos?
El amor siempre es lo primero. Jesús me dice hoy: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos». Si lo amo haré lo que a Él le agrada. Primero no es el mandamiento. Primero es el amor. No hago lo que me pide y luego amo. No es así en la vida. Lo propio del amor es amar y como consecuencia seguir los mandamientos. Nadie que ama quiere el mal de aquel a quien ama. Parece evidente. Pero es verdad que luego puedo llegar a hacer el mal a quien amo porque amo de forma enfermiza. O porque soy débil y hago el mal por debilidad. A veces mi amor no es sano. Tengo muchos obstáculos que me impiden amar bien. Mi amor se enfría y entonces sólo queda mi amor propio, mi amor egoísta. En ocasiones me lleno de rencores o sentimientos poco sanos, y voy acumulando ofensas recibidas. Estoy herido y amo desde mi herida. Sangro. Me duele y hago daño. Otras veces caigo en la envidia, en los celos, en la rabia y me ofusco. Compito con aquel a quien creo amar, pero eso no es amor verdadero. Todo ello me hace cuidar mal a quien amo. Es paradójico. Comentaba el P. Kentenich: «Estar profundamente uno en el otro, en lugar de uno contra el otro. Yo en ti, tú en mí y ambos el uno en el otro. ¡Qué profunda esta fuerza unitiva en el ser humano!»[4]. El amor no son teorías, no son ideas. El amor es una experiencia de pertenencia. ¡Cuánto cuesta educar en el amor! Hay muchos obstáculos que no nos dejan amar bien. El hombre sufre tanto al no saber amar. Lo que nos hace felices de verdad es amar y ser amados. De nada sirven las teorías, los conocimientos, las ideologías. Es el amor lo que queda, lo importante. Quiero aprender a amar con todo mi corazón. Quiero que Dios venza en mí esos obstáculos que me impiden amar bien. A veces me da miedo amar y que no me amen. Amar y ser luego herido. Amar y quedarme solo. Amar mal y herir a quien amo. Amar de forma egoísta y enfermiza y acabar alejando de mí a quien amo. ¿Dónde está la verdadera escuela del amor? En el Santuario. Allí María y Jesús quieren enseñarme a amar de verdad. Quiero aceptar que el amor humano es reflejo de un amor infinito. Sólo ese reflejo torpe e imperfecto que no colmará nunca todas mis ansias de infinito. Aunque a veces lo desee. El otro día leía: «Ningún amor o amistad, ningún abrazo íntimo o beso tierno, ninguna comunidad, ningún hombre o mujer serán capaces jamás de satisfacer nuestro deseo de vernos aliviados de nuestra condición de solitarios. Esta verdad es tan desconcertante y dolorosa que nos hacemos más propensos a los juegos de nuestra fantasía que a hacer frente a la verdad de nuestra existencia. Así seguimos esperando que algún día encontraremos al hombre o mujer que realmente entienda nuestras experiencias, la mujer que traerá paz a nuestra vida inquieta, el trabajo donde podamos agotar nuestras posibilidades, el libro que nos explicará todo y el lugar donde podremos sentirnos en el hogar. Tal esperanza falsa nos lleva a hacer peticiones que llegan a agotarnos y nos preparan para una hostilidad amarga y peligrosa, cuando empezamos a descubrir que nadie ni nada puede llenar nuestras expectativas de absoluto»[5]. El amor humano me deja siempre insatisfecho. A veces espero la relación que me salve, el trabajo que me colme, el lugar para vivir que me llene. Y cuando no llega, me frustro. No vivo en mi vida hoy, no acepto lo que tengo delante. Vivo amargado esperando lo que no llega. Y no disfruto los regalos del presente. Quiero aprender a vivir con sed de infinito. Esa sed honda e insaciable que sólo en el cielo quedará saciada para siempre. Pero eso no me exime de amar hasta el extremo. Y buscar en Dios mi descanso en la tierra. Vivo anclado en el mundo y atado al cielo. Amar así es una gracia, un don de Dios que pido cada día. Quiero echar raíces sin temer ser herido algún día. Quiero estar dispuesto a amar siempre por los dos. Esa actitud me hace más libre, más maduro, más hombre. Lo mismo con Dios. A veces digo que lo amo pero no es así. Siento que lo amo en mi corazón pero luego me alejo buscando mis apegos. Le prometo darle todo lo que tengo y luego me duele tanto que me alejo. No quiero arriesgarme. Me gustaría aprender a amar de verdad. A amar con un corazón noble, sin doblez, sin mentira. Una forma de amar que me parece imposible. Pero es así como Dios me enseña a querer. Así me ama Jesús clavado en la cruz. Por eso, cuando amo de esta forma, es fácil seguir sus mandatos. Es la consecuencia del amor que sólo quiere el bien del amado. Cuando amo a alguien de forma sana quiero su bien. Quiero sus deseos. Quiero que sea feliz. Amo sus caminos. Sus anhelos. Sus sueños. Me importa su vida casi más que la mía. Amar así me parece casi imposible. Pero sé que para Dios nada es imposible. Mi amor propio es muy fuerte y tiende a ponerme a mí en el centro con todas mis pretensiones. El otro día leía: «Se siente amado quien cree que le aman más de lo que merece. Para amar hay que tomar en serio sólo las cosas serias. Enterrar la susceptibilidad. No sabe amar quien no perdona de verdad y para siempre. Todos los seres humanos tenemos un tesoro que se nos concede al nacer: nuestra capacidad para ceder nuestro centro de atención y dedicarnos a otro. Por eso, el mayor desamor no es el conflicto, sino la indiferencia. Echar a alguien lo más lejos de nuestro centro»[6]. Dejamos de amar cuando olvidamos, cuando despreciamos, cuando dejamos de valorar a quien decimos amar. Hoy hay muchos matrimonios rotos. Muchas veces se separaron por las tensiones que hacían tan difícil la convivencia. Pero muchas otras fue la indiferencia la que fue minando la relación. Uno de los dos dejó de poner al otro en el centro. Dejó de pensar más en el otro que en sí mismo. Comenzó a seguir su propio camino. Vivían juntos, pero no compartían sus vidas. Desde ese momento uno de los dos tal vez esperaba que el otro cambiara. Y al no ser así, comenzaron a ser más importantes en su vida otras cosas. El centro cambió de lugar. Dejo de amar al otro cuando ya no pienso en lo que le hace feliz y busco obsesionado lo que a mí me importa y me hace feliz. Pienso más en mí que en la felicidad de aquel a quien amo. Dice el Papa Francisco: «Cada hombre es una historia de amor que Dios escribe en esta tierra, cada uno de nosotros es una historia de amor de Dios. A cada uno de nosotros Dios llama, nos conoce por el nombre, nos mira, nos espera, nos perdona, tiene paciencia con nosotros. Los lazos más auténticos no se rompen con la muerte». Ese ideal es el que todos deseamos alcanzar. Le pido a Jesús que me enseñe a hacer realidad en mi vida esa historia de amor con Él. Quiero amar más allá de la muerte. Que mi vida sea una historia de amor con Él y con las personas a las que quiero. Deseo amar de esa forma tan sana. Dejando de lado mis prejuicios. Sin condenar. Sin encasillar. Quiero que mi amor libere a aquel a quien amo. Quiero enaltecer con mis gestos de amor. No dejar nunca de admirar y cuidar el fuego del amor que Dios pone en mi alma. Le pido a Dios ese don de amar dando la vida.
Es la Pascua el tiempo en que me preparo para la llegada del Espíritu. Veo los signos de vida que Dios realiza a mi alrededor y me asombro siempre de nuevo, como los apóstoles: «El gentío escuchaba con aprobación lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos que hacía, y los estaban viendo: de muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban. La ciudad se llenó de alegría». Me llena de alegría ver lo que Dios hace a mi alrededor. Las conversiones, los cambios de vida. La santidad oculta de tantos. Me asombra también lo que hace en mí. Lo que ha hecho a lo largo de tantos años. Me ha cambiado. Me conmueve. Soy testigo también de los milagros sencillos que obra en tantos corazones. Es la Pascua el tiempo de esa Iglesia primera que va recorriendo los caminos con un corazón puro e inocente. Una Iglesia que vive en la fuerza del Espíritu. ¡Cuánta libertad para dejar actuar a Dios! ¡Cuánta docilidad! Me falta tantas veces. Me gustaría tener un corazón más libre. Quiero recibir el Espíritu que me libere de mis ataduras. Viene en Jesús y a través de aquellos que imponen las manos. «Enviaron a Pedro y a Juan; ellos bajaron hasta allí y oraron por los fieles, para que recibieran el Espíritu Santo». Es el Espíritu que me libera, que me hace dócil. Ese Espíritu que entrego en mis propias manos como agua que calma la sed. Es el Espíritu que despierta mi carne dormida, llena de luz mi oscuridad, viste de esperanza mi amargura. Queda poco para celebrar Pentecostés y ya anhelo ese día de fuego. Desde ahora mismo quiero preparar el corazón para vivir en mi cenáculo, esperando, aguardando. Me siento tan humano, tan del mundo y deseo anclarme más en Dios para vivir mi vida con un sentido. El Espíritu puede venir sobre mí y cambiar mi corazón si yo le dejo. Se lo pido. Que estos días me ayuden a vivir en el cenáculo de mi vida. Esperando. De la mano de María que me ayuda a perseverar en mi oración. El Espíritu lima las asperezas de mi alma. Y despierta vida en mi interior. Y me hace apóstol, testigo de una nueva esperanza. Hoy escucho: «Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere; pero con mansedumbre y respeto». Doy razones de mi esperanza. Y lo hago desde la humildad. Quiero ser manso. El Espíritu levanta mi corazón y me hace creer en lo que no veo posible. Tantas veces pierdo la esperanza cuando veo mucho dolor en mi camino. Este tiempo del Espíritu me ayuda a creer en lo que no veo, en lo que me parece imposible. Alegra mi corazón y lo ensancha para que puedan caber en Él más personas. Añoro un tiempo del Espíritu para poder dejar de lado mis tristezas y mis agobios. Miro a María y quiero rezar como lo hacía una persona: «Madre, necesito vincularme a ti, tenerte más presente. Depender y darme cuenta de esa dependencia que aunque no temo que se pierda, sí que descuido muchas veces». Con María soy capaz de perseverar y mantenerme fiel. Imploro la venida del Espíritu Santo que cambie mi corazón para siempre. No quiero volver a tener un corazón de piedra. Pero es verdad que a veces me cueste creer en todo su poder. Desconfío de lo que mis manos pueden hacer cuando bendigo. Y no valoro el poder que tienen mis palabras. Y no sé calcular la fuerza del amor de Dios en mí. Cuando dejo que Él ame por los dos. Me asombro de nuevo al ver el poder de Dios en mi alma. Suplico que venga sobre mí y venza tantas resistencias que pongo que no me dejan experimentar su amor.
[1] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[2] J. Kentenich, Kentenich Reader T1, Encuentro con el Padre fundador
[3] J. Kentenich, Kentenich Reader T1, Encuentro con el Padre fundador
[4] J. Kentenich, Educación mariana 1934
[5] Nouwen, El Sanador herido
[6] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa: 163
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