El hombre que no podía pecar y otros relatos
Había una vez un hombre que era bueno, tan bueno que ya no pecaba, ni podía hacerlo. Ayudaba a los demás, a todos los que le veían, a hacer el bien. Y todo aquel con el que estaba volvía a su casa siendo mejor persona y habiendo hecho una buena acción, por lo menos. (A veces, eran muchas, pero el hombre que no podía pecar no decía nada).
Este hombre conseguía que la gente que rezaba, rezase más; que la que rezaba poco, rezase mucho; y la que no rezaba, rezase un poco. También conseguía que los enemigos se hablasen, o que cruzasen una mirada sin odio.
Este hombre hacía todo esto sin hablar y sin moverse apenas.
Este hombre es mi cuñado. Y está casi en coma desde hace un año y medio.
Estaba aquella mujer que quería ayudar a todo el mundo. Y se lo dijo al cura. Y el cura le impuso las manos y oró para que sanase. Y la mujer se enfadó un poco -no dijo nada- y pensó que ella estaba muy sana. Llenó el boletín de Cáritas y preparó la comida. Cuando llegó su hijo se quejó porque el niño no le había dado un beso y dijo:
-Ten hijos para esto.
Había una vez una mujer que tampoco podía pecar. Pero la gente se desesperaba con ella. Incluso los buenos cristianos perdían la paciencia y la caridad. Y se airaban y gritaban y se iban. Los mejores callaban, resignados. La mayoría se apartaba con cualquier buena excusa. La excusa podía ser buena -de bondad- pero ninguna excusa es buena, ya me entienden ustedes. Excusarse es como traicionarse. Así que esta mujer tenía forma de Cruz. Y casi nadie la quería.
Yo sé cómo se llama y dónde vive, pero no se lo voy a decir.
Estaba aquel hombre que se creía bueno. Solo se enfadaba cuando le decían que no era bueno, y además que sabía que no era bueno y que no estaba dispuesto a reconocerlo. Entonces se enfadaba mucho con el que se lo decía. (En realidad, nadie se lo decía, porque nadie es capaz de decir algo así; solo la voz de la conciencia, que nunca calla, ni puede acallarse aunque se intente con todas las fuerzas del egoísmo humano).
Este era el hombre que no pedía perdón y se creía noble.
Había una vez otro hombre -otro de tantos- que cubría de oraciones su pasión por el dinero.
Y había un gran hombre que cubría con la coraza del escepticismo un corazón de niño.
Y, por último, están todos los hombres que pretenden ser lo que no son. Y lo que quieren ser es un invento suyo, muy mezquino. Y entonces Dios les dice:
-Hágase tu voluntad, hijo mío.
Y se queda solo, llorando, el buen Dios.
Luego están -al fondo del último abismo- aquellos leguleyos que roban los conventos de las monjas ancianas. Ladrones y saqueadores que viven, algunos, en las sacristías. Y se queda con ellos, riendo, el demonio verde de la avaricia.
Dan mucha pena.
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