III Domingo de Pascua
por Al partir el pan
Hechos de los apóstoles 2, 14. 22-33; 1 Pedro 1, 17-21; Lucas 24, 13-35
«Sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: - ¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?»
«Dios me ama por encima de mis miedos y tristezas. Cree en mí más de lo que yo creo. En el poder de mis gestos y palabras. Cree en mí y hace que arda mi corazón. Con sus palabras y su presencia»
«Sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: - ¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?»
«Dios me ama por encima de mis miedos y tristezas. Cree en mí más de lo que yo creo. En el poder de mis gestos y palabras. Cree en mí y hace que arda mi corazón. Con sus palabras y su presencia»
Tiene algo el mar que hace que los problemas parezcan pequeños. Algo así como el efecto de subir a lo alto de una montaña. Ante la inmensidad mi vida cobra su dimensión correcta. ¡Qué pequeño soy! ¡Qué pequeños mis problemas! Pero a veces me abruman mis miedos o me bloquean mis límites. Por eso me hace bien detenerme delante de un árbol inmenso y dejar de pensar en lo que me agobia. Igual que me viene bien alabar y dar gracias a Dios por la vida, por lo bueno y por lo malo. Lo segundo no es tan sencillo. Agradecer por un regalo parece fácil. Emocionarme con alegría ante Dios en medio de la cruz es todo un desafío. La alegría pascual me hace ver mi vida en la dimensión correcta. Y dejo de arrastrarme por mi camino sobreviviendo. Tomo en mis manos mis sueños y me pongo en marcha. Temo cometer las torpezas de siempre. Y me abruma pensar en un horizonte estrecho. El ancho mar siempre me emociona. Allí donde no veo el final del mar en una última caída. Y el viento se lleva de un soplo mis pesares. E inflama las velas de mi optimismo. Miro la vida sonriendo en medio del camino. Un camino ancho. Vastos parajes. Hay personas que nunca se detienen a preguntar al que va a su lado cómo se encuentra. Siguen sus sueños preocupadas de sus problemas. Y no tienen la capacidad de asumir los problemas de otros. Me daría miedo vivir así. No lo quiero. Deseo tener un corazón grande y abierto que acoja la vida de la mañana llena de luces. Y los árboles vestidos de fiesta. Y los retoños que brotan con fuerza después del invierno. Creo en la capacidad que Dios me ha dado para tomarme en serio mis días. Para decidir cómo quiero vivir cada mañana. El otro día leía: «El hombre no está absolutamente condicionado y determinado; al contrario, es él quien decide si cede ante determinadas circunstancias o si resiste frente a ellas. En otras palabras, el hombre, en última instancia, se determina a sí mismo. El hombre no se limita a existir, sino que decide cómo será su existencia, en qué se convertirá en el minuto siguiente»[1]. Ante las circunstancias del camino decido, elijo, actúo, avanzo. No me dejo retener por las adversidades. Ni cedo con miedo a las primeras preguntas que me incomodan. Quiero caminar más hondo en lo profundo de mi alma. Y descubrir las luces y las sombras. Decía el P. Kentenich: «¿Existen en mí restos de amargura y rencor? Sólo en la medida en que el Espíritu Santo, por medio de sus siete dones, transforme y transfigure en profundidad nuestra naturaleza humana, lograremos superar tales debilidades de nuestra naturaleza, y esas vivencias nos harán más ricos interiormente, más maduros, puros y abiertos a lo divino, a las cosas eternas»[2]. Me doy cuenta de que no camino solo. O mejor aún, sé que sólo no puedo. No logro apartar la tristeza. No venzo mis miedos. No avanzo en mis debilidades. Y me turbo incluso tocando mis victorias. Por eso necesito esa fuerza del Espíritu que me levante. Que saque lo más dormido que hay en mi alma. Y venza en ese terreno turbio en el que sólo con mi voluntad no avanzo. Un milagro de la gracia. Alabo a Dios por los pequeños pasos que voy dando con miedo. Lo alabo por esa fuerza que pone en mí para levantarme cada mañana con ganas de comerme el mundo. Que siempre me levante con esa fuerza. Con ese deseo de avanzar subiendo un monte. Atravesando un lago. Con ese ímpetu que no me haga turbarme ante las contrariedades de la vida. Ante esas personas que me inquietan y que Dios pone en el camino para ayudarme a crecer. Para que no me acomode. Para que no me aburguese. Le agradezco a Dios por poner a mi lado a quien me ve con ojo crítico, juzga mi vida y condena mis actos. No creo siempre sus juicios. No importa si se equivoca. Eso es lo de menos. No juzgo sus intenciones ni condeno su deseo de abrazar la verdad en sus palabras. Eso tampoco es tan importante. Lo que le agradezco a Dios es que me permite siempre de nuevo preguntarme si voy por el camino correcto. Si estoy yendo o volviendo de casa. Si estoy mirando con ojos verdaderos. Teilhard de Chardin decía: «Para el que es capaz de ver, nada es profano». Quiero ver bien, en la verdad. Y si para eso tengo que escuchar al que camina cerca. Bienvenido sea. En todo juicio, verdadero o erróneo. Hecho con bondad o sin misericordia. Está la mano de Dios escondida para ayudarme a vivir desde dentro. Desde lo que yo soy. Y me anima a no dejar de soñar con lo que puedo llegar a ser si creo. Si me dejo hacer. Si me dejo llevar por la fuerza del Espíritu.
Me gusta la imagen del camino. Tiene que ver con la vida. Estoy en camino. A veces creo que he llegado y de nuevo me pongo en camino. Dejo un punto de partida. Marco un punto de llegada. Pienso en lo que tengo por delante. Miro hacia atrás con nostalgia. Muchas veces en el camino no llevo todo lo que necesito. Y me vuelvo mendigo, menesteroso, pobre. Suplico ayuda. Necesito a los otros. A veces me creo tan autosuficiente y no lo soy. No puedo caminar solo. Al menos necesito a alguien a mi lado para no perderme. Y necesito pedir ayuda. ¡Cuánto bien me hace! Y también yo ayudo a otros a caminar. Les ayudo a llevar sus pesos. Pero no les evito las cargas. El otro día leía: «Si queremos de verdad a alguien, debemos provocarle más emociones agradables que desagradables, enseñándole a reconducir las desagradables. Sin eliminarlas. Sin evitárselas. La vida tiene sus propias dificultades, que son ineludibles y flaco favor haríamos a quien queremos, si en lugar de ayudarle a superar los obstáculos, nos limitamos a potenciar su incapacidad de superarlos»[3]. El camino tiene sus cruces. No puedo vivir eludiendo los problemas, los contratiempos, escondiéndome en mi miedo a sufrir. Con la incapacidad de mirar a la cara la vida con sus dificultades. En el camino nunca estoy solo. Algunos acompañan mis pasos un tiempo. Otros vuelven una y otra vez. Algunos se mantienen siempre. Me gusta pensar que no lo sé todo del camino que recorro. Siempre es distinto. Cada día trae una novedad. No me acostumbro al cambio de paisaje. Y a veces llevo una carga excesiva. Tengo que vaciar mi maleta. Demasiado peso. Hay cosas que me sobran. Me acostumbro a sufrir en el camino. A veces falta el agua. Demasiado sol. Tal vez el frío. En ocasiones tengo que aprender a vivir con la soledad, mi constante compañera de viaje. El silencio de mis pasos. La paz que guardo en el alma. Me gusta caminar por el desierto soñando mares inmensos. Y navegar en medio de la tormenta guardando en el alma la paz de la orilla. Porque cada cosa que vivo es parte del futuro que sueño. Y cada cosa pasada es fuego de mis pasos presentes. No quiero tener claro siempre la dirección que sigo. Pero le pido a Dios que me quite los miedos. Aconseja la sicóloga Mirta Medici: «Que te expongas a lo que temes, porque es la única manera de vencer el miedo». En el camino me expongo a perderlo todo. Y acojo en mis manos mi miedo. Me asusta la noche. Temo no tener lo que ahora poseo. No sé si me faltarán fuerzas más adelante para seguir caminando. Aprendí que nunca tengo que decidir dejar el camino cuando llego cansado cada noche. Porque con la luz del amanecer las cosas se ven de otra forma. Y el cansancio me turba el espíritu. No sé si este camino es totalmente el correcto. O si mi forma de recorrerlo es la adecuada. A veces dudo. Tal vez cuando me comparo con otros peregrinos. Me da miedo ir muy despacio. O estar haciéndolo de la forma equivocada. Tal vez no haya una más correcta que otra. Pero tengo miedo. Y me asusta pensar que la dirección no es la correcta. Por eso necesito que alguien en mitad de mi caminar me confirme mis pasos. En el camino de Santiago son las fechas amarillas las que me reconducen y me recuerdan que no voy mal. Que no me he perdido. En el camino espero lo que aún no poseo. Y esa esperanza me habla de algo que todavía no llega y forma parte de una promesa. Benedicto XVI decía en Spes Salvi: «Ya están presentes en nosotros las realidades que se esperan: el todo, la vida verdadera. Y precisamente porque la realidad misma ya está presente, esta presencia de lo que vendrá genera también certeza: esta realidad que ha de venir no es visible aún en el mundo externo, pero la llevamos dentro de nosotros». Espero la meta. Y vivo por anticipado lo que sueño. Esa forma de caminar me da esperanza. Me gusta ver a Jesús caminando a mi lado. Sosteniendo mi esperanza. Dándome ánimos en medio de mis luchas. Me gusta alegrarme con la paz de los niños. Caminar despacio y de vez en cuando ir más rápido. Tengo la inquietud de los niños que ya atisban la meta. Y se detienen cautivos en un recodo del camino. No tengo prisa por alcanzar el final. Aunque de vez en cuando me puedan las prisas. Quiero aprender a contemplar más lo que veo. Con tiempo, con pausa. Si contemplo vivo con más calma. «En la contemplación no necesitamos lograr nada. Estamos liberados de la presión de ser eficaces»[4]. No quiero ser eficaz siempre, en todo momento. Quiero ver la vida que rodea mis pasos. Alegrarme con cada paisaje, con cada momento que Dios me regala. Una persona escribía: «Siempre en el camino de Santiago experimento esa fuerza que me impulsa a seguir caminando. Un paso más. Y sigo. Y las cuestas parecen llanas. Y no temo la tormenta. La lluvia que me empapa. Ni ese frío que me hiela. Nada importa. Lo que importa es vivir abrazado a tu presente. A la fuerza de tus alas. Al fuego de tu espíritu». El camino se vive en presente. Contemplo mi vida en la fuerza de cada paso. Quiero vivir siempre así, con calma.
Uno puede ir por la vida acumulando desilusiones y desengaños. Me puedo quedar pensando en lo que he hecho mal, en lo que no ha salido como yo quería. Lo he intentado. No lo he logrado. Puedo seguir llorando eternamente sobre la leche derramada. Pero ese círculo de tristeza no me ayuda a crecer. Me cuesta tolerar la frustración. Entender que detrás de una derrota hay siempre una nueva oportunidad. Necesito sacar mi tristeza, mi desánimo, mi desaliento. El otro día leía: « -Esta es tu oportunidad. Saca todo lo que te hace sufrir. Enséñamelo todo. No ocultes nada. Entonces todos mis pensamientos y recuerdos tristes fueron levantando la mano, uno tras otro, y se pusieron en pie para identificarse. Al contemplar cada pensamiento, cada sufrimiento, asimilaba su existencia y soportaba la correspondiente congoja. Después decía a cada una de mis penas: - No pasa nada. Te quiero. Te acepto. Te acojo con el corazón. Se acabó. Y la pena me entraba en el corazón»[5]. Quiero tomar mis tristezas en las manos. Acoger todo lo que me quita la paz. No importa el tamaño de mi dolor. No valoro si es o no justificado mi sufrimiento. Poco importa. Los discípulos de Emaús llevaban mucha pena en el alma: «Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: - ¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?». Hablaban de su dolor. Lo habían perdido todo. Tanto tiempo soñando con otro final, con otro desenlace. Y ahora todo había cambiado. Jesús había muerto. Ya no podían seguir creyendo. ¿Qué habrían imaginado ellos para sus vidas? Otro desenlace seguro. Por eso volvían a Emaús. Ya no tenía sentido seguir con los otros discípulos. Tenían vida en Emaús. En su aldea. Con sus familias. Sus sueños de eternidad habían visto su final. Es doloroso renunciar a los propios sueños. Cuando uno ha puesto el corazón en algo que parecía posible. Tal vez imaginaron a un Mesías poderoso. O pensaron que en el reino de Jesús todo iba a ser diferente. No lo sabemos. Sólo nos queda el recuerdo de Jesús: «Lo de Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que Él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves: hace dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado: pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a Él no lo vieron». Era poderoso en obras. Pero ha muerto. No creen en lo que dicen las mujeres. Todavía no lo han visto. No es seguro. Y vuelven a Emaús. Está muerto. No tiene sentido hablar de una vida después de la muerte. No ha sido su liberador. Y ellos siguen siendo esclavos. Me siento tan identificado con estos discípulos. Muchas veces me desanimo. Dejo de creer. Veo que no es posible esa liberación que Jesús me promete. ¡Cuántas causas encuentro para sentirme frustrado! Muchas veces toco mi limitación y me cuesta creer en el poder del Espíritu Santo. En la fuerza de su amor. Me digo que sí, que puedo crecer y cambiar. Pero luego tropiezo en mi pobreza y me entristezco. Demasiado alto, demasiado lejos. Y me embarga la tristeza. Quiero reconocer esos sentimientos negativos que me paralizan. Quiero tomarlos en mis manos, con calma, con paz. Ellos no pueden decidir mi forma de vivir. No pueden bloquearme e impedirme crecer. No puede ser. Los tomo en mis manos, les pongo nombre a mis tristezas, se los entrego a Dios. Los desarmo de su poder. Yo puedo más que todas mis tristezas. Soy más fuerte, más grande, más listo. No me quiero quedar atascado en mis preocupaciones. Les pongo nombre y se las entrego a Dios. Aquí las tiene. Todas las frustraciones y tristezas de mi vida. Las que realmente son importantes. Y las que no lo son. Lo tengo claro: «Aceptar que estamos tristes y recorrer el camino de la curación es iniciar el recorrido de un camino de sanación y reconstrucción»[6]. Puede que no siempre tenga paz. Que no siempre esté contento. No estoy obligado a estar siempre en paz. Reconocer mi tristeza es el comienzo del camino de mi liberación. Se lo cuento a Jesús como hacen hoy Cleofás y el otro discípulo. Se lo digo. Me abro y desahogo lo que hay en el alma. Hay tanta tristeza a mi alrededor. «La tristeza abunda precisamente porque tomamos decisiones equivocadas»[7]. Y es cierto que abunda porque tomo decisiones incorrectas. Porque busco la felicidad en el lugar equivocado. Y amo aquello que me quita la paz. O no sé amar de verdad. De forma madura. Y sufro. Y la tristeza se apodera de mi alma porque elijo lo incorrecto y no descanso en Dios. No tengo mi centro en Él. No reposo en sus brazos.
Me gusta pensar que Jesús fue a buscar a estos discípulos que regresaban tristes a sus casas. Fue a su camino. No esperó a que volvieran a Jerusalén. Salió en su búsqueda. No quería perderlos. Y no se apareció ante ellos con la evidencia que lo hizo con María Magdalena. Se acercó y pasó por un peregrino cualquiera. No lo reconocieron. Escuchó lo que había en sus corazones. No les hizo ver con palabras quién era Él. Aguardó paciente a que ellos se dieran cuenta. Ardían sus corazones. Pero todavía no lo veían: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?». Ardían sus corazones pero aún no entendían. Jesús aguarda. La paciencia de Jesús conmigo tantas veces cuando no soy capaz de ver su amor en mi vida. Me sigo deteniendo en lo que no está bien. No veo su mano salvadora. No distingo sus palabras que me sanan. No me doy cuenta de su amor de predilección. Me quiere a mí. Viene a buscarme a mí en el camino. Sale a mi encuentro cuando menos lo espero. Creo que está todo perdido. Me desanimo y dejo que la tristeza me embargue. Quiero ver a Jesús que viene a buscarme. Su amor por mí me conmueve. Me busca. Desea caminar a mi lado. Quiero aprender a encontrarlo en mi vida. Lo reconozco en los lugares evidentes. En la eucaristía. En el Sagrario. Pero luego me cuesta verlo en mi vida. En las personas a las que amo, que me aman. En aquellos que no me buscan. En las alegrías de cada día y en las contrariedades. En medio de mi camino. Él va conmigo. No me deja solo. Se pone a mi altura en medio de la vida. Esa forma de caminar a mi lado me emociona. No se olvida de mí. Sale a buscarme. Eso me anima. Lo hace conmigo. Lo hace con el que se aleja de Él. Va a su vida. A su camino, a su rutina. Irrumpe en medio de lo sagrado de sus pasos. En ese camino deseo que arda mi corazón. Y la única forma es que sea en Dios. Decía el P. Kentenich: «El Espíritu Santo es quien nos capta, infunde calor a nuestro frío corazón y enciende en nosotros el amor por Dios y lo divino. Sin esta acción del Espíritu no debemos esperar mucho ni de nuestras prácticas ascéticas, ni del mutuo aliento que nos infundamos»[8]. En el camino su fuerza me inflama en el amor de Dios. El Espíritu Santo obra milagros. Me cuesta creer en su poder. Me he acostumbrado a controlar mi vida. Creo en lo que veo y dudo de lo que no veo. Siento que mis fuerzas me ayudan a caminar y no creo tanto en el poder del Espíritu Santo que transforma todo mi ser e inflama mi alma. Me hace arder en la fuerza de Dios. Ese poder sobrenatural supera todas mis expectativas. Dios me quiere más de lo que yo imagino. Dios me ama por encima de todos mis miedos y tristezas. Cree en mí mucho más de lo que yo creo. Cree en el poder oculto de mis gestos y en la fuerza de mis palabras y obras. Jesús cree en mí y hace que arda mi corazón. Con sus palabras, con su presencia. ¿Qué hago en medio de mi vida para encontrarme con Jesús y dejar que su amor inflame mi espíritu? Necesito dejarme tiempo para caminar a su lado. Tiempo para recorrer el camino. Por eso me gusta la imagen del camino. Jesús que camina a mi lado. Yo que invierto mi tiempo y mi vida caminando a su lado. Escuchando su Palabra que, como espada de doble filo, atraviesa mi corazón y me llena de su fuego. No quiero distraerme. No quiero quedarme bloqueado en mis tristezas. Jesús viene a mí para que cambie mi camino, para que viva de forma diferente. Con otra mirada. Con otra forma de entender las cosas. ¿Arde mi corazón al escuchar a Jesús? Me gustaría vivir siempre esa pasión. Vivir enamorado, apasionado por Jesús. La vida me lleva. El mundo es más fuerte. Y me enfrío fácilmente. Dejo que lo importante en mi camino pase a un segundo plano. Voy lleno de cosas y vacío de Dios. Mi corazón no arde, no se conmueve, no se emociona. Me gustaría vivir así siempre. Enamorado del Dios de mi vida. Ese que camina a mi lado y va descifrando conmigo mis dudas. Hay personas empeñadas en que abra los ojos y entienda. Me lo dicen de muchas formas, a veces no de la mejor manera. Sé que sólo puedo llegar a entender cuando Dios está en mi alma. No es fruto de mi esfuerzo. No depende de cuántas veces me lo quieran hacer ver. Es una gracia, un don. Sólo puedo acompañar y compartir. Acompañar con la lectura de la Palabra. Y compartir mi vida y mi pan, compartir la eucaristía. Donde Jesús está escondido. Donde se manifiesta oculto. Y no puedo abrir los ojos a la fuerza. Ni los míos, ni los de nadie. Y no por eso me niego al cambio. Simplemente acepto que mi vida está en manos de Dios.
Al llegar a Emaús reconocen a Jesús en la fracción del pan: «Ya cerca de la aldea donde iban, Él hizo ademán de seguir adelante; pero ellos le apremiaron, diciendo: - Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída. Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero Él desapareció». Quizás es más fácil reconocerlo en la fracción del pan que en el propio camino. Lo reconocen en un signo cotidiano. Parte el pan. Bendice el pan. Como lo hizo en la última cena. Como lo habría hecho en tantas ocasiones con sus discípulos. Jesús había hecho sagrado lo cotidiano de su vida con los discípulos. Guardaban en su corazón gestos sagrados. Palabras llenas de vida y de amor. Miradas. Abrazos. Me gusta pensar que lo que delató su identidad fuera un signo tan sencillo y tan de Jesús. No hizo falta un milagro que demostrara que era Él. Ni siquiera una palabra especial. Fue un gesto habitual. Algo cotidiano como era el hecho de bendecir y partir el pan para los suyos. Jesús lo hace de nuevo. Y los suyos lo descubren y comprenden. Su corazón se llena de alegría. El fuego del camino tenía que ver con Jesús. Era Él. Pienso en el grito de Juan desde la barca cuando comprende que el que está en la orilla es Jesús resucitado después de la pesca milagrosa. Grita tirándose al agua: «Es el Señor». Lo reconoce de repente y no puede quedarse en la barca. Los discípulos en Emaús también lo reconocen y sus palabras resuenan en el alma: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas!». Todo un día de camino junto a Jesús y no habían reconocido su voz, ni su acento, ni su forma de decir las cosas. No se habían dado cuenta de su mirada y de su forma de caminar. No habían visto su cariño expresado en el camino. No habían pensado en su paciencia. No habían sido capaces. El corazón estaba tan turbado. Muchas veces en medio de la vida no encuentro a Jesús. También estoy turbado. Él camina a mi lado y no lo reconozco. Me sale al encuentro en conversaciones, en personas heridas, en miradas que me hablan de un amor más grande y no lo descubro. No reconozco su rostro. Me gusta pensar en la belleza del rostro de Jesús oculto en los hombres. El otro día leía: «La belleza del rostro de Jesús está directamente ligada a la misión, a la evangelización, al testimonio de la fe»[9]. Los discípulos que hoy regresan a Emaús apesadumbrados habían conocido el rostro de Jesús. Se habían enamorado de su presencia humana. Habían tocado su carne. Se habían dejado sorprender por el misterio humano de su amor. Pero hoy en el camino sólo lo reconocen al partir el pan. En la calma de la noche. Ya cansados del camino. Tal vez entonces han caído las defensas. Han sido derribados los muros que cubrían sus ojos. Lo imposible se hace posible de repente. Las mujeres estaban en lo cierto. La tumba estaba vacía porque Jesús estaba vivo. No habían robado el cuerpo. La belleza del rostro se impone ante sus ojos para desaparecer acto seguido. No pueden casi contemplar al amado ni retenerlo. No podrán tocar sus heridas como Tomás. No podrán hacer esas preguntas que todavía guardan heridos en su corazón. No podrán preguntarle por qué había venido a buscarlos en el camino. No hacía falta. Ya lo sabían todo. Jesús los amaba. Había partido el pan por amor. Había caminado esas leguas con ellos por amor. No había forzado las puertas de su entendimiento. Como tampoco había forzado la puerta de la casa donde los discípulos vivían escondidos con miedo. Había caminado despacio a su lado. Con paciencia había esperado a que desapareciera su ceguera. Y cuando ya lo reconocieron sintió que su misión estaba cumplida. Pudo entonces irse en paz al mismo tiempo que se quedaba oculto en el pan partido. El misterio de esa eucaristía que no acabo de comprender aun celebrándola todos los días. El misterio de mis manos que bendicen y parten un pan que es Cristo. Y se parten como yo me parto. Como Jesús partido por mí. Roto por mí. Para que yo tenga su alimento. Para que yo pueda caminar de nuevo y partirme por amor.
En el encuentro con Jesús cambia el destino de mi vida. Los discípulos abandonan su aldea de Emaús justo cuando acaban de llegar. Regresan al lugar de sus hermanos, esos hombres débiles escondidos en Jerusalén. Vivían escondidos con miedo a perder la vida. Ellos no querían vivir así y tal vez por eso habían regresado a su tierra, al oficio de antes, a la vida que llevaban antes de empezar a soñar. Pero ahora, en esa mesa, ante el pan partido, ven que ya no tienen nada que temer. Ellos lo han visto con sus ojos. Jesús está vivo. Lo han comprobado, han visto su mirada, han contemplado su rostro, han escuchado su voz. No pudieron resistir su amor. Decía el Hermano Rafael: «Si vieras que Jesús te llamaba y te mirase con esos ojos que desprendían amor, ternura, perdón y te dijese: - ¿Por qué no me sigues?». Ellos lo siguen. Es Jesús en persona, con sus gestos, con su mirada. Ha llegado a encontrarlos en medio del camino. Y ellos no pueden seguir como si nada hubiera ocurrido. Habían huido a su vida de antes, desalentados, tristes, preocupados. Pero ahora ya no tenían excusas. A veces busco excusas para no seguir a Jesús. No quiero ser generoso. Quiero que alguien se me adelante y actúe. Que alguien me preceda para quedar yo liberado. Alguien que sea enviadopara no tener que ir yo. A veces quiero quedarme cómodamente escondido en mi hogar, en mi mesa, en mi Emaús. Allí donde nadie pueda molestarme. Un pueblo oculto. Ni siquiera hoy se sabe dónde se encuentra el verdadero Emaús. Tres lugares en Tierra Santa reclaman el privilegio. Un lugar desaparecido donde no me encuentren. A veces, en este mundo en el que todo se sabe, en el que estamos en las redes sociales y perdemos nuestra intimidad, surge el deseo de esconderse en Emaús. Donde nadie pueda dar conmigo. Pero es justo allí. En una aldea perdida. En un hogar con una mesa y una cena. Es allí, en el silencio de Emaús, donde Jesús se aparece y me dice que me ama. Me muestra su verdadero rostro y me llama por mi nombre. Y me dice que me quiere a mí, que no quiere que huya, no quiere que esté triste. Hace conmigo como hizo con esos discípulos a los que fue a buscar. Es tan increíble que Jesús fuera a buscarlos a su camino. Que violentara su huida. Es tan sorprendente ese gesto de amor. Me conmueve. Yo también he tenido días de Emaús. Días de huida a un pueblo oculto y tranquilo. Días de cansancio en los que no quería más luchas. Días en los que no quería seguir viviendo con miedo y prefería esconderme. Ocultarme lejos de los hombres. Días tristes en los que he perdido la esperanza. Como esos hombres. Días también en los que escuchando la vida he sentido cómo ardía mi corazón. Escuchando a Dios en su Palabra. Escuchándolo en aquellas personas que acompañaban mis pasos. Pero yo, necio, lento para entender, no acababa de comprender que Jesús me estaba amando. He tenido días en los que, en torno a una mesa, a un pan partido, a una vida que se me entregaba, he visto el rostro de Jesús. Días de luz en medio de mi noche. De agua en mi desierto. Días en los que Jesús me ha amado estando yo escondido, huido. He tenido momentos en los que Jesús me ha seguido en mi huida a otro lugar. Y me ha abrazado siendo yo tan esquivo. Me ha retenido cuando yo quería esconderme. Esos son momentos de Emaús. Esa suave violencia del amor de Jesús en mi vida. Viene a mí para que todo vuelva a tener sentido. Y viene no porque yo valga mucho, sino porque Él me quiere mucho. Quiero agradecerle a Dios por su amor inmerecido. No es porque yo sea valioso. Sino porque Jesús es bueno y me ama desde mi verdad, desde lo que soy. Decía Michel Quista: «Reconocer las dádivas que el Señor nos ha otorgado no es un mal. El orgullo está en creer que las hemos merecido o adquirido por nuestros propios medios». No viene a mí por merecimiento. Es gratis. Todo es don. A cambio de nada. No me pide nada. No les pidió nada a aquellos discípulos. No quiso que ellos cambiaran sus planes. Pero el amor fue más fuerte. El saberse amados, llenos, elegidos. Y por eso deciden volver a contar lo ocurrido. Cuando el corazón está lleno sólo puede derramar su abundancia. Dar lo que posee. Por eso ellos vuelven llenos de vida, de alegría, de emoción, de fuego. Han visto a Jesús. Han caminado a su lado. Él ha partido el pan delante de sus ojos. Es Él el que los ama: «Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: -Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón. Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan». No pierden el tiempo. Ya no hay tiempo que perder en Emaús. No quieren seguir escondidos. Ha comenzado una nueva misión, una nueva vida. Una nueva luz que lo inunda todo de claridad. Sus vidas tienen un nuevo sentido. Llenos con el pan partido corren al encuentro de los suyos. Quieren compartir esa alegría que no se pueden guardar para sí mismos. Es imposible. El corazón feliz necesita compartir lo que posee. Tal vez la tristeza puede aislarnos, y no queremos pedir ayuda. Pero normalmente la felicidad es contagiosa. El bien es difusivo. Se comunica.
Me gusta la imagen del camino. Tiene que ver con la vida. Estoy en camino. A veces creo que he llegado y de nuevo me pongo en camino. Dejo un punto de partida. Marco un punto de llegada. Pienso en lo que tengo por delante. Miro hacia atrás con nostalgia. Muchas veces en el camino no llevo todo lo que necesito. Y me vuelvo mendigo, menesteroso, pobre. Suplico ayuda. Necesito a los otros. A veces me creo tan autosuficiente y no lo soy. No puedo caminar solo. Al menos necesito a alguien a mi lado para no perderme. Y necesito pedir ayuda. ¡Cuánto bien me hace! Y también yo ayudo a otros a caminar. Les ayudo a llevar sus pesos. Pero no les evito las cargas. El otro día leía: «Si queremos de verdad a alguien, debemos provocarle más emociones agradables que desagradables, enseñándole a reconducir las desagradables. Sin eliminarlas. Sin evitárselas. La vida tiene sus propias dificultades, que son ineludibles y flaco favor haríamos a quien queremos, si en lugar de ayudarle a superar los obstáculos, nos limitamos a potenciar su incapacidad de superarlos»[3]. El camino tiene sus cruces. No puedo vivir eludiendo los problemas, los contratiempos, escondiéndome en mi miedo a sufrir. Con la incapacidad de mirar a la cara la vida con sus dificultades. En el camino nunca estoy solo. Algunos acompañan mis pasos un tiempo. Otros vuelven una y otra vez. Algunos se mantienen siempre. Me gusta pensar que no lo sé todo del camino que recorro. Siempre es distinto. Cada día trae una novedad. No me acostumbro al cambio de paisaje. Y a veces llevo una carga excesiva. Tengo que vaciar mi maleta. Demasiado peso. Hay cosas que me sobran. Me acostumbro a sufrir en el camino. A veces falta el agua. Demasiado sol. Tal vez el frío. En ocasiones tengo que aprender a vivir con la soledad, mi constante compañera de viaje. El silencio de mis pasos. La paz que guardo en el alma. Me gusta caminar por el desierto soñando mares inmensos. Y navegar en medio de la tormenta guardando en el alma la paz de la orilla. Porque cada cosa que vivo es parte del futuro que sueño. Y cada cosa pasada es fuego de mis pasos presentes. No quiero tener claro siempre la dirección que sigo. Pero le pido a Dios que me quite los miedos. Aconseja la sicóloga Mirta Medici: «Que te expongas a lo que temes, porque es la única manera de vencer el miedo». En el camino me expongo a perderlo todo. Y acojo en mis manos mi miedo. Me asusta la noche. Temo no tener lo que ahora poseo. No sé si me faltarán fuerzas más adelante para seguir caminando. Aprendí que nunca tengo que decidir dejar el camino cuando llego cansado cada noche. Porque con la luz del amanecer las cosas se ven de otra forma. Y el cansancio me turba el espíritu. No sé si este camino es totalmente el correcto. O si mi forma de recorrerlo es la adecuada. A veces dudo. Tal vez cuando me comparo con otros peregrinos. Me da miedo ir muy despacio. O estar haciéndolo de la forma equivocada. Tal vez no haya una más correcta que otra. Pero tengo miedo. Y me asusta pensar que la dirección no es la correcta. Por eso necesito que alguien en mitad de mi caminar me confirme mis pasos. En el camino de Santiago son las fechas amarillas las que me reconducen y me recuerdan que no voy mal. Que no me he perdido. En el camino espero lo que aún no poseo. Y esa esperanza me habla de algo que todavía no llega y forma parte de una promesa. Benedicto XVI decía en Spes Salvi: «Ya están presentes en nosotros las realidades que se esperan: el todo, la vida verdadera. Y precisamente porque la realidad misma ya está presente, esta presencia de lo que vendrá genera también certeza: esta realidad que ha de venir no es visible aún en el mundo externo, pero la llevamos dentro de nosotros». Espero la meta. Y vivo por anticipado lo que sueño. Esa forma de caminar me da esperanza. Me gusta ver a Jesús caminando a mi lado. Sosteniendo mi esperanza. Dándome ánimos en medio de mis luchas. Me gusta alegrarme con la paz de los niños. Caminar despacio y de vez en cuando ir más rápido. Tengo la inquietud de los niños que ya atisban la meta. Y se detienen cautivos en un recodo del camino. No tengo prisa por alcanzar el final. Aunque de vez en cuando me puedan las prisas. Quiero aprender a contemplar más lo que veo. Con tiempo, con pausa. Si contemplo vivo con más calma. «En la contemplación no necesitamos lograr nada. Estamos liberados de la presión de ser eficaces»[4]. No quiero ser eficaz siempre, en todo momento. Quiero ver la vida que rodea mis pasos. Alegrarme con cada paisaje, con cada momento que Dios me regala. Una persona escribía: «Siempre en el camino de Santiago experimento esa fuerza que me impulsa a seguir caminando. Un paso más. Y sigo. Y las cuestas parecen llanas. Y no temo la tormenta. La lluvia que me empapa. Ni ese frío que me hiela. Nada importa. Lo que importa es vivir abrazado a tu presente. A la fuerza de tus alas. Al fuego de tu espíritu». El camino se vive en presente. Contemplo mi vida en la fuerza de cada paso. Quiero vivir siempre así, con calma.
Uno puede ir por la vida acumulando desilusiones y desengaños. Me puedo quedar pensando en lo que he hecho mal, en lo que no ha salido como yo quería. Lo he intentado. No lo he logrado. Puedo seguir llorando eternamente sobre la leche derramada. Pero ese círculo de tristeza no me ayuda a crecer. Me cuesta tolerar la frustración. Entender que detrás de una derrota hay siempre una nueva oportunidad. Necesito sacar mi tristeza, mi desánimo, mi desaliento. El otro día leía: « -Esta es tu oportunidad. Saca todo lo que te hace sufrir. Enséñamelo todo. No ocultes nada. Entonces todos mis pensamientos y recuerdos tristes fueron levantando la mano, uno tras otro, y se pusieron en pie para identificarse. Al contemplar cada pensamiento, cada sufrimiento, asimilaba su existencia y soportaba la correspondiente congoja. Después decía a cada una de mis penas: - No pasa nada. Te quiero. Te acepto. Te acojo con el corazón. Se acabó. Y la pena me entraba en el corazón»[5]. Quiero tomar mis tristezas en las manos. Acoger todo lo que me quita la paz. No importa el tamaño de mi dolor. No valoro si es o no justificado mi sufrimiento. Poco importa. Los discípulos de Emaús llevaban mucha pena en el alma: «Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: - ¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?». Hablaban de su dolor. Lo habían perdido todo. Tanto tiempo soñando con otro final, con otro desenlace. Y ahora todo había cambiado. Jesús había muerto. Ya no podían seguir creyendo. ¿Qué habrían imaginado ellos para sus vidas? Otro desenlace seguro. Por eso volvían a Emaús. Ya no tenía sentido seguir con los otros discípulos. Tenían vida en Emaús. En su aldea. Con sus familias. Sus sueños de eternidad habían visto su final. Es doloroso renunciar a los propios sueños. Cuando uno ha puesto el corazón en algo que parecía posible. Tal vez imaginaron a un Mesías poderoso. O pensaron que en el reino de Jesús todo iba a ser diferente. No lo sabemos. Sólo nos queda el recuerdo de Jesús: «Lo de Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que Él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves: hace dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado: pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a Él no lo vieron». Era poderoso en obras. Pero ha muerto. No creen en lo que dicen las mujeres. Todavía no lo han visto. No es seguro. Y vuelven a Emaús. Está muerto. No tiene sentido hablar de una vida después de la muerte. No ha sido su liberador. Y ellos siguen siendo esclavos. Me siento tan identificado con estos discípulos. Muchas veces me desanimo. Dejo de creer. Veo que no es posible esa liberación que Jesús me promete. ¡Cuántas causas encuentro para sentirme frustrado! Muchas veces toco mi limitación y me cuesta creer en el poder del Espíritu Santo. En la fuerza de su amor. Me digo que sí, que puedo crecer y cambiar. Pero luego tropiezo en mi pobreza y me entristezco. Demasiado alto, demasiado lejos. Y me embarga la tristeza. Quiero reconocer esos sentimientos negativos que me paralizan. Quiero tomarlos en mis manos, con calma, con paz. Ellos no pueden decidir mi forma de vivir. No pueden bloquearme e impedirme crecer. No puede ser. Los tomo en mis manos, les pongo nombre a mis tristezas, se los entrego a Dios. Los desarmo de su poder. Yo puedo más que todas mis tristezas. Soy más fuerte, más grande, más listo. No me quiero quedar atascado en mis preocupaciones. Les pongo nombre y se las entrego a Dios. Aquí las tiene. Todas las frustraciones y tristezas de mi vida. Las que realmente son importantes. Y las que no lo son. Lo tengo claro: «Aceptar que estamos tristes y recorrer el camino de la curación es iniciar el recorrido de un camino de sanación y reconstrucción»[6]. Puede que no siempre tenga paz. Que no siempre esté contento. No estoy obligado a estar siempre en paz. Reconocer mi tristeza es el comienzo del camino de mi liberación. Se lo cuento a Jesús como hacen hoy Cleofás y el otro discípulo. Se lo digo. Me abro y desahogo lo que hay en el alma. Hay tanta tristeza a mi alrededor. «La tristeza abunda precisamente porque tomamos decisiones equivocadas»[7]. Y es cierto que abunda porque tomo decisiones incorrectas. Porque busco la felicidad en el lugar equivocado. Y amo aquello que me quita la paz. O no sé amar de verdad. De forma madura. Y sufro. Y la tristeza se apodera de mi alma porque elijo lo incorrecto y no descanso en Dios. No tengo mi centro en Él. No reposo en sus brazos.
Me gusta pensar que Jesús fue a buscar a estos discípulos que regresaban tristes a sus casas. Fue a su camino. No esperó a que volvieran a Jerusalén. Salió en su búsqueda. No quería perderlos. Y no se apareció ante ellos con la evidencia que lo hizo con María Magdalena. Se acercó y pasó por un peregrino cualquiera. No lo reconocieron. Escuchó lo que había en sus corazones. No les hizo ver con palabras quién era Él. Aguardó paciente a que ellos se dieran cuenta. Ardían sus corazones. Pero todavía no lo veían: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?». Ardían sus corazones pero aún no entendían. Jesús aguarda. La paciencia de Jesús conmigo tantas veces cuando no soy capaz de ver su amor en mi vida. Me sigo deteniendo en lo que no está bien. No veo su mano salvadora. No distingo sus palabras que me sanan. No me doy cuenta de su amor de predilección. Me quiere a mí. Viene a buscarme a mí en el camino. Sale a mi encuentro cuando menos lo espero. Creo que está todo perdido. Me desanimo y dejo que la tristeza me embargue. Quiero ver a Jesús que viene a buscarme. Su amor por mí me conmueve. Me busca. Desea caminar a mi lado. Quiero aprender a encontrarlo en mi vida. Lo reconozco en los lugares evidentes. En la eucaristía. En el Sagrario. Pero luego me cuesta verlo en mi vida. En las personas a las que amo, que me aman. En aquellos que no me buscan. En las alegrías de cada día y en las contrariedades. En medio de mi camino. Él va conmigo. No me deja solo. Se pone a mi altura en medio de la vida. Esa forma de caminar a mi lado me emociona. No se olvida de mí. Sale a buscarme. Eso me anima. Lo hace conmigo. Lo hace con el que se aleja de Él. Va a su vida. A su camino, a su rutina. Irrumpe en medio de lo sagrado de sus pasos. En ese camino deseo que arda mi corazón. Y la única forma es que sea en Dios. Decía el P. Kentenich: «El Espíritu Santo es quien nos capta, infunde calor a nuestro frío corazón y enciende en nosotros el amor por Dios y lo divino. Sin esta acción del Espíritu no debemos esperar mucho ni de nuestras prácticas ascéticas, ni del mutuo aliento que nos infundamos»[8]. En el camino su fuerza me inflama en el amor de Dios. El Espíritu Santo obra milagros. Me cuesta creer en su poder. Me he acostumbrado a controlar mi vida. Creo en lo que veo y dudo de lo que no veo. Siento que mis fuerzas me ayudan a caminar y no creo tanto en el poder del Espíritu Santo que transforma todo mi ser e inflama mi alma. Me hace arder en la fuerza de Dios. Ese poder sobrenatural supera todas mis expectativas. Dios me quiere más de lo que yo imagino. Dios me ama por encima de todos mis miedos y tristezas. Cree en mí mucho más de lo que yo creo. Cree en el poder oculto de mis gestos y en la fuerza de mis palabras y obras. Jesús cree en mí y hace que arda mi corazón. Con sus palabras, con su presencia. ¿Qué hago en medio de mi vida para encontrarme con Jesús y dejar que su amor inflame mi espíritu? Necesito dejarme tiempo para caminar a su lado. Tiempo para recorrer el camino. Por eso me gusta la imagen del camino. Jesús que camina a mi lado. Yo que invierto mi tiempo y mi vida caminando a su lado. Escuchando su Palabra que, como espada de doble filo, atraviesa mi corazón y me llena de su fuego. No quiero distraerme. No quiero quedarme bloqueado en mis tristezas. Jesús viene a mí para que cambie mi camino, para que viva de forma diferente. Con otra mirada. Con otra forma de entender las cosas. ¿Arde mi corazón al escuchar a Jesús? Me gustaría vivir siempre esa pasión. Vivir enamorado, apasionado por Jesús. La vida me lleva. El mundo es más fuerte. Y me enfrío fácilmente. Dejo que lo importante en mi camino pase a un segundo plano. Voy lleno de cosas y vacío de Dios. Mi corazón no arde, no se conmueve, no se emociona. Me gustaría vivir así siempre. Enamorado del Dios de mi vida. Ese que camina a mi lado y va descifrando conmigo mis dudas. Hay personas empeñadas en que abra los ojos y entienda. Me lo dicen de muchas formas, a veces no de la mejor manera. Sé que sólo puedo llegar a entender cuando Dios está en mi alma. No es fruto de mi esfuerzo. No depende de cuántas veces me lo quieran hacer ver. Es una gracia, un don. Sólo puedo acompañar y compartir. Acompañar con la lectura de la Palabra. Y compartir mi vida y mi pan, compartir la eucaristía. Donde Jesús está escondido. Donde se manifiesta oculto. Y no puedo abrir los ojos a la fuerza. Ni los míos, ni los de nadie. Y no por eso me niego al cambio. Simplemente acepto que mi vida está en manos de Dios.
Al llegar a Emaús reconocen a Jesús en la fracción del pan: «Ya cerca de la aldea donde iban, Él hizo ademán de seguir adelante; pero ellos le apremiaron, diciendo: - Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída. Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero Él desapareció». Quizás es más fácil reconocerlo en la fracción del pan que en el propio camino. Lo reconocen en un signo cotidiano. Parte el pan. Bendice el pan. Como lo hizo en la última cena. Como lo habría hecho en tantas ocasiones con sus discípulos. Jesús había hecho sagrado lo cotidiano de su vida con los discípulos. Guardaban en su corazón gestos sagrados. Palabras llenas de vida y de amor. Miradas. Abrazos. Me gusta pensar que lo que delató su identidad fuera un signo tan sencillo y tan de Jesús. No hizo falta un milagro que demostrara que era Él. Ni siquiera una palabra especial. Fue un gesto habitual. Algo cotidiano como era el hecho de bendecir y partir el pan para los suyos. Jesús lo hace de nuevo. Y los suyos lo descubren y comprenden. Su corazón se llena de alegría. El fuego del camino tenía que ver con Jesús. Era Él. Pienso en el grito de Juan desde la barca cuando comprende que el que está en la orilla es Jesús resucitado después de la pesca milagrosa. Grita tirándose al agua: «Es el Señor». Lo reconoce de repente y no puede quedarse en la barca. Los discípulos en Emaús también lo reconocen y sus palabras resuenan en el alma: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas!». Todo un día de camino junto a Jesús y no habían reconocido su voz, ni su acento, ni su forma de decir las cosas. No se habían dado cuenta de su mirada y de su forma de caminar. No habían visto su cariño expresado en el camino. No habían pensado en su paciencia. No habían sido capaces. El corazón estaba tan turbado. Muchas veces en medio de la vida no encuentro a Jesús. También estoy turbado. Él camina a mi lado y no lo reconozco. Me sale al encuentro en conversaciones, en personas heridas, en miradas que me hablan de un amor más grande y no lo descubro. No reconozco su rostro. Me gusta pensar en la belleza del rostro de Jesús oculto en los hombres. El otro día leía: «La belleza del rostro de Jesús está directamente ligada a la misión, a la evangelización, al testimonio de la fe»[9]. Los discípulos que hoy regresan a Emaús apesadumbrados habían conocido el rostro de Jesús. Se habían enamorado de su presencia humana. Habían tocado su carne. Se habían dejado sorprender por el misterio humano de su amor. Pero hoy en el camino sólo lo reconocen al partir el pan. En la calma de la noche. Ya cansados del camino. Tal vez entonces han caído las defensas. Han sido derribados los muros que cubrían sus ojos. Lo imposible se hace posible de repente. Las mujeres estaban en lo cierto. La tumba estaba vacía porque Jesús estaba vivo. No habían robado el cuerpo. La belleza del rostro se impone ante sus ojos para desaparecer acto seguido. No pueden casi contemplar al amado ni retenerlo. No podrán tocar sus heridas como Tomás. No podrán hacer esas preguntas que todavía guardan heridos en su corazón. No podrán preguntarle por qué había venido a buscarlos en el camino. No hacía falta. Ya lo sabían todo. Jesús los amaba. Había partido el pan por amor. Había caminado esas leguas con ellos por amor. No había forzado las puertas de su entendimiento. Como tampoco había forzado la puerta de la casa donde los discípulos vivían escondidos con miedo. Había caminado despacio a su lado. Con paciencia había esperado a que desapareciera su ceguera. Y cuando ya lo reconocieron sintió que su misión estaba cumplida. Pudo entonces irse en paz al mismo tiempo que se quedaba oculto en el pan partido. El misterio de esa eucaristía que no acabo de comprender aun celebrándola todos los días. El misterio de mis manos que bendicen y parten un pan que es Cristo. Y se parten como yo me parto. Como Jesús partido por mí. Roto por mí. Para que yo tenga su alimento. Para que yo pueda caminar de nuevo y partirme por amor.
En el encuentro con Jesús cambia el destino de mi vida. Los discípulos abandonan su aldea de Emaús justo cuando acaban de llegar. Regresan al lugar de sus hermanos, esos hombres débiles escondidos en Jerusalén. Vivían escondidos con miedo a perder la vida. Ellos no querían vivir así y tal vez por eso habían regresado a su tierra, al oficio de antes, a la vida que llevaban antes de empezar a soñar. Pero ahora, en esa mesa, ante el pan partido, ven que ya no tienen nada que temer. Ellos lo han visto con sus ojos. Jesús está vivo. Lo han comprobado, han visto su mirada, han contemplado su rostro, han escuchado su voz. No pudieron resistir su amor. Decía el Hermano Rafael: «Si vieras que Jesús te llamaba y te mirase con esos ojos que desprendían amor, ternura, perdón y te dijese: - ¿Por qué no me sigues?». Ellos lo siguen. Es Jesús en persona, con sus gestos, con su mirada. Ha llegado a encontrarlos en medio del camino. Y ellos no pueden seguir como si nada hubiera ocurrido. Habían huido a su vida de antes, desalentados, tristes, preocupados. Pero ahora ya no tenían excusas. A veces busco excusas para no seguir a Jesús. No quiero ser generoso. Quiero que alguien se me adelante y actúe. Que alguien me preceda para quedar yo liberado. Alguien que sea enviadopara no tener que ir yo. A veces quiero quedarme cómodamente escondido en mi hogar, en mi mesa, en mi Emaús. Allí donde nadie pueda molestarme. Un pueblo oculto. Ni siquiera hoy se sabe dónde se encuentra el verdadero Emaús. Tres lugares en Tierra Santa reclaman el privilegio. Un lugar desaparecido donde no me encuentren. A veces, en este mundo en el que todo se sabe, en el que estamos en las redes sociales y perdemos nuestra intimidad, surge el deseo de esconderse en Emaús. Donde nadie pueda dar conmigo. Pero es justo allí. En una aldea perdida. En un hogar con una mesa y una cena. Es allí, en el silencio de Emaús, donde Jesús se aparece y me dice que me ama. Me muestra su verdadero rostro y me llama por mi nombre. Y me dice que me quiere a mí, que no quiere que huya, no quiere que esté triste. Hace conmigo como hizo con esos discípulos a los que fue a buscar. Es tan increíble que Jesús fuera a buscarlos a su camino. Que violentara su huida. Es tan sorprendente ese gesto de amor. Me conmueve. Yo también he tenido días de Emaús. Días de huida a un pueblo oculto y tranquilo. Días de cansancio en los que no quería más luchas. Días en los que no quería seguir viviendo con miedo y prefería esconderme. Ocultarme lejos de los hombres. Días tristes en los que he perdido la esperanza. Como esos hombres. Días también en los que escuchando la vida he sentido cómo ardía mi corazón. Escuchando a Dios en su Palabra. Escuchándolo en aquellas personas que acompañaban mis pasos. Pero yo, necio, lento para entender, no acababa de comprender que Jesús me estaba amando. He tenido días en los que, en torno a una mesa, a un pan partido, a una vida que se me entregaba, he visto el rostro de Jesús. Días de luz en medio de mi noche. De agua en mi desierto. Días en los que Jesús me ha amado estando yo escondido, huido. He tenido momentos en los que Jesús me ha seguido en mi huida a otro lugar. Y me ha abrazado siendo yo tan esquivo. Me ha retenido cuando yo quería esconderme. Esos son momentos de Emaús. Esa suave violencia del amor de Jesús en mi vida. Viene a mí para que todo vuelva a tener sentido. Y viene no porque yo valga mucho, sino porque Él me quiere mucho. Quiero agradecerle a Dios por su amor inmerecido. No es porque yo sea valioso. Sino porque Jesús es bueno y me ama desde mi verdad, desde lo que soy. Decía Michel Quista: «Reconocer las dádivas que el Señor nos ha otorgado no es un mal. El orgullo está en creer que las hemos merecido o adquirido por nuestros propios medios». No viene a mí por merecimiento. Es gratis. Todo es don. A cambio de nada. No me pide nada. No les pidió nada a aquellos discípulos. No quiso que ellos cambiaran sus planes. Pero el amor fue más fuerte. El saberse amados, llenos, elegidos. Y por eso deciden volver a contar lo ocurrido. Cuando el corazón está lleno sólo puede derramar su abundancia. Dar lo que posee. Por eso ellos vuelven llenos de vida, de alegría, de emoción, de fuego. Han visto a Jesús. Han caminado a su lado. Él ha partido el pan delante de sus ojos. Es Él el que los ama: «Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: -Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón. Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan». No pierden el tiempo. Ya no hay tiempo que perder en Emaús. No quieren seguir escondidos. Ha comenzado una nueva misión, una nueva vida. Una nueva luz que lo inunda todo de claridad. Sus vidas tienen un nuevo sentido. Llenos con el pan partido corren al encuentro de los suyos. Quieren compartir esa alegría que no se pueden guardar para sí mismos. Es imposible. El corazón feliz necesita compartir lo que posee. Tal vez la tristeza puede aislarnos, y no queremos pedir ayuda. Pero normalmente la felicidad es contagiosa. El bien es difusivo. Se comunica.
[1] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido
[2] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[3] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163
[4] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 31
[5] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
[6] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón
[7] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón
[8] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[9] P. Mauro-Giuseppe Lepori OCist, Heridos por la belleza
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