Temor a la muerte y al sufrimiento
por Juan del Carmelo
Son dos cosas distintas; se puede tener miedo a la muerte y no al sufrimiento, y por el contrario tener miedo al sufrimiento y no a la muerte.
Desde luego que hay que reconocer, que ninguna de las dos cosas son un plato de gusto: ni la muerte ni el sufrimiento, pero como siempre ocurre es conveniente siempre mirar el lado positivo, pues este siempre existe. En realidad todo el mundo le tiene temor, tanto a la muerte como al sufrimiento, pero si meditamos acerca de estos dos temores, nos daremos cuenta que hay unas personas, que le tienen más miedo a la muerte que al sufrimiento y otras que por el contrario, le tienen más miedo al sufrimiento que a la muerte. Esta diferencia es importante porque en cierto modo, nos señala el grado de fe que tiene la persona de que se trate. Los santos y sobre todo los mártires fueron siempre personas, en las que el temor a la muerte brillaba por su ausencia y posiblemente también el temor al sufrimiento, pues este era mirado como un regalo divino que ofrecerle al Señor. Pensemos en lo que se nos relata en las Actas de los mártires, de los primeros siglos de la Iglesia, esa valentía y decisión que tenían los mártires, para encararse con la muerte era solo y únicamente fruto de su tremenda fe, que como don que es, el Señor se los acrecentaba en aquellos momentos a estos mártires. De la misma forma que se lo ha acrecentado, más recientemente a todos los mártires españoles y mejicanos martirizados en sendas confrontaciones con los verdugos, que unas veces por razones políticas y la mayor parte de las veces, por odio a la Iglesia y al Señor eran martirizados y asesinados. Poco a poco estos mártires, van siendo beatificados y canonizados..
Cuando la fe de una persona tiene la categoría de las llamadas “fe del carbonero”, esta persona no tiene absolutamente ninguna duda de que al morirse irá al encuentro con el Señor, y su temor a la muerte en sí es mínimo y posiblemente inexistente. Su temor si es que lo tiene, más bien va referido, a los sufrimientos que el hecho de la muerte casi siempre conlleva.
Antes de seguir más adelante, quiero aclarar que la llamada “fe del carbonero”, es la que tiene aquella persona que no entiende nada de lo que se trata, pero que como hay que creerlo, él lo cree. Técnicamente a esta actitud se la denomina “fideísmo” o sea, esta es la persona que no necesita dar razones de lo que cree. Todos sabemos, que la fe no es enemiga de la razón, lo mismo que también sabemos que es un don de Dios y así siempre ha sido reconocido por los textos sagrados. (2Pd 1,1-3: Hch 11,1617).
Rara es la persona que de antemano acepta la clase de muerte que el Señor le otorgue, siempre se desea una muerte sin sufrimiento, una muerte rápida. La muerte sea cual sea, para el que de verdad ama al Señor, y lo ha descubierto en lo íntimo de su ser, es siempre dulce, porque ella le abre las puertas para el encuentro con su amado, con el cual al fin, podrá integrarse en su Luz maravillosa. En mi libro “DEL MÁS ACÁ AL MAS ALLÁ. Una visión plena de esperanza, optimismo y confianza, para el paso a la otra orilla” (Isbn 978-84-611-5491-3), escribí refiriéndome a este tema de la clase de muerte, que desearíamos, que: “Sólo en las manos divinas, está el determinar qué clase de muerte es la que nos espera. Todo el mundo desea una muerte sin dolor y en general pensamos solo en el dolor físico, sin ser conscientes, de que a lo mejor el dolor físico puede no ser importante, máxime sobre todo, hoy en día con los avances de la medicina, en el tema de paliar o de llegar a anular, los efectos del dolor físico. Hoy en día los cuidados paliativos en la medicina, prácticamente suprimen el dolor.
Lo que puede ser más trascendente es el dolor psíquico, del que más adelante trataremos. Generalmente se desea lo que se llama la “muerte del justo”, porque se piensa que la muerte del justo es siempre una muerte placentera y así realmente es. Quizás, esta apreciación tenga su base, en lo que dice el Libro de la Sabiduría: “Las almas de los justos están en manos de Dios, y no los tocará el tormento de la muerte”. (Sb 3,1). Y esta idea, se puede pensar que se corrobora, en el Libro del Apocalipsis, en el que refiriéndose al mundo nuevo, puede leerse: “Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado”, (Ap 21,4). Sin embargo esto no es siempre así, se conocen muy bien las clases de muertes tremendamente dolorosas, que sufrieron muchos santos. Sin ir más lejos, pensemos en la muerte de los innumerables mártires que figuran en el calendario de la Iglesia, muertes que se realizaron en medio de atroces tormentos”.
Si meditamos sobre la llamada “Oración del Huerto” de Nuestro Señor en Getsemaní, veremos que sus palabras fueron: “Y adelantándose un poco, se postro sobre su rostro, orando y diciendo: “Padre mío si es posible, que pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tu”. (Mt 26,39). El cáliz de amargura al que él Señor se refería, no era el temor a la muerte, pues bien sabía Él que después de ella vendría su resurrección y así lo manifestó más de una vez, con anterioridad y concretamente: “Los judíos tomaron la palabra y le dijeron: ¿Que señal das para obrar así? Respondió Jesús y dijo: Destruid este templo, y en tres días lo levantare. Replicaron los judíos: Cuarenta y seis años se han empleado en edificar este templo, ¿y tú vas a levantarlo en tres días? Pero El hablaba del templo de su cuerpo. Cuando resucito de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que Jesús había dicho”. (Jn 2,18-22).
Es muy posible que la Agonía en el Huerto de Getsemaní le ocasionara al Señor, mayores sufrimientos incluso que el dolor físico de la crucifixión, y quizás sumió a su alma en regiones de más oscuras tinieblas que ningún otro momento de la pasión, con excepción tal vez de cuando en la cruz clamó: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34). Era sufrimientos psíquicos no materiales. Santa Catalina de Siena y el Beato Raimundo de Capúa, interpretan la frase de “que pase de mí este cáliz”, refiriéndose no a los futuros sufrimientos físicos de la Pasión y Crucifixión, sino a los sufrimientos psíquicos que estaba soportando, por razón de todos los pecados de todos los hombre de todos los tiempos. Para Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa pontificia, “La verdadera pasión de Jesús es la que no se ve, la que le hizo exclamar en Getsemaní: “Me muero de tristeza” (Mc 14,34)”.
Bueno será, que cuando pensemos en nuestro interior, en cómo será nuestro tránsito a la otra, meditemos orilla, tengamos constantemente presente al Seño orando en el Huerto de Getsemaní, porque esté pasaje evangélico nos hará comprender, que si nuestra fe es fuerte, nunca tendremos miedo a la muerte, porque siempre tendremos la convicción absoluta de que lo que nos espera arriba es incomparablemente mejor que lo que aquí abajo tenemos y vamos a dejar. Y no nos apeguemos a este mundo diciéndonos: ¿Qué será de los que aquí abajo dejamos? Especialmente los hijos y seres queridos. Dios siempre se ocupará de ellos, mejor que nosotros mismos podamos hacerlos. Nadie es imprescindible. Los cementerios están repletos de personas imprescindibles. Fortalezcamos nuestra fe para que ella nos haga comprender que la muerte es la que nos abre las puertas del cielo y cuanto mayor sea nuestra fe, más se debilitará nuestro miedo a la muerte.
En cuanto al miedo a los sufrimientos físicos que el tránsito al cielo nos pueda crear, pensemos primeramente, que el Señor siempre nos da lo mejor para nosotros y apliquémonos el pareado que dice:
Sea bueno o malo lo que recibamos,
de sus divinas manos viene
y es lo que más nos conviene,
aunque no lo comprendamos.
Tengamos pues confianza absoluta en el Señor.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.