Lunes, 18 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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Domingo de ramos

por Al partir el pan

Isaías 50, 4-7; Filipenses 2, 6-11; Mateo 21, 1-11

«Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila»
«Jesús quiere sólo mostrarme el camino. Me anima a hacer lo mismo. Dejo de lado mis pretensiones tan humanas. Dejo de lado mi búsqueda de poder. Me subo a su pollino indefenso»
 
Con frecuencia me pregunto por el verdadero sentido de la vida. Tantas personas llegan a mí llenas de dudas. Se preguntan conmovidas: «¿Voy por el buen camino?». Como si dudaran del sentido de su entrega, de sus sacrificios pequeños y grandes, de sus renuncias y esperanzas guardadas en el alma. Dudan y tienen certezas. Es propio del alma que sueña con lo eterno. Es la vida una sinfonía en la que yo sólo toco mi propia parte musical. Con mi instrumento. Con mi fragilidad. Tal vez de forma desentonada. Pero seguro que al escuchar el todo cada pieza encaja. En Dios, claro, no en mi alma tan pequeña. Yo sólo sueño un día con escuchar completa esa melodía lograda que no acabo de comprender cuando contemplo el mundo tan herido y roto. Sin armonía. Quisiera poder ver su mano barajando el amor entre hombres rotos, sanados, sostenidos. Jugando con mis manos. Desplegando en mis palabras su fuerza sanadora. Deseo que la paz reine un día en el corazón confuso del hombre. Y su reino se vea más de lo que ahora soy capaz de percibir en medio de tanta guerra. Y quiero rebelarme. Y gritar que deseo que mi Dios haga algo. Que se vea su poder. Mi grito suena como esa voz apenas audible en los labios de Judas cerca ya del Calvario. O como ese gesto esquivo de Pedro que no quería ser lavado por Jesús en su última cena. Decía Jean Vanier: «A Pedro le cuesta comprender a Jesús. No soporta el sufrimiento y la debilidad. Quiere un Jesús fuerte que va a realizar su misión con éxito. El sufrimiento es lo que no queremos. Tenemos miedo del sufrimiento. Ser vulnerable significa tener miedo de ser abandonado. No queremos el sufrimiento. Jesús vino a traernos algo nuevo en relación al sufrimiento. No lo elimina. Aunque hizo todo por sostener a los apóstoles para que ayudaran a la gente en su sufrimiento. Lo que prometió no fue suprimir el sufrimiento sino dar una fuerza nueva para soportarlo y descubrir un sentido nuevo al sufrimiento. Puede ser fuente de vida». Sueño con esa sinfonía en la que las notas no son cruces y los acordes llenos de armonía son belleza sin sangre. Y yo veo la fealdad y me aturde el dolor. Me confunden el pecado y la muerte. Y mi propio dolor turba mi ánimo. ¡Cómo seguir caminando en medio de tantas cruces! ¿Por qué no puedo evitar el fracaso y la muerte? Es como si quisiera jugar a ser Dios en medio de mi vida. El poder de cambiar la realidad que me rodea. He escrito muchas palabras con mis dedos. Algunas las he repetido ya muchas veces. Pero no creo que mi palabra pueda crear la vida. Sólo las palabras de Jesús guardan en su interior la semilla de lo eterno. Mi palabra es frágil. Se eleva en un vuelo apenas perceptible. Vuela unos segundos en los que yo la veo. Y luego cae abatida por el paso del tiempo. Me cuesta pensar que mi vida sea como esa palabra que se eleva altiva para caer sin aliento. O tal vez sí mi vida es un acto valiente de entregarlo todo por un sueño eterno. Me uno a las palabras de una persona que rezaba: «Querido Jesús. En tu roca herida inscribo mi vida herida. Me conoces. Sabes que soy frágil. Que no soy capaz de besar mi cruz. Me da miedo. Tengo tantos miedos. A perder lo que tengo. A perder la fama. A no tener éxito. A perder la salud. Todo me da miedo. A veces hasta Tú me das miedo. Lo sabes. Perdóname. Te pido que me sostengas. Te necesito. Porque no es fácil el camino. Me da miedo. Yo soy débil. Me escogiste débil. Eso es un regalo. Conmigo puedes hacer algo. Eso espero. Con mi vida pobre. Tú escrutas mi corazón. Lo llevas en el tuyo. En tu corazón herido mi vida se llena de paz». Mi miedo al fracaso. Al olvido. Al sufrimiento que tantas veces rehúyo. Me asusta entregarle la vida a Dios en un acto de renuncia. La sujeto con manos firmes, para que no se escape. La ato al presente para que no se hunda. No quiero quedarme solo. No quiero perder la esperanza. En medio de tanta muerte cuesta ver la luz de una vida que no tiene fin. De un amor más fuerte que el odio. Camino firme, seguro. No me convence mi razón al marcarme un camino seguro. No lo pretendo. Mi corazón tiene tanta fuerza. Necesito que Jesús se abra paso en lo más hondo de mi alma para guiar lo que vive en mi subconsciente. El P. Kentenich decía: «En nuestros días se observa, en la naturaleza humana, un fuerte afloramiento de lo irracional, de lo subconsciente. Hacemos, en primer lugar y con mayor intensidad, lo que deseamos a nivel subconsciente que lo que queremos a nivel consciente. Así ocurre hoy sin duda y así nos sucede también a todos nosotros. En relación con nuestra educación y la educación de los valores trascendentes, es muy importante purificar, transfigurar y embeber en Dios el subconsciente del hombre, nuestra propia psiquis»[1]. Quiero que su luz penetre hasta los pliegues más ocultos. Hasta las aguas más hondas en cuyo interior apenas me reflejo. Quiero dejarle entrar a Él para que logre en mí ese orden que yo no consigo. Ese orden armónico que tal vez sólo en el cielo veré posible. Aquí sigo tocando con pasión la parte que me toca en esa sinfonía. Me gusta mi parte tosca. Lo hago desde mi torpeza. Apenas empiezo con ritmo. No sé si lograré acabarlo todo. Me pongo en camino. No le tengo miedo a la vida. Me apasiona vivir.

Tal vez la fama y el poder, el éxito y el reconocimiento, mueven con demasiada fuerza el corazón del hombre. No quiero que la fama y el poder sean el objeto de mis sueños. El otro día leía una reflexión interesante de Pedro Luis Uriarte: «Dejé el banco porque de tanto respirar incienso, la persona se estaba muriendo aplastada por el personaje. El poder es la droga por excelencia, te cristaliza el corazón, te cambia como persona. Después de años de éxitos tenía que parar. Cuando estás a máxima presión tienes poder, todo te ha salido bien, tienes tal seguridad en ti mismo que te conviertes en una máquina que va anulando a la persona». No quiero que el personaje consuma a la persona. Ni que el poder sea la obsesión de mis pasos. No quiero que la fama y el reconocimiento sean ese poder que sostenga mi vida. Tengo claro que el poder permite cambiar el mundo. ¡Qué sutil su atracción! ¡Cuánta fuerza tiene! Tira con pasión de las fibras de mi alma. El poder parece hacer posible el cambio. El poder me lo dan el conocimiento, el reconocimiento, el éxito, los logros. Siempre quiero hacerlo todo bien, tener éxito. Lo tengo claro. Tal vez es la semilla de perfeccionismo que hay en el alma humana. El deseo de triunfar en todo. Ser el primero. Vencer todos los obstáculos. Ganar siempre. Travis Bradberry habla de una actitud tóxica: «La perfección equivale a éxito. Los seres humanos, por naturaleza, son falibles. Si tu objetivo es la perfección, siempre te quedará sensación de fracaso y acabarás perdiendo el tiempo en lamentarte por no haber logrado lo que te proponías, en vez de disfrutar de lo que sí has podido conseguir». ¡Qué importante es educarme y educar a otros en la tolerancia frente a los fracasos! Todos vamos a fracasar tarde o temprano. Decía un entrenador de fútbol: «Sólo en el diccionario éxito está antes que trabajo». El verdadero éxito en la vida es trabajar sin descanso pensando en la meta. Caerme y volverme a levantar sin demora. Tropezar una y otra vez sin dejar de soñar. Alzar la mirada a lo alto cuando la tentación es permanecer estancado en mi tristeza. ¡Cuánto bien me hace la humildad de las caídas! Porque corro el riesgo de caer en la vanidad cuando me creo capaz de todo. El otro día leía: «Cuanto más nos revestimos de gloria y honores, cuanto mayor en nuestra dignidad, cuanto más revestidos estamos de responsabilidades públicas, de prestigio y de cargas temporales como laicos, sacerdotes u obispos, más necesidad tenemos de avanzar en la humildad y de cultivar cuidadosamente la dimensión sagrada de nuestra vida interior, procurando constantemente ver el rostro de Dios en la oración»[2]. Mirar hacia dentro. No buscar continuamente la aprobación del mundo. El eco de mis palabras, de mis gestos. Quiero vivir dándolo todo, porque el trabajo es la clave de una vida lograda, plena y feliz. No el éxito. Sí el trabajo y la entrega. No el hacerlo todo bien. Sí el intentarlo siempre luchando hasta el final. Sin pensar que no es posible. No deseo la fama como meta de mi felicidad. No deseo el reconocimiento de todos en todo lo que hago. Esa tentación tan subconsciente me acaba pasando factura. No quiero dejarme llevar por ese sabor agridulce que dejan las victorias. Siempre, detrás de una victoria, está el deseo de volver a triunfar. Es una cadena que nunca se termina. Siempre puedo lograr más, alcanzar más metas, realizar más gestas. Puede ser que el personaje que quiero representar me coma por dentro. Pierdo la sensibilidad. Dejo de mirar a Dios porque me creo capaz de todo. Y eso no es posible. No puedo yo solo cargar con el peso del mundo. Necesito volverme hacia mi interior. Descansar. Necesito ahondar en lo más profundo de mi alma. Necesito ver el rostro de Jesús y descubrir en él mi verdad. Soy necesitado. Soy vulnerable. No lo puedo todo. Quiero descansar en la barca de Jesús. Y aprender a vivir el fracaso con paz. ¿Dónde está el umbral de mi tolerancia ante los fracasos? Hay personas aparentemente maduras que no saben reaccionar ante la más mínima contrariedad que encuentran en el camino. Se frustran. Se enfadan. Se alejan de los hombres. El umbral de tolerancia es muy bajo. Ante la más mínima frustración reaccionan de forma inmadura. No quiero ser así. Quiero tener una gran tolerancia ante el fracaso. Para poder tratar al éxito y al fracaso como lo que son, dos impostores. Como decía Rudyard Kipling: «Al éxito y al fracaso, esos dos impostores, trátalos siempre con la misma indiferencia». No es fácil tolerar bien la fama sin caer en la vanidad. Resistir bien los éxitos sin dejarme llevar por la prepotencia. Y no es fácil resistir las derrotas sin hundirme. Sin desfallecer en la lucha. Sin desesperar. Tiene mérito ser capaz de levantarme después de una caída. Y luchar siempre. Hasta el final de la vida.

Este domingo preparamos el corazón para entrar en la Semana Santa. Nuestra semana sagrada. Esa semana en la que acompañamos a Jesús en su pasión, en su resurrección. Comienza todo con la entrada en Jerusalén: «Cuando se acercaban a Jerusalén y llegaron a Betfagé, junto al monte de los Olivos, Jesús mandó dos discípulos, diciéndoles: - Id a la aldea de enfrente, encontraréis en seguida una borrica atada con su pollino, desatadlos y traédmelos. Si alguien os dice algo, contestadle que el Señor los necesita y los devolverá pronto». Una borrica y un pollino. Así comienza el camino. Llega a su ciudad, donde iba de niño con María y José. Ha llorado al verla de lejos. ¡Cuántos recuerdos en el templo! Llega a sus muros. Es valiente. Intuye lo que va a suceder. Sabe de la rabia de algunos hombres. Han decidido matarlo después de la resurrección de Lázaro. A Él y a Lázaro. Tal vez ya no querían más cambios en sus vidas cómodas. ¡Cuántas veces me pasa a mí! Me instalo en mi forma de mirar a Dios, de mirar la vida y no puedo abrirme a otra distinta. Aunque sea verdadera. Me siento inseguro, pierdo parte de mi poder, de la parcela que yo controlo. Prefiero mantenerme lejos. Eso hicieron algunos fariseos. Porque de cerca Jesús les hubiera mirado al corazón. Quizás no se hubieran podido resistir a su amor personal. De lejos, en cambio, es fácil juzgar y encasillar. Hoy Jesús entra en su ciudad atravesando la puerta santa revestido de pobreza. Entra en la humildad de una borrica, de un pollino. No se puede entrar de otra manera al comenzar el camino hacia la muerte. Jesús ha vivido ya la gloria de la fama. Ha experimentado cómo tantos seguían sus pasos y escuchaban sus palabras. Pero ahora sabe que es una semana sagrada, dolorosa, llena de esperanza. Va a necesitar ir muchos días a Betania para cargar el corazón. Tal vez por eso necesitó Jesús resucitar a Lázaro, para descansar también en él en medio de su dolor. Hoy Jesús entra aclamado por el pueblo. Lo hace en la humildad de un pollino. Y hace realidad las palabras del profeta: «Esto ocurrió para que se cumpliese lo que dijo el profeta: - Decid a la hija de Sión: - Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila». La pobreza del rey de reyes. Un anuncio mesiánico. Un mesías humilde. Es la pobreza del abajamiento que tanto nos desconcierta. No en un caballo altivo. No es un rey poderoso. Jesús no tiene poder. No lleva un ejército. No le siguen hombres armados. Sólo un puñado de hombres pobres y fieles. Y Él montado en un pollino, en una borrica. Es la pobreza que siempre me desconcierta. La humanidad de Dios que tal vez yo no espero. Es todo tan diferente a lo que el corazón sueña. Deseo las cosas bellas. Anhelo los paisajes preciosos. Me gustan los honores y el reconocimiento. Quiero tener poder e influencia. Busco que me sigan y aplaudan. La humildad del pollino me resulta demasiado violenta o tal vez demasiado pacífica. No impone, no despierta el miedo. Me parece demasiado chocante para un día de fiesta. ¿No es acaso Jesús el rey de los judíos? ¿No es Él el hijo de Dios al que todos siguen? Sus caminos no son nuestros caminos. El camino de Jesús es el de la humildad, el de la pobreza y creo que no siempre es el mío. Porque el mío a veces es el del orgullo, el de la vanidad. Leía el otro día sobre S. Ignacio: «Ahí se estrella su ideal de perfección. Ahí va de cabeza su orgullo. Hasta este momento todavía Íñigo no ha caído en la cuenta de que lo que Dios le pide no es que sea un Íñigo irreal, puro y magnífico; lo único que Dios quiere es que Íñigo, con sus fuerzas y flaquezas, se deje enamorar, seducir por el Cristo pobre y humilde que le está esperando, y que se convierta en testigo y transmisor de ese amor»[3]. A veces pretendo caminar altivo el camino de la cruz. Me creo capaz de vivir una santidad heroica digna de elogio. Quiero recorrer mi propia vida sin errores ni defectos. Como esa persona que me confesaba hace poco que tardó muchos años en darse cuenta de que ella tenía defectos y debilidades. Siendo niña había aprendido a esconder sus flaquezas. No podía permitirse la duda, las lágrimas, la pena, el error, la debilidad o el fracaso. Y así sólo era capaz de ver los defectos y pobrezas del prójimo, de su esposo, de su familia, pero no los propios. Hasta tal punto que dudaba si realmente en ella había algún defecto escondido. Y si lo había, todo era posible, seguro que no era importante, tal vez nimio. No tendría relevancia en comparación con los defectos que ella toleraba en el prójimo. Cuesta mucho aceptar que tengo debilidades. Revestirme de pobreza. Entrar montado en un pollino. Son gestos desprovistos de grandeza. El que se muestra débil ante los demás es porque es débil. No es una pose. Y yo no quiero ser débil. No me gusta la dependencia. Busco la autonomía. Ser libre, ser yo el que hago y deshago. Y por eso me cuesta esa imagen débil de Jesús. Subido a un pollino, aclamado por los que lo ven entrar. Pero no tiene poder. ¿Cómo va a vencer con su fuerza? ¡Cuántas dudas albergaría ya el corazón de Judas! ¡Cuántas dudas alberga ya mi corazón! Una persona me pregunta: «No entiendo muy bien de qué me sirve rezar. Al final siempre sucede lo que Dios quiere». Quise explicarle que la oración cambia mi corazón. Me transformo en el poder de la oración. Pido, doy gracias, alabo. Y Jesús viene a caminar conmigo. No elimina el sufrimiento que no deseo. Me sostiene con su amor infinito, tan humano, tan divino. Se abaja a mi cruz para ayudarme a llevar el peso de mi madero. Es verdad que a veces me gustaría ver más su poder. Como a Judas. Como a esa persona llena de dudas. Puede ser que su impotencia me haga más frágil. Su indefensión aumente mi debilidad. Puede ser que en su humildad no me sienta protegido. Pero Jesús quiere sólo mostrarme el camino. Me anima a hacer lo mismo. Dejo de lado mis pretensiones humanas. Dejo de lado mi búsqueda de poder. Me subo a su pollino indefenso.

Quiero unirme a todos los que lo alaban hoy. Ese domingo habría muchos hombres aclamando a Jesús por las obras que había realizado en sus vidas. Tendrían algo particular por lo que darle las gracias. Una curación, un milagro, una palabra, un momento en que Jesús se acercó y se detuvo delante de ellos, una mirada. Cada uno recordaría un lugar, unas manos que lo sanaron, levantaron, consolaron. Un abrazo. ¿Qué le agradezco hoy a Jesús? Este domingo es el día para darle gracias a Jesús en mi vida. Algo concreto. Jesús apareció un día en mi camino. Lo alabo porque quizás me ayudó a caminar. Porque me sostuvo cuando yo ya me caía. Porque fue a buscarme cuando me alejaba de Él. Porque me esperó en mis ausencias. Porque sanó mi corazón herido de soledad y de miedo. Porque calmó las tormentas de mi mar interior, lleno de ira, de desánimo, de desilusión. Porque me miró hasta el fondo de mi corazón con ternura cuando yo no podía ni mirarme. Porque comió en mi mesa, sentado junto a mí. Lo alabo porque creyó en mí y me llamó por mi nombre. Porque me amó sin condiciones y sin medida. Lo alabo porque cuando estaba todo oscuro y yo no veía nada, ni sabía hacia dónde ir, me dijo al corazón: «No temas, estoy contigo». Lo alabo por mis momentos de cruz en los que sentí sus brazos. Por mis momentos de miedo en los que me animó a saltar en la fe. Lo alabo porque me llamó en el lago a vivir con Él. Lo alabo porque puso en mi corazón una sed que no me deja quieto. Le doy gracias. Coloco mi vida a sus pies, mi manto, mis ramos de olivo. Jesús, que sabe que mi corazón es frágil, me acoge y recibe mi alabanza. Hoy es un día para dar las gracias. ¡Cuántas veces mi oración es sólo petición! Hoy miro a Jesús. Sin ejército. Sin escudos. Sin protección. A pleno día. Impotente. Montado en un pollino manso y vulnerable. Llega a mí, que estoy tantas veces amurallado. Que me defiendo tanto para que no me hagan daño. Llega con sus amigos que tendrían miedo, pero que no lo dejan en esta entrada. Van con Él. Sabe que esos hombres lo necesitan. Lo miro y lo aclamo con sus mismas palabras: «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!». ¡Qué poco bendigo a Dios por las obras que hace en mi vida! ¡Qué poco bendigo a los hombres por su amor y entrega! ¡Qué poco agradezco y alabo! ¡Cuánto me quejo, exijo y mido! Hoy es un día para agradecer y bendecir. Para alabar a Cristo. Que va a comenzar su semana de pasión por amor. Por un amor más grande. Por el amor por el que yo fui creado. A veces las cosas no son sólo blancas o negras. Hoy hay luz y miedo a la vez. Alegría e inquietud. Vida y muerte. Pienso en María, ese día de ramos junto a su Hijo, en silencio. Callada. Vive en el corazón lo que vive Jesús. Alegría por poder ver cuánto bien ha hecho su Hijo. Miedo por el odio y la rabia de quienes lo buscan creyéndose en posesión de la verdad. María está junto a Jesús, recibiendo con paz y con alegría el agradecimiento de tantos hombres. Quiero alegrarme con la alegría de este día de ramos. Veo a lo lejos la luz de la Pascua y eso me alegra el alma. Tengo tantas cosas que agradecer, tantos milagros que he visto. Por todo ello me arrodillo ante Jesús para alabarlo.

Muchas veces la verdad queda oculta bajo la apariencia. Así suele ser en la vida. Así fue ese día en Jerusalén. Un rey entra en Jerusalén montado en un pollino. Un hombre aclamado por otros hombres. Oculto y desvelado a un mismo tiempo. ¿En qué se parece ese hombre aclamado por las multitudes al entrar en Jerusalén, a ese otro hombre al que todos quieren matar el viernes santo? ¿No hay un punto intermedio entre la gloria y la muerte? ¿Cómo escribir la verdad de esa misma carne que un día despierta el seguimiento y poco después provoca la huida? Tal vez sea así de voluble mi corazón, mi amor que se tambalea y cae. ¿Dónde está la verdad de las cosas? Jesús es el mismo en el domingo de ramos que en el viernes santo. El mismo hombre muerto en la cruz y el mismo hombre resucitado. ¿Dónde está su verdad? Es la misma verdad. La de hombre, la de Dios. A veces me cuesta distinguir bien la verdad de las personas bajo el caparazón de la apariencia. Bajo esa imagen que yo mismo me he formado de la realidad. A veces mis propios prejuicios no me dejan hacerme un juicio verdadero. Condeno el pecado de aquel que está ante mí. Veo con facilidad su impureza, su falta de valor. Pero no veo su verdad. Creo que influye mucho el ruido en mi corazón. Me aturden las opiniones de los hombres. Tengo otros juicios aprendidos. «¿Qué es la verdad?». Esa pregunta de Pilato permanece suspendida en el aire sin una respuesta. Sostenida por la fuerza de un amor imposible. Jesús es la verdad, el camino, la vida. Jesús quiere que yo viva en la verdad, pero eso a veces no es tan fácil. La obra de teatro «El Pato salvaje» de H. Ibsen se centra en la verdad y en la mentira. Parte del símil de lo que es la caza del pato salvaje. Si el pato recibe un disparo y no muere, queda herido. Entonces, para salvar su vida, se sumerge en el agua agarrándose con el pico a las algas evitando así emerger. El perro se lanza al agua y lo saca a la superficie. Hubiera muerto igualmente ahogado bajo el agua. Ahora morirá en manos del cazador. Una pregunta se nos plantea. ¿Es mejor vivir agarrado a las algas huyendo del perro y al final morir en la oscuridad? ¿O es mejor que te salve el perro de morir ahogado para luego dejarte a los pies del cazador? ¿Es mejor vivir, sobrevivir hasta la muerte con la luz de una mentira que llena de color la vida? ¿O enfrentarme a la verdad de mi alma y morir así? Es el dilema. ¿Es necesario enfrentarme siempre con mi verdad? ¿Tengo capacidad para besar mi propia verdad y aceptarla? ¿Cómo hago para ayudar a otros a llevar su verdad? A veces quiero saber toda la verdad de las personas. O me empeño en que ellos enfrenten su verdad. Olvido que todos tienen derecho a guardar la intimidad de su vida sagrada. Y yo no tengo derecho a saber todo lo que otros hacen. Además no todos están preparados para vivir su propia verdad. No sé cómo mostrarle a alguien la mentira en la que vive. Tal vez no sea capaz de vivir en la verdad. Y yo no lo sé. Sólo sé que yo sí quiero vivir en la verdad. Quiero aprender a ver mi verdad y besarla. Aunque me duela y pese. Aunque no tenga tanto brillo. Aunque sea montado en un pollino. Aunque me toque cargar con una cruz anodina. No me importa. Prefiero la verdad fuera del lago a la mentira bajo el agua. Pero no sé si siempre es posible dar ese paso. Creo en el poder de Dios que tiene la sutileza para sacarme de mis mentiras. Su delicadeza es fruto de su amor. Esa forma suya de tratarme es la que me hace más capaz para besar mi verdad. Hoy pocos ven la verdad de Jesús. Pocos la conocen. También pocos son los que al pie de la cruz podrán decir como el centurión que Jesús era verdaderamente el hijo de Dios. No es fácil ver la propia verdad. Y no es fácil ver la verdad de los hombres. Necesito un corazón más puro, más inocente, más de Dios.

La Semana santa es una semana de silencio, no de ruidos. Pero sé que a veces me dejo llevar por el ruido de los hombres que gritan. Hay demasiado ruido. El otro día leía algo que me pareció muy verdadero: «El ruido ha adquirido la nobleza que antes poseía el silencio. Al hombre que habla se le aplaude. El silencioso es un pobre mendigo hacia el que ni siquiera merece la pena alzar la mirada. El hombre silencioso ya no es signo de contradicción, es sólo un hombre que sobra. El que habla posee importancia y valor mientras que el que calla sólo recibe poca consideración. El hombre silencioso queda reducido a la nada. El simple hecho de hablar aporta valor. ¿Que las palabras no tienen sentido? No importa»[4]. El camino hacia la Pascua es una lucha ciega entre el ruido y el silencio. Hombres que gritan. Hombres que callan. Los gritos que aclaman y dan gloria. Los gritos que condenan y piden la muerte. Los silencios de los que huyen por miedo a la muerte. El silencio de Jesús llevado al Gólgota, indefenso. Y luego su muerte silenciosa. Me impresiona esa lucha extraña en mi propia alma entre el ruido y el silencio. En la vida parece que el que grita logra imponer su criterio y su opinión mejor que el que calla. Y el que guarda silencio pierde todo crédito y admiración. El que calla cede, falla, es olvidado, ignorado, se vuelve invisible. Tal vez por eso gritan tanto hoy los hombres para hacerse oír. Su grito vale más que su palabra, más que su silencio. Yo mismo grito muchas veces y se turba mi juicio. Pero no por gritar poseo la verdad. Aunque la fuerza de mis gritos parezca imponerla. Pero no es verdad. Hoy aclaman a Jesús el entrar en Jerusalén. Y no por eso la ciudad se rinde a los pies del nuevo rey. Los gritos se ahogan. Los mantos quedan tirados en el camino junto a los ramos de olivo. A los gritos y a los cantos sucede un hondo silencio. Y en ese silencio trascurren los días de Pascua. Gritos de los hombres en el templo convertido en mercado. Gritos de los hombres queluego pedirán la muerte de Jesús. El silencio sin defensa de Jesús ante Pilato. No hay gritos. Sólo un llanto silencioso de los que aman, de los que esperan, de los que aguardan. Pero los gritos del odio tienen más fuerza. Imponen la cruz. Todos los oyen. Hoy parece que si no grito no me oyen. Si no alzo la voz no existo. Pero sigo creyendo yo en el poder silencioso del silencio. Una poesía habla de ese silencio verdadero que está en mí. Dios habla: «Me pides más silencio y el silencio está en ti. Confía a mí tus voces y estas acallarán. Quiero ser el Dios que escucha tu voz, El que te descubre los pensamientos que te entristecen y no te dejan vivir. Quiero ser el Dios que dulcifica tus penas. Que agranda las puertas de entrada y de salida. Que te acompaña en tu responsabilidad y te libera cuando te esclaviza. Que te libera de los agobios y asume tus cargas. Me pides silencio para que pueda hablarte. Búscalo pero no dejes entrar la culpa ni la tristeza si no das con él. Y nunca creas que te quiero más cuando más en silencio estás. Pero si me pides Silencio, ¿Cómo no te lo voy a dar? Y cuando lo tengas, trátalo como tratas el aire, que existe y que no procuras atrapar. Y cuando lo tengas, sólo lo tienes que gozar. Yo soy el silencio y en ti quiero descansar». Me falta silencio. Menos palabras. Más presencia de Dios en el alma. El silencio no se impone por su fuerza. El silencio de Jesús camino al Calvario me sobrecoge. Se dejará torturar y matar sin decir nada. Igual que hoy se deja alabar y bendecir guardando silencio. Quiero vivir así las injusticias. Aceptar muchas cosas en silencio, sin gritar, sin clamar a Dios, sin escandalizarme. Ese silencio santo es el que anhelo.

Me gustaría comenzar con Él su camino hasta la cruz. Siempre le pido que me acompañe Él a mí. Me gustaría, por una vez, salir de mí y estar a su lado. Y al lado de sus rostros en el mundo, los que más sufren. Le pido a María, que está callada en este día, que me ayude a ir a su lado. Y a vivir con Él estos días de incertidumbre y caos en Jerusalén. Esos días antes de la pascua en que Jesús durante el día va al templo y se expone con sus palabras y sus hechos. Ora en el huerto de los Olivos con su Padre. Y luego en la noche coge fuerzas de amor en Betania, con sus amigos. Quiero acompañarlo en la cena del jueves. Sentarme a su lado, dejarme lavar por Él. Quiero reposar mi corazón cansado en el suyo. Recostarme en su pecho como Juan. Prometerle como Pedro amor eterno. Recibir ese pan partido que no comprendo. Quiero orar con Él en Getsemaní y entregarme con mi dolor como Él lo hizo. Quiero velar dormido, o sin dormirme, con mucho miedo a sufrir. Quiero seguirlo de lejos cuando lo prendan. No sé qué hacer sin Él. Me preguntan y lo niego. Tengo miedo. Digo que no lo conozco, que no soy de los suyos, que no hablo como Él. Digo que sí, que un día lo conocí, pero que ahora ya no le pertenezco. Él me mirará con amor infinito. Esa mirada de amor tan profunda. Nunca me han mirado así. Lloro. Yo no conocía ese amor. Lloro porque soy frágil. Me duele. Pero creo en que su perdón es posible. Le acompaño esas horas de oscuridad junto a la cisterna en la que Jesús pasa su última noche. Lo condenan. Yo no lo entiendo. Mienten. Es injusto. Lo hacen de noche. Jesús entró de día pero ellos lo condenan de noche. Es la hora de la tiniebla. Dios calla. Dios está atado ante la libertad del hombre. Dios vive el pozo de soledad que vivimos los hombres. Las horas pasan lentamente. Jesús ama más que nunca. Quiero estar con Él cuando caiga bajo la cruz que carga. Cuando caiga por mi peso, por mi pecado, por mi dureza. Cuando se levante ante mí y me mire desde la cruz perdonándome, amándome, abrazándome, olvidándose de sí mismo por amor a mí. Quiero tocar su herida, palpar su amor hecho consuelo y compasión. El amor de Dios que se metió en la carne y se clavó en la cruz, y en mi corazón. Quiero vivir a su lado cuando descorran la losa del sepulcro y se llenen de luz sus heridas, su lanzada en el pecho. Quiero estar cuando me pregunte si lo amo. Y yo no se lo pregunto a Él porque me lo ha demostrado con hechos. Yo creo. Y mi vida comienza de nuevo desde ese lugar. Hoy comienzo un camino. Jesús me mira. Yo lo recibo llegando hasta mí. Lo alabo. Le doy gracias. Pongo mi vida a sus pies para que la pise con sus pies sagrados. Y le pregunto si puedo estar con Él. Me necesita. Me parece imposible. Quiero estar con Él.
 

[1] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[2] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 33
[3] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, Nunca solo
[4] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 42 
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