V domingo de cuaresma
por Al partir el pan
Ezequiel 37, 12-15; Romanos 8, 8-11; Juan 11, 1-45
«Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aun ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá»
«Hoy Jesús se acerca a mí en medio de mi enfermedad, de mi muerte, para decirme que me ama con locura. Que no quiere que sufra. Quiere ser mi amigo. Yo también quiero ser su amigo»
«Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aun ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá»
«Hoy Jesús se acerca a mí en medio de mi enfermedad, de mi muerte, para decirme que me ama con locura. Que no quiere que sufra. Quiere ser mi amigo. Yo también quiero ser su amigo»
Sé que Dios me ha dado un corazón capaz de apasionarse por la vida. Y sé que ese corazón mío nunca va a dejar de ser apasionado. Y es verdad entonces que el que es apasionado sufre más que el que no se apasiona por nada. Sufre al amar. Sufre al ser amado. Sufre al herir. Sufre al ser herido. Sufre al ganar. Sufre al perder. Merece la pena vivir apasionadamente la vida. Es como si uno tuviera raíces hondas y alas grandes. Parece una paradoja pero es lo más real que tengo en mi alma. Raíz y alas. Y es como si al tirar hacia arriba las alas quisieran sacar las raíces de la tierra. Y es como si al enterrarse en la tierra las raíces quisieran retener las alas en su vuelo. Es extraño ser al mismo tiempo roca y río. Torrente y remanso. Volcán y cielo cargado de hielo. Es como si ambos extremos se juntarán en un mismo punto dentro del alma de forma incomprensible. ¿Cómo pueden convivir el fuego y el agua sin una lucha constante? ¿Cómo lo logran el viento y la calma, la raíz y las alas? Es una lucha inconformista por vencer o ser vencido. Por reposar o ponerse en camino. Por amar o dejarse amar. Por echar raíces o por elevar el vuelo. En esa lucha extraña me sostiene una certeza. El convencimiento firme de que Jesús me ama, siempre, a lo largo de todo el camino. Y sé entonces que siempre, aun perdiendo, gano y cuando pierdo con dolor, sé que también venzo. Por eso mis lágrimas están mezcladas con mis sonrisas. Y mi llanto con una paz profunda. Una mezcla extraña que apenas yo concibo. Como si queriendo vivir muriera poco a poco. Y como si pretendiera morir viviendo intensamente. Cada momento de mi vida. Tengo la extraña sensación en el alma de que siempre voy a ser más de lo que soy ahora. Y al mismo tiempo algo de mí se va a quedando prendido en los días que pasan por mi alma. Por el desgaste provocado por la misma vida. Es como si la roca y el agua del torrente se confundieran en un mismo correr, en un mismo quedarse anclados. En un abrazo fugaz que retiene la vida un instante. Es el momento confuso en el que el silencio se llena de cantos y el descanso se llena de ruidos. No puedo explicar muy bien el porqué de tantos extremos en mi alma. Sólo sé que al mirar mi vida ante Jesús cada mañana descubro en mí una eternidad que antes no conocía. Y acaricio con calma la misma herida que me acompaña desde el inicio de mi camino. Y me conmueve saber que Él siempre sostiene mis pasos. Levanta mi vuelo ágil después de la caída. Me mantiene erguido cuando me adentro en esta tierra que abraza mis raíces. Vence en mí el fuego que viene de Dios, de su Espíritu. Arrasa en mí esa agua que cae como un torrente sobre el espacio abierto de mi alma. Y yo mismo no soy capaz de retener tanta emoción en lo hondo de mi pozo. Me desborda su brisa, su voz profunda, su canto en forma de cascada. Y me empuja lentamente hacia lo más profundo de mí mismo. Y me dejo abrasar por su caricia. Me dejo llevar en sus brazos grandes. Y sé que puedo caer y sostenerme en un mismo intento por vivir cada momento. Soy del mundo, soy barro, soy hombre, soy de Dios. Y soy el fuego que brota del costado de Cristo. Soy su agua que lava mi propio pecado. Soy viento y roca. Soy mar y vuelo. Orilla y cielo. No quiero vivir sorprendiéndome con mi pecado. No deseo hundirme por culpa de mis caídas al tocar mi cuerpo débil. Me gusta caminar turbado y anhelar un cielo que levante por encima del polvo mi inocencia guardada. Me gusta pensar que en mí mismo no hay dualismo. Soy bueno y malo al mismo tiempo. Y no pretendo ser sólo una cosa, porque no puedo. No puedo borrar la huella de mi pecado, su herida. Ni inventarme una pureza que nunca he visto. En mis peores pensamientos y actos hay siempre una huella profunda y pura de mi belleza. Y en mis gestos más altruistas y generosos atisbo una mezcla triste de mezquindad que no acepto. Lo he decidido. Ya no me asombro por mis caídas ni por mis flaquezas. Conozco quién soy y de dónde vengo. Y no pretendo ser lo que no soy. Jesús me ama como soy, con todo mi ser, sin dejar nada fuera. No quiero fingir, ni levantarme incólume ante cualquier tropiezo, como si nunca hubiera caído. Me alegra encontrar a Dios oculto entre los pliegues de mi alma, escondido apenas. Alejando mis miedos con el fuego de su amor. Sujetando mis brazos en lo más alto cuando decaen las fuerzas. Insuflando en mi alma una vida nueva que me levanta más allá de la tierra. Diciéndome despacio que me ama tanto, al oído del alma. Yo mismo no soy consciente de cómo puedo ser tan amado.
Me cuesta a veces entender que desde mi carencia y desde mi pecado pueda construir una obra de arte. No lo hago yo solo. Él lo hace conmigo. Él en mí. Y mi herida es el espacio abierto, la gruta en la que yace mi cuerpo muerto, y de donde brota la vida. No niego mi herida. No la oculto. También me cuesta creer que las carencias y debilidades de los que tengo más cerca me complementen y enriquezcan. ¿Cómo puede ser eso posible? Si vivo clamando al cielo por los defectos ajenos. Criticando, juzgando. Y reclamando a Dios por las injusticias que sufro a causa de la debilidad de los hombres. Cuando experimento con dolor la carencia del que me ama, de aquel a quien yo amo, sufro. Y no sólo experimento el dolor, también me entristece la carencia de lo que no recibo. Me duele esa fragilidad humana que entorpece mis pasos y no me deja ser mejor. ¿Cómo se puede hacer para que la debilidad de los demás sea un bien en mi vida? Es un milagro. Pero vivir con alegría la debilidad de los que me rodean me hace cambiar. Amarlos débiles, quererlos frágiles. Abajarme a esa lucha que ellos sostienen contra su propio pecado. En ese gesto hondo de amor yo aprendo tolerancia, paciencia y alegría. Al final me enriquezco, cambio yo y aprendo a amar. Y al amarlos, cambian ellos. ¡Qué difícil me parece vivir con paz las heridas de los otros! Tal vez necesito cambiar mi mirada que brota de mi corazón herido, duro, rígido. Una nueva visión del mundo, del corazón humano. Necesito un corazón más paciente, más transigente, más libre, más blando. Sé que una cosa es mi firme propósito de amar bien, de liberar a quien amo de su culpa, de sostenerlo cuando se reconoce frágil ante mí. Pero muchas veces compruebo mi propia herida. Veo que de mi interior brotan sombras oscuras. No acabo de conocerme. Y me confronto con sentimientos que no quiero. Leía el otro día: «Todo hombre se lleva a sí mismo adondequiera que vaya. En todo momento llevamos nuestros aspectos sombríos con nosotros. Participan de todos nuestros actos y a menudo los determinan aun en contra de nuestros propósitos. Deseamos amar a todos los seres humanos. Pese a la firme voluntad de querer bien a todos los hombres, nos comportamos con impaciencia, rechazo o agresividad. A menudo nos sorprenden nuestras reacciones, pues nos negamos a reconocer el origen de nuestro comportamiento. Así es que muchas veces no vemos en nosotros lo que otros sí perciben a través de nuestros actos, y es que estamos marcados por nuestros aspectos sombríos»[1]. Quiero hacer el bien, quiero amar bien, acoger con alegría al que cae, perdonar al que me hiere, ser paciente con el que no actúa como yo espero. Quiero entender que en los defectos de los que me rodean se encuentra el amor de Dios, oculto, escondido. Ese amor que viene a mí a desinstalarme de mis pretensiones. A confrontarme con los pecados de los demás, para que vea en ellos mi propio pecado. A desvelarme mi fragilidad. Y mostrarme el camino que he de recorrer para que, al querer al que no me sabe querer, aprenda yo a querer como Jesús me quiere. Me hace ver mi debilidad para entregarme sin freno al que no es como yo quiero que sea. Me siento muy frágil. Tropiezo con mi indigencia. Me cuesta ver en las carencias de los demás mi camino de santidad. ¿Qué hago yo por acoger y ayudar al que no se comporta como yo creo que se debería comportar? Surgen mis propias sombras, mi pecado, juzgo y exijo. Me cuesta aceptar la lentitud del que me ama, su torpeza, su incapacidad para demostrarme su amor. Exijo otras actitudes. Le pido que cambie. Surgen en mí la impaciencia, el rechazo, la agresividad. Sus olvidos y negligencias me duelen. Sus torpezas para vivir la vida a mi lado. No quiero ser un educador que corrige siempre. Pero acabo resaltando con violencia lo que los demás no hacen bien.
Quiero aprender a vivir las carencias de los demás sin juzgarlas. Quiero dejarme educar por sus debilidades. Y así reconocer mi propio pecado. Decía Damián Karo: «Es momento de plantearnos: dejar la lupa y tomar el espejo. Nos molestan muchas cosas de los demás. Dejemos la lupa que examina a los otros constantemente y tomemos el espejo para ocuparnos de nosotros. Esto, a su vez, nos ayudará a que veamos de mejor modo a los demás. Podríamos pensar que de esa manera nada va a cambiar en el mundo; sin embargo va a cambiar todo en nosotros. Cuando algo de otro nos molesta y afecta tanto, es porque lo que estamos viendo es la devolución de nuestra imagen reflejada». El espejo me permite mirarme como soy. Y ver mi pecado, mi lado sombrío, mi fragilidad, mi propia muerte. No me entristezco. Me da ánimo para luchar. Dios me quiere como soy. Decía el P. Kentenich: «Hoy en día es muchísimo lo que se juega para el hombre, en el hecho de que aprendamos nuevamente a presentarnos ante Dios tal como somos. ¡Fuera con el velo! ¡Fuera con la máscara! Mostrarnos ante el rostro de Dios en total desnudez. En la imagen de Pablo: cuando soy débil, entonces soy fuerte»[2]. Me miro en mi desnudez. En mi fragilidad. Entonces la fragilidad del otro me afecta menos. Porque yo mismo en el espejo veo mi desnudez imperfecta. Y me siento pequeño al lado de lo que sueño y anhelo. Me desnudo a los ojos de Dios, sin miedo, sin pudor. Dios me quiere así. Débil, inmaduro, torpe, incapaz, voluble, inconstante. Claro que desea que crezca, que ame mejor, que sea más feliz. Pero constatar su amor incondicional por mí, me da fuerzas. No quiero conformarme, quiero luchar. Quiero dejar que Dios vaya cambiando mi corazón endurecido y me dé un corazón de carne para remplazar mi corazón de piedra. Quiero que vaya revistiendo con su Espíritu mi desnudez. El P. Kentenich me recomienda: «Primero, no asombrarnos; segundo, no confundirnos; tercero, no desanimarnos; cuarto, no instalarnos. O sea, no decir, simplemente: en fin, esto forma parte de mi rostro. Naturalmente, hoy en día existe el gran peligro de que, como estamos tan impulsados y teñidos por el medio que nos rodea, la conciencia ya no se inquiete, puesto que tomamos sin más la opinión pública como lenguaje de la conciencia. Y así, antes de que me dé cuenta me habré convertido realmente en un hombre masa»[3]. No me asombra mi debilidad. Porque para Dios todo es posible a partir de mi barro. No me confundo con mi pecado, con mis caídas repetidas, porque sé que Jesús se detiene ante mi debilidad y se conmueve. Pero tampoco me desanimo en la lucha, porque sé que su Espíritu me da alas para subir a lo más alto y soñar con lo más grande. Por eso no me conformo, porque no quiero dejarme llevar como una hoja movida por el viento que sopla como quiere, donde quiere. No dejo que el mundo me haga conformista. Quiero luchar por ser mejor, por amar más. Quiero ayudar a otros a ser mejores. Pero dejo de lado la lupa, para coger el espejo. Así es más fácil cambiar. En la carencia que me inquieta veo mi propia carencia. En la debilidad que me conmueve descubro mi propia fragilidad. Así es mi corazón que aprende a ver en lo que me turba un camino de salvación. En mi alma sé que conviven lo débil y lo fuerte. Lo sublime y lo más mezquino. Mi pecado y mis gestos más santos. Guardo como un tesoro mi deseo puro e inocente de ser mejor. Me duele la dureza de encontrarme cada día reflejado en el espejo con mis mismas arrugas, con mi misma muerte. Cuando yo quiero vivir y cambiar. Tengo el deseo de luchar siempre de nuevo. Cuando pierdo, cuando fracaso. Pero no cedo. No decaigo. Conozco la belleza grabada en mi interior y esa belleza me da alas. No la olvido. Quiero que sea mi guía, mi bandera de lucha. Conozco también la oscuridad de mi sepulcro, la he olido. Esa oscuridad que me turba y me confunde. Y a veces me dejo llevar por el silencio de mi pecado absurdo. No quiero dejar nunca de creer en las cumbres que puedo alcanzar en las alas de Dios. Subido en el fuego de su Espíritu. Me da fuerzas para luchar en medio de mi vida. Me levanta siempre ese amor de Jesús que llora ante la losa que cubre mi alma. Y me llama por mi nombre, porque me quiere.
Por todo ello hoy de nuevo quiero cuidar esa amistad que sueño con Jesús. Me conmueve escuchar hoy: «Señor, tu amigo está enfermo». Su amigo Lázaro está enfermo. Yo, que soy su amigo también estoy enfermo. En ese amigo pongo mi propio nombre, escribo mi nombre sagrado. Jesús sabe que estoy enfermo. Yo, su amigo. Me conmueve esa amistad profunda de Jesús con Lázaro, con sus hermanas. Jesús era capaz de amar. Con su cuerpo y con su alma: «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro». No suele aparecer una expresión así en el evangelio. Nombres concretos. Jesús amaba a la familia de Betania. Allí solía ir a descansar, a compartir la vida. Con Lázaro, con Marta, con María. ¡Qué humano es Jesús que ama tanto! Me conmueven sus lágrimas cuando ve muerto a Lázaro. Llora cuando ve llorar a María: «Jesús, viéndola llorar a ella y viendo llorar a los judíos que la acompañaban, sollozó y, muy conmovido, preguntó: -¿Dónde lo habéis enterrado?». María llora. En sus palabras no hay reproche. Sólo hay cariño. Un amor muy hondo. Y la certeza firme de que bastaba con la presencia del más amado para salvar la vida de su hermano. Me conmueve. Jesús llora. ¡Cuánto amaba a Lázaro! Se emociona. Por el dolor de María. Por su propio dolor. Jesús me quiere tanto a mí como a ellos. También llora cuando yo muero, cuando lloro, cuando estoy enfermo. Jesús me enseña cómo se quiere a los amigos. Yo no sé querer así. Su dolor es tan hondo, tan humano, tan de Dios. Llora porque ha perdido un amigo tan querido. Sufre por la pena de María, de Marta, su propia pena. Jesús tenía amigos. Tenía amistades hondas, verdaderas, eternas. No quiero pasar por la vida sin emocionarme por el dolor de los hombres, sin conmoverme al perder a quienes quiero. No quiero vivir sin ahondar en mis vínculos. El otro día una persona me decía: « ¿Vosotros también tenéis personas a las que queréis de forma especial?». Me llamó la atención la pregunta. Los sacerdotes claro que amamos. Queremos. Echamos raíces en corazones humanos. Porque el amor humano me lleva al corazón de Dios. Porque ese amor que recibo y doy es un reflejo pálido de ese amor incondicional que Dios me tiene. Jesús amaba con lágrimas, con risas, con hondura. El otro día leía: «Jesús se sienta a la mesa con los pecadores no como juez severo, sino como amigo acogedor. El reino de Dios es gracia antes que juicio. Dios es una buena noticia, no una amenaza. Los pecadores y las prostitutas pueden alegrarse, beber vino y cantar junto a Jesús. Estas comidas son un auténtico «milagro» que los va curando por dentro. Empiezan a intuir que Dios no es un juez siniestro que les espera airado; es un amigo que se les acerca ofreciendo su amistad»[4]. La amistad con Jesús sana por dentro al que se sabe amado. Igual que mi amor sana a otros. Un amor de carne y alma. No un amor etéreo. Quiero cuidar el amor humano que doy y recibo. Igual que quiero cuidar mi amistad con Jesús. Los amigos se eligen, no nos vienen impuestos. La amistad no se puede exigir, se da o no se da. Es un don gratuito. No quiero mendigar amigos, amores humanos. Pero quiero cuidar a los que Dios ha puesto en mi camino. La amistad vive de la gratuidad. No de las obligaciones y compromisos. Jesús se sentaba con los pecadores, con aquellos que estaban enfermos. No era obligatorio perder su tiempo con ellos. Tampoco era una obligación ir a Betania a descansar con sus amigos. Era gratuito. Jesús se hacía amigo de los más necesitados. Me mira a mí. A veces no me valoro y no creo que pueda ser mi amigo. También me pasa a veces con ciertas personas. Las veo muy lejos de mí, muy perfectas, muy sabias. Y no creo que pueda llegar a ser amado por ellas. Seguramente es lo que sentían esas prostitutas y publicanos al comer con Jesús. No se sentían dignos. Pero la amistad es un don sagrado, no un premio. Es una gracia, no una obligación. Jesús viene a mi mesa a compartir mi vida conmigo. Viene a mi vida a decirme que le interesa todo lo que hago, todo lo que sufro. Y pone como prenda su corazón. Me dice que me quiere. Que me acepta como soy. No quiero temer amar. El otro día una persona me decía que asociaba el vínculo afectivo a alguien con el dolor. Y por eso lo rehuía. Tenía una coraza que lo protegía. Pensé que hoy tantas personas viven con dolor sus vínculos profundos. Sufren en sus relaciones humanas. No se saben amados de forma incondicional por nadie. Con sus padres, con sus hijos, con su cónyuge, con sus amigos. ¡Cuántas relaciones rotas! ¡Cuántas relaciones en las que uno o los dos sufren! ¡Qué difícil tener vínculos sanos! Cuesta mucho aprender a amar bien. El amor me compromete. Saca lo mejor de mí. Y también puede sacar lo peor. Estoy llamado a vincularme. No quiero pasar por la vida de puntillas, sin raíces. Sin dejarme el alma anclada en los corazones. La huida al desierto, a la soledad, puede ser una excusa para no amar más, para no involucrarme demasiado. Hoy Jesús me pide que ame hasta el fondo. Que llore por los que amo. Que sufra sin miedo por ellos. El amor conlleva una cierta cuota de sufrimiento. Pero no quiero hacer sufrir a quien amo. Eso no es justo. El sufrimiento bueno no tiene que provocarlo mi pecado. Amar siempre me hará sufrir, me exigirá dar hasta que duela y sacará de mí fuerzas que desconocía. Me llevará a renunciar a muchas cosas por la persona amada. Pero es verdad que el sufrimiento viene a menudo por culpa de mi pecado. Porque no sé amar. Es lo que más deseo: Amar y ser amado. Pero, ¡cuánto me cuesta amar bien, con libertad, con verdad! Confundo lo que siento a veces y no soy capaz de expresarlo: «Si no sabemos explicar lo que sentimos, si no estamos seguros de cómo explicar nuestros sentimientos, no llegaremos a conocerlos realmente. Y si no conocemos nuestros sentimientos, no nos podremos conocer realmente. No podremos tampoco hacernos entender ni hacer que nos comprendan. Por eso es importante saber expresar cuanto sentimos y nos sucede. Con la mayor exactitud posible»[5]. Necesito conocer mi corazón que se turba y sufre. Mi corazón que desea amar para siempre, con todo el alma y el cuerpo. Hoy Jesús me muestra cuánto sufre el que ama. Me muestra que Él no pasó por la vida sin amar, sino dejándose el alma en las personas. Jesús amaba a Lázaro, a Marta, a María. Eso es bonito. Con nombre propio. Hoy Jesús se acerca a mí en medio de mi enfermedad, de mi muerte, para decirme que me ama con locura. Que no quiere que sufra. Quiere ser mi amigo. Yo también quiero ser su amigo. Cuidar esa intimidad con Él.
Marta y María amaban a Jesús. Necesitaban su presencia: «Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús: -Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano». María y Marta dicen lo mismo: «Cuando llegó María adonde estaba Jesús, al verlo se echó a sus pies diciéndole: - Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano». Es como si su cercanía bastara para calmar el corazón. Si Jesús hubiera estado ahí, con ellos, todo hubiera sido diferente. Tal vez su presencia hubiera evitado la muerte. Él, que podía devolver la vista a un ciego de nacimiento, fácilmente hubiera tocado a Lázaro enfermo y lo hubiera sanado. O quizá su presencia física hubiera fortalecido el cuerpo enfermo de su hermano. Esa fe impresiona. Es una fe que brota de un amor profundo. Si hubiera estado allí, con ellas. Su presencia, su abrazo consolador, lo hubiera hecho todo más fácil. Creen en el poder del amor de Jesús. No buscan un milagro. Piensan más en el poder sanador del amor verdadero. Esa fe me impresiona. A mí me falta. Me cuesta creer en el poder del amor de Jesús. La fe de María me da fuerzas hoy. La fe de Marta que es capaz de ir más allá de su amor humano para ver en Jesús el poder de Dios: «Sé que resucitará en la resurrección del último día. Jesús le dice: -Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto? Ella le contestó: - Sí, Señor: yo creo que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». Marta, turbada en medio de su dolor, expresa su fe más honda. Marta cree en el poder salvador de Jesús. Él es el salvador del mundo. No tiene que temer nada. Esa fe pura es el primer credo del cristiano. Me falta fe muchas veces. Marta en medio de su dolor humano ve más allá. El otro día leía: «Esta identificación de las relaciones entre los hombres y Dios es la única forma de saber cómo la fe está o no plenamente arraigada en la vida. Muchas personas valoran más su amor a Dios que sus relaciones con los hombres. Esto es un engaño claro. Se juzgan más creyentes de lo que son. Muchas veces me han preguntado: - ¿Cómo puedo trasladar mi fe a mi vida? Detrás de esta pregunta se esconde la impresión de que se tiene una fe muy grande pero que no puede concretarse en hechos. Yo siempre he contestado: - No necesitas transferir tu fe a la vida cotidiana. Puedes deducir de tu vida cotidiana cómo es de grande tu fe»[6]. En mis gestos se ve mi fe. En mi amor humano que refleja mi amor a Dios. En mis actitudes más humanas. Mi fe en la vida. Jesús se conmueve con la fe de Marta. En ella se unen lo humano y lo divino. Mi amor humano me lleva a lo alto. Mi amor a Dios y a los hombres está unido. No son dos amores distintos. No tengo dos corazones. Hay un solo corazón. Una sola fe. Pero muchas veces me falta fe. Decía el P. Kentenich: «Quiero aumentar la fe en que el camino por el cual Dios me conduce es siempre el correcto. ¿Por qué es tan difícil transitar este camino? ¿Por qué tanto dolor? Es normal que suframos al contemplar nuestras faltas y nuestra condición de creaturas. Sí; el hombre sufre su condición porque su alma no está aún colmada de Dios. Les repito que ese dolor es normal, es la senda obligada que todos debemos recorrer. Quien tenga un corazón sano y franco vive o habrá vivido esos estados de ánimo. Mantengamos la calma y no nos compliquemos inútilmente. Que todo ello nos motive a aspirar más hacia lo alto, a crecer en confianza y humildad»[7]. Marta va más allá de su llanto. Cree más. Confía más. Mi fe es frágil, hoy le pido a Jesús que aumente mi fe. Que me ayude a creer siempre que si Él está a mi lado todo es posible. Es la fe de Marta y de María. La fe del amor humano que me lleva a tocar el amor de Dios en mi vida. Todo está unido. Quiero tener esa fe en el hombre. Quiero tener esa fe en el Dios que me ama con locura.
Hoy quiero despertar de mi sueño y salir de mi sepulcro para ir al encuentro de Jesús: «Lázaro, ven afuera». Jesús me ve muerto y me llama. Quiere que salga de mi sepulcro, de mi muerte, para ir hacia Él, hacia la vida. Pero yo a veces prefiero quedarme dentro, seguro en mis cadenas. En mi gruta, en mi muerte. Prefiero protegerme para no ser más herido. Jesús me llama por mi nombre. Lo pronuncia con fuerza: «Ven afuera». Quiere que salga de mi interior. De mi mediocridad. De mi rutina. De mis miedos. De mi barca varada en la orilla. Muchas veces paso noches remando, con ahínco, queriendo ir mar adentro. Y al amanecer veo que mi barca sigue anclada en la orilla. No he logrado soltar las amarras. Me da miedo el mar hondo, la vida sin seguros. Me da miedo el riesgo y la posibilidad de perderlo todo. Prefiero a veces la seguridad de la esclavitud, como el pueblo judío que atravesando el desierto echaba de menos la comida de Egipto: «Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto, de los pepinos, lo melones, los puerros, las cebollas y los ajos. Y ahora nuestra alma se seca pues nada más que este maná ven nuestros ojos». Números 11, 5-6. El corazón se resiste a dejar aquello a lo que se apega. Como un seguro. Como una losa. Esa losa que cubre mi desnudez y mi pobreza. Pero en ella estoy seguro. No quiero salir fuera. Y eso que sé que, como Lázaro, yo también huelo: «Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días». Lleva cuatro días enterrado y huele. Lleva cuatro días detrás de una losa. Pienso en tantas cosas en mi alma que huelen porque no dejo que entre el aire fresco en mí alma. En mis sombras no brilla la luz. Llevo tiempo oliendo mal casi sin darme cuenta. Huele mal mi muerte interior cuando no tengo la vida de Dios en mí. Le pido a Jesús que me ayude a levantarme y a salirde mi sepulcro. A veces los demás saben si huelo, antes que yo mismo. Me ayudan con sus palabras, con sus gestos. A verme en mi verdad. ¡Cuánto cuesta mirar cara a cara la propia verdad! Quiero pedirle a Jesús que me dé vida en esta Pascua que viene. Quiero que su luz venza mi oscuridad. Que se abran las puertas de mi alma cerrada. Quiero que su amistad y su amor venzan en mí y acaben con mi olor. Quiero que Jesús sea dueño de mi vida. Quiero resucitar con Él a la vida verdadera. Muchas veces me quedo en mi mezquindad y en mi muerte, y no avanzo. Quiero que me llame con fuerza para que salga de mi cueva cerrada en la que habita mi muerte. Quiero que venza en mí. Que me quite esa losa que no me deja ver. Aunque luego echaré de menos la comida de la esclavitud. Y me acordaré de placeres que pasan tan pronto como llegan. No importa. Quiero salir y vivir una vida más verdadera. Pero muchas veces mi pecado es mi sepulcro. Y vivo atado a mis dependencias. No dejo que Jesús rompa las amarras que me atan. Paso el día remando en vano junto a mi orilla y no avanzo. Sigo anclado. Huele mal mi prisión, mi celda de muerte. La oscuridad de mi losa pesa demasiado sobre mí. Yo no puedo quitarme a mí mismo la losa. Es imposible. No puedo salir yo solo de todo lo que me ata. Estoy atado a mi pasado, a mis dependencias, a mis hábitos viciados, a mis gustos que me oprimen. Quiero salir de mí mismo para ir al encuentro de Jesús. Son pocos pasos pero una losa me impide avanzar. Hace falta que alguien corra la losa para poder salir. Esa losa tan pesada que yo no puedo mover. Miro en mi interior. ¿Qué nombre tiene mi muerte? ¿Qué cosas huelen mal en mi alma? ¿Dónde creo que no entra la luz de Dios, ni su brisa, ni su viento? Pido ayuda. Me da miedo salir fuera. Necesito que alguien me ayude para poder navegar mar adentro venciendo mis miedos. No controlo el mar sin orillas. No hago pie, no estoy seguro. Y tengo claro que todo aquello que no controlo me asusta. Le pido a Jesús que me ayude a quererme más en mi verdad. Que me mire con misericordia, para que yo aprenda a mirarme así. En la oscuridad del sepulcro todo me parece feo. ¡Cuánto me cuesta quererme bien cuando veo mi debilidad! ¡Qué déficit tengo en el cuidado por mi propia vida! Me exijo y no me quiero. No me acepto. No me cuido ni me admiro al ver mi belleza. Porque no logro verla en medio de la noche de mi tumba. Jesús me sigue amando aunque esté muerto, aunque no tenga atractivo. Jesús amó la fealdad en la vida de los hombres, porque veía en ellos una belleza oculta: «Cristo fue detrás de la mujer que padecía flujo de sangre, de seres cuyas vidas no tenían encanto ni belleza, como las rameras que la gente apedreaba por la calle. Dejarse ganar el corazón por el encanto, por la belleza, eso lo puede hacer cualquiera. Eso no tiene nada de amor. Amor es no rechazar una vida humana, un ser humano ajado, convertido en harapo»[8]. Ese amor movió la losa de la tumba de Lázaro. Ese amor me levanta a mí de mi sepulcro al descubrir en mí cuánto valgo. «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros». Dios me saca de mi sepulcro para que camine en la luz. Para que descubra todo lo que puedo dar con mi vida. Para que aprenda a amar como he sido amado. Hoy Jesús me pide que yo quite la losa de tantos que están muertos: «Quitad la losa». Quiere que lo haga con mi amor, con mi verdad, con mi humildad. Que lo haga amando a los demás en su muerte y deseando verlos con vida. Es mi misión. Sacar a muchos de sus sepulcros. Acompañando sus vidas. Cuidando sus caminos rotos. Sosteniendo su fragilidad. Y creyendo en su belleza, en su poder oculto.
Me cuesta a veces entender que desde mi carencia y desde mi pecado pueda construir una obra de arte. No lo hago yo solo. Él lo hace conmigo. Él en mí. Y mi herida es el espacio abierto, la gruta en la que yace mi cuerpo muerto, y de donde brota la vida. No niego mi herida. No la oculto. También me cuesta creer que las carencias y debilidades de los que tengo más cerca me complementen y enriquezcan. ¿Cómo puede ser eso posible? Si vivo clamando al cielo por los defectos ajenos. Criticando, juzgando. Y reclamando a Dios por las injusticias que sufro a causa de la debilidad de los hombres. Cuando experimento con dolor la carencia del que me ama, de aquel a quien yo amo, sufro. Y no sólo experimento el dolor, también me entristece la carencia de lo que no recibo. Me duele esa fragilidad humana que entorpece mis pasos y no me deja ser mejor. ¿Cómo se puede hacer para que la debilidad de los demás sea un bien en mi vida? Es un milagro. Pero vivir con alegría la debilidad de los que me rodean me hace cambiar. Amarlos débiles, quererlos frágiles. Abajarme a esa lucha que ellos sostienen contra su propio pecado. En ese gesto hondo de amor yo aprendo tolerancia, paciencia y alegría. Al final me enriquezco, cambio yo y aprendo a amar. Y al amarlos, cambian ellos. ¡Qué difícil me parece vivir con paz las heridas de los otros! Tal vez necesito cambiar mi mirada que brota de mi corazón herido, duro, rígido. Una nueva visión del mundo, del corazón humano. Necesito un corazón más paciente, más transigente, más libre, más blando. Sé que una cosa es mi firme propósito de amar bien, de liberar a quien amo de su culpa, de sostenerlo cuando se reconoce frágil ante mí. Pero muchas veces compruebo mi propia herida. Veo que de mi interior brotan sombras oscuras. No acabo de conocerme. Y me confronto con sentimientos que no quiero. Leía el otro día: «Todo hombre se lleva a sí mismo adondequiera que vaya. En todo momento llevamos nuestros aspectos sombríos con nosotros. Participan de todos nuestros actos y a menudo los determinan aun en contra de nuestros propósitos. Deseamos amar a todos los seres humanos. Pese a la firme voluntad de querer bien a todos los hombres, nos comportamos con impaciencia, rechazo o agresividad. A menudo nos sorprenden nuestras reacciones, pues nos negamos a reconocer el origen de nuestro comportamiento. Así es que muchas veces no vemos en nosotros lo que otros sí perciben a través de nuestros actos, y es que estamos marcados por nuestros aspectos sombríos»[1]. Quiero hacer el bien, quiero amar bien, acoger con alegría al que cae, perdonar al que me hiere, ser paciente con el que no actúa como yo espero. Quiero entender que en los defectos de los que me rodean se encuentra el amor de Dios, oculto, escondido. Ese amor que viene a mí a desinstalarme de mis pretensiones. A confrontarme con los pecados de los demás, para que vea en ellos mi propio pecado. A desvelarme mi fragilidad. Y mostrarme el camino que he de recorrer para que, al querer al que no me sabe querer, aprenda yo a querer como Jesús me quiere. Me hace ver mi debilidad para entregarme sin freno al que no es como yo quiero que sea. Me siento muy frágil. Tropiezo con mi indigencia. Me cuesta ver en las carencias de los demás mi camino de santidad. ¿Qué hago yo por acoger y ayudar al que no se comporta como yo creo que se debería comportar? Surgen mis propias sombras, mi pecado, juzgo y exijo. Me cuesta aceptar la lentitud del que me ama, su torpeza, su incapacidad para demostrarme su amor. Exijo otras actitudes. Le pido que cambie. Surgen en mí la impaciencia, el rechazo, la agresividad. Sus olvidos y negligencias me duelen. Sus torpezas para vivir la vida a mi lado. No quiero ser un educador que corrige siempre. Pero acabo resaltando con violencia lo que los demás no hacen bien.
Quiero aprender a vivir las carencias de los demás sin juzgarlas. Quiero dejarme educar por sus debilidades. Y así reconocer mi propio pecado. Decía Damián Karo: «Es momento de plantearnos: dejar la lupa y tomar el espejo. Nos molestan muchas cosas de los demás. Dejemos la lupa que examina a los otros constantemente y tomemos el espejo para ocuparnos de nosotros. Esto, a su vez, nos ayudará a que veamos de mejor modo a los demás. Podríamos pensar que de esa manera nada va a cambiar en el mundo; sin embargo va a cambiar todo en nosotros. Cuando algo de otro nos molesta y afecta tanto, es porque lo que estamos viendo es la devolución de nuestra imagen reflejada». El espejo me permite mirarme como soy. Y ver mi pecado, mi lado sombrío, mi fragilidad, mi propia muerte. No me entristezco. Me da ánimo para luchar. Dios me quiere como soy. Decía el P. Kentenich: «Hoy en día es muchísimo lo que se juega para el hombre, en el hecho de que aprendamos nuevamente a presentarnos ante Dios tal como somos. ¡Fuera con el velo! ¡Fuera con la máscara! Mostrarnos ante el rostro de Dios en total desnudez. En la imagen de Pablo: cuando soy débil, entonces soy fuerte»[2]. Me miro en mi desnudez. En mi fragilidad. Entonces la fragilidad del otro me afecta menos. Porque yo mismo en el espejo veo mi desnudez imperfecta. Y me siento pequeño al lado de lo que sueño y anhelo. Me desnudo a los ojos de Dios, sin miedo, sin pudor. Dios me quiere así. Débil, inmaduro, torpe, incapaz, voluble, inconstante. Claro que desea que crezca, que ame mejor, que sea más feliz. Pero constatar su amor incondicional por mí, me da fuerzas. No quiero conformarme, quiero luchar. Quiero dejar que Dios vaya cambiando mi corazón endurecido y me dé un corazón de carne para remplazar mi corazón de piedra. Quiero que vaya revistiendo con su Espíritu mi desnudez. El P. Kentenich me recomienda: «Primero, no asombrarnos; segundo, no confundirnos; tercero, no desanimarnos; cuarto, no instalarnos. O sea, no decir, simplemente: en fin, esto forma parte de mi rostro. Naturalmente, hoy en día existe el gran peligro de que, como estamos tan impulsados y teñidos por el medio que nos rodea, la conciencia ya no se inquiete, puesto que tomamos sin más la opinión pública como lenguaje de la conciencia. Y así, antes de que me dé cuenta me habré convertido realmente en un hombre masa»[3]. No me asombra mi debilidad. Porque para Dios todo es posible a partir de mi barro. No me confundo con mi pecado, con mis caídas repetidas, porque sé que Jesús se detiene ante mi debilidad y se conmueve. Pero tampoco me desanimo en la lucha, porque sé que su Espíritu me da alas para subir a lo más alto y soñar con lo más grande. Por eso no me conformo, porque no quiero dejarme llevar como una hoja movida por el viento que sopla como quiere, donde quiere. No dejo que el mundo me haga conformista. Quiero luchar por ser mejor, por amar más. Quiero ayudar a otros a ser mejores. Pero dejo de lado la lupa, para coger el espejo. Así es más fácil cambiar. En la carencia que me inquieta veo mi propia carencia. En la debilidad que me conmueve descubro mi propia fragilidad. Así es mi corazón que aprende a ver en lo que me turba un camino de salvación. En mi alma sé que conviven lo débil y lo fuerte. Lo sublime y lo más mezquino. Mi pecado y mis gestos más santos. Guardo como un tesoro mi deseo puro e inocente de ser mejor. Me duele la dureza de encontrarme cada día reflejado en el espejo con mis mismas arrugas, con mi misma muerte. Cuando yo quiero vivir y cambiar. Tengo el deseo de luchar siempre de nuevo. Cuando pierdo, cuando fracaso. Pero no cedo. No decaigo. Conozco la belleza grabada en mi interior y esa belleza me da alas. No la olvido. Quiero que sea mi guía, mi bandera de lucha. Conozco también la oscuridad de mi sepulcro, la he olido. Esa oscuridad que me turba y me confunde. Y a veces me dejo llevar por el silencio de mi pecado absurdo. No quiero dejar nunca de creer en las cumbres que puedo alcanzar en las alas de Dios. Subido en el fuego de su Espíritu. Me da fuerzas para luchar en medio de mi vida. Me levanta siempre ese amor de Jesús que llora ante la losa que cubre mi alma. Y me llama por mi nombre, porque me quiere.
Por todo ello hoy de nuevo quiero cuidar esa amistad que sueño con Jesús. Me conmueve escuchar hoy: «Señor, tu amigo está enfermo». Su amigo Lázaro está enfermo. Yo, que soy su amigo también estoy enfermo. En ese amigo pongo mi propio nombre, escribo mi nombre sagrado. Jesús sabe que estoy enfermo. Yo, su amigo. Me conmueve esa amistad profunda de Jesús con Lázaro, con sus hermanas. Jesús era capaz de amar. Con su cuerpo y con su alma: «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro». No suele aparecer una expresión así en el evangelio. Nombres concretos. Jesús amaba a la familia de Betania. Allí solía ir a descansar, a compartir la vida. Con Lázaro, con Marta, con María. ¡Qué humano es Jesús que ama tanto! Me conmueven sus lágrimas cuando ve muerto a Lázaro. Llora cuando ve llorar a María: «Jesús, viéndola llorar a ella y viendo llorar a los judíos que la acompañaban, sollozó y, muy conmovido, preguntó: -¿Dónde lo habéis enterrado?». María llora. En sus palabras no hay reproche. Sólo hay cariño. Un amor muy hondo. Y la certeza firme de que bastaba con la presencia del más amado para salvar la vida de su hermano. Me conmueve. Jesús llora. ¡Cuánto amaba a Lázaro! Se emociona. Por el dolor de María. Por su propio dolor. Jesús me quiere tanto a mí como a ellos. También llora cuando yo muero, cuando lloro, cuando estoy enfermo. Jesús me enseña cómo se quiere a los amigos. Yo no sé querer así. Su dolor es tan hondo, tan humano, tan de Dios. Llora porque ha perdido un amigo tan querido. Sufre por la pena de María, de Marta, su propia pena. Jesús tenía amigos. Tenía amistades hondas, verdaderas, eternas. No quiero pasar por la vida sin emocionarme por el dolor de los hombres, sin conmoverme al perder a quienes quiero. No quiero vivir sin ahondar en mis vínculos. El otro día una persona me decía: « ¿Vosotros también tenéis personas a las que queréis de forma especial?». Me llamó la atención la pregunta. Los sacerdotes claro que amamos. Queremos. Echamos raíces en corazones humanos. Porque el amor humano me lleva al corazón de Dios. Porque ese amor que recibo y doy es un reflejo pálido de ese amor incondicional que Dios me tiene. Jesús amaba con lágrimas, con risas, con hondura. El otro día leía: «Jesús se sienta a la mesa con los pecadores no como juez severo, sino como amigo acogedor. El reino de Dios es gracia antes que juicio. Dios es una buena noticia, no una amenaza. Los pecadores y las prostitutas pueden alegrarse, beber vino y cantar junto a Jesús. Estas comidas son un auténtico «milagro» que los va curando por dentro. Empiezan a intuir que Dios no es un juez siniestro que les espera airado; es un amigo que se les acerca ofreciendo su amistad»[4]. La amistad con Jesús sana por dentro al que se sabe amado. Igual que mi amor sana a otros. Un amor de carne y alma. No un amor etéreo. Quiero cuidar el amor humano que doy y recibo. Igual que quiero cuidar mi amistad con Jesús. Los amigos se eligen, no nos vienen impuestos. La amistad no se puede exigir, se da o no se da. Es un don gratuito. No quiero mendigar amigos, amores humanos. Pero quiero cuidar a los que Dios ha puesto en mi camino. La amistad vive de la gratuidad. No de las obligaciones y compromisos. Jesús se sentaba con los pecadores, con aquellos que estaban enfermos. No era obligatorio perder su tiempo con ellos. Tampoco era una obligación ir a Betania a descansar con sus amigos. Era gratuito. Jesús se hacía amigo de los más necesitados. Me mira a mí. A veces no me valoro y no creo que pueda ser mi amigo. También me pasa a veces con ciertas personas. Las veo muy lejos de mí, muy perfectas, muy sabias. Y no creo que pueda llegar a ser amado por ellas. Seguramente es lo que sentían esas prostitutas y publicanos al comer con Jesús. No se sentían dignos. Pero la amistad es un don sagrado, no un premio. Es una gracia, no una obligación. Jesús viene a mi mesa a compartir mi vida conmigo. Viene a mi vida a decirme que le interesa todo lo que hago, todo lo que sufro. Y pone como prenda su corazón. Me dice que me quiere. Que me acepta como soy. No quiero temer amar. El otro día una persona me decía que asociaba el vínculo afectivo a alguien con el dolor. Y por eso lo rehuía. Tenía una coraza que lo protegía. Pensé que hoy tantas personas viven con dolor sus vínculos profundos. Sufren en sus relaciones humanas. No se saben amados de forma incondicional por nadie. Con sus padres, con sus hijos, con su cónyuge, con sus amigos. ¡Cuántas relaciones rotas! ¡Cuántas relaciones en las que uno o los dos sufren! ¡Qué difícil tener vínculos sanos! Cuesta mucho aprender a amar bien. El amor me compromete. Saca lo mejor de mí. Y también puede sacar lo peor. Estoy llamado a vincularme. No quiero pasar por la vida de puntillas, sin raíces. Sin dejarme el alma anclada en los corazones. La huida al desierto, a la soledad, puede ser una excusa para no amar más, para no involucrarme demasiado. Hoy Jesús me pide que ame hasta el fondo. Que llore por los que amo. Que sufra sin miedo por ellos. El amor conlleva una cierta cuota de sufrimiento. Pero no quiero hacer sufrir a quien amo. Eso no es justo. El sufrimiento bueno no tiene que provocarlo mi pecado. Amar siempre me hará sufrir, me exigirá dar hasta que duela y sacará de mí fuerzas que desconocía. Me llevará a renunciar a muchas cosas por la persona amada. Pero es verdad que el sufrimiento viene a menudo por culpa de mi pecado. Porque no sé amar. Es lo que más deseo: Amar y ser amado. Pero, ¡cuánto me cuesta amar bien, con libertad, con verdad! Confundo lo que siento a veces y no soy capaz de expresarlo: «Si no sabemos explicar lo que sentimos, si no estamos seguros de cómo explicar nuestros sentimientos, no llegaremos a conocerlos realmente. Y si no conocemos nuestros sentimientos, no nos podremos conocer realmente. No podremos tampoco hacernos entender ni hacer que nos comprendan. Por eso es importante saber expresar cuanto sentimos y nos sucede. Con la mayor exactitud posible»[5]. Necesito conocer mi corazón que se turba y sufre. Mi corazón que desea amar para siempre, con todo el alma y el cuerpo. Hoy Jesús me muestra cuánto sufre el que ama. Me muestra que Él no pasó por la vida sin amar, sino dejándose el alma en las personas. Jesús amaba a Lázaro, a Marta, a María. Eso es bonito. Con nombre propio. Hoy Jesús se acerca a mí en medio de mi enfermedad, de mi muerte, para decirme que me ama con locura. Que no quiere que sufra. Quiere ser mi amigo. Yo también quiero ser su amigo. Cuidar esa intimidad con Él.
Marta y María amaban a Jesús. Necesitaban su presencia: «Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús: -Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano». María y Marta dicen lo mismo: «Cuando llegó María adonde estaba Jesús, al verlo se echó a sus pies diciéndole: - Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano». Es como si su cercanía bastara para calmar el corazón. Si Jesús hubiera estado ahí, con ellos, todo hubiera sido diferente. Tal vez su presencia hubiera evitado la muerte. Él, que podía devolver la vista a un ciego de nacimiento, fácilmente hubiera tocado a Lázaro enfermo y lo hubiera sanado. O quizá su presencia física hubiera fortalecido el cuerpo enfermo de su hermano. Esa fe impresiona. Es una fe que brota de un amor profundo. Si hubiera estado allí, con ellas. Su presencia, su abrazo consolador, lo hubiera hecho todo más fácil. Creen en el poder del amor de Jesús. No buscan un milagro. Piensan más en el poder sanador del amor verdadero. Esa fe me impresiona. A mí me falta. Me cuesta creer en el poder del amor de Jesús. La fe de María me da fuerzas hoy. La fe de Marta que es capaz de ir más allá de su amor humano para ver en Jesús el poder de Dios: «Sé que resucitará en la resurrección del último día. Jesús le dice: -Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto? Ella le contestó: - Sí, Señor: yo creo que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». Marta, turbada en medio de su dolor, expresa su fe más honda. Marta cree en el poder salvador de Jesús. Él es el salvador del mundo. No tiene que temer nada. Esa fe pura es el primer credo del cristiano. Me falta fe muchas veces. Marta en medio de su dolor humano ve más allá. El otro día leía: «Esta identificación de las relaciones entre los hombres y Dios es la única forma de saber cómo la fe está o no plenamente arraigada en la vida. Muchas personas valoran más su amor a Dios que sus relaciones con los hombres. Esto es un engaño claro. Se juzgan más creyentes de lo que son. Muchas veces me han preguntado: - ¿Cómo puedo trasladar mi fe a mi vida? Detrás de esta pregunta se esconde la impresión de que se tiene una fe muy grande pero que no puede concretarse en hechos. Yo siempre he contestado: - No necesitas transferir tu fe a la vida cotidiana. Puedes deducir de tu vida cotidiana cómo es de grande tu fe»[6]. En mis gestos se ve mi fe. En mi amor humano que refleja mi amor a Dios. En mis actitudes más humanas. Mi fe en la vida. Jesús se conmueve con la fe de Marta. En ella se unen lo humano y lo divino. Mi amor humano me lleva a lo alto. Mi amor a Dios y a los hombres está unido. No son dos amores distintos. No tengo dos corazones. Hay un solo corazón. Una sola fe. Pero muchas veces me falta fe. Decía el P. Kentenich: «Quiero aumentar la fe en que el camino por el cual Dios me conduce es siempre el correcto. ¿Por qué es tan difícil transitar este camino? ¿Por qué tanto dolor? Es normal que suframos al contemplar nuestras faltas y nuestra condición de creaturas. Sí; el hombre sufre su condición porque su alma no está aún colmada de Dios. Les repito que ese dolor es normal, es la senda obligada que todos debemos recorrer. Quien tenga un corazón sano y franco vive o habrá vivido esos estados de ánimo. Mantengamos la calma y no nos compliquemos inútilmente. Que todo ello nos motive a aspirar más hacia lo alto, a crecer en confianza y humildad»[7]. Marta va más allá de su llanto. Cree más. Confía más. Mi fe es frágil, hoy le pido a Jesús que aumente mi fe. Que me ayude a creer siempre que si Él está a mi lado todo es posible. Es la fe de Marta y de María. La fe del amor humano que me lleva a tocar el amor de Dios en mi vida. Todo está unido. Quiero tener esa fe en el hombre. Quiero tener esa fe en el Dios que me ama con locura.
Hoy quiero despertar de mi sueño y salir de mi sepulcro para ir al encuentro de Jesús: «Lázaro, ven afuera». Jesús me ve muerto y me llama. Quiere que salga de mi sepulcro, de mi muerte, para ir hacia Él, hacia la vida. Pero yo a veces prefiero quedarme dentro, seguro en mis cadenas. En mi gruta, en mi muerte. Prefiero protegerme para no ser más herido. Jesús me llama por mi nombre. Lo pronuncia con fuerza: «Ven afuera». Quiere que salga de mi interior. De mi mediocridad. De mi rutina. De mis miedos. De mi barca varada en la orilla. Muchas veces paso noches remando, con ahínco, queriendo ir mar adentro. Y al amanecer veo que mi barca sigue anclada en la orilla. No he logrado soltar las amarras. Me da miedo el mar hondo, la vida sin seguros. Me da miedo el riesgo y la posibilidad de perderlo todo. Prefiero a veces la seguridad de la esclavitud, como el pueblo judío que atravesando el desierto echaba de menos la comida de Egipto: «Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto, de los pepinos, lo melones, los puerros, las cebollas y los ajos. Y ahora nuestra alma se seca pues nada más que este maná ven nuestros ojos». Números 11, 5-6. El corazón se resiste a dejar aquello a lo que se apega. Como un seguro. Como una losa. Esa losa que cubre mi desnudez y mi pobreza. Pero en ella estoy seguro. No quiero salir fuera. Y eso que sé que, como Lázaro, yo también huelo: «Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días». Lleva cuatro días enterrado y huele. Lleva cuatro días detrás de una losa. Pienso en tantas cosas en mi alma que huelen porque no dejo que entre el aire fresco en mí alma. En mis sombras no brilla la luz. Llevo tiempo oliendo mal casi sin darme cuenta. Huele mal mi muerte interior cuando no tengo la vida de Dios en mí. Le pido a Jesús que me ayude a levantarme y a salirde mi sepulcro. A veces los demás saben si huelo, antes que yo mismo. Me ayudan con sus palabras, con sus gestos. A verme en mi verdad. ¡Cuánto cuesta mirar cara a cara la propia verdad! Quiero pedirle a Jesús que me dé vida en esta Pascua que viene. Quiero que su luz venza mi oscuridad. Que se abran las puertas de mi alma cerrada. Quiero que su amistad y su amor venzan en mí y acaben con mi olor. Quiero que Jesús sea dueño de mi vida. Quiero resucitar con Él a la vida verdadera. Muchas veces me quedo en mi mezquindad y en mi muerte, y no avanzo. Quiero que me llame con fuerza para que salga de mi cueva cerrada en la que habita mi muerte. Quiero que venza en mí. Que me quite esa losa que no me deja ver. Aunque luego echaré de menos la comida de la esclavitud. Y me acordaré de placeres que pasan tan pronto como llegan. No importa. Quiero salir y vivir una vida más verdadera. Pero muchas veces mi pecado es mi sepulcro. Y vivo atado a mis dependencias. No dejo que Jesús rompa las amarras que me atan. Paso el día remando en vano junto a mi orilla y no avanzo. Sigo anclado. Huele mal mi prisión, mi celda de muerte. La oscuridad de mi losa pesa demasiado sobre mí. Yo no puedo quitarme a mí mismo la losa. Es imposible. No puedo salir yo solo de todo lo que me ata. Estoy atado a mi pasado, a mis dependencias, a mis hábitos viciados, a mis gustos que me oprimen. Quiero salir de mí mismo para ir al encuentro de Jesús. Son pocos pasos pero una losa me impide avanzar. Hace falta que alguien corra la losa para poder salir. Esa losa tan pesada que yo no puedo mover. Miro en mi interior. ¿Qué nombre tiene mi muerte? ¿Qué cosas huelen mal en mi alma? ¿Dónde creo que no entra la luz de Dios, ni su brisa, ni su viento? Pido ayuda. Me da miedo salir fuera. Necesito que alguien me ayude para poder navegar mar adentro venciendo mis miedos. No controlo el mar sin orillas. No hago pie, no estoy seguro. Y tengo claro que todo aquello que no controlo me asusta. Le pido a Jesús que me ayude a quererme más en mi verdad. Que me mire con misericordia, para que yo aprenda a mirarme así. En la oscuridad del sepulcro todo me parece feo. ¡Cuánto me cuesta quererme bien cuando veo mi debilidad! ¡Qué déficit tengo en el cuidado por mi propia vida! Me exijo y no me quiero. No me acepto. No me cuido ni me admiro al ver mi belleza. Porque no logro verla en medio de la noche de mi tumba. Jesús me sigue amando aunque esté muerto, aunque no tenga atractivo. Jesús amó la fealdad en la vida de los hombres, porque veía en ellos una belleza oculta: «Cristo fue detrás de la mujer que padecía flujo de sangre, de seres cuyas vidas no tenían encanto ni belleza, como las rameras que la gente apedreaba por la calle. Dejarse ganar el corazón por el encanto, por la belleza, eso lo puede hacer cualquiera. Eso no tiene nada de amor. Amor es no rechazar una vida humana, un ser humano ajado, convertido en harapo»[8]. Ese amor movió la losa de la tumba de Lázaro. Ese amor me levanta a mí de mi sepulcro al descubrir en mí cuánto valgo. «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros». Dios me saca de mi sepulcro para que camine en la luz. Para que descubra todo lo que puedo dar con mi vida. Para que aprenda a amar como he sido amado. Hoy Jesús me pide que yo quite la losa de tantos que están muertos: «Quitad la losa». Quiere que lo haga con mi amor, con mi verdad, con mi humildad. Que lo haga amando a los demás en su muerte y deseando verlos con vida. Es mi misión. Sacar a muchos de sus sepulcros. Acompañando sus vidas. Cuidando sus caminos rotos. Sosteniendo su fragilidad. Y creyendo en su belleza, en su poder oculto.
[1] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
[2] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[3] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[4] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[5] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163
[6] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación
[7] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[8] Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas)
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